Saturday, December 1, 2018

Méjico, el campamento (por Víctor Mozo)


Al toque de diana – que nunca fue con corneta - se unieron los gritos de los sargentos, Vicente Nodarse Pérez y Rafael Martel que apenas salido el sol entraban por dos de las cuatro entradas con que contaba la barraca para obsequiarnos con un brutal despertar bajando cuanto Dios y santos había en el cielo, sin olvidar a la Virgen. Le roncan los cojones, gritó un nuevitero desdentado que dormía frente a mí en señal de protesta. Morgado, otro de Nuevitas, no se quedó atrás: me cago en la puta madre que lo parió, diciéndolo a la vez que bajaba la cabeza para que los sargentos no lo notaran. ¡Arriba, arriba, tienen diez minutos para recoger las hamacas y lavarse!, gritó el sargento Martel.

Dábamos grima. La barraca con paredes y piso de palma y techo de guano no nos ayudaba, reinaba la suciedad. De manera obligada nos sentíamos hermanados por los malos olores que de seguro despedíamos y que nosotros mismos ni sentíamos después de más de 24 horas sin lavarnos. Sin olfatearnos como los animales, nos escudriñamos tratando de saber quién era quién.

Salimos casi en tropel para lavarnos un poco la cara en unos lavaderos de cuyas llaves salía un hilo de agua. Los más listos habían traído jabón, pero muchos como yo se atenían solo al cepillo y la pasta de dientes. Al menos mi boca no apestaría y el agua refrescaría mi cara aun somnolienta.

Me sentía perdido. Como bien lo describiría mi amigo y compañero de infortunio Pedro Bencomo Sarmiento, me habían sacado de un mundo: “Fue un trancazo físico y emocional sin transición alguna, un día estábamos ensayando para el vals de los 15 de fulanita y al otro día estábamos en casa del carajo con gente vociferándote en los oídos”. Los gritos, las malas palabras, serían mi pan cotidiano como lo sería también esa tierra roja que pisaba y que nunca había visto. Pensaba a veces que debajo de mis pies se encontraban las entrañas del mismísimo infierno.

Ciento veinte hombres conviviríamos hacinados en dos barracas con los cabos de la UMAP y el hedor de las cercanas letrinas. Completarían el campamento la barraca con piso de cemento que cobijaba a los sargentos, al jefe de compañía y al segundo al mando, más una pequeña oficina. El trabajo esclavo no podía dejar de contabilizarse.

El nuevo grito de a formar con las erres bien arrastradas del sargento Rodríguez me sacó de mi estupor. En lo adelante siempre formaríamos en el mismo lugar, no lejos de la barraca de los oficiales. Los once de Jaronú caímos en el pelotón 1. En lo adelante yo sería el número 28. Además de utilizar un número para llamarnos, también utilizarían la palabra elemento. A eso nos reducían, a ser “elementos”.

A la voz de marchen, nos encaminamos de nuevo al comedor donde nos dieron dos dedos de café claro y un pedazo de pan que engullimos con la rapidez del hambriento. Al salir, un paseo breve por las obligadas letrinas me puso frente a una realidad que no me esperaba, o me enfermaba o salía inmune de todo aquello.

Y de nuevo a formar, a marchar bajo el sol por no sé cuántas horas. Cinco minutos de descanso y me precipité al lavadero a tomar agua cometiendo el gran error de beber rápido. En medio de la formación, esperando la próxima voz de mando, vomité lo poco que había tragado. Pedí permiso para salir de la formación. ¡Negativo! Me respondió el sargento Rodríguez. Creí que me iba a desmayar. El 27, un guajiro de Santa Lucía y el 29, Ercilio Serrano, otro guajiro, me sostuvieron por los brazos. ¡Compañía atención! ¡Derecha, dré! ¡De frente, marchen! Nunca supe de dónde saqué fuerzas, pero aguanté hasta el almuerzo que consistió de nuevo en sardinas y boniato salcochado con su cáscara para variar el menú. Las porciones fueron de nuevo escasas y devoradas en pocos minutos.

Por la tarde nos dieron lo que sería nuestro uniforme: dos pantalones, uno azul y otro verde oliva; una camisa gris, una gorra, el distintivo, un sombrero de guano y un par de botas. Nos dieron además dos calzoncillos, dos pares de medias, un minúsculo pedazo de tela antiséptica que serviría de toalla y un jabón. Como calzado un par de botas carmelitas de trabajo, ¡y a arreglárselas para encontrar el buen número! El intercambio de botas entre unos y otros sirvió para entablar un poco la conversación. Los testigos de Jehová, que ya eran tres, rechazaron todo lo que fuera de color verde oliva. Había gente de Minas, Senado, Nuevitas, Sola, Holguín, Morón. Los de la ciudad de Camagüey seríamos unos 15. Para casi todos, más que la ropa, tener un jabón en las manos fue de amplio regocijo.

Las tablas que servían de piso en las duchas parecían más rojas que la propia tierra. Una veintena de llaves conectadas a tubos servían para ducharse. Duro momento la primera vez en que por grupos, sucios y desnudos, tratábamos de guardar una distancia prudencial. La principal preocupación era mantener el espacio vital, quitarse el churre de encima y ponerse el dichoso uniforme que al menos estaba limpio.

Nos volvieron a cansar de tanto marchar y marchar, ¡ni que fuéramos cadetes para desfile militar! La comida fue la repetición del almuerzo y la noche cerró con una marcha más y el grito obligado de patria o muerte que el sargento Rodríguez nos hacía repetir hasta que se cansara.

Raro campamento dizque militar. No había asta ni mucho menos bandera. Nunca se cantaría el himno nacional ni siquiera en las fiestas patrias. Imposible cantarlo, vivíamos en cadenas y en afrenta y oprobio sumidos. La Patria había dejado de ser ara para ser pedestal.


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Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog

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Gaspar, El Lugareño Headline Animator

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