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Sunday, April 30, 2023

Oscar Valdés. Un cineasta mayor. (por Fausto Canel)

Foto/ Rebeca Chávez
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Lúcido y cultivado, Oscar Valdés no jugaba a las posturas políticas, tan de moda en aquellos primeros años del Castrismo. Ni andaba con un manual de marxismo bajo el brazo —cosa que hacía ostentosamente otro director de cine que se convirtió, inevitablemente, en un mediocre y sectario funcionario cultural del quinquenio gris.


Nunca he visto El extraño caso de Rachel K, ese largometraje de Oscar Valdéz con guión de Sergio Giral, pero no dudo que sea una excelente película. Su documental Vaqueros del Cauto fue uno de los mejores del ICAIC en los años 60. Con Nicolás Guillén Landrián, Oscar estuvo entre los más interesantes exponentes de un corto momento único en la documentalística cubana.

Oscar era sutil en su ironía. Recuerdo la apuesta que le hizo a Pastor Vega, en 1968, durante las primeras horas de la invasión de Checoslovaquia por la Unión Soviética. Pastor aseguraba que Fidel criticaría la invasión por ser una intromisión de una gran potencia en los asuntos internos de un pequeño país. Después de todo, ese era el gran “principio” de la Revolución Cubana.

Oscar, por el contrario, apostaba a que no, a que ese “principio” se pondría a un lado y que Castro apoyaría la invasión. Para entonces el régimen unipersonal cubano dependía demasiado de la URSS para que se pudiese dar el lujo de desautorizarla públicamente. Luego de seis o siete horas en la embajada rusa negociando su apoyo, Fidel Castro dio un discurso justificando la invasión. Pastor perdió su dinero.

A pesar de su lucidez política, o posiblemente por ello, lo único que realmente apasionaba a Oscar Valdés era el cine —y por el cine estaba dispuesto si no a jugarse la vida, por lo menos a buscarse un buen lío.

Un día, en Berlín Oriental a propósito de un viaje al Festival de Leipzig, precisamente con Vaqueros del Cauto, Oscar se enteró que en el lado occidental ponían Hatari, la nueva película de Howard Hawks. El director americano era uno de sus cineastas favoritos y de él había aprendido el sentido de lo directo, sin formalismos ni “mensajes”.

No hay que olvidar que estamos a principios de los años 60, que la Unión Soviética acaba de cercar Berlín Oriental con un muro, para que no se le escapen sus ciudadanos, y que por los puntos de paso sólo los extranjeros con visa pueden salir del sector comunista. Soldados con armas largas y ametralladoras en el muro se encargan de que esta orden se cumpla a rajatabla.

Sin embargo, gracias a una regulación internacional que nos quedaba de la época de la República, los cubanos (todavía) teníamos visa permanente y automática a todos los países de Europa occidental. Y Oscar lo sabía. Ni corto ni perezoso, y sin decírselo a nadie —en plena etapa caliente de la guerra fría y en una aventura que a John le Carré le hubiese parecido riesgosa—, Oscar cruzó como si nada la línea que dividía el sector ruso del americano por el famoso Checkpoint Charlie.

Oscar vio la película de su maestro —Vaqueros debe mucho a Río Rojo, esa obra mayor de Hawks— y regresó al sector oriental y a su quejumbroso hotel junto al muro como si simplemente se hubiese dado un paseo por el parque.

Ya de regreso en el ICAIC, Oscar me contaba esta anécdota sin darle la menor importancia a lo que hubiese podido ocurrir si lo hubiesen tomado por un espía que venía, no del frío, sino del calor de la lejana Habana pro-soviética.

De lo único que le interesaba hablar era de Hatari y de la inesperada influencia que de Antonioni creía encontrar en los "tiempos muertos" de la película.

De nada más

Sunday, December 18, 2022

P M. El principio del fin. (por Fausto Canel)


Tarde en la tarde del miércoles 10 de mayo de 1961 llegué a la redacción del periódico Revolución con la intención de escribir mi crítica de cine. Camino de mi escritorio Guillermo Cabrera Infante me salió al paso y me dijo: “Ven, vamos a ver PM”.

“¿Y qué cosa es PM?”

“Es la película de Orlando y Sabá”

“Es que todavía no he escrito mi crítica”, le dije.

“Ya la escribirás más tarde”, me respondió. “Es sólo un corto”.

Guillermo agarró su chaqueta y salimos del salón en el que se encontraban la redacción de Lunes de Revolución y de la página de Espectáculos del periódico, con su colección de fotos cubriendo toda una pared. Nos dirigimos a los ascensores.

Sabía que Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante trabajaban en una película sobre la noche habanera. Sabía también que el corto era producido por el programa Lunes en Televisión con la intención de mostrarlo en su emisión semanal, como antes habíamos hecho con El Congo 1960, estos fueron los hechos, un montaje de materiales de archivo editados por mí sobre un texto de Pablo Armando Fernández. Pero no sabía que el trabajo de Orlando y Sabá estuviese terminado. Y mucho menos que tuviese título: PM

Ya en la calle montamos en el Nash Metropolitan. Era una agradable tarde de mayo sin aguacero y Guillermo bajó la capota. Tomamos por la calzada de Ayestarán hasta la Avenida 26, donde doblamos a la derecha.

El cine Acapulco pasó raudo a nuestro lado y ya en la esquina de la calle 23 esperamos a que el semáforo cambiase para doblar a la izquierda, en dirección al puente Almendares.

Cruzamos la intercepción de la calle 25, donde miré de reojo el anodino edificio del ya desaparecido BRAC, Buró de Represión de Actividades Comunistas. Enseguida llegamos al puente que conecta el Vedado con el reparto Kohly. Del otro lado del río y entre los árboles un enorme letrero anunciaba: “Marianao, ciudad que progresa”.

Cruzamos el río con las ruedas del Metropolitan sonando diferente sobre el asfalto del puente. Pasamos por sobre el parque Almendares y manteniendo su izquierda, siempre izquierda, Guillermo detuvo el automóvil antes de llegar a la bifurcación de las calles 47 y 41.

No había señal de parada ni instrucciones para doblar hacia el río y la maniobra era evidentemente riesgosa con el caudal de automóviles que se nos venía encima. Un pequeño error de cálculo y hubiésemos terminado con La guillermita de sombrero. Pero se hizo un claro en el tráfico y Guillermo dio un golpe rápido de timón, haciendo penetrar el autito por una calle angosta.

La vía fue girando a la derecha hasta llegar a una imponente casa de dos plantas que aparecía de repente en pleno Bosque de La Habana, al borde mismo del río. Al fondo había un área de parqueos y Guillermo condujo hasta allí.

Dos siluetas surgieron de un automóvil ya aparcado y enseguida reconocimos a Orlando y a Sabá que se nos acercaban impacientes. “Todo está listo”, dijo Orlando. Sabá, mucho más tímido, se mantuvo en silencio. Por la puerta posterior penetramos en el edificio.

Telecolor era una empresa de revelado y edición de materiales en 16 mm., montada por el magnate de la televisión cubana, Gaspar Pumarejo. Dos años antes, en el verano de 1959, Néstor Almendros y yo habíamos revelado y editado en aquella casa nuestros documentales didácticos para el ICAIC.

Pumarejo había procesado allí la programación filmada de su canal 12, una empresa que había convertido a Cuba en la segunda nación en el mundo en tener televisión en color.

Pero ya para entonces el empresario había abandonado el país cuando su canal, como todos los otros canales de televisión, fue nacionalizado sin indemnización por el Gobierno Revolucionario. La sombra del ICAIC comenzaba a planear sobre la empresa.

Era ya de noche cuando entramos en la sala de proyección de Telecolor a presenciar el primer pase de la primera copia de aquella pequeña película de apenas 14 minutos.

En seguida sospechamos —es más, supimos— que el estilo libre y lo independiente de la producción de PM, (Pasado Meridiano), su filmación sin guión previo, provocaría una reacción no necesariamente favorable entre los dirigentes de un ICAIC celoso de mantener totalmente controlado, a través de los guiones obligatorios, el monopolio y contenido de la producción de películas y documentales.

Pero por nuestras mentes no pasó ni por asomo la idea de que la peliculita pudiese provocar la más mínima conmoción política. Tierno y sincero, el pequeño film mostraba al pueblo habanero divirtiéndose en los clubes y bares de la playa de Mariano y del puerto. Nada más —y nada menos. Pero el nada menos, ni imaginárnoslo podíamos.

El lunes 22 de mayo la edición impresa de Lunes, suplemento gratuito del periódico Revolución, se distribuyó como cada mañana de lunes por todo el país. Por la noche, el Canal 2 de CMBF-TV trasmitió el programa Lunes en Televisión. En esa edición se exhibió PM —y los que lo vieron tuvieron la misma impresión nuestra. Atmósfera conseguida. Edición precisa. Poesía visual. Un excelente documento.

Luego Orlando y Sabá quisieron pasarla en el Rex Cinema, una sala especializada en cortometrajes, y ya para entonces todo lo que fuese exhibición en los cines tenía que ser autorizado y clasificado por la Comisión de Estudio y Revisión de Películas, en manos del ICAIC.

Desde mucho antes ya se había hecho evidente que no contento con ser el presidente del ICAIC, Alfredo Guevara quería ser Ministro de Cultura del Castrismo. Pero no había llegado la ocasión y, además, el hombre tenía competidores.

Por un lado, los viejos comunistas del PSP, estalinistas atrincherados en el periódico Hoy y en el Consejo Nacional de Cultura, dirigido por Edith Garcia Buchaca, Mirta Aguirre y Vicentina Antuña.

Por otro lado, Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante.

Franqui había sido hasta ese momento el hombre clave de la propaganda del Castrismo. Antiguo comunista que abandonó el partido cuando las denuncias por Jruchev de José Stalin, Franqui se hizo Castrista y fue luchador en la clandestinidad, dónde fundó el periódico Revolución, y luego combatiente en la Sierra Maestra, donde continuó publicando el periódico y creó Radio Rebelde.

Cabrera Infante, escritor y crítico de cine conocido internacionalmente, era el director del semanario Lunes, publicado cada semana por el periódico Revolución. Como amigo y confidente de Franqui, ambos representaban el ala liberal, social demócrata, del Movimiento 26 de Julio.

Alfredo Guevara era muy amigo de Fidel Castro desde que, en su época de estudiantes, le ganara las elecciones a la Federación Estudiantil Universitaria. El amigo que le había prestado sus primeros libros de marxismo leninismo en una época en que Fidel no leía más que a Primo de Rivera y a Mussolini.

Guevara había sido, con Lionel Soto, el hombre que llevó a Raúl Castro a la URSS, por petición del hermano mayor. El hombre que había sido testigo del primer contacto de la KGB con Raúl en el viaje en barco de regreso a la isla.

El hombre que Fidel, inmediatamente después del triunfo, había pedido a su hermana Lidia que localizara en Matanzas para que organizase el grupo que durante meses se reuniría en la casa del Ché, en Tarará, a escribir leyes socialistas que el gabinete del primer ministro Miró Cardona ni siquiera sabía que se estaban preparando —un hecho divulgado por primera vez en 1986 por el periodista estadounidense Ted Szulc en su libro Fidel.

Un gobierno paralelo y secreto al que ni los viejos comunistas, ni tampoco Franqui, fueron invitados —y que ni idea tenían que aquel grupo existía. Pero Alfredo Guevara había sido el coordinador de aquellas reuniones. Además, Castro necesitaba del cine para llevar al mundo la mística de sus barbudos, y sabiéndole ahora fiel Castrista (aunque hubiese sido operativo de los comunistas en los años 40 y 50), es a Alfredo a quién confía ese proyecto.

Hasta ese momento, el equilibrio entre Guevara y Franqui había sido la regla. Pero a mediados de 1961, Alfredo Guevara cree que ha llegado su momento, el momento perfecto para atacar a Carlos Franqui, debilitado ahora en esta nueva etapa que ha comenzado con Playa Girón y la proclamación por Castro, apenas un mes antes, del carácter socialista de la Revolución. Orlando y Sabá han presentado PM al ICAIC, para su aprobación en los cines y Guevara aprovecha para prohibirla.
La película ofrece una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece, desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanqui.
Wow! Gruesos cañonazos en el acta de prohibición para tan pequeña película. Y es que detrás de la retórica había un ajuste de cuentas por los ataques que Cabrera Infante y Franqui le habían hecho a Guevara cuando la muerte de Ricardo Vigón, uno de los hombres clave del mundo cinéfilo de los años 50, y fundador junto a Germán Puig del Cine Club de La Habana, que luego, gracias a las gestiones de Puig en Francia, se convertiría en la primera Cinemateca de Cuba.

Vigón se había hecho amigo de Gerard Phillipe, hombre de izquierda y estrella del cine francés, durante el rodaje de La Muerte sube al Pao, una película mexicana de Luis Buñuel en la que Ricardo había sido uno de los asistentes. Cuando triunfa la Revolución, Vigón regresa a La Habana, manteniendo contacto con Phillipe por carta. Un día se acerca a Guillermo y a Franqui y les dice que el actor le ha expresado su interés de visitar Cuba.

Como las relaciones entre los dos grupos son todavía cordiales, Franqui le pasa la información a Alfredo para que sea el ICAIC el que haga la invitación, ya que Lunes de Revolución se está ocupando de traer a Jean Paul Sartre. Cuestión de ir tendiendo juntos los puentes que luego serán esenciales para la propaganda castrista en Francia, todavía capital cultural de Europa.

Gerard Phillipe vino a Cuba y fue agasajado tanto por el ICAIC como por el periódico Revolución. Todo un éxito. Y como su gestión fue apreciada, Vigón creyó que había llegado el momento de pedir trabajo en el Instituto del Cine.

Pero Alfredo Guevara se lo negó. La leyenda cuenta de una discusión en la que Vigón le da una bofetada a Alfredo cuando le visita en su oficina. En otra la bofetada es al revés. Pero los puentes están rotos.

En realidad los puentes entre Ricardo y Alfredo estaban rotos desde que Vigón y Puig, en 1951, decidieron independizar el Cine Club de La Habana de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, alegando que la sociedad se había convertido, subrepticiamente, en un frente encubierto de los comunistas. Y las recaudaciones del cine club eran una fuente importante de financiación del organismo, lo cual hizo muy doloroso el divorcio.

Cuando a principios de abril de 1960 Ricardo Vigón muere, Guillermo Cabrera Infante escribe el 4 de ese mes en el periódico Revolución:
Ya sé que Ricardo no era un santo. Si hubiera sido un santo no estaría escribiendo yo esto, ni su muerte me hubiera dolido tanto, porque, simplemente, detesto a los ‘santos’.
No quiero acusar a nadie, porque tendría que acusarme a mí mismo (acusarme por ejemplo de no haber reunido el dinero necesario para que Ricardo hiciera un film en la Ciénaga, que había proyectado junto con el poeta Fayad Jamis, y creo que también con el poeta Escardó, hace casi un año); Carlos Franqui me decía que él se sentía también responsable que de Ricardo sólo se pueda decir ahora “el talento que tenía”, y me recordaba una discusión de una noche en que le decía a Ricardo que concretara sus ideas, que en el Instituto del Cine tenían derecho a pedirle un guión sobre sus ideas del film y la Ciénaga; pero se reprochaba él, no haberle conseguido la cámara y la película, como le prometiera, para que fuera a la Ciénaga con Jesse Fernández a hacer la película que Ricardo deseaba, me decía Franqui.
Luego Guillermo denuncia: “Creo que el Instituto del Cine pudo —y debió— darle una oportunidad a Ricardo Vigón, como se la ha dado a los demás que trabajan allí.”

Esta andanada pública no la olvidaría Alfredo Guevara jamás. Como tampoco –y sobre todo– el final de aquel texto:
Nosotros aquí en la página de Espectáculos y en Lunes de Revolución no queremos que se olvide su gran talento frustrado tan temprano. Así Humberto Arenal ha ideado el mejor homenaje para Ricardo. Desde ahora anunciamos los auspicios de un concurso al mejor corto experimental que se realice en Cuba y en América Latina cada año. Este premio se llamará Ricardo Vigón.
Cabrera Infante, (y Franqui, claro), anunciaba un premio independiente con vistas a distinguir cortos nacionales y latinoamericanos que nada tendrían que ver con Alfredo Guevara. Pura declaración de guerra contra el monopolio del ICAIC.

No hay que olvidar que además del periódico Revolución, Franqui controlaba el canal 2 de CMBF-TV, donde se transmitía el programa de Lunes. Era un medio de difusión visual dónde se podrían exhibir estos cortos fuera del control de Guevara. Y dónde Cabrera Infante exhibió PM.

Estos son los antecedentes que explican el caso. Denuncias. Guerra de grupos. Lucha de influencias en una revolución que se define socialista. Guarda celosa del área cultural controlado por cada cual. Turf.

Sin encomendarse ni a dios ni al diablo, improvisando, y lo más riesgoso, sin consultar con el Comandante en Jefe, Alfredo Guevara respondió con el zarpazo no sólo de prohibir el corto en los cines, su territorio, sino que, además, confiscó la copia. Y allí mismo se formó el titingó.

Cabrera Infante y Franqui tratan de razonar con Guevara por teléfono. Sin resultados. El presidente del ICAIC toma la iniciativa de hablar con el presidente de la República, Osvaldo Dorticós, y consigue su apoyo sin que tenga siquiera que enseñarle la película. Más tarde Dorticós comentará en las reuniones de la Biblioteca Nacional: “Aquí nadie, por ejemplo, diría que era limitar la expresión formal artística impedir que en los principales cines de La Habana se exhiba una película pornográfica.”

La Comisión de Estudio y Clasificación de Películas, adscrita al ICAIC, tenía por objeto, según la Ley 259 del 7 de octubre de 1959, “estudiar y clasificar las películas que deban exhibirse en nuestro país, rechazando las de carácter pornográfico y los films que sin análisis crítico ni intención artística alguna, se conviertan en apología del vicio y del crimen; autorizando el resto de la producción según una escala de exhibición por edades, en atención a principios educacionales perfectamente claros y razonados”.

Es decir, los derechos de la Comisión se limitaban a clasificar por edades, y en algún caso muy extremo, prohibir. ¿Era PM pornográfica, o una apología del vicio y del crimen? Por supuesto que no, y por lo tanto la Comisión no tenía la justificación legal para prohibir el corto. Pero ya la revolución era “socialista” y las leyes habían perdido su intención primera.
Ante la actitud intransigente de Alfredo”, cuenta Emmanuel Vincenot en su texto ‘Censura y cine en Cuba: el caso PM’, “Cabrera Infante hace circular una petición entre los artistas, que recoge rápidamente 50 firmas.
El primero en reaccionar dentro del ICAIC es Tomás Gutiérrez Alea, el más importante de los directores de cine. En un memorándum a Alfredo Guevara, Alea condena la censura de obras problemáticas y le reprocha ser un autócrata.

Pero Gutiérrez Alea, que era abogado, no menciona que la ley misma ha sido violada. Sin tocar ese tema, el cineasta denuncia que si bien la película muestra “sólo una parte de la realidad de la noche habanera” —y que por lo tanto es efectivamente “criticable” y “discutible”— prohibirla, sin siquiera escuchar a sus autores, “es inaceptable”.

Guevara reacciona escribiendo un comunicado oficial donde expone sus razones. Saca copia de la película, sin informar a sus dueños, y se la muestra a los miembros del comité organizador del Primer Congreso de Intelectuales y Artistas, evento que lleva semanas gestándose y que se espera ocurra varios días más tarde.

Dicho comité decide convocar a una reunión en la Casa de las Américas para discutir el caso, una reunión en la que el ICAIC es representado por Eduardo Manet y Julio García Espinosa —no por Alfredo, que no se presenta.

Que sean las organizaciones de masa las que decidan, se avanza desde la presidencia del acto. Pero la moción no prospera. Los intelectuales no confían en las correas de transmisión de un poder ya camino de ser totalmente centralizado y la mayoría de los allí presentes consideran que la prohibición es una barrabasada que hay que levantar.

Al ver que la moción ha sido presentada en nombre del Consejo Directivo del ICAIC, instancia a la que pertenece, Gutiérrez Alea renunciará a dicho consejo en carta del 3 de junio, alegando “que había sido excluido de las discusiones donde se trató el (…) comunicado y se definió la política a seguir.”

La reunión en la Casa de las Américas terminó como una olla de grillos y el escándalo fue tan grande que el propio Comandante en Jefe tuvo que tomar cartas en el asunto. El inoportuno libretazo de Guevara le había creado un problema prematuro e innecesario justo después de la invasión de Playa Girón y ya discutiendo con Moscú la instalación de los cohetes soviéticos que desatarían la crisis del Caribe.

Además, la reestructuración —con guante blanco— del campo de la cultura ya había sido programada para el citado Congreso de Intelectuales y Artistas, a ocurrir varios días más tarde —un congreso que ahora a Castro no le queda más remedio que suspender. Fue entonces que convocó las conversaciones en la Biblioteca Nacional.

Tres tardes de viernes (perdidas, desde su punto de vista) oyendo a intelectuales quejarse de miedo, cuando tenía otros graves y urgentes problemas que afrontar, dijo. Pero Castro había visto que la polémica sobre una breve película (que alegó no haber visto) le daba la oportunidad de reconvertir la crisis y adelantar sus planes, saltando etapas.

¡Qué Congreso ni Congreso! ¡Ya era hora que se supiese de una vez que las reglas del juego habían cambiado y que el régimen sí se iba a abrogar el derecho de dirigir la cultura y de prohibir lo que no fuese utilizable en su beneficio!

Con un golpe de retórica jesuita de resonancia mussoliniana (“dentro de la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho”), y con la funda con su pistola sobre la mesa, Castro hizo desaparecer de un tajo los grupos y las publicaciones culturales independientes y exigió que todos los intelectuales, sin excepción, entrásemos por el aro.

Desaparecieron los programas culturales del Canal 2 de CMBF-TV, controlado por Franqui, y desapareció Lunes de Revolución, así como también Lunes de Revolución en Televisión, también dirigido por Cabrera Infante. Al mismo tiempo se dejó de publicar el magazín literario del periódico Hoy, órgano de los comunistas pro-soviéticos.

En lugar de estas publicaciones independientes, Castro ordenó crear La Gaceta de Cuba, una revista centralizada donde todos colaboraríamos bajo la pupila insomne de los nuevos censores.

Todos, excepto Cabrera Infante que, en señal de protesta, se negó a aceptar la vice presidencia de la recién creada Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC, ahora gremio oficialista único —para retirarse en su apartamento del edificio Retiro Médico a escribir la primera versión de Ella Cantaba Boleros, la novela que terminará titulándose Tres Tristes Tigres, y que ganará el premio Biblioteca Breve, en España.

Guillermo sobrevivió gracias al breve sueldo que su compañera, la actriz Miriam Gómez, ganaba en el Conjunto Dramático Nacional —hasta que finalmente lo sacaron a Bélgica como agregado cultural.

A Sabá y a Orlando les ofrecieron becas para estudiar cine en Polonia, que nunca aceptaron.

A Sabá terminarán por enviarle a España como agregado comercial, y Orlando, que desde antes de la Revolución tenía visa de entradas múltiples a Estados Unidos, se fue al “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, como un viajero más. Al año siguiente, por orden de Fidel, Franqui perderá la dirección del periódico que había fundado y dirigido desde la clandestinidad.

En la Biblioteca Nacional el mundo de la cultura dejó de ser autónomo para adquirir las rígidas estructuras verticales que ya controlaban el nuevo régimen. Los miedos de los intelectuales se hacían realidad.

En su intervención en la Biblioteca, Alfredo Guevara confesó: “(E)s cierto que nosotros no tuvimos lucidez suficiente para prever las consecuencias y complicaciones que podía traer la prohibición de PM.” Y es que el poder corrompe, ya se ha dicho, y el poder absoluto —aunque no sea más que sobre un sector de la sociedad, en este caso el cine—, le hizo perder el sentido de la realidad.

En una entrevista con Leandro Estupiñán del año 2007, Guevara afirmó: “Por eso te lo digo de una vez: [con la prohibición de PM] no me enfrenté a Lunes, sino a Franqui”.

Y Franqui y Lunes, ¿no eran la misma cosa?

En la misma entrevista, Guevara siguió diciendo: “Franqui le teme mucho a la influencia creciente del [antiguo] Partido [Comunista]. Franqui tenía suficientes redes para no ignorar que por todas partes el PSP estaba diciendo que le estaban pasando el poder. Y, si además de eso, se iba produciendo un acercamiento a la Unión Soviética, entiendo su terror […] Puedo decirte que el PSP, en mi convicción, no fue leal… No disolvió sus Comisiones... Entre ellas, no disolvió la […] Comisión de Cultura, manejada por Edith [García Buchaca]”.

¿Y si Guevara entendía el “terror” de Franqui y pensaba que los “viejos comunistas” (estalinistas) no habían sido leales, por qué se ensañó con Franqui?

Agrega Guevara: “Un día, en una reunión convocada por el PSP, y presidida por Edith García Buchaca […] —esto estaba pasando en el mismo momento de PM, lo que pasa es que la gente no lo supo—, se intentó ponerme un comisario. Y todos lo aceptaron, porque Edith les informó que Fidel le estaba pasando el poder al Partido. […] Yo no acepté, y cuando salí de ahí, me fui directo a ver a Fidel… No estaba Fidel y se lo conté a Celia —Fidel y Celia vivían a unas cuadras del ICAIC... Celia se indignó: ‘Está pasando en todo el país. Nos tienen tomado el teléfono’, me dijo. ¡A Fidel! ¡Fidel vivía ahí!”

Alfredo Guevara se pone truculento cuando le asegura a Estupiñán: “Lo que pasa es que Sabá y el otro muchacho [Jiménez Leal] se presentan en el quinto piso […] y me llaman fascista. Entonces, les entré a piñazos.

A lo que Jiménez Leal respondió en su texto Conversaciones en la Biblioteca: “La realidad fue mucho más patética y cómica. Mientras yo, furioso, increpaba al funcionario del ICAIC [Rodríguez Alemán] que me había dado la noticia de la prohibición […], Alfredo, que había aparecido sigiloso detrás de nosotros con cara de estar al borde de un ataque de histeria, pero sin atreverse a acercarse demasiado, daba pataditas y portazos a derecha e izquierda de las diferentes oficinas que estaban en un pasillo cercano, con la idea, creo yo, de mostrar su disgusto”.

Dos años más tarde, en 1963, un siempre impaciente Alfredo cree que ha llegado el momento de recuperar su prestigio y convertirse en el paladín del “dentro de la Revolución todo”.

Trae buenas películas para resolver el gran problema de las salas vaciadas por la avalancha de filmes didácticos y aburridos que nos llegaban de la URSS y de los nuevos “hermanos del Este”—y comienza a permitir que se rueden películas críticas del “proceso”.

Su táctica consistía en enviar el film a un festival europeo y si ganaba premio, estrenarlo entonces con el aval de la opinión internacional. El prestigio de la “Revolución Cubana” se acrecentaba gracias a la imagen que del régimen daban en el extranjero las películas del ICAIC. Y Guevara sabía que Castro lo sabía.

Pero las pugnas por el Ministerio de Cultura estaban todavía en el aire y los tiburones pro-soviéticos esperaban el momento oportuno. Como nuevos (o mejor, viejos) ventrílocuos, los PSP estalinistas decidieron activar un muñeco, el actor Severino Puente, para comenzar un ataque en forma contra un Alfredo Guevara que todavía consideraban débil por su torpe manejo del caso PM.

En una carta al periódico pro-soviético Hoy, el actor se quejó de lo inapropiado de la programación del ICAIC, es decir, las películas que Alfredo importaba de Europa. Y allí mismo comenzó una nueva trifulca.

En un editorial en Hoy, Blas Roca atacó a Guevara, convoyándose una y otra vez con artículos de Mirtha Aguirre y Edith García Buchaca. Los directores de cine se quejaron y apoyaron a la dirección del ICAIC.

Y Guevara respondió a Roca: “No hay madurez sin herejía”. Y en una carta que exigió se publicase en el propio Hoy, el periódico del “enemigo”, atacó: “Para gentes como ustedes, el público está compuesto de bebés necesitados de manejadoras que los alimenten con papilla ideológica, altamente esterilizada y cocinada de acuerdo con las recetas del realismo socialista”.

Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé y cuando la polémica se encontraba en su mejor punto, el Comandante mandó a parar. De nuevo.

El momento era ahora de unidad, dijo Castro, e invitó a “una cena que duró hasta el amanecer del día siguiente”. Así comenzó la organización del Congreso Cultural de La Habana, un evento que —según Rafael Acosta de Arriba, en su artículo "El Congreso Olvidado", (La Gaceta de Cuba, enero-feb, 2013) —,“formó parte de un grupo de acciones en el plano internacional para darle cobertura a la guerrilla del Ché llevada a cabo en algún lugar del continente latinoamericano”.

Y con el propósito de anunciar a bombo y platillo este congreso —un canto de sirenas con el que arrobar de nuevo a las izquierdas europea y latinoamericanas chamuscadas por el caso PM—, Castro mandó llamar a Carlos Franqui para que le organizase en La Habana una “enorme” feria cultural internacional.

Franqui vivía un retiro discreto, casi un exilio de baja intensidad en Montecatini, Italia, después de presentar en Argel una muestra completa de lo que había sido el periódico Revolución —desde los ejemplares correspondientes a los años heroicos de la clandestinidad y de la Sierra Maestra, hasta los números publicados después del triunfo, incluyendo Lunes y los libros de su Editorial R. Una exposición que Castro había pedido a su embajador en Argelia, “Papito” Serguera, que le organizase a Franqui como desagravio por el cierre del periódico.

Fiel al llamado de su Comandante en Jefe, Carlos Franqui aceptó “con la esperanza de colocar un granito de arena en el mecanismo aparentemente imparable de los pro-soviéticos en la cultura cubana.” Un gesto que fue la reivindicación de un hombre que lo había dado todo por una causa, incluido el silencio. Y una declaración, una más, de su posición anti-estalinista y anti-realismo socialista.

Con la presencian de artistas tan importantes como Calder y Joan Miró, el Salón de Mayo se inauguró con éxito espectacular en agosto de 1967, en una Habana en la que también se celebraba la Conferencia Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y en la que por todas partes se veían vallas anunciadoras con el llamado del Ché a crear “muchos Vietnam”.

Pero en octubre Ché Guevara muere en Bolivia y con él perece la guerra de guerrillas como táctica de lucha en Latinoamérica. Castro continuará, sin embargo, con su plan del Congreso Cultural de La Habana, que se llevará a cabo en enero de 1968.

Pero ya es demasiado tarde. Al darse cuenta que no le va quedando otra, Castro comienza a dar un giro de 180 grados y a aceptar la construcción del “socialismo en un solo país”: la tesis estalinista soviética.

Alfredo Guevara recogerá vela tanto en su política de importación de filmes de calidad como en la producción de películas críticas. Era evidente que en el contexto de los nuevos tiempos, tanto el escándalo PM como su polémica con los estalinistas seguían planeando peligrosamente sobre su carrera.

Por si fuera poco, uno tras otros se acumulan los acontecimientos internacionales. Luther King, Kent, Chicago, Paris, Bobby Kennedy, Tres Culturas, Praga… 1968 es el año en que los jóvenes de todo el mundo se rebelan contra sus gobiernos.

Castro había apoyado a los jóvenes inconformes en USA desde la época primera. Pero ya para 1968 la rebelión estudiantil se les había escapado de las manos a los demagogos de izquierda —y el Comandante en Jefe comprende que hay que tomar medidas drásticas si se quiere evitar que en Cuba ocurran brotes de rebelión semejantes. Reveladora contradicción de una revolución que nueve años antes había sido ejemplo— de rebeldía, e inclusive de imagen con las barbas y los pelos largos— para esos mismos jóvenes que ahora se baten con las policías de todo el mundo.

Y se acaban los pequeños comercios y los timbiriches en las calles, operados por cuentapropistas que le sacaban las castañas del fuego a un régimen cuyo centralismo burocrático es ya incapaz de alimentar a su pueblo. A los cubanos no les va a quedar más remedio que “aceptar” el “llamado de la patria” a trabajar gratis en la zafra de los 10 millones. Una decisión dirigida a neutralizar una población joven, frustrada e independiente, dispersarla y alejarla de sus ciudades, de sus amigos, de sus familias, y así evitar los conflictos que afectaban a otras partes del mundo en aquel año definitivo.

Con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 llegó el futuro y un país de economía considerablemente urbana se apaga para que se intenten producir 10 millones de toneladas de azúcar que ni el ministro del ramo creía posible. El resto no es sólo Historia, sino la triste historia del endiosamiento de un hombre y del fracaso profundo de sus ideas y de su régimen.

Y con la ayuda de la URSS ya funcionando como única tabla de salvación posible, el apoyo de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia no hará más que confirmar la crisis de un país sin futuro independiente.

A la población, el apoyo a la invasión no gusta. Va contra la identidad anti-imperialista sobre la que se ha creado el régimen. En ese año clave de 1968, obras de teatro capciosas, libros de poemas y novelas sin “mensaje optimista” ganan todavía primeros premios —pero ahora se publican con un prólogo-advertencia del Índice censor.

Y llega el Quinquenio Gris. ¡Que nadie se mueva! Parámetros por doquier. El Ministerio de Cultura se crea finalmente y Alfredo Guevara no será el ministro. Para mayor humillación, al ICAIC, su feudo, le quitan la condición de ente independiente y lo reconvierten en dependencia de ese nuevo ministerio. A principios de los años 1980 a Guevara le terminan por quitar la presidencia del ICAIC y Castro lo envía a un exilio dorado en un París donde su prohibición de PM sigue siendo citada como el detonador de la censura en la cultura cubana.

En la entrevista con Estupiñán, Alfredo se queja de que siempre le pregunten por este corto. “Estoy harto”, dijo, “de que la historia de la cultura cubana sean PM, la UMAP y el caso Padilla”.

¿Por qué será?

Y agregó: “Por eso es que digo que hubiera actuado posiblemente distinto”.

Troppo tardi.


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Wednesday, November 30, 2022

Néstor Almendros. El Hombre y su Cámara. (por Fausto Canel)


En aquellos primeros meses de 1959 llegaron muchos. De México, Alfredo Guevara y Ricardo Vigón, después de trabajar ambos con Luis Buñuel. De París Eduardo Manet y de Suecia Ramón F. Suárez. De Nueva York llegaron Pablo Armando Fernández, Humberto Arenal, Amaro Gómez, y también Heberto Padilla y Edmundo Desnoes, escritores varados en un idioma ajeno. Y todos llegaban por que el Comandante ya había llegado antes. Ya saben, el que mandó a parar. Entonces no sabíamos hasta qué punto se empeñaría en mandar a parar sin control alguno.

Uno de ellos era alto y delgado y ya con entradas prominentes. Vestía uno de esos seersuckers clásicos de Brooks Brothers, con corbata de lana negra. Había leído alguna colaboración suya en la sección "Cine" de la revista Carteles y sabía que venía de Nueva York invitado por su amigo Tomás Gutiérrez Alea a trabajar en el recién creado Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, ICAIC.

Conocía también su nombre, Néstor Almendros, y que había traído con él su cámara, una Bolex de cuerda que el ICAIC se apresuró a alquilarle ante la carencia de equipos que teníamos. Lo que no sabía era que Néstor provocaría una conmoción en el cine cubano. De nuevo.

Ya antes, en los años 40, lo habían acusado de agente de la CIA. Su padre, Herminio Almendros, alto funcionario del Ministerio de Educación de la República Española, llevaba varios años exilado en Cuba, cuando Néstor, con 18 años, llegó de Barcelona, borracho con las teorías del director Sergei Eisenstein, pionero del cine soviético.


Armado con su cámara, Almendros se puso a sacar primeros planos de sus compañeros en la sociedad cultural Nuestro Tiempo, la cual acababa de pasar, subrepticiamente, al control del Partido Comunista (PSP). Algunos dirigentes de la entidad, estalinistas paranoicos, creyeron que Néstor les hacía retratos para la agencia estadounidense de inteligencia, cuando en realidad eran ingenuos y primeros amagos de cine eisensteniano. Y lo expulsaron.

Y esa fue su definición inicial: extranjero, y para colmo catalán, que parecía querer revolucionar a los nativos con sus exóticas ideas europeas. ¿Será trotskista?

A principios de los años 50, la energía creativa de Néstor se hizo sentir en el cine experimental de la época, demostrándole a los cubanos que la única manera de hacer cine era haciéndolo: es decir, hacerse de una cámara, aprender a utilizarla —y filmar. Almendros fue promotor y fotógrafo de varias pequeñas películas de la época. Esa breve pero intensa efervescencia experimental tendrá su final cuando algunos de sus protagonistas, entre ellos Néstor, se marchan a Europa a estudiar cine a mediados de esa década.

De Roma, donde hizo estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia, Néstor irá a Nueva York, esta vez a estudiar dirección de fotografía en el New York Community College —y llega a Manhattan justo en el apogeo del cine experimental estadounidense. Allí realizará su primer corto de este período, The Mount of Luna, en la tradición del cortometraje abstracto a lo Maya Deren.

Pero es también el momento en que los jóvenes cineastas newyorkinos descubren una aliada esencial en la Tri X, una película en blanco y negro ultra rápida que la Kodak acababa de lanzar. Además, las cámaras se habían vuelto más pequeñas y se sofisticaban con lentes de alta sensibilidad.

Esa autonomía de los pesados equipos de iluminación permitía filmar con una considerable flexibilidad de movimiento y conseguir un espectro más amplio de expresión: libertad y movilidad desconocidas hasta entonces. Y en esa nueva independencia Néstor intuye que ha encontrado su definitivo estilo visual.

La noche de fin de año de 1958, con su pequeña Bolex de cuerda y utilizando solamente la luz natural de los comercios y del alumbrado de Times Square, Néstor filmará 58-59, un poema a Nueva York y a la noche. Tres meses más tarde llegará a La Habana, respondiendo a la invitación de su amigo Tomás Gutiérrez Alea.

Con 58-59 Néstor provocó una segunda conmoción entre los cineastas cubanos. A todos nos sorprendió la calidad del corto, la sensibilidad del autor; pero sobre todo la libertad con que el cineasta había contado, gracias a la película rápida.

Esa independencia fue precisamente lo que preocupó a la dirección del ICAIC, ya que detrás del andamiaje generador de una industria de cine en Cuba se escondía un objetivo mayor: la agitación y propaganda necesarias al régimen recién instituido. Que se desarrollase un cine alternativo y personal era lo que la dirección del organismo quería evitar a toda costa.

Pero todavía eran tiempos de inclusión —y el ICAIC cumplió con la invitación que a Néstor le había hecho Alea. Como fotógrafo primero y más tarde como fotógrafo/director, Almendros realizó documentales llamados didácticos, objetivo para nada alejado de las inquietudes pedagógicas heredadas de su padre.

De esa época es El tomate, un documental que hicimos juntos a finales de octubre de 1959 en una recién creada cooperativa agrícola de Camagüey.

En ese rodaje, al mando de su inseparable Bolex de cuerda alquilada por el ICAIC, Néstor se familiarizó con las llamadas pantallas de sol —planchas cuadradas de madera ligera cubiertas de papel de aluminio— que en Cuba se utilizaron para sustituir las caras lámparas de arco que nunca abundaban, que nunca podían abundar por su alto precio en las filmaciones locales.

Pero Néstor no lo vivió como limitación, sino como liberación de un material pesado, excesivo e innecesario: una vez decidido el plano nos pedía al chofer de la camioneta y a mí —éramos todo el equipo— que nos colocásemos cada uno con una de aquellas pantallas a conseguir que el sol diese a las plantas el relieve necesario. El resultado fotográfico fue espectacular.

El rodaje transcurría sin problemas cuando un día, al llegar por la mañana, nos encontramos con la cooperativa totalmente desierta: todos se habían ido a “buscar a Camilo”.

El comandante Camilo Cienfuegos, jefe del Ejército Revolucionario, había desaparecido en su avioneta, misteriosamente, después de arrestar al comandante Huber Matos en la capitanía de la provincia.

Poco importaba que la avioneta hubiese desaparecido sobre el mar Caribe, al sur de la isla, según informaban las noticias en la radio y que la cooperativa estuviese tierra adentro, más bien al norte. Nada de eso tenía la más mínima importancia: todos teníamos que “buscar a Camilo”. Esa era la consigna. Aquel día, aquella semana, el país entero se paralizó y los cubanos no hicimos más que “buscar a Camilo”.

Durante los dos primeros años de la revolución, y a pesar de la frialdad y desconfianza de la dirección del Instituto del Cine para con 58-59, el corto —es decir, su método de realización independiente— se convirtió en punto de referencia para algunos documentalistas del ICAIC.

Pero el ejemplo más notorio fue P.M., excelente cortometraje realizado por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera para Lunes en Televisión, un programa dirigido por Guillermo Cabrera Infante dónde se producían filmes fuera del control del Instituto y con un punto de vista ajeno a la agit-prop.

La negativa del ICAIC a permitir que el corto se exhibiese en los cines fue un desafío directo de Alfredo Guevara a Cabrera Infante, y más allá de Lunes de Revolución… en Televisión, al propio Carlos Franqui, director del periódico Revolución, figura fundamental del ala anti-leninista del Movimiento 26 de Julio.

La prohibición creó una enorme conmoción entre los intelectuales cubanos e hizo que Néstor dejase definitivamente el ICAIC para irse a trabajar como camarógrafo y director del Departamento Fílmico del canal 2 CMBF-TV. Y por su cuenta, con los recortes de negativo que le sobraban de los noticieros, realizó Gente en la playa, uno de los cortos más libres y hermosos que jamás se hayan hecho en Cuba.

Eran tiempos definitivos. Almendros tomó partido a favor de los autores de P.M. en su columna de la revista Bohemia, de la cual era crítico de cine, y muy pronto se vio atacado por la revista Verde Olivo, órgano oficial del Ejército Rebelde, tras lo cual lo expulsaron de Bohemia: presagio del período —más negro que gris— que la cultura cubana va a vivir en los años 70.

Todo terminará en la Biblioteca Nacional con Fidel Castro zafándose su cinturón marcial para depositar la cartuchera de su pistola sobre la mesa presidencial de aquella reunión con los intelectuales, antes de acercarse al micrófono a dictar, ya dictador, cátedra: Dentro de la Revolución “todo”, contra la Revolución “nada”. Pero, ¿quién iba a decidir qué estaba dentro y qué no? Nadie lo preguntó. Todos mirábamos de reojo la pistola sobre la mesa.

Después del cierre del magazine literario Lunes de Revolución, del programa Lunes… en Televisión, y del propio periódico Revolución, Almendros escogió el exilio una vez más —lo cual esta vez no le fue fácil, pues su padre, a quien respetaba, era ya el alto funcionario del Ministerio de Educación de Castro que concebía y organizaba las escuelas Camilo Cienfuegos en la Sierra Maestra.

En Barcelona, su ciudad natal, Almendros recuperó su pasaporte español y se hizo amigo de los jóvenes que conformaban la entonces llamada “escuela de cine de Barcelona”. Estos le propusieron una película como fotógrafo, que Néstor aceptó, pero que tuvo que abandonar cuando la protagonista, la diva Sara Montiel, se negó a trabajar con un fotógrafo desconocido. Una vez más, Almendros hizo su maleta y se marchó.

A finales de diciembre de 1962, de regreso del Festival Internacional de Tours, pasé por París y conseguí localizar a Néstor. Tuvo la amabilidad de invitarme a cenar en un comedor universitario dónde pagaba con cupones que adquiría más baratos por docena: única calidad de restaurante que se podía ofrecer con el poco dinero que ganaba dando clases particulares de español.

Cuando terminamos de comer, le dije: “¿Por qué no vamos a ver El proceso, de Orson Welles?”

“No puedo”, me respondió. “Los cines de estreno son muy caros”.

Como todavía me quedaban unos francos de las dietas que me habían dado para el festival, lo invité. A tientas nos orientábamos en la oscuridad del cine cuando dimos con dos asientos libres —justo al lado de Oskar Werner, el actor alemán de Jules et Jim, gran éxito ese año de François Truffaut.

“Déjame sentarme a su lado”, me rogó Néstor: siempre el cinéfilo fascinado por las “estrellas”.

Meses más tarde, ya en La Habana, me enteré que había enviado Gente en la playa al Festival de Estrasburgo, donde el corto fue visto y elogiado por Edgar Morin, director del Museo del Hombre. Morín le presentó a Eric Rohmer y éste lo invitó a presenciar el rodaje de su cuento en una película de varios segmentos, Paris vu par.

Durante la filmación el director de fotografía se peleó con Rohmer y se marchó, dejando el rodaje a la deriva. Desesperado, el productor Barbet Schroeder preguntó a los técnicos a su alrededor quién sabia operar una cámara. Néstor dijo que él. Barbet miró al director y Rohmer, que ya había visto 58-59 y Gente en la playa, asintió.

Almendros dejó de dar clases de español a sus alumnos particulares y se entregó por entero a la película de Rohmer —aunque sólo le habían dado un contrato por 48 horas, pues Schroeder no había querido comprometerse con él sin ver primero las tomas reveladas.

Como Néstor no tenía permiso de trabajo no pudo firmar el cuento, pero su fotografía gustó tanto a Barbet que éste le llamó de nuevo para que hiciese la del próximo segmento, dirigido por Jean-Luc Godard. Néstor le dio las gracias y le dijo que le entusiasmaba la idea de trabajar con Godard, pero que no podía abandonar de nuevo sus clases, de las cuales vivía, y aprovechó para decirle a Schroeder que nunca le había pagado sus honorarios en aquel primer trabajo con Rohmer.

Abochornado, Schroeder le pagó, tras lo cual Néstor hizo el Godard y más tarde More, el primer largometraje del propio Schroeder. La película fue rodada en color en Ibiza, dónde Néstor utilizó las pantallas de sol conocidas en Cuba —para sorpresa de los técnicos franceses y placer del productor/director, ya que le hacía ganar tiempo y ahorrar dinero.

Luego fotografió La Collectioneuse, el segundo largo de Eric Rohmer, también en color, y más tarde, en blanco y negro, lo que es tal vez la mejor película de Rohmer —o por lo menos, la más emblemática: Ma Nuit chez Maude.

Fue en Maude que François Truffaut descubrió la fotografía de Néstor —lúcida, traslúcida sin luces— y decidió que era la ideal para L'enfant sauvage, que ya preparaba. Y las películas de Truffaut sí que se veían en Hollywood. El resto, como se dice, es historia.

Néstor Almendros trabajó durante años con los mejores directores franceses y estadounidenses. Ganó un César con El último metro, de Truffaut, y un Oscar con Days of Heaven, de Terrence Malik, además de otras nominaciones. La crítica le consideró un director de fotografía excepcional: un fotógrafo que, además, sabía dirigir sus propios documentales.

En Paris, a principios de los 70, escribió y dirigió El Bastón, un mediometraje de ficción que Almendros nunca mostró a nadie (más allá de una primera y única exhibición por estricta invitación en la Cinémathèque Française, en la que me incluyó). Estaba basado en una historia que Néstor, recién llegado a Cuba en 1959, le había contado a Guillermo Cabrera Infante mientras subíamos en el ascensor del edificio Retiro Médico, donde vivía el escritor.

Aquella historia de racismo y prejuicio la había vivido con Otto Jeckell (otro mítico cubano-newyorkino de la época) antes de salir Néstor para La Habana. Guillermo la convirtió en Historia de un bastón, uno de sus mejores cuentos, que luego formará parte de de uno de sus libros de relatos. Sintiéndose el originador (con Jeckell) de la historia primera, Almendros la reclamó para su corto —pero con toda la inmensa capacidad que tenía para la fotografía y el documental, nunca consiguió contar bien una historia en ficción, ni dirigir actores.

Más allá de su talento para la dirección de fotografía, tres elementos ayudaron al éxito de Néstor Almendros: la sofisticación cultural que absorbió en su adolescencia en Barcelona; los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana, que sorprenderán a los cineastas franceses acostumbrados a trabajar con fotógrafos que no eran más que técnicos; y la invención de la película Tri XXX, que le permitirá independizarse de los equipos pesados.

Pero el éxito no le hizo olvidar a sus amigos de Cuba. A menudo nos invitaba al rodaje de sus películas, a los estrenos de las mismas, y en una ocasión me pidió que viniese a su casa a ver por televisión una entrevista con Roberto Rossellini. El director italiano había ejercido una influencia esencial en la Nueva Ola francesa y la entrevista se exhibía esa noche.

En su apartamento de la rue Rousselet ya estaban Jacques Doniol-Valcroze y Jean Douchet, co-fundador el primero y ambos críticos de la revista Cahiers du Cinéma, y también Eric Rohmer, con quien Néstor acababa de terminar La rodilla de Clara.

Cuando llegó la hora, todos nos acomodamos frente al televisor —excepto Rohmer, que giró su asiento 180 grados y se sentó dándole la espalda a la pequeña pantalla.

Sorprendido, le pregunté a Néstor en voz baja: “¿Qué le pasa?”

Almendros dejó escapar una discreta risita irónica: “Es que no quiere que la televisión le dañe su sentido de la imagen.”

Años más tarde, en 1977, justo el año de la muerte de Rossellini, Néstor trabajaría con el gran maestro italiano en Beaubourg, un documental sobre el Centro de Arte y Cultura Georges Pompidou, a pocas cuadras de su último apartamento parisino.

Recuerdo la alegría en su voz cuando una mañana de 1989 me llamó desde el laboratorio De Luxe, dónde terminaba la corrección de luces del episodio de Martin Scorsese para New York Stories.

“Los recuperamos, Fausto, los recuperamos”, me decía lleno de entusiasmo desde la oficina del director del laboratorio.

Yo no entendía nada. “¿De qué hablas, qué recuperamos?”

Néstor trabajaba esa mañana en el laboratorio en Manhattan cuando el director se le había acercado y le había dicho: “Almendros, sabe usted que en las bóvedas tenemos dos cortos cubanos”.

“No”, le respondió Néstor. “¿Cuáles?”

El hombre consultó sus apuntes: “Ritmos de Cuba es uno, y el otro Carnaval.”

Era realmente increíble. Ritmos de Cuba la había dirigido el propio Néstor, en 1960, en Cuba, para el ICAIC. Y Carnaval lo había dirigido yo, con Joe Massot, aquel mismo año. No sabíamos que los negativos estuviesen todavía allí.

“Sí”, me contaría Néstor que le explicó el director del laboratorio. “Los revelamos y enviamos los rushes a La Habana y luego tiramos unas pocas copias… Pero el ICAIC nunca nos pagó y cuando se rompieron relaciones con la isla y se instauró el embargo comercial, los negativos ya editados se quedaron en nuestras bóvedas… Desde entonces están ahí…”

“¿Y es posible que obtengamos una copia?”.

“Miré, como directores tienen derecho a una copia en vídeo para su uso personal, pero me tienen que firman un acuerdo por el cual se comprometen, so pena de procesamiento judicial, a no comercializar los cortos… Esas películas son propiedad del ICAIC y a ese organismo se las devolveremos cuando nos hayan pagado lo que nos deben.”

Al día siguiente, en el laboratorio, vimos Ritmos de Cuba y Carnaval por primera vez desde su estreno en el cine La Rampa, en La Habana, en el verano de 1960. Veintinueve años más tarde.

Cuando Néstor sintió que ya tenía el nombre y el prestigio profesional necesario en París y en Hollywood, mundos todavía obnubilados por la propaganda castrista, produjo y dirigió (con Jiménez Leal) Conducta impropia, el más poderoso alegato jamás hecho en cine contra el régimen de La Habana, y más tarde Nadie escuchaba (con Jorge Ulla), un documental de testimonios sobre los abusos de los derechos humanos en Cuba.

Un día de mediados de diciembre de 1990 sonó el teléfono en mi casa de California. Era Néstor, que me llamada desde el rodaje de Billy Bathgate en Nueva York, su nueva película con Robert Benton. No sabíamos, ni él ni yo, que sería su última película.

“¿Cómo estás?” me preguntó.

“Bien, ¿y tú?”

“Agotado”, respondió. “Muy, pero muy cansado… Ya sabes cómo son los rodajes americanos… Te pagan de maravilla pero te sacan el jugo… Ahora vienen la Navidad y Año Nuevo y los productores prefieren pagar overtime a paralizar la filmación y luego tener que traer otra vez a todo el personal al mismo lugar a terminar el rodaje… Lo cual significa que estamos filmando 14 ó 16 horas diarias… No veo la hora en que termine y me vaya a descansar… Pero te llamo para que no dejes de ver Havana”.

“¿La película de Pollack?”

“Sí, no dejes de verla… Quiere ser Casablanca y no lo es, pero es interesante… La reproducción de la época y todo… No te la pierdas”.

A mí me extrañó que me llamase desde el otro lado del país, estando tan cansado, solo para recomendarme una película. Ahora pienso, ¿no se estaría despidiendo?

Para mediados del nuevo año 1991 el arquitecto cubano Marcos Díaz me informó desde Nueva York que Néstor había caído enfermo y que los médicos le habían diagnosticado el sida. A partir de ese momento me fue imposible localizarle, ya que se había refugiado en la casa de campo de un amigo en las afueras de la ciudad y de la cual nadie tenía el número de teléfono.

A principios de noviembre se estrenó Billy Bathgate, pero Néstor no acudió al estreno. Cinco meses más tarde, ya en 1992, sonó de nuevo mi teléfono. Era Jorge Ulla, dándome la noticia del fallecimiento de Néstor.


En la plenitud de su vida, de su fama y su carrera, Néstor Almendros había muerto en Nueva York el 4 de marzo de 1992, a la edad de 61 años.

Friday, November 15, 2019

Las mil y una Habana (por Fausto Canel)

Foto/Reuters
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Las mil y una Habana

por Fausto Canel

No, La Habana nunca fue el Hollywood del cine pornográfico. Nunca tuvo ni el volumen de producción ni los costos de rodaje de los grandes productores de ahora, y jamás existieron empresas con la presencia financiera que tienen, por ejemplo, Cupid Enterprises, con su edificio de 6 plantas en Ventura Boulevard, en el San Fernando Valley de Los Angeles, o Playboy en Español, con sus tres pisos en la zona sur de Miami Beach. En los años cincuenta habaneros no existía ni el vídeo ni el DVD, y sobre todo, no existía la Internet.

Pero la producción de cine pornográfico en Cuba fue importante. Primero porque La Habana se convirtió, con Las Vegas, en el centro del entretenimiento mundial, y en La Habana los costos eran bajos y las regulaciones nulas. Y cómo las mujeres eran hermosas, las localizaciones neutras, y el diálogo inexistente en las películas---por lo tanto sin necesidad de subtítulos---el cine porno made in Cuba se convirtió en un renglón de exportación a todas partes del mundo.

El cine pornográfico rodado en La Habana dio trabajo a decenas de (excelentes) técnicos cinematográficos que de otra manera no hubiesen podido vivir de su oficio, con la producción de cine “normal” casi inexistente en la isla. No estamos hablando de equipos numerosos. Con tres o cuatro personas bastaba. Pero aquella fuente de trabajo, aunque innombrable, siempre fue bienvenida.

En aquella época, la producción cubana de cine comercial regular, en su gran mayoría coproducciones con México, eran unas pocas comedietas de parca gracia en las que sin ton ni son---aunque seguramente al son de un mambo o de un cha-cha-chá de moda---ocurría aquello que llamaban una “escena de piscina”, ese momento en la trama que los productores exigían a los guionistas y en el que la acción sucedía alrededor de una piscina sin motivo lógico, aunque con el lógico motivo comercial de mostrar 5 ó 6 coristas en bikini paseándose ante la cámara.

Los mexicanos sabían que La Habana de noche (y no Acapulco) era el telón de fondo que el espectador latinoamericano prefería en este tipo de películas. Cuando el gobierno de Prío Socarrás (anterior a Batista) hizo una colecta pública, gravando de un centavo los billetes de la Lotería para construir un estudio en la zona del Biltmore (hoy Cubanacán) y comprar los equipos de rodaje y revelado necesarios al lanzamiento de un cine cubano, los mexicanos tomaron medidas.

Ocultándose detrás de la marca “estadounidense” Columbia Pictures de México, crearon un monopolio de distribución que alquiló los estudios y sus equipos durante los 365 días del año, impidiendo así que los cubanos los pudiesen utilizar para la creación de una industria nacional independiente.

En abril de 1959 presencié la toma de posesión de aquellos estudios por el ICAIC–recién creado Instituto Castrista de Arte e Industria Cinematográficos---y participé en la apertura de las cajas en las que se encontraban los equipos de laboratorio en blanco y negro que nunca los mexicanos habían ni siquiera desembalado.

La Habana de noche siempre existió. La famosa expresión “llave del golfo” no se refería a Cuba---casi otro país---sino a La Habana, que fue subida de Batabanó con la intención expresa de colocarla justo encima de la Corriente del Golfo, esa “serpiente-río del Atlántico”, como la llamaba Hemingway. La idea era favorecer los viajes de las dos flotas–la de Yucatán y la de Cartagena de Indias—que venían a América de España. Las flotas se montaban juntas sobre la corriente frente a África, que las trasportaba raudo hasta La Habana aumentando la velocidad del viento, mientras que una única (y poderosa) fuerza militar las escoltaba.

Ya en la ciudad, los marineros pasaban días antes de seguir viaje y La Habana se desarrolló enseguida con los privilegios y “vicios” de cualquier importante puerto de mar. Luego las dos flotas seguían su camino, independientes, para a la vuelta de nuevo reencontrase en La Habana, esperándose la una a la otra antes de montarse otra vez juntas en la Corriente que ahora, en dirección contraria, las llevará de regreso a España.

Pero los marineros de la vuelta ya no eran los pobres marineros de la ida, enriquecidos ahora con el oro y la plata de Perú y México. Y La Habana supo ofrecerles entretenimiento y otras formas de gastar, aunque no fuese más que parte de sus ganancias. Fue aquel crecimiento espectacular, ajeno al resto de la isla, lo que convirtió a La Habana en el mito que llegó a ser.

Mayer Lansky también sabía del mito y un buen día abandonó su modesto bungalow de Miami Beach y condujo hasta Palm Beach en su destartalado Chevrolet, con la intención de conversar con su viejo amigo Fulgencio Batista, ex-presidente cubano retirado en Florida.

La idea de Lansky era sencilla. Convertir una vez por todas a La Habana en un centro internacional de entretenimiento, una especie de Las Vegas corregida y aumentada, sólo que está vez no en el desierto sino en el trópico y el sol y las playas y el mar---y lejos, claro, del FBI, IRS, CIA, esa abominable, para él, sopa de letras.

Y con la posibilidad, sobre todo, de blanquear las ganancias del crimen organizado construyendo hoteles de super-lujo –y ahora de mayor tamaño gracias a las nuevas tecnologías del aire acondicionado y los ascensores automáticos---, creando, por supuesto, casinos en cada hotel para generar infinitas nuevas ganancias.

¿Qué tenía que decir el general retirado---y ya sin mayores ingresos---ahora que se acercaban las elecciones en Cuba?

Claro que Lansky no le dijo a Batista lo que tenía que hacer. El general lo pensó y se dijo: Tal vez chifla el mono. Y se postuló. Pero en la primera encuesta se vio que no tenía posibilidades: el partido Ortodoxo contaba con la gran mayoría de los votos. De modo que Batista se quitó el traje de estadista y se puso la cara chaqueta de cuero de militar golpista. El futuro de Cuba cambió de golpe---y no sólo como un juego de palabras.

La Habana bajo Batista creció en tamaño y en riquezas, a pesar de que las ganancias del juego fueron principalmente a los bolsillos de los participantes en los negocios irregulares y exentos de impuestos. Pero mucho se filtró, sin embargo, a la economía general local. Y la clase media---eficiente, trabajadora y frugal---supo aprovechar el momento. Un momento que repercutió en el resto de la isla.

Se aceleró la creación de pequeñas industrias nacionales, se multiplicaron los comercios locales, se construyeron altos edificios de apartamentos en la costa del Malecón y la ciudad bulló como lo que era: la capital del cuarto país en desarrollo económico de Latinoamérica.

Recuerdo, amacord, que el ómnibus me dejó en la esquina de las calles L y 23, dónde comenzaban a construir el nuevo hotel de la zona, el Havana Hilton, en los terrenos de un antiguo parque de diversiones para niños.

Un gran letrero anunciaba que la obra estaba financiada por la Caja de Retiro y de Asistencia Social de los Trabajadores Gastronómicos. Por razones técnicas, el edificio tomará años en terminarse en un proceso que seguí paso a paso, apenas un adolescente, desde la ventanilla de la ruta 30 de la cooperativa Ómnibus Aliados en la que cada mañana viajaba a mi colegio en el Vedado.

Aquella noche no había más que un enorme agujero en el sitio y cuando llegamos a la esquina descendí del ómnibus, bajé por la calle 23 hasta la calle 0, y doblando a la izquierda, subí hasta los jardines del Hotel Nacional. El portero uniformado no me hizo el menor caso: es probable que como vestía guayabera me tomase por el hijo de algún huésped.

Foto/AP
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Entré en el edificio, doblé a la izquierda en el lobby y me acerqué a las cortinas que cubrían la entrada al cabaret. Tony Martin cantaba un foxtrot de moda, mientras que Cyd Charisse, su mujer, bailaba sensual a su alrededor, mostrando sus hermosas piernas perfectas. Cuando vi que el Maitre d´ venía en mi dirección, me alejé de las cortinas y penetré en el casino de juego, a mi derecha.

El Casino Parisién estaba casi vacío. Era temprano y la posible clientela cenaba todavía, disfrutando de los Martin en el cabaret. Me acerqué a la caja y le tendí al cajero el billete de cinco pesos, el equivalente de cinco dólares, que mi madre me había dado para mis gastos del mes.

El muy desgraciado muy bien hubiese podido darme cinco fichas de a dólar, pero con su peor expresión reprobatoria me dio una única ficha de a cinco---que yo acepté sin chistar, aterrado como estaba. Era obvio que quería deshacerse de mí lo antes posible. Con mi ficha me acerqué a la ruleta, aposté al 5 rojo. Y perdí.

Aquel fin de semana no fui al cine, ni siquiera visité algún amigo. No tenía dinero ni para pagar el pasaje de un ómnibus. Cuando mi madre me preguntó, extrañada, si ese fin de semana no iba a ir como de costumbre al cine, le dije que no, que no había buenas películas. Lo que no había era dinero y eso no se lo podía confesar. Esa fue mi cura de caballo en lo que al juego respecta. Nunca más he vuelto a jugar en mi vida.

Era una Habana en la que los grandes hoteles presentaban cada semana dos o tres grandes nombres del entretenimiento mundial, como cebo para que los espectadores pasasen por las mesas aledañas de ruleta o bacará. Amacord.

Otra noche tomé la ruta 28 y me bajé, más de media hora más tarde, ante la vía privada que conducía al cabaret Tropicana. Subí la cuesta entre las luces de los autos que llegaban y penetré en el lugar. Me dirigí al escenario al aire libre que se conocía como Bajo las Estrellas y me senté al bar. Seguía siendo apenas un adolescente, pero el barman no confirmó mi edad. Me sirvió el Cuba Libre que le pedí y que hice durar toda la presentación de uno de mis cantantes favoritos de la época: Nat King Cole.

Foto Flickr (by Vieilles_Annonces)
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Cuando terminó pagué mi único trago y rehice mi camino, evitando cuidadosamente el casino de juego, y me fui a dormir. Los cubanos de todo el país tuvieron la oportunidad de presenciar a cada uno de aquellas artistas mundiales en los dos programas semanales de entretenimiento en la televisión: el Cabaret Regalías y Jueves de Partagás.

El turismo continuó aumentando el volumen de negocios de los pequeños comercios locales, de las tiendas por departamentos –las primeras en Latinomérica–, de los hoteles y restaurantes netamente criollos, y también de la prostitución---fenómeno no nuevo (¿recuerdan la Flota?), pero sí multiplicado ahora tanto en los burdeles populares como en la versión sofisticada de las call girls.

Proliferaron las salas de cine y teatro, pero también las pequeñas salas de teatro “osado” o directamente pornográfico, se desarrolló el sainete erótico de contenido sexual y también, no faltaría más, la producción de cine pornográfico para consumo local y distribución internacional.

Tan sucios fueron los negocios en esa franja del turismo ---fundamentalmente estadounidense por ser el que más dinero tenía y también el que más sufría de las prohibiciones de una sociedad puritana---que la corrupción se fue extendiendo a los bares y bodegas de barrio de la ciudad, en las que el régimen colocó maquinas tragaperras, inesperados instrumentos de juego junto a las victrolas inolvidables del ensoñamiento cotidiano musical.

Ahora los habaneros, lejos en la ciudad de los visitantes “americanos”, se podían tomar un “palmita”---favorito ron barato--- escuchando los boleros de Arsenio o de Tejedor, mientras dejaban caer monedas de 20 centavos por la ranuras de aquellos ya llamados ladrones de un solo brazo.

La estrategia del gobierno fue utilizar las recaudaciones---al igual que los beneficios de los innecesarios parquímetros recientemente colocados en las zonas residenciales de Centro Habana---para asegurarse la lealtad de los jefes de las estaciones de policía de los barrios.

La clase media habanera, católica y hacendosa y en su mayoría de origen español, se mantuvo ajena e indiferente a los blanqueos de Lansky, las piernas de Cyd Charise, las canciones de Nat King Cole, las insinuaciones, cigarrillo en mano, de Jacqueline Francois, los chascarrillos verde subido del teatro Shanghai, o las muchachas “de alterne” de los grandes hoteles.

Hasta que la insurrección urbana comenzó a colocar petardos en cines y negocios de la ciudad y los jóvenes anti-batistianos atacaron el Palacio Presidencial para ajusticiar al dictador, y la policía de Batista respondió con una represión asesina y brutal.

Poco a poco la vida en La Habana se tendió y las madres comenzaron en las noches a esperar en las puertas o balcones de las casas la llegada de sus hijos adolescentes, bajo sentencia de muerte si jamás se veían envueltos en un incidente.

Esa clase media nacional, que era la verdadera base vertebral de la economía del país, se benefició del dinero del turismo, de la nueva afluencia, pero también se terminó crispando contra Batista cuando la reacción policial a los atentados de la clandestinidad amenazó con paralizar la ciudad. Fue esa clase la que puso a Batista contra la pared---y Fidel Castro no lo olvidó. Sacarles del país estará entre sus más urgentes proyectos después de la escapada del antiguo dictador.

Ya que un buen día, sin seguir los consejos que le hacían las “fuerzas vivas” del país para que permitiese elecciones libres y honestas, como ya lo había hecho 20 años antes, Batista se marchó en un avión, dejando a todos “embarcados”. Incluyendo a Mayer Lansky.

Y fue entonces que llegó el Comandante.

Habría que ver sin con las duras realidades económicas de hoy, con las “jineteras” de nuevo mito y el turismo sexual actual a la isla, ya se ha creado una contemporánea (y siempre subterránea) producción de DVDs pornográficos en la ciudad.

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Ver Fausto Canel en el blog

Thursday, October 3, 2019

“El tomate” en los 60 años del ICAIC (por Fausto Canel)



por Fausto Canel
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Octubre de 1959. El año fiscal comienza en un país en que los ritos económicos intentan respetarse todavía. Siete meses después de su creación, el Instituto del Cine, como se le conocía entonces, recibe por fin los fondos que el Comandante en Jefe ha prometido al presidente de la institución. Cinco millones de pesos. Una buena parte a ser entregada inmediatamente para pagar las facturas de los equipos (laboratorio, truca, cámaras Mitchell y Arriflex, crab-dolly, back-projection, etc.), que T. G. Alea, director técnico del Instituto, y P. Epstein, ingeniero químico, acababan de comprar en Hollywood. Con ese dinero también se aceleraron los planes para la construcción de una Ciudad del Cine en La Habana del Este, un conjunto de edificios diseñados por el arquitecto Frank Martínez. La producción de cine cubano revolucionario va a comenzar.

Se contratan escritores para los cuentos de “Historias de la Revolución”. Se paga la supervisión que Cesare Zavattini había hecho del guión de “Cuba Baila”. Se termina de traer a los jóvenes del Departamento de Cine del Ejército Rebelde a los que su condición de miembros del PSP (comunista) les había obligado a esperar tiempos más propicios para comenzar a trabajar en el Instituto. Se comienza una serie de documentales pedagógicos con objeto de educar a los campesinos.

El primero se filmará en una cooperativa tomatera en la provincia de Camagüey, un lugar con fama de productividad. El segundo se ocupará del agua: su existencia, su conservación, su utilización. Manuel Octavio Gómez, director de este último, y yo, director del primero, no fuimos a la embajada de los Estados Unidos a pedir que nos prestasen una serie realizada por el gobierno de Washington para informar y ayudar a los campesinos de Puerto Rico. Fue una excelente referencia.

Era la primera vez que el Instituto del Cine salía fuera de La Habana. Por lo que se hizo necesaria una identificación con foto, ya que hasta ese momento nadie tenía ID en el organismo… Mi “carnet” llevará el número 1; el número 2 lo recibió Néstor Almendros, mi fotógrafo, un cineasta de origen catalán a quien los jóvenes cinéfilos cubanos conocían desde su llegada a Cuba, con su familia, como refugiado de la guerra civil española. Néstor, que en aquella época vivía en Nueva York, había sido traído por G. Alea para que trabajase con nosotros. Excelente idea. Y cuando le preguntaron si quería ser fotógrafo o dirigir, él pidió ser fotógrafo. Lo tenía muy claro.

Néstor llegó con un corto que había filmado en Times Square la noche de fin de año, utilizando la luminosidad de los anuncios como única fuente de luz. El corto se titulada “58-59” y su secreto era la TRI-X, un negativo ultra rápido que la Kodak acababa de sacar al mercado. Pero más allá de los avances químicos, el corto mostraba la enorme sensibilidad de Néstor para captar y trasmitir una imagen. Cámara en mano. Sin guiones ni trípodes ni rieles, ni camiones de vestuario, ni de maquillaje. Sin luces. Un cine en que la cámara se utiliza como el escritor utiliza su pluma, sin interferencias. En la espontánea inspiración del momento. Un cine libre que ganará con su calidad el prestigio de su etiqueta: Free Cinema. Una actitud que Néstor importaba con su película, y que hará ejemplo (“PM”), y que muy pronto chocará con las necesidades de un Instituto creado personalmente por Fidel Castro como generador de un cine dirigido desde el poder. De Free Cinema nada.

La cooperativa tomatera era realmente impresionante. Con plantas altas y fértiles, con un verdor impresionante contra el rojo intenso de sus frutos bajo el sol. Lo cual quedó captado por la cámara de Néstor, la pequeña Bolex de cuerda con la que había hecho “58-59” y que el Instituto, carente de cámaras, le había alquilado para la filmación de “El tomate”. Rodaje amable bajo el sol de octubre en Camagüey… hasta que al tercer día llegamos y no había nadie. La cooperativa estaba desierta.

Un anciano campesino que fungía de “guardián” se nos acercó al vernos y muy excitado nos dijo, casi a gritos: “Se perdió Camilo”. Nosotros, por supuesto, no entendimos nada. “Todos se han ido a buscarle”, continuó, haciendo un gesto amplio que abarcó toda la plantación desierta. “¿Pero a dónde?” preguntó Néstor con su rigor catalán. El viejo pareció no entender bien la pregunta. “¿A dónde? No sé… Iba en una avioneta y no se sabe dónde está.”

Néstor y yo regresamos al hotel, en el centro de la ciudad. En el pequeño bar junto a la recepción un televisor mostraba imágenes desde helicópteros, mientras explicaban que todo el país había cesado sus actividades y se encontraba en zafarrancho de combate. Buscando a Camilo. Por todas partes. Pero la búsqueda hasta el momento había sido infructuosa. Se preveía que al día siguiente Fidel hiciese una intervención por televisión, para informar al pueblo.

Dos días más tarde reanudamos el rodaje. Con unos campesinos deprimidos. La cooperativa, antes bulliciosa, ahora en completo silencio. A Camilo lo había dado oficialmente por muerto. Luego regresamos a La Habana.

“El tomate” lo edité en Telecolor, con la ayuda de Carlos Menéndez, que será mi editor en todas mis películas de ese momento en lo adelante. El INRA lo proyectó a los campesinos de todo el país, como ejemplo de las ventajas de trabajar en cooperativa. Un tiempo más tarde, el presidente del Instituto del Cine cesará a Néstor Almendros, quitándole su trabajo y expulsándole del Instituto. Le acusó de ser un “fotógrafo malo”. Pero ya esa es otra historia.



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