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Thursday, April 14, 2022

Foto de la casa de Don Manuel Agüero, el hombre del Santo Sepulcro de Camagüey


Foto donde se aprecia la casa de Don Manuel Agüero, quien mandó a construir el Santo Sepulcro, y donó la mayor parte de la plata que fue fundida en el patio del Convento de la Merced y utilizada para crear la célebre joya religiosa camagüeyana en el año 1762. (JEM)


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Ver detalles en
El Santo Sepulcro (de Camagüey) por Roberto Méndez


El Santo Sepulcro de Camagüey, su leyenda y su historia. (por Carlos A. Peón-Casas)

Una memoria familiar camagüeyana (por Ricardo González)


Thursday, March 3, 2022

Inician la filmación de la serie audiovisual "Leyendas Camagüeyanas".

Fotos tomadas del Facebook 
de Liany Hernández
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Inician en Camagüey la filmación de la serie "Leyendas de Camagüey". Lizneydi Martí Cordero, quien concibió originalmente este proyecto, tiene a su cargo la dirección general. Además, entre otros, el equipo de realización lo integran: Liany Hernández, Asistente de Dirección. Belkys Gil Sánchez, Guión. Oscar Alejandro Viñas Pendones, Director de Rodaje, Fotografía y Edición. Karel Amores, Asistente de Fotografía. José Denis Reyes Suárez y Keiter Castillo, Dirección de Arte. Verónica Elvira Fernández Díaz, Diseño de la Banda Sonora. Ricardo Miguel Arruti, Sonido. Dashiell de la Guardia, Script. Pedro Ferrá Barranco, Maquillaje. Isaul Ortega y Henry De Armas, de  Makbrasproducciones.films. 

Al igual que los integrantes del equipo de realización, los actores y actrices son camagüeyanos. 

Han contado con el apoyo, entre otros, del Centro Provincial del Libro de Camagüey y  de la CPA Jesús Suárez Gayol.

La primera leyenda en la que están trabajando es la relacionada con la construcción de la Ermita original (hoy magnífico templo) dedicada a la Virgen de la Soledad.  (Información tomada del Facebook de Oscar Alejandro Viñas Pendones).

Iglesia de la Soledad.
Foto inicios del siglo XX
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De esta leyenda Roberto Méndez narra:
Camagüey, fundado originalmente bajo el nombre de Santa María del Puerto del Príncipe, venera desde el siglo XVII a nuestra Señora de la Soledad. Es algo muy específico de esta región legendaria, pues no tenemos noticias de que el culto se haya extendido a otras partes del país.

El templo consagrado a ella es un imponente edificio de ladrillos que no deja de impresionar a lugareños y turistas, sobre todo por el contraste entre la severidad exterior y la sobria elegancia de sus tres naves. Ubicado en el mismo corazón de la ciudad, ha contribuido no poco con su imagen a otorgar ese perfil añejo que posee el centro histórico de Camagüey.

Hacia 1697 comenzaba el presbítero don Pablo Antonio de Velasco la edificación en ese lugar de una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Soledad. No saben a ciencia cierta los historiadores a expensas de quién se hacía ni por qué se escogió precisamente ese sitio. Una sencilla leyenda, si bien calla lo primero, ofrece alguna ingenua respuesta para lo segundo.

Avanzado el siglo XVII, era la calle Reina -hoy República-, como el resto de las de esta población, simple terraplén, a pesar de ser la arteria que cruzaba la villa y enlazaba las dos entradas a la misma: la de los viajeros que procedían de La Habana y la de los que venían de Santiago de Cuba. No era extraño si se tiene en cuenta que Puerto Príncipe no era más que un conjunto de bohíos y que la Casa del Cabildo y aún las iglesias eran edificaciones más que modestas. No había alumbrado público, ni alcantarillado, y los vecinos vertían muchas veces las basuras directamente en las calles, a las que la lluvia y el abandono hacían intransitables, aún a caballo.

No es de extrañar, pues, que en aquel día legendario, una atestada carreta de bueyes, cuyo soñoliento conductor no lograba conjurar los efectos de la mala noche ni la persistente llovizna, se quedara varada en uno de los abundantes lodazales del llamado barrio de Cascajal. Llovieron sobre los sufridos animales los pinchazos con el aguijón, los golpes y las maldiciones de aquel hombre cada vez más impaciente: yunta y carreta parecían clavadas al suelo. Fueron congregándose los curiosos, porque en aquel pueblo las diversiones escaseaban y cualquier incidente callejero se volvía noticia. Al rato, aquel hecho que ocurría en cada primavera, iba tomando visos de excepcionalidad: una fuerza misteriosa parecía retener allí a los animales más allá de toda violencia. Entonces decidieron concluir por donde debían haber comenzado: aligerar la carga para facilitar los movimientos de la yunta.

Poco después de empezar a trasegar los pesados bultos, uno de ellos vino al suelo. Lo abren y en su interior hay una hermosa imagen de la Virgen de la Soledad. Se dice que entonces algunos cayeron de rodillas ante ella y aseguraron que estaban presenciando un signo divino: la Señora quería que en ese sitio se le edificara una ermita. Ignoramos la reacción final del obstinado boyero, y también la de los posibles destinatarios de la imagen. La leyenda los ha dejado al margen. (Roberto Méndez: Leyendas y tradiciones del Camagüey. Editorial Acana 2003. Fragmento del texto abreviado pot el autor y publicado en la Revista Palabra Nueva y en el blog Palmas Amigas.)

Fue motivo de regocijo el conocer, a través de facebook, del inicio del rodaje de este ambicioso proyecto de producción audiovisual. Le deseo a todos los implicados, el mayor de los éxitos. (JEM)


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Ver algunas de las leyendas camagüeyanas publicadas en el blog



 


Thursday, April 18, 2019

El Santo Sepulcro de Camagüey (por Roberto Méndez)

(Versión abreviada -por el autor- para el blog Gaspar, El Lugareño, del texto incluido en su libro Leyendas y tradiciones del Camagüey, Editorial Ácana, 2003)




Hacia la tercera década del siglo XVIII, vivía en Puerto Príncipe un hombre ejemplar: Don Manuel Agüero y Ortega, que había desempeñado ya, por entonces, los cargos de Alcalde Ordinario, Capitán de Milicias y Sargento Mayor de la Plaza. Residía en una casona solariega, ubicada en la calle Mayor, muy próxima a la Plaza de la Merced, junto a su esposa Doña Catalina Bringas y de Varona, miembro también de una antigua familia del Camagüey, con la que había contraído matrimonio en la Parroquial Mayor el 8 de junio de 1723. Si de Don Manuel se decía que era “muy limosnero y socorría a toda clase de pobres”, de ella podía afirmarse otro tanto.

Fruto de esa unión les había nacido numerosa prole. Su primogénito, José Manuel Agüero Bringas, en el que habían puesto toda su alegría, había visto la luz en 1737. Sin embargo, como en las antiguas tragedias, aquella próspera dinastía estaba amenazada por el desastre. Doña Catalina falleció en 1746. Poco tiempo después, cuando sus hijos aún no habían llegado a la adultez, Don Manuel decidió ingresar en la carrera eclesiástica, aunque continuara residiendo en su hogar y encargado de la educación de los niños.

Debe haber recibido las Sagrados Ordenes alrededor de 1749, pues cuando el Obispo Morell de Santa Cruz visitó Puerto Príncipe en 1756, lo incluyó en la relación de sacerdotes de esta parte del país con la nota “su edad 42 años y 7 de sacerdote”. Poco después de esta visita pastoral sobrevendrían los hechos que la leyenda ha perpetuado.

Afirma la leyenda que el joven José Manuel creció junto al hijo de una viuda a quien su padre favorecía. De éste, al que la tradición da el apellido Moya, nada ha podido averiguarse. José Manuel y su hermano adoptivo estudiaban juntos en la Habana, cuando vino una mujer a deshacer su confraternidad. El amor de ambos por ella, trajo enseguida celos mutuos y Moya, menos favorecido por el apellido y la fortuna, y perdedor en aquel lance sentimental, se llenó de resentimiento hacia el rico heredero, al que todo parecía privilegiar y en un suceso que no ha sido aclarado – para unos un duelo, para otros una celada nocturna – dio muerte a José Manuel.

Según la tradición conservada en el seno de la familia Agüero, el joven no murió de inmediato, y en su agonía vino a tomarle declaración un juez, quien insistía en saber el nombre del criminal, pero el moribundo repetía una y otra vez: “El que me ha herido está perdonado, completamente perdonado por mí, para que Dios a su vez también me perdone y tenga misericordia de mí”. En esta actitud persistió hasta expirar.

El asesino sintióse enseguida presa de grandes remordimientos y huyó a Puerto Príncipe, donde contó a su madre lo sucedido. Decidió ella ir de inmediato, en medio de la noche, a ver al sacerdote y benefactor, quien aún residía en la casona de la calle Mayor y llena de horror, le contó lo sucedido, mientras el hijo esperaba en el zaguán. Nadie sabe lo que pasó por la mente del tonsurado cuando supo aquellos hechos, pero de inmediato entregó a la viuda una talega de dinero y un caballo con la orden de que Moya debía desaparecer de inmediato donde jamás fuera encontrado por sus otros hijos. Dicho y hecho, el joven se marchó a México y nunca se volvió a saber de él. Según la tradición familiar, no abandonó el presbítero a la madre del ingrato Moya, sino que le duplicó la pensión que mensualmente acostumbraba a entregarle, porque, como argumentaba: “porque desde hoy eres para mí mas digna y más acreedora a toda mi consideración y protección”.

Hizo la pena que Don Manuel quisiera alejarse aún más del mundo y entró poco después como fraile en el vecino convento de La Merced, con el nombre de Manuel de la Virgen, por lo que a sus descendientes se les dio el mote popular de “Nietos de la Virgen”.

El nuevo fraile mercedario destinó a su Orden la parte de la herencia del hijo asesinado. Según la tradición llevó de su casa al convento en grandes talegos repletos de pesos de plata mexicana que fueron destinados en casi su totalidad al embellecimiento de aquella sagrada Casa.

Era tradición en Puerto Príncipe, al modo de Andalucía, sacar procesiones de Semana Santa. El Viernes Santo, un cortejo llevaba desde La Merced hasta la Parroquial Mayor la imagen de Cristo muerto – según unos simplemente sobre la cruz, para otros, como sucedía en otras partes, en un rústico arcón o ataúd de madera descubierto – acompañado por la Virgen Dolorosa, luego, el Domingo de Resurrección, salía de la Parroquial otro cortejo con el Cristo resucitado, que iba a encontrarse en la Plaza de Armas con la Virgen de la Alegría. Fray Manuel iba a contribuir a dar esplendor a estas celebraciones.

Un orfebre mexicano Don Juan Benítez fue el encargado de realizar en el convento, a partir de este patrimonio, un conjunto de obras de arte. La más notable de ellas fue el Santo Sepulcro: una gran arca de plata, ricamente cincelada, destinada a guardar en su interior la imagen de un Cristo yacente y que es desde entonces uno de los exponentes de orfebrería de mayor tamaño y elaboración de la Isla. La pieza tiene en su exterior una inscripción que dice:
SIENDO COMENDADOR EL R. R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P.F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGÜERO. SU ARTIFICE Dn JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762.
Además, debió el artista forjar unas andas del mismo metal para la Virgen de los Dolores, así como el altar mayor del templo, con su manifestador y sagrario y varias lámparas monumentales cuyas cadenas también eran de plata. Se afirma que las piezas fueron fundidas en el patio del convento, convertido en gigantesco crisol y taller. Dicen algunos ancianos camagüeyanos, aún a inicios del siglo XX, después de los días de lluvia, se veían aflorar de la tierra esquirlas de plata que eran elocuentes testigos de aquellas obras. Don Manuel Agüero falleció en aquel Convento varias décadas después, el 22 de mayo de 1794. Además de los bienes citados, legó una casa en la vecina calle de San Ramón esquina a Astillero donde se guardaba el Sepulcro una parte del año.

Se dice que al principio eran esclavos quienes lo cargaban en las procesiones. Luego se organizó una cofradía de negros libertos con este fin, la pertenencia a ella se trasmitía de padres a hijos. Su distintivo era la almohadilla que se ponían en el hombro para apoyar la pieza y que al morir, era colocada ritualmente bajo la cabeza del difunto, para acompañarlo en su último viaje.

El Sepulcro había sido dotado de unas campanillas de plata, para que al ser llevado con un característico paso, lento y ondulante, acompañado por una banda de música con una marcha compuesta al efecto produjera un delicado sonido. Para la mente popular, estas campanillas, tenían un poder especial y podían hasta sanar enfermedades si tocaban al paciente, por lo que muchos se adueñaban de aquellas que a veces se desprendían de la pieza durante la ceremonia e inclusive hubo quien procuró arrancarlas para guardarlas como reliquias, por lo que en fechas diversas, varias familias camagüeyanas hubieron de donar plata para forjar otras nuevas.

En 1906 un voraz incendio se desató durante la noche en la Iglesia de la Merced, el altar mayor y las lámparas fueron dañados irreparablemente. Mas el Sepulcro y las andas de la Virgen se habían salvado. Cuando el templo fue redecorado, se construyó un retablo, cerca del presbiterio, costeado por la familia Rodríguez Fernández para acoger al Santo Sepulcro que desde entonces se custodia en esta misma iglesia.


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Las procesiones, interrumpidas desde 1961, fueron en fecha reciente restablecidas: a partir de 1998 la del Santo Entierro y desde el 2002 la del Domingo de Resurrección




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Aspecto actual
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Ver en el blog:

Friday, April 14, 2017

El Santo Sepulcro (de Camagüey)


por Roberto Méndez

(Versión abreviada -por el autor- para el blog Gaspar, El Lugareño, del texto incluido en su libro Leyendas y tradiciones del Camagüey, Editorial Ácana, 2003. Publicado originalmente en el blog en Abril de 2009)


 Foto/Blog Gaspar, El Lugareño
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Hacia la tercera década del siglo XVIII, vivía en Puerto Príncipe un hombre ejemplar: Don Manuel Agüero y Ortega, que había desempeñado ya, por entonces, los cargos de Alcalde Ordinario, Capitán de Milicias y Sargento Mayor de la Plaza. Residía en una casona solariega, ubicada en la calle Mayor, muy próxima a la Plaza de la Merced, junto a su esposa Doña Catalina Bringas y de Varona, miembro también de una antigua familia del Camagüey, con la que había contraído matrimonio en la Parroquial Mayor el 8 de junio de 1723. Si de Don Manuel se decía que era “muy limosnero y socorría a toda clase de pobres”, de ella podía afirmarse otro tanto.

Fruto de esa unión les había nacido numerosa prole. Su primogénito, José Manuel Agüero Bringas, en el que habían puesto toda su alegría, había visto la luz en 1737. Sin embargo, como en las antiguas tragedias, aquella próspera dinastía estaba amenazada por el desastre. Doña Catalina falleció en 1746. Poco tiempo después, cuando sus hijos aún no habían llegado a la adultez, Don Manuel decidió ingresar en la carrera eclesiástica, aunque continuara residiendo en su hogar y encargado de la educación de los niños.

Debe haber recibido las Sagrados Ordenes alrededor de 1749, pues cuando el Obispo Morell de Santa Cruz visitó Puerto Príncipe en 1756, lo incluyó en la relación de sacerdotes de esta parte del país con la nota “su edad 42 años y 7 de sacerdote”. Poco después de esta visita pastoral sobrevendrían los hechos que la leyenda ha perpetuado.

Afirma la leyenda que el joven José Manuel creció junto al hijo de una viuda a quien su padre favorecía. De éste, al que la tradición da el apellido Moya, nada ha podido averiguarse. José Manuel y su hermano adoptivo estudiaban juntos en la Habana, cuando vino una mujer a deshacer su confraternidad. El amor de ambos por ella, trajo enseguida celos mutuos y Moya, menos favorecido por el apellido y la fortuna, y perdedor en aquel lance sentimental, se llenó de resentimiento hacia el rico heredero, al que todo parecía privilegiar y en un suceso que no ha sido aclarado – para unos un duelo, para otros una celada nocturna – dio muerte a José Manuel.

Según la tradición conservada en el seno de la familia Agüero, el joven no murió de inmediato, y en su agonía vino a tomarle declaración un juez, quien insistía en saber el nombre del criminal, pero el moribundo repetía una y otra vez: “El que me ha herido está perdonado, completamente perdonado por mí, para que Dios a su vez también me perdone y tenga misericordia de mí”. En esta actitud persistió hasta expirar.

El asesino sintióse enseguida presa de grandes remordimientos y huyó a Puerto Príncipe, donde contó a su madre lo sucedido. Decidió ella ir de inmediato, en medio de la noche, a ver al sacerdote y benefactor, quien aún residía en la casona de la calle Mayor y llena de horror, le contó lo sucedido, mientras el hijo esperaba en el zaguán. Nadie sabe lo que pasó por la mente del tonsurado cuando supo aquellos hechos, pero de inmediato entregó a la viuda una talega de dinero y un caballo con la orden de que Moya debía desaparecer de inmediato donde jamás fuera encontrado por sus otros hijos. Dicho y hecho, el joven se marchó a México y nunca se volvió a saber de él. Según la tradición familiar, no abandonó el presbítero a la madre del ingrato Moya, sino que le duplicó la pensión que mensualmente acostumbraba a entregarle, porque, como argumentaba: “porque desde hoy eres para mí mas digna y más acreedora a toda mi consideración y protección”.

Hizo la pena que Don Manuel quisiera alejarse aún más del mundo y entró poco después como fraile en el vecino convento de La Merced, con el nombre de Manuel de la Virgen, por lo que a sus descendientes se les dio el mote popular de “Nietos de la Virgen”.

El nuevo fraile mercedario destinó a su Orden la parte de la herencia del hijo asesinado. Según la tradición llevó de su casa al convento en grandes talegos repletos de pesos de plata mexicana que fueron destinados en casi su totalidad al embellecimiento de aquella sagrada Casa.

Era tradición en Puerto Príncipe, al modo de Andalucía, sacar procesiones de Semana Santa. El Viernes Santo, un cortejo llevaba desde La Merced hasta la Parroquial Mayor la imagen de Cristo muerto – según unos simplemente sobre la cruz, para otros, como sucedía en otras partes, en un rústico arcón o ataúd de madera descubierto – acompañado por la Virgen Dolorosa, luego, el Domingo de Resurrección, salía de la Parroquial otro cortejo con el Cristo resucitado, que iba a encontrarse en la Plaza de Armas con la Virgen de la Alegría. Fray Manuel iba a contribuir a dar esplendor a estas celebraciones.

Un orfebre mexicano Don Juan Benítez fue el encargado de realizar en el convento, a partir de este patrimonio, un conjunto de obras de arte. La más notable de ellas fue el Santo Sepulcro: una gran arca de plata, ricamente cincelada, destinada a guardar en su interior la imagen de un Cristo yacente y que es desde entonces uno de los exponentes de orfebrería de mayor tamaño y elaboración de la Isla. La pieza tiene en su exterior una inscripción que dice:
SIENDO COMENDADOR EL R. R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P.F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGÜERO. SU ARTIFICE Dn JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762.
Además, debió el artista forjar unas andas del mismo metal para la Virgen de los Dolores, así como el altar mayor del templo, con su manifestador y sagrario y varias lámparas monumentales cuyas cadenas también eran de plata. Se afirma que las piezas fueron fundidas en el patio del convento, convertido en gigantesco crisol y taller. Dicen algunos ancianos camagüeyanos, aún a inicios del siglo XX, después de los días de lluvia, se veían aflorar de la tierra esquirlas de plata que eran elocuentes testigos de aquellas obras. Don Manuel Agüero falleció en aquel Convento varias décadas después, el 22 de mayo de 1794. Además de los bienes citados, legó una casa en la vecina calle de San Ramón esquina a Astillero donde se guardaba el Sepulcro una parte del año.

Se dice que al principio eran esclavos quienes lo cargaban en las procesiones. Luego se organizó una cofradía de negros libertos con este fin, la pertenencia a ella se trasmitía de padres a hijos. Su distintivo era la almohadilla que se ponían en el hombro para apoyar la pieza y que al morir, era colocada ritualmente bajo la cabeza del difunto, para acompañarlo en su último viaje.

El Sepulcro había sido dotado de unas campanillas de plata, para que al ser llevado con un característico paso, lento y ondulante, acompañado por una banda de música con una marcha compuesta al efecto produjera un delicado sonido. Para la mente popular, estas campanillas, tenían un poder especial y podían hasta sanar enfermedades si tocaban al paciente, por lo que muchos se adueñaban de aquellas que a veces se desprendían de la pieza durante la ceremonia e inclusive hubo quien procuró arrancarlas para guardarlas como reliquias, por lo que en fechas diversas, varias familias camagüeyanas hubieron de donar plata para forjar otras nuevas.

En 1906 un voraz incendio se desató durante la noche en la Iglesia de la Merced, el altar mayor y las lámparas fueron dañados irreparablemente. Mas el Sepulcro y las andas de la Virgen se habían salvado. Cuando el templo fue redecorado, se construyó un retablo, cerca del presbiterio, costeado por la familia Rodríguez Fernández para acoger al Santo Sepulcro que desde entonces se custodia en esta misma iglesia.

Las procesiones, interrumpidas desde 1961, fueron en fecha reciente restablecidas: a partir de 1998 la del Santo Entierro y desde el 2002 la del Domingo de Resurrección


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Ver en el blog:
 (Camagüey) Restaurado el Santo Sepulcro
(Camagüey) Vandalizado el Santo Sepulcro

Wednesday, August 19, 2009

El Cristo de la Veracruz y el Médico Chino (por Roberto Méndez)

Imagen archivo del Blog Gaspar, El Lugareño
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por Roberto Méndez Martínez

(Versión abreviada del texto incluido en el libro Leyendas y tradiciones del Camagüey,
Roberto Méndez Martínez, Editorial Ácana, 2003. Se publica en el blog Gaspar, El Lugareño,
por cortesía de su autor.)


Hay momentos en la historia de Puerto Príncipe en que se mezclan hechos reales y legendarios de tal modo, que no hay manera de desligarlos, como si lo maravilloso formara parte de la vida cotidiana del territorio, hasta el punto de que una visión demasiado racionalista del acontecer sería incapaz de comprender la íntima urdimbre de los acontecimientos. Así sucede con dos elementos que van a superponerse en la memoria del ya lejano siglo XIX camagüeyano: el misterioso Cristo de la Veracruz y el no menos enigmático Médico Chino.

Unos sencillos hombres de Nuevitas encontraron en el mar, mientras pescaban, una gran caja de madera, con una sola inscripción: VERACRUZ. Al abrirla encontraron en su interior una gran imagen de Cristo crucificado. ¿Aludía la inscripción exterior al destino de la talla, quizá encargada para uno de los tantos templos de la mexicana Villa Rica de Veracruz?, ¿se refería quizá a que se trataba de una de esas imágenes del Crucificado, muy veneradas en Europa, que en alguna parte de ella atesoraba una reliquia consistente en astillas de la “vera Cruz” o sea, el leño que sirvió de tormento a Jesucristo, encontrado por la madre del Emperador Constantino en Jerusalén, conservado en la iglesia romana de la Santa Cruz y de la que se extraían mínimas porciones para obsequiar a reyes y prelados? Ni siquiera podían aquellos pescadores hacerse esas conjeturas, simplemente dieron el hecho por milagroso y llevaron el hallazgo a tierra.

Tampoco los ilustrados de Puerto Príncipe sabían del asunto, quizá la mayoría prefirió pensar que esta había caído de un barco o había sido arrojada al agua durante una tormenta, como era tradición que hacían algunos marinos desde muy antiguo para aplacar la furia de los elementos. Llamativamente la pieza no fue llevada a un templo, sino sacada a la venta pública. Fue adquirida por un matrimonio acomodado, de rancia estirpe principeña: Don Ignacio María de Varona y Doña Trinidad de la Torre Cisneros, quienes la instalaron en su casona de la calle Mayor esquina a San Clemente (hoy Cisneros esquina a Raúl Lamar).

Pronto la imagen ganó fama popular de milagrosa. Cada año el matrimonio la llevaba durante la Semana Santa a la vecina Parroquial Mayor, de donde salía el Viernes Santo en procesión por las calles, para volver a ser guardada en su domicilio. En una ocasión, cuando la ciudad estaba azotada por una gran sequía, la cruz fue sacada en procesión extraordinaria para suplicar que lloviera e instantes después de concluir esta, se formó una gran tempestad y pocos minutos después se derramó un gran aguacero, lo que llenó de júbilo y admiración a todos, en un territorio donde ricos y pobres dependían de los productos de la agricultura.

Es interesante apuntar que en esa casona de la calle Mayor nació Ignacio María de Varona y Agüero, nieto del citado matrimonio, quien andado los años se convertiría en un ingeniero relevante, que llegó a ser Jefe del Departamento de Agua, Gas y Electricidad de New York, ciudad en la que contribuyó a la instalación del tranvía urbano y para la que diseñó los famosos “elevados” neoyorkinos. Tanto en la contienda de 1868 como en la de 1895 colaboró con los insurrectos y ayudó a recabar fondos para enviar expediciones a la Isla. Este científico era también poeta aficionado de cierta calidad y lo llamativo es que la única pieza salida de su pluma que conocemos es un soneto al Crucificado que dedicó a su tía Lola de Varona, muy probablemente inspirado en la imagen que desde su infancia se veneró en su casa:
Yo, vivo; y vos, muriendo dueño amado;
Yo, en gloria; y vos en penas mi querido;
Yo, sano; y vos, mi bien, tan mal herido;
Yo, con soberbia; y vos tan humillado;
Yo, con honor; y vos tan afrentado;
Yo, celebrando; y vos escarnecido;
Yo, contento; y vos tan ofendido;
Yo, confortado; y vos crucificado.
No, Señor, no es razón siendo mi esposo
Que yo no muera a fuerza de mi llanto,
Muriendo vos tan triste y abatido.
Muramos ambos, Dueño Sacrosanto:
Vos de amor que me tenéis piadoso;
Yo, de dolor, de haber pecado tanto.
El 14 de marzo de marzo de 1848 llegó a Puerto Príncipe una figura que inmediatamente despertó la curiosidad de los vecinos, se trataba de un médico natural de Pekín, al que se comenzó a conocer como “el chino Siam”. Hombre ceremonioso y cortés, pronto ganó prestigio con las curaciones que realizaba, a pesar del temor y la ignorancia de muchos principeños que al principio lo consideraban como un hechicero y de los comprensibles celos de muchos galenos locales a los que iba sustrayéndoles clientela. Un suceso inesperado lo cambiaría todo.

Un Viernes Santo, muy probablemente el de 1850, mientras la procesión de la Veracruz recorría las céntricas calles principeñas, apareció súbitamente Siam, ataviado con ricas vestiduras orientales y se arrodilló solemnemente en medio de la vía, delante de la imagen, en gesto de oración. La sorpresa fue general: el misterioso brujo se había convertido al cristianismo. Cuenta la leyenda que al día siguiente, visitó a los esposos Varona de la Torre y les expresó su deseo de recibir el bautismo. ¿Era sincero el personaje o había encontrado esta vía para alejar de sí los malignos rumores e incorporarse mejor a la sociedad en la que iba a residir y ejercer su profesión? No es posible discernirlo.

Según consta en el Archivo de la Parroquial Mayor, el “chino Siam” recibió allí el bautismo el 25 de abril de 1850 y adoptó el nombre de Juan de Dios Siam Zaldívar. Pronto ganó prestigio en la ciudad y algunos aseguran que amasó una gran fortuna con el ejercicio de su profesión. Su silueta se hizo familiar en la ciudad, acostumbraba a desplazarse en un lujoso carruaje y vestía, ya al modo occidental, con traje negro, cruzado por una leontina de oro con un sonajero. Pasó el resto de su existencia en Puerto Príncipe: en 1879 vivía en la calle Jesús María – hoy Padre Valencia- no.23 y en el Padrón de Vecinos se le consigna como de 68 años de edad, casado y médico.

Falleció el 23 de marzo de 1885. Dos días después de su muerte apareció una gacetilla en la sección “Flores y Espinas” del diario El Camagüey, que recoge su deceso: “El lunes por la tarde se dio sepultura al cadáver de D. Juan de Dios Siam, hijo del celeste imperio, que había ejercido entre nosotros con buen éxito la ciencia de Galeno.”

La imagen de la Veracruz ha tenido un paradero incierto, algunos han querido reconocerla en un viejísimo crucifijo que estuvo guardado en la Parroquia de la Soledad y que hoy, con muchas modificaciones, adorna una modestísima capilla en las afueras de la Ciudad, pero no hay pruebas de ello. La procesión de la imagen y la devoción popular quedaron hace más de un siglo en el olvido. En cuanto al “chino Siam”, ha quedado en el habla popular, a través de la expresión coloquial, extendida por todo el país, “eso no lo arregla ni el médico chino”.

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Información relacionada en el blog: «Eso no lo arregla ni el médico chino»

Monday, February 16, 2009

El rapto de las principeñas (por Roberto Méndez)

por Roberto Méndez
(versión abreviada -por el autor- para el blog Gaspar, El Lugareño,
del texto incluido en su libro Leyendas y tradiciones del Camagüey, Editorial Ácana, 2003)



La historia de Puerto Príncipe aparece ligada desde sus orígenes a los piratas. No porque la villa estuviera ubicada tierra adentro, quedaba libre de tan incómodos visitantes. Todavía hay memoria de la incursión en marzo de 1668 de Henry Morgan y sus hombres, quienes tras saquear la villa, la pusieron fuego.

Once años después, en 1679, fue el filibustero francés Granmont, quien tenía su base de operaciones en el Petit Goabe, Haití, quien desembarcó por la Guanaja con unos seiscientos hombres, los que, de modo subrepticio, lograron llegar hasta las cercanías de la cabecera del territorio, a un lugar llamado La Matanza. En aquel sitio fueron descubiertos por un sacerdote, Francisco Garcerán, quien regresaba de un paseo por una hacienda vecina. Al intentar uno de los invasores detenerle, echó a correr despavorido y entró al galope en la ciudad, gritando: “Ingleses en La Matanza, que lo dice el Padre Garcerán”. Eso permitió que la mayor parte de los vecinos se pusieran a buen recaudo.

En una acto de audacia, a pesar de haber fracasado el golpe sorpresivo, entraron los invasores en la población y se establecieron, unos en la Iglesia Mayor, otros en una casa vecina. Dispusieron partidas de fusileros y lograron aprehender algunos de los vecinos que huían, incluidas catorce mujeres entre las que se encontraban la esposa del Alcalde Ordinario Don José Agüero y dos hermanas del cura de la Parroquial Mayor, Don Francisco de Guevara y Zayas.

No era mucho lo que los principeños en su huida les habían dejado, pero además, comenzaron a temer los filibusteros ser víctimas de una emboscada, sobre todo cuando descubrieron que esa población tenía mucho mayor número de habitantes de lo que habían creído. Quisieron entonces negociar su salida de allí: estaban dispuestos a entregar a los rehenes e inclusive el botín, si se podían marchar con sus armas sin ser molestados.

Mas el alcalde, tal vez confiado en la capacidad de resistencia de los hombres a su mando, o simplemente lleno de un orgullo novelesco, respondió a los invasores “que si por la presa de las catorce mujeres presumían que él, y su pueblo habían de admitir pláticas, y capitulaciones ignominiosas, vivían muy engañados, porque aunque se las llevasen todas, y la primera la suya, no cederían un punto del valor, y honrosidad de la nación española”. Desde luego, ni unos ni otros consultaron el parecer de las mujeres.

Nada caballerosos, por su parte, los franceses decidieron retirarse sin insistir y pusieron a las rehenes como escudo en la vanguardia, se internaron así en la Sierra de Cubitas para procurar regresar a la Guanaja. Los principeños por su parte, tampoco se cuidaron del peligro que corrían sus esposas, hijas y hermanas, y acometieron a los raptores en esa zona, donde en un combate sumamente violento lograron hacerles muchas bajas a los galos, pero estos, aprovechando la superioridad de su fusilería lograron llegar al embarcadero y llevarse las mujeres a bordo.

La actitud de los vecinos pasó entonces de la gallardía a la desesperación y se dedicaron a juntar el crecido botín que exigían los captores para devolver sus presas, por lo que llegaron hasta a mendigar en lugares vecinos para poder reunir la suma. Se dice que el cura Guevara tuvo que empeñar las lámparas de la parroquia para rescatar a sus dos hermanas. Más de treinta días tomaron estas gestiones, hasta que pudieron acumular una cantidad satisfactoria y entonces, se cuenta que “los Franceses pusieron en tierra a las prisioneras colmadas de obsequios, y muy agradecidas del sumo respeto con que las trataron, y levando las anclas se hicieron a la vela”.

De lo que no se habló fue de lo ocurrido en aquel barco. Las mujeres tuvieron buen cuidado en callarlo y los hombres prefirieron pensar que, aunque herejes y piratas, aquellos podían comportarse como caballeros. De todos modos, el asunto fue silenciándose poco a poco. En la nota que se escribió en el Libro de Enterramientos de la Parroquial Mayor, se habla del combate entre filibusteros y vecinos en Cubitas, y de las bajas ocurridas, mas el rapto no se nombra, era mejor no divulgar ciertos asuntos locales…
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Gaspar, El Lugareño Headline Animator

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