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Saturday, December 3, 2022

Morón, su infalible mañana y su poeta. (por Manuel Vázquez Portal)


Por esas calles anda mi memoria. Hoy es ya el mañana del Morón que anduve, desanduve, figuré, transfiguré, compuse, descompuse, y ronda mi nostalgia. Mi ayer engendró este mañana. Un mañana con su poeta. Un mañana, quizás más pobre que el ayer. Un mañana, con un poeta más grande que el del ayer.

Si en los ayeres veo pasar a Raúl Rivero rumiando versos sobre unos horizontes que nunca se alcanzaron, si veo a un Nelson Herrera Isla esquivando unos sueños que sabía pesadillas, si veo a un Abel Germán Díaz Castro escurriendo un sobresalto de su voz para que no se note su quejumbre; en el mañana, que ya es hoy, veo a una Claudette Betancourt Cruz, que se desclava de la cruz de todos los ayeres y emprende su hoy, que era nuestro mañana, con una poderosa voz, un rudo tono, una fuerte verdad: la voz, el tono, la verdad del tiempo que le toca, y el cual ella asume sin pendejada poéticas ni ideológicas.


Claudette Betancourt Cruz es el poeta que nunca le falta al hoy que siempre será el mañana. En su hoy deja el cipo que será su pasado. Porque todo pasa y todo queda. Ella lo sabe, lo ha aprendido con esos “tantos golpes que le dio la vida y aún sigue dándole a vida sueños”.

De Claudette Betancourt Cruz tengo que decir. Y lo diré. Es un poeta, y, descubrir un poeta es un suceso prodigioso. Y no todos los días ocurren los milagros. Para un lector famélico y voraz, a veces, pantagruélico, no es fácil el sortilegio. Es tal su hambre de hallazgos que va atragantándose de libros y más libros y más libros, y las sorpresas, cada día van siendo menos; y, cuando, súbito, un poeta se le atasca en los maxilares y lo obliga a masticar con más calma, y luego se queda rumiando para no perderle el sabor, es que ha ocurrido la maravilla. Ahí está el poeta. Ese que obliga al deleite y luego a la reflexión, y más tarde al goce pleno. Y eso, ya me ocurre pocas veces. Así que cuando me ocurre: lo canto y lo celebro. Por tanto, les presento al poeta.

Claudette Betancourt Cruz es una mujer que ama y odia. No maniqueisa ni permite que la tornen maniquí. Sabe de matices y no posa impávida en una vidriera de dogmas, poéticos ni políticos. Ama el polvo brillante que vuela sobre el aire y odia el escarnio, la fauna sin alas porque lento es su paso de piedra en el abismo, pero elije el pálpito y la flor, aun conociendo que es terrible, mas, sigue ahondando para hallarle toda la belleza a las profundidades.

Hace apenas un año, Claudette Betancourt Cruz, publicó su libro Canto a mi cabeza loca, un poderoso cuaderno de poesía que merecía, y pide a gritos desconsolado, otro título. Culpa que pagarán la autora y la editorial (Primigenios) por semejante atrocidad. El título es la sonrisa y la espada de cualquier libro. ¡Carajo! Y la cagaron los dos: Claudette, la poeta, y Eduardo René Casanovas, el editor. ¿Cómo a un libro grandioso -solo leerlo prueba su grandiosidad- se le puede titular de ese modo? No escucharon al libro voceándoles cómo quería llamarse. El libro está plagado de versos geniales que hubieran sido títulos geniales. Pero bueno, yo se los perdono, aunque estoy seguro que el libro no se los perdonará. Así que pasemos al libro.

El primer poema del libro, que casi siempre decide si seguimos adelante o no, Arrastro esta piedra es la holografía del poeta que lo habita. Sujeto poético y circunstancia lírica se funden para reevaluar, revalorar y refundar mitos de la gran literatura: Sísifo remonta la cuesta, esta vez no física, sino de los adentros del yo poético a quien deja tendido en la incertidumbre de las contradicciones más antiguas e insolubles de los seres humanos. To be or not to be, sería para Shakespeare. Hay conmoción, hay finesa, hay hondura. Con un poema de esa talla, se sigue adelante. Ya el lector está hambriento. Y entonces aparece una Alicia a quien la reina mandó decapitar y ella esconde la cabeza en la laguna, y cuenta, disimula, finge frente a la ferocidad del poder de la reina porque sabe muy bien que sobre el zinc suena hasta la mullida pata del gato, pero no su cabeza decapitada, el poder sabe esconder sus vileza. Y ya vamos, casi sin darnos cuenta, por un tercer poema que nos entrecorta el resuello, y nos hace meditar en la capacidad sugestiva del poeta para reflexionar sobre la relación arte/poder, vasallos/gobernantes, mitos/realidades. Y ello empeora cuando:
El suelo colecciona catálogos de ojos
que sin duda alguna
no pueden despegar.
Si los ojos no pueden despegarse del suelo, y, para colmos, el techo esta a ras de sobrero, es normal que prolifere esa fauna sin alas que pone en los mirares una ceguera sorda y encarrila en pensamiento pétreo que pesa tanto en la montaña de las ensoñaciones interiores.

Claudette Betancourt Cruz no está dispuesta a hacer concesiones y se confabula con su demonio porque ya sabe que en toda circunstancia goyesca la locura es a veces dulcemente sórdida, sobre todo cuando se percata de que cada Arandela del entorno donde respira el sujeto lírico está controlada y puesta en su lugar, y,
No es de imaginar, para las gallinas
que el dador de maíz
pueda un día matarlas,
no es de imaginar
que el alimento fácil
tenga precio de muerte.
Asoma entonces, George Orwell, por una rendija de la metarealidad que intentan imponerle a la poeta y ella se escabulle por los intersticios de la herencia cultural, inventa fantasías tan fantásticas que parecen realidades habitables y es cuando la fábula como recurso poético alcanza dimensiones dramáticas y nos enfrenta a una madurez sabedora de que
En los más profundos lagos
están las mayores bellezas
y también los más grandes peligros.
Pero no teme el poeta. No anda pidiendo permisos. Se sabe transgresor de por sí, de por esencia. Toca el turno entonces al aullido visceral y un Cesar Vallejo, viudo de vino y de cebolla, pero muy bien filtrado por la voz personal de Claudette, agostado de confusa metafísica del espíritu y sutiles matices de la existencia humana, le recuerda que
Nunca se habla del hambre de las tripas
ese hambre visceral y poderoso
del que ahora
no hablamos.
Con este grito parecería que el libro va a extenuarse dramáticamente, pero, todo lo contrario, sigue ascendiendo en su progresión lírica y temática y descubre un insecto de sangre azul repleto de conflictos existenciales, mientras su perro le camina por el rostro enjugándose una lágrima reclamándole un espacio de paz y soledad y es cuando alguien le corta la mano bajo la promesa de que le volverá a nacer y es cuando a sus pies peregrinos no le queda otra alternativa que dejarla dormida bajo una manta e irse, a pesar de que ella les advirtió de todos los peligros del soñar.

Todo ello es trazado con el pincel de los delirios de una realidad alucinante, la auténtica fusión de toda las voces altas que le ha prestado “la isla en peso”, la valentía de los “fuera del juego”, el empeño de todos los que, en cada ayer, cada mañana, han sabido que todo es ilusorio, frenético, pero que en esa ilusión, ese frenesí, hay siempre un sitio para quienes lo saben cantar.

Tuesday, June 14, 2022

Joaquín Gálvez desde su propia isla (por Manuel Vázquez Portal)


Hay quienes leen rápido. Y opinan más rápido aún. Disculpen que yo demore. Pero necesito cierto tiempo. Leer es cosechar lo que alguien, con tesón y amor, sembró. Opinar debe ser, entonces, valorar con delicado celo el plantío que nos alimenta.

Todo libro es un huerto del que segamos el alimento que nos sostiene el alma. Todo libro es sementera de lo más noble de quien plantó las semillas. Así que opinar debe ser, por lo menos, un acto de admiración y respeto por el labriego. Y ello requiere tiempo, porque, uno es el de la siembra, y otro, es el de la siega.

Joaquín Gálvez ha plantado Desde su propia isla y nosotros vamos a segar en esa isla, en todas esas islas, que es el poeta. Y digo isla e islas porque todo poeta es único y muchos seres a la vez. Si por un lado reafirma su individualidad, su identidad, su insularidad, por otro se torna múltiple, diverso, heterogéneo, complejo.

Nada hace más común al ser humano que la idea de que es excepcional. Todos creemos ser excepcionales pero el universo nos refriega en el rostro lo comunes que somos. Lo que nos ocurre a uno, nos ocurre a todos, con mayor o menor intensidad, pero sin dejar de ser lo mismo. Polvo somos y al polvo regresaremos.

El poeta, todo poeta, lo sabe, y por eso prefiere ser “polvo enamorado”. Y es cuando acepta que “Cada partícula de mi cuerpo es tuya también” y de todo el que vaya a cosechar -alimentarse- de sus versos.

Sus sentimientos, sus vivencias, sus agonías, sus añoranzas, sus derrotas, sus victorias son comunes a todos, pero el modo en que él las refleja es particular y nacen de unas entrañas que, a su vez, se alimentaron de muchas particularidades que bordaron, y bordan cada día, la multiplicidad cósmica.

Nadie nace de la nada. Siempre hay una sustancia, un latido que nos inicia, y de ello somos suma y reflejo. Cuando echamos a andar, vamos de la mano de alguien o de muchos, luego nos destetamos, y, a veces, hasta negamos su presencia, pero los códices que nos brindaron nos quedan, nos marcan, nos enrumban. La poesía es un eterno juego de olvidos y retornos.

Desde mi propia isla es mi isla y es la isla de todos. La diferencia estriba en cómo la vemos, cómo la abordamos. No me refiero, por supuesto, a esa mierdita rodeada de agua que, por recurrente y repetida, tan vulgar se la vuelto; me refiero a la insularidad que representa la soledad y la impotencia del ser humano frente a la vastedad del universo. Joaquín Gálvez lo ha comprendido y decidió “despojarse de todos los rostros y ser su propio rostro” para verla, para abordarla.

En un acto de anagnórisis suprema, diríase, de reconocimiento rotundo, se ha asomado a la inmensidad cósmica y ha vislumbrado su particularidad dentro de la multiplicidad, y ha escapado “del coro de los grillos” y no teme decir “rosa”, “bello”, “amar” al entender que la cursilería es una actitud no un vocablo o una sonoridad. Que lo ridículo es precisamente la pretensión de escapar de la ridiculez que somos frente a la magnificencia universal. Que la originalidad es una especie de testaruda obnubilación del desvalimiento que somos. Que solo somos dueños de una maldición que nos obliga a repetirnos y que “sólo fuimos (somos) habitantes de la eternidad cuando decidimos ofrendarle al instante su permanente fiesta”, sino pregúntenselo a Nietzsche que lo dijo primero, y lo más seguros lo haya aprendido de alguien anterior a él.

Ya dueño de una voz, hecha de todas las voces que lo han surtido, y madurada con todas las magulladuras y caricias que ha conseguido, pero suya, Joaquín Gálvez se adentra en su propia isla y se reconoce como lo que somos todos: unos huérfanos de la inocencia, unos condenados a saber que no sabemos ni cojones, unos alucinados que pretendemos deslumbrar con nuestras filigranas a quienes no las pueden o no las quieren ver, y entonces, quejarnos, dolernos de incomprendidos, en ese sitio, en que no se está tan bien ni un carajo, y a donde “el olvido se convierte en el único camino de regreso”. Pero se lo toma con cierta ironía porque, a fin de cuentas, “todo pasa y todo queda”.

Sunday, April 24, 2022

Algunos deciden des(a)nudarse en cuerpo y espíritu (A modo de prólogo). Por Amir Valle

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La poesía, consideraban nuestros ancestros (esos que, en aquellos primigenios tiempos de la especie humana, lanzaron los primeros sonidos para intentar explicar a sus congéneres la hermosa e inexplicable epopeya que era vivir entonces), resultaba el modo más exacto, preciso, perfecto para desnudarse en cuerpo y espíritu. Y así se mantuvo en las eras siguientes del hombre sobre la tierra: desde los ecos repetidos de los cantos de trabajo en las comunidades primitivas, los cánticos coreados de los guerreros en las distintas épicas vividas (o sufridas) por la humanidad, los himnos entonados en letanías místicas en las diferentes religiones, los réquiems para celebrar a los que se despiden del mundo en cualquiera de las culturas, las baladas de los juglares / bardos / rapsodas / bufones / copleros / histriones para recrear y regar de pueblo en pueblo las historias más apasionantes de cada región y las verdades más escandalosas o escondidas… hasta el simple balbucear gastado, sensiblero y seguramente cursi de alguien que lanza a los cuatro vientos el secreto de una pasión. Desnudarse y desanudarse en cuerpo y espíritu. Liberarse y volar, en simples y llanas palabras. 

La poesía, también y mayormente, ha sido violada, mancillada, prostituida, por perpetradores que se han creído ser poetas, sin entender que es un don que no todos poseen. Convertida en mercancía ha sufrido los apañamientos más viles para hacerla vendible. Manipulada en su esencia discursiva y coaptada en su naturaleza múltiple, plural y polisémica ha sido convertida en propaganda y discurso para apoyar a políticos e ideologías que, también por naturaleza, detestan la poesía. Y luego de épocas doradas en que se la consideró la más importante de las creaciones de la inteligencia humana cayó en la desgracia de ser considerada un producto de minorías holgazanas y enloquecidas para minorías todavía más locas (por leer cosas tan enrevesadas y, encima, gastar dinero en una mercancía sin “ninguna utilidad”). Después, alcanzado este tiempo en que a cualquier cosa se le llama literatura y en que cualquiera puede decirse editor y publicar sus propios libros, la vemos transformarse en un aluvión aplastante y demoledor de horrenda, burda y pésima producción “poética” que desconoce los siglos de experiencia humana en ese tan sutil, espiritual y difícil magisterio de orfebre que es la verdadera poesía.

Cuba, mucho se ha dicho, es una isla de poetas. El aliento poético vibra, incluso, en la conformación del espíritu de nuestra nación, y son muchos los nombres de figuras fundacionales de “lo cubano”, incluido el ámbito de lo político y el pensamiento social, cuya producción poética configuró y alimentó el pilar cultural de esa isla: desde el cantar por siglos perdido (hoy rescatado) de los areítos taínos en los que se habla del paraíso que Cristóbal Colón descubriría mucho después, pasando por esa multiplicidad de búsquedas ontológicas del ser que fue la poesía de los siglos tras la conquista (léase Plácido, Milanés, Zenea, Casal, Heredia, Martí, y otros); continuando por esa gravitación y reformulación de lo cubano protagonizada por Boti, Poveda, Ballagas, los poetas de Orígenes encabezados por Lezama, Baquero, Eliseo Diego; consolidándose en esa rebeldía intimista e incómoda políticamente de Dulce María Loynaz, en la promiscuidad ecléctica y apasionante con la que José Kozer rearma las raíces de su isla o en el infierno crepitante de esa isla condenada a “la maldita circunstancia del agua por todas partes” que tanto dolía al gran Virgilio Piñera, hasta llegar a ese país que, en palabras de Manuel Vázquez Portal, se ve forzado a confesar que: “Soy un triste país / desdibujado / después de tanto calco minucioso”. 

Isla de poetas, sin embargo y por desgracia, que lleva décadas calcándose a sí misma, encauzando en modelos idénticos, generalmente domesticados e inocuos, una producción que podría convertir a Cuba en una de las capitales mundiales de la poesía. Suerte que, al mismo tiempo, haya voces distintivas, con un poderoso estilo personal y un caudal aportador tan impresionante (pienso, por solo citar los que me marcaron personalmente, en Reina María Rodríguez, Ángel Escobar, Soleida Ríos, Raúl Hernández Novás, Roberto Manzano, Rafael Almanza, Frank Abel Dopico, Odette Alonso Yodú, Sifredo Ariel, León Estrada, Ramón Fernández Larrea, Alberto Rodríguez Tosca, Emilio García Montiel, Damaris Calderón, Alberto Sicilia, Carlos Esquivel) que los convierte en indiscutibles íconos poéticos en la historia de las letras cubanas. 

Manuel Vázquez Portal, a quien no menciono antes con todo propósito, es uno de esos poetas distintos. Esta antología lo demuestra. Lo que lo diferencia de otros poetas de su generación y de las otras generaciones que han coincidido con él en su andar por la cultura cubana de las últimas décadas es que Vázquez Portal jamás ha alardeado de su condición y maestría poética. Sin proponérselo, quizás sin notarlo todavía, su propia vida es una consecuente reafirmación poética: ese desnudarse y desanudarse en alma y espíritu que vaga en la naturaleza de los genuinos poetas. Va por la vida escribiendo poesía con el ángel guía inseparable de los antiguos aedas: recopilando esa experiencia íntima e irrepetible que es su propia existencia, cuestionándose todo lo vital, personal e histórico, todo aquello que sea cuestionable: 
Porque todo ha ocurrido: catástrofes y guerras
y todo se ha cantado en himnos y plegarias,
detesto los discursos, pero tengo derecho 
al cristal con que veo, y no hablaré mucho 
ni muy alto. Afirmaré tan solo que me hicieron
un mundo al pie de las tribunas y se han quedado 
huecas las palabras. Los héroes de mi infancia
no eran tan legendarios ni el monstruo era tan fiero. 
Émulo de esos aedas antiguos, la presencia de lo hermoso humano no le es ajeno: 
Fuera de ti no encuentro más que sombras, si fuera 
ando de ti, por tierras movedizas es que ando,
compañera de triunfos, de angustias compañera.
También, como otros poetas antiguos y modernos, se cuestiona, se interroga, se canta a sí mismo: 
Me gusto porque soy un feliz prohibido. 
No citarán mis versos 
mientras dure la lluvia. 
La poética de Vázquez Portal es prioritariamente intimista y sentimental; agresivamente cuestionadora y reflexiva y filosófica; apasionadamente callejera y espiritual y pendenciera. Apuesta profunda por la libertad en todas sus variantes, en todos sus alcances, en todos sus relumbres. Persecución obsesiva de los límites de esa libertad, convencido de que en ella estará su propia salvación, la iluminación de una honda espiritualidad que esconde tras lo campechano y burlón y hasta tosco de su andar por la cultura, la literatura, el periodismo, la vida:
Aquí, de barba blanca y de mirada ausente,
pasos trastabillantes, memoria de agujeros, 
Una memoria de agujeros que, no obstante, no deja escapar su propio drama existencial ni aunque este insista en pasar a hurtadillas; el drama del cubano, del intelectual, del ciudadano común, abocado a luchar contra circunstancias adversas, impuestas por los poderes políticos que ha padecido (el de su infancia en una Cuba desigual, oscura y luminosa a la vez, aunque aún democrática; y, durante más de cuarenta años de su vida hasta su salida al exilio en 2004, el de esa otra Cuba timoneada hacia la miseria y la falta de libertades por la enfebrecida locura totalitaria de un maníaco): no morder la zanahoria que le tendían, no dejarse amordazar, padecer prisión por tamaña rebeldía, apostar por el exilio sin olvidar su tierra: 
Quizás mañana vuelva por mis fueros 
a esa isla que sueño y que me habita. 
De noche su fantasma me visita 
y escucho hasta el olor de sus potreros. 
La poesía es, además, revelación. Ya se dijo antes: el verdadero poeta se desnuda y se desanuda en alma y en espíritu. De esa desnudez y esa soltadura de amarras brota, como los manantiales más puros, la esencia humana real del hombre carnal e imperfecto que suele cabalgar en comunión estrecha con el poeta. Lo admiraba ya por las múltiples pruebas que me ha dado de su calidad humana como amigo, maestro, cómplice de sueños y luchas; lo admiraba por su sinceridad aplastante, por su honestidad sin límites, por su humildad y valentía, por su entereza como cubano, por su sabiduría intelectual, por su fidelidad y su respeto reverencial al amor y la amistad. Confieso, ahora, aquí, que otra vez la poesía ha cumplido en un lector (este Amir Valle que escribe estas palabras) una de sus más antiguas, elogiadas y excelsas funciones: iluminar. Me ha permitido conocer más a fondo, a través de esta excelente antología poética, a ese ser humano excepcional, a ese inmenso poeta que es Manuel Vázquez Portal.

AMIR VALLE
Berlín, Alemania, abril de 2022


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Lomaciega


Para Roberto Manzano, Alex Pausides, Efraín Morciego, Raúl e Ibrahín Doblado, Emilio Surí, por las raíces, las tojosas; por Albis Torres.



Lazarillo de ti
te exhibo por el mundo.

Nación de sartanejos,
cabalgata febril de los abuelos
-fuego al volver las grupas-;
retrato de mi infancia,
sementera feliz de mis esencias,
cierto sabor de dicha en la memoria,
olores de abandono y de partida,
salmodia de la lluvia en los breñales,
vuelvo a ti cada vez que una pena
socava la estructura que eleva mis anhelos.

II

Jardín sin hipogrifos, pérgolas ni columpio,
cortina de bejucos que dan paso
al inmenso salón de los potreros:
mugidos y relinchos,
avispas condotieras lanceándome la oreja,
donde una fruta dulce bailaba en el rocío;
si el crepúsculo era, era un lago cetrino
y sus olas de yerba me inventaban el mar.

En el arroyo manso
esquifes diminutos caídos de los árboles
llevaban a la orilla
la triste hormiga náufraga,
y si busco en su espejo
no encuentro las congojas:
no habían, todavía, nacido las nostalgias,
ni se habían inaugurado los abismos.

III

Lagartos: mis dragones,
sólo llamas sus solemnes pañuelos,
sólo bravos rugidos su gentil quisquiqueo;
cocuyos: mis linternas,
guirnalda en los umbríos fantasmas del matojo;
mis duendes: unos güijes que nunca pude ver,
y la ceiba ceñuda,
mansión de los orishas,
esparciendo semillas en motas de peluche.

IV

Lomaciega,
mi madre cantando
-tonada quejumbrosa sin guitarra-
mientras vencía
la mugre
de rústicas camisas:

Vengo desde aquel breñal
donde anida la gallina.
Traigo olor de mandarina
y dulzores del panal.
Rumorea el platanal
en mi pecho. La sabana
es mi patria. La campana
morada de los bejucos
me fue enseñando los trucos
de engalanar mi ventana.

Pureza inmemorial de los sonidos.
solo un grillo a la sombra graneando su sonata,
melodía ululante del viento en los aleros,
redoblante de alas entrando al palomar,
un niño caminando
mientras bate una espiga
y en su mente
es la espada que le ayuda en sus miedos.

Alta tarde de azules deslumbrantes,
corceles de vapor trotando por su techo,
papalote perdido que se mudó a una guásima,
Novia –sin que ella lo supiera-
de suaves trenzas rubias
que me obligaba a escapar de sus pellizcos,
pompas iridiscentes,
-cascada de cristal-
filigrana de sol que cae de la batea:
- ¡muchacho, que eres lelo, deja las musarañas¡-
Y me mira muy cálido,
hondo hasta la caricia;
jugamos a que soy un viejo marinero
varado entre la espuma
de su terca labor:
trimbra otra vez
su voz entre las ramas:

Soy mango que en la vereda
enamora al caminante.
Pero en un gajo distante
mi corazón está en veda.
Me gusta escuchar la queda
canción que entre el espartillo
trina un pájaro sencillo
esperando la llegada
del hombre que en la alborada
me dio un beso junto al trillo.

Mi padre es un sombrero que cae sobre el taburete,
el humo del tabaco desdibujando el rostro,
la fuerza montaraz que me levanta
a la altura de un beso;
yo, pequeño Sancho Panza deslumbrado,
domando un suave trote en sus rodillas,
y su pecho,
la cuna donde mejor reposo.

Escucho entre murmullos que soy un hombrecito
y me acurruco fuerte,
implorando a sus brazos no me dejen crecer

V

Pero he crecido tanto,
Lomaciega,
mi reino, mi serrallo,
que no sé si es crecer
o irme pudriendo;
vuelves entre las brumas de un hosco laberinto,
han erigido sus tapias las tinieblas,
sus mapas cicatrices
sus grises melancólicos el tiempo.
Me pierdo
y me rebusco.
Tropiezo,
              doy de bruces,
                                    resbalo hasta el averno,
y cuando estoy muriendo
te reencuentro
y me aferro a tus tallos principales,
tus íntimos rizomas,
y salta una rabiche
y me saluda,
                                 "Buenos días, tojosa;
                               buenos días, bejuco de boniato",
y pone una guayaba
su aroma en mis dolencias
y viene aquella novia
que con sus trenzas rubias
-benignas sierpes de bordar el amor-
teje una cuerda fiel
y me la lanza
y entonces soy Perseo venciendo al minotauro.

VI

Lomaciega,
relincho desbocado,
coces sobre mi pecho, resonando.

República al galope sin permiso,
sartanejos mambises
donde aprendí la ley del desafío.

Te domé y me domaste
de ti aprendí el abrazo y la estocada.

Soy
rústico y frutal como el naranjo
que me dio de beber en la canícula,
soy
el críptico caguayo que camuflan los troncos
hendidos por las hachas brutales del recuerdo,
soy
transparente vitral de la llovizna.

Tengo de manantiales
y de ortiga
y todavía me asombro
si el sol tiñe en rosados los nimbos de la tarde.

VII

Luego me presentaron el tedio y las lociones,
servilleta al regazo,
tenedores al uso,
aunque en mi cuello el nudo
de verduga corbata
siempre fuera torcido.

Perdí la emanación de los azahares,
el acre olor del potro,
el torpe camisón de los tamales,
gocé plácidamente de la holganza,
limón de contrabando me dieron a beber.

Descubrí los aviones,
Pegasos para mí,
que siempre cabalgué
sin arnés mi tordillo.

Palpé personalmente los glaciares carámbanos
de una nieve feroz que me prestaron
para que conociera la espiral de la historia,
los sucesos heroicos del Palacio de Invierno,
cuando yo deseaba
realmente
caminar con Liudmila por Yasnaia Poliana.

¡Ah, señoras hastiadas –cascajos de la incuria-
salones estucados, mofletudos jerarcas
que aún en sus ricos paños enseñaban los glúteos.
Que ganas de gritar:
                                     - ¡El rey está desnudo!
Así de niño y de guajiro era.

Encajé malamente en el friso de bronce
que se estaba esculpiendo.
Adquirí el sentimiento,
morboso,
de haber nacido tarde,
cuando los padres ínclitos, los muchachos de mármol,
ya habían fabricado
a su modo las Eras.
Volátil
se escapó mi condición
de honrado traficante
de lunas sin nevadas.
Fui cantor de encomiendas,
consignas por encargo;
redactor de filípicas doradas
que escondieron la giba del conde corcovado.

Impávido quedé frente al espejo
que mostró sin piedad mi nueva geografía.
Era un extraño tipo sin los aires montuosos,
papagayo en el aro.

Clamé por Paracelso
lo invoqué con vapores de azufre,
con la retorta lista,
con alquimias oscuras
y rogué para mí cierta palingenesia,
que restaurara al niño devorado,
al poeta feliz de las tojosas,
y me juré volver

VIII

A ti llego, Lomaciega.
He vuelto como el mendigo
para pedirte mi abrigo
de fértil niñez labriega.
He vuelto como el que llega
a la casa paternal
donde me espera el fanal
de mis noches campesinas
para curar las mezquinas
ansias del mundo banal.

Vengo solo, vengo herido,
cabe el mundo en tus naranjas.
Tu flamboyán y tus zanjas,
tu tojosa en tibio nido
son joyas que he prometido
recuperar si volvía.
Aquí estoy, y todavía
me siento como desnudo
porque pudo el tiempo, pudo
dejarme el alma vacía

Si me conozco y te canto,
si soporto el golpe rudo
es porque somos un nudo
hilvanado con tu encanto.
Si en mis caídas levanto
la cerviz con gallardía
es porque corre, bravía,
tu savia por mis contornos
y si ando escaso de adornos,
es así como debía.

Soy tu arroyo, soy tu abeja
libando el caracolillo.
Soy chuchazo en el fondillo
sin proferir una queja.
Soy mi casa, roja teja,
hecha de tu propio barro,
leche de vaca en un jarro,
cerdo asado con carbones,
bota de recios cordones
para tu niño bizarro.

IX

Te yergues, Lomaciega,
eres mástil potente contra los huracanes,
la jarcia resistente que me anuda a la vida,
el arca que soñé
para salvar mis hijos,
                                     mi esposa,
                                                     mis palomas.

Visceral y telúrica,
magnética y vibrante,
como cascos cerriles
del potro en que te heredo,
me habitas y recorres.
Soy tu rama
y tu flor,
tu espina
y tus guijarros,
te defiendo a morir
y resucito en ti.
Vienes hecha en mi sangre,
                                       mis pulmones,
somos como siameses
destinados a andar esta danza abrazados.





Manuel Vázquez Portal
Morón, 1973

Formaba parte de mi libro inédito “Canto de Memoria”,
Mención Concurso Julián del Casal UNEAC, 1974.




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Ver Manuel Vázquez Portal en el blog

Thursday, January 27, 2022

Un libro, una muchacha, una calle sin mar (por Manuel Vázquez Portal)

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Con los ojos del tiempo / se mira de otro modo, ha escrito en un poema y volcado sobre mí toda la crudeza que supone comprender que, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Me ha estremecido la certeza de que hayan transcurrido treinta y cinco años y ella y yo deambulemos extraviados por unas calles que no nos pertenecen, que no les pertenecemos.

Cuando la conocí era flaca y asmática / entera me cabía en medio abrazo. La llevaba a un parque con pérgolas y flores hasta donde nos llegaba el aroma del mar y le leía poemas desastrosos que ella creía geniales. Le contaba mis dudas sobre tantas promesas de horizontes y ella me curaba con pócimas de aliento. Jugábamos a la felicidad sin descalabros.

Pero el tiempo pasó. Dejaron cicatrices los veranos. Ella rompió el hechizo de héroes y proezas que le alelaba el alma. Se lanzó del trapecio sin otra protección que sus alas de sueños y comprendió el valor de la brújula propia. Al mirarse al espejo se descubrió ella misma pero ya sin las riendas que pretendían domarla. Fue entonces que el mirar se hizo más penetrante, la palabra más sabia. Escribió sin sentir que cumplía un edicto. Nació su libro de poemas En una calle sin mar y el amigo Amir Valle me lo ha enviado para darme el privilegio de ser de los primeros transeúntes que la crucen.

Como es sabido, todo libro de poesía es un libro de historia. Narra el lado que se le rasga al tiempo. Cuenta el transcurrir por la existencia. Revuelca escondrijos de la memoria. Revive pies de antaño con que se tramontaron los azares. Vitorea y llora. Enaltece y fustiga. Deja otra muesca que, en cierto modo, alivie del olvido porque

El tiempo desdibuja los rasgos
la belleza posible del pasado
y el cada vez más corto
fulgor de los futuros.

No puede el poeta, aunque lo pretenda, ya por estrictas normas de pureza estética, ya por desentendimiento voluntario del entorno, desasirse de sus circunstancias, olvidarse de su lenguaje epocal, desdibujarse del paisaje que lo incluye, apartarse de la multitud que lo acompaña y, entonces, sus versos se transfiguran en historia, a veces, más veraz que esos tratados pletóricos de nombres, de sucesos y fechas.

Tal es el caso de En una calle sin mar, la historia de una muchacha que prefirió el hatillo al hombro y los caminos, sin otra compañía que un corazón cerril y un manojillo de contradicciones finalmente resueltas. Una muchacha colmada de virginidades que fue perdiendo su candor a medida que desgarraba disfraces de monstruos travestidos de salvadores y escapaba de la falaz felicidad de la inocencia. La historia de un museo interior donde se atesoran porvenires que no llegaron, verdades que no eran, entregas inútiles. Historia personal que se hace múltiple porque discurre con entereza y autenticidad.

Era feliz
con mi único jeans agonizante
capaz de ir solo
a la universidad o al cine.
Sudando hasta el desmayo
le arrancaba calabazas a las piedras…

En una calle sin mar es el friso minucioso, esculpido por una mano que lo padeció, de escaramuzas transformadas en epopeyas legendarias, de temerarios guerrilleros devenidos ínclitos próceres de románticas gestas, de una isla que en su ambición de faro convirtió en sombras errantes a millones de sus hijos. Una isla donde los supuestos

creadores del amanecer
eran ya sepultureros a la noche,
ebrios de tener la razón a toda costa,
y no cualquier razón,
sino la razón única.

Una isla que, a pesar de sus calles con baches, sus barrios macilentos, ancianos con medallas de guerras e inútiles pensiones, ollas famélicas, ruinosa arquitectura, costas con barrotes, se idealiza en la distancia y se transforma en duende acompañante o en la forma que la luz se entiende con el polvo, y que al abandonarla habita en cada descarriado por nieves y desiertos, hasta, muy a pesar suyo.

La muchacha de esta historia, de este libro, de esta poesía se llama Lidia Señarís Ceja, por más señas, poeta, graduada de periodismo, desterrada por cuenta propia, experta en utopías rotas y convaleciente de una distopia poco curable con peroratas de moda, socialismos de caviar u otras ofertas quiméricas. La historia de una muchacha que, exponiendo sus huesos “al garrote vil” de los discursos promisores y manuales de estricto cumplimiento, aprendió que ningún sistema político salva de su naufragio interior al ser humano, y que fatigada, pero sin odios, clama:

No me tienten
una vez más
con las eternas causas perdidas
y mucho menos
con la letanía rancia
de las pálidas causas en boga
No me fabriquen
la estatura exacta
y la quimera correcta
No me digan
por dónde puedo hacerme añicos
ni en qué pulcras condiciones
está permitida la agonía.

En una calle sin mar (calvario para cualquiera nacido en La Habana) es, además, la historia de una ciudad que se ahoga, se muere a pedacitos, se difumina en el recuerdo, y la muchacha que una vez la habitó trata de redimir, aunque sea con versos de amor nacidos de la ausencia. Y es que Lidia Señarís puede andar por Madrid o Cracovia, por Asturias o Londres, pero siempre será la muchacha que, en una calle de Marianao, sobre una chivichana de confección casera dejó la piel de las rodillas y dijo a su padre que solo quería ser esa niña que se durmiera entre tus brazos.

Desde el punto de vista formal, En una calle sin mar es el retrato fiel de quien lo escribe: Lidia Señarís, con pelos y señales. No hay maquillajes suntuosos ni cirugías cosméticas que finjan otra estampa ni en ella ni en sus versos. Sus versos van “de su corazón a sus asuntos” sin colgaduras espurias ni ropajes prestados.

Su andamiaje metafórico parte de la comunicación sencilla de los objetos poéticos sin decires plañideros ni poses heroicas. No quiere deslumbrar, quiere dejar dicho. Y lo hace sin aspavientos ni oropeles semánticos, con una voz adulta, mesurada y propia, que no salió a buscar ismos de moda ni influencias paternalistas, una voz que resuena en cada texto con esa serenidad que brinda haber leído con voracidad, haber vivido con hambres insaciables, haber sufrido sin escoltas. Una voz distanciada de retruécanos vacíos o sinestesias traídas por las greñas.

Sus versos son de una hermenéutica simple cuyos símbolos, ya a nivel sensorial, ya racional, se hacen visibles al solo tropezarlos. Versos que no requieren de una descodificación intelectualizada sino de una complicidad sentimental que los torna propios de cada transeúnte que los traspone. Versos que llegan con esa “difícil sencillez” a que, antaño, convocaba Azorín.

Dividido en tres cuadernillos temáticos, En una calle sin mar alcanza su unidad estilística por medio del sostenido tono de su sujeto lírico, no importa si el asunto es el amor carnal, la decepción ideológica, el derrumbe de un mito o una noche de apagón y parranda. Nada altera el ritmo acompasado y limpio de sus sonoridades sin rebuscamientos lexicales u otros artificios de dudosa eficacia. El libro avanza desenfadadamente con un lenguaje asequible y pulcro y, a ratos, hasta se atreve a retozar con el habla popular para dejar saber que el yo poético, entiéndase Lidia Senarís, no pretende más que comunicarse de la forma más humana que conoce: juntar cuatros palabras que le martillaban el estómago, y decirlas sin ambiciones y sin miedos.


He aquí los poemas de Lidia.




El sueño de la razón


El sueño de la razón
produce monstruos;
no lo supimos por internet sino por Goya,
por sus lienzos colgados de los siglos,
irónicamente lúcidos,
desgarrados,
exactamente como nosotros
en esa estación sin equipajes
un poco más allá de la utopía.
En esa estación ausente de certezas
volvíamos a ser la isla a la deriva,
el naufragio
de dónde está mi tabla
y sálvese el que pueda.
Los creadores del amanecer
eran ya sepultureros a la noche,
ebrios de tener la razón a toda costa,
y no cualquier razón,
sino la razón única.
Y así, de repente,
sin que lo registrase ningún censo,
teníamos demografía de monstruos para repartir.
Según nos prometieron,
el porvenir sería luminoso.
Entonces desfilamos
con el orgullo del deber cumplido
(así se decía entonces).
También desfilaron los años con sus décadas.
La vida se nos fue llenando de pasados.
Y el día llegó en que murmuramos,
avergonzados de nuestra debilidad
de hueso y carne,
con los herejes dientes apretados,
la pregunta inevitable.
No puede ser traidora una pregunta simple,
o dos, incluso.
Indagar, por ejemplo,
como si se tratara de una casa o de un cine:
- ¿Dónde está el porvenir?
- ¿Alguien sabe por fin dónde quedaba?




Era...

«Un pueblo se hace y se deshace
dejando los testimonios».
Virgilio Piñera.


Yo era una pionera
con pañoleta de algodón al cuello
que entonces parecía de seda.
Era una buena niña
que hacía sin falta sus deberes,
echaba flores a Camilo,
le decía al Ché
que sin ninguna duda
los pioneros por el comunismo
seríamos como él.

Yo era tierna,
como esos espárragos
que se perdieron para siempre del mercado,
como las manzanas
que sólo conocí en libros de cuentos.
Hecha de sueños era,
como aquellos manjares exquisitos
de las descargas nostálgicas de abuelo
cuando le daba por recordar
que «antes» había esto y lo otro...

Ingenua era,
¡cómo ocultarlo!
No conocí los bajos fondos
que acechaban los pies del hombre nuevo,
y hasta mi asma
me inspiraba
un cierto orgullo guevariano.
Pensaba
que era una gota más en el torrente
de la dialéctica tropical que nos creíamos
y que el famoso mundo nuevo y justo
nosotros de verdad lo estábamos forjando.
(Nótese que los verbos
eran entonces un poco metalúrgicos).
Disciplinada yo leía al gran Vladimir
y a Marx,
quien tanto amargó a Engels,
y me repetía encantada
que el proletariado sería siempre bondadoso
y desinteresadamente justo,
vaya, digamos que divino.

Era feliz
con mi único jeans agonizante
capaz de ir solo
a la universidad o al cine.
Sudando hasta el desmayo
le arrancaba calabazas a las piedras,
fustigaba malas hierbas que morían
casi al mismo tiempo que mis manos.
Soltaba chorros de energía,
como una locomotora de película,
en cada trabajo voluntario de domingo.
(El poder calórico del chícharo,
ese pellejudo hijastro del guisante,
merece muy bien un monumento).

En fin,
para decirlo breve:
Era feliz, podría jurarlo.
No me sentía tornillo…
todavía.



A mi hermano menor

«Sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
Más abajo, más abajo y el mar picando en sus espaldas».

Virgilio Piñera.



Perseguías tu Ítaca con nombre de Miami.
Ellos dicen ahora
que sólo eras
otro trasnochado buscador de oro,
engañado por coplas de argonautas cercanos
Pero no me lo creo.
Yo sé que perseguías
el horizonte abolido de tu isla
abandonar
el círculo de los desventurados colectivos
condenados
a decretos, discursos, picadillo de soja
y dementes uniformes mentales.
O quizás tan sólo reclamabas tu derecho
a esa humana incertidumbre
que nos hace tercos sutilmente únicos.
No podría decir cuál era tu Dorado
— si lo había—
Sólo sé cuál no era.
De todos modos,
qué puede importar a estas alturas,
si no verás ya las luces de la ciudad prometida.

Y heme aquí,
sin máquina del tiempo para cambiar la historia,
imaginando tus ojos sonrientes,
—habitados de asombro y de salitre—
cerrarse entre las olas en el último instante.
Tu cuerpo pleno, joven,
borrado a dentelladas de oscuros tiburones,
alimentando el mar que tanto amamos.
Alguno que otro día
no encuentro absolución ni sueño:
me duelen tus pulmones anegados
la noche en que no te salvé.
Que nadie me consuele ni me entienda,
que todos acallen sus diatribas
y sus golpes masculinos de pecho:
sin pan me como la culpa que me toca.



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LIDIA SEÑARÍS CEJAS (La Habana, 1966). Periodista, editora, diseñadora gráfica editorial y consultora en comunicación, oficios que ha ejercido en Cuba, México, Estados Unidos, Chile y, por último, en España, tierra de sus abuelos, donde reside desde 2001, año en que ganó el Premio Internacional de Poesía Julio Tovar, por su cuaderno Sin isla, publicado en Santa Cruz de Tenerife en 2002. Fundadora y directora de la agencia LScomunicación, con sede en Madrid y colaboradores en los sitios más recónditos, ha publicado en España en las dos últimas décadas numerosos libros sobre el universo de la Comunicación, los Derechos Humanos y la deslegitimación social del terrorismo, tres de sus particulares obsesiones, junto con la divulgación científica. Es también editora jefa de las revistas españolas Andalupaz (desde 2007) y Construyendo Sociedad (desde 2016). Colabora, además, con diversas colecciones de no ficción de la prestigiosa editorial Anaya, como correctora de estilo y traductora. Pero cuando el periodismo y la prosa no le bastan, la poesía es su último refugio, la mejor calle —con mar o sin mar— desde la que atisbar el mundo.

Monday, September 2, 2019

Lizette Espinosa, dibujada con trazos que de bellos duelen (por Manuel Vázquez Portal)


A Lizette Espinosa hay que indagarla. No es de las que enciende guirnalda para llamar la atención. Todo lo contrario. Corre las cortinas para que la luz entre filtrada a una privacidad custodiada con celo. Sus poemas son ella misma. De una belleza apacible. No corren a deslumbrar en los salones, van a seducir en la quietud de la soledad. Son comedidos y modosos. Quisieran pasar inadvertidos. Su hechizo nace precisamente de la sutileza con que discurre ella, con que discurren ellos. Sin estridencias. Sin afeites superfluos. Un susurro sabio. Un silbo enternecedor. Llegan al oído como musitaciones. Aparcan en el alma como visitaciones de la hermosura. Quedan en la memoria como una tempestuosa serenidad.

Lizette Espinosa sabe perfectamente que “el rostro cambia de estación” en ese intransferible peregrinaje individual que es la existencia, y en el cual ella planta su nombre, para reconocerse luego entre los árboles. Va a las esencias. A lo eterno. A la belleza permanente. El acto del ser humano dictado por sus virtudes, signado por sus miserias, nunca a sus exterioridades, mutables, disfrazables. Polvo somos, allí regresaremos, pero enamorados de haber sido.

Verso conciso, lapidario. “Nada queda tan lejos como mi propia sed”, exclama luego de descubrirse una oveja perdida tras el sonido del caramillo, casi siempre indescriptible y muy distante, pero hacia donde marchamos, inexorablemente, con los ojos abiertos, aunque vendados. Verso dador, insondable, como la misma proposición que nos guiña. Nada más distante que la sed de sabernos, de ubicarnos en nuestro justo sitio, de conocer dónde carenarán, al fin, nuestros sustos de amor en esta vida.


Lizette Espinosa, “hija de los huertos, aljibe de aquellos patios” de la memoria, no le pierde pie ni pisada a su pasado. Lo observa trascurrir otra vez, como una película que no se cansará de ver, porque sabe que fue de su casta la promesa y tuvo una abuela que “desgrana recuerdos a la luz de sus manos”, un padre que flotaba sobre el mar como una isla para que ella saltara encima y avistara el futuro.

Sus versos son su identidad reconocida y reconocible. Una identidad que se resiste a perder ciertos y marcados mediodías, sin saber, a ciencia cierta, qué nombre la retiene tras los muros de la vieja ciudad. Identidad que nada tiene que ver con la ridícula pertenencia, ya genérica, étnica o geográfica, sino a un universo que desanda a ciegas y acompañada por una cigarra.


Sus versos son tersos, limpios, como la piel de un niño tierno y sano. Barrida toda hojarasca inútil. Amputada toda frivolidad que abarate. Cada poema es una pieza de delicada orfebrería. No hay un descuido que estropee su armónica hechura. Parecen zurcidos por la mano divina. Cada verso es una puntada exacta, milimétricamente concebida. Y cada uno en función del estricto decir que corresponde. Nada de altisonancias ni lentejuelas metafóricas. Corren con la lisura y suavidad de la brisa sobre las espigas. Llevan la música de la levedad. Y es ahí donde precisamente adquieren su grandeza: en la atención que demandan para que no se nos escape su belleza y su hondura expresiva.

La imagen para ella no es una sarta de tropos lujosos o efectistas. Su lenguaje prístino, elevado pero sin rebuscamientos lexicales. Va a la esencia, a lo inapelable, a lo irremediablemente necesario. No dice estar triste, o que alguien está triste, o que algo es triste, nos introduce delicadamente en la tristeza sin mencionar la palabreja. Obsérvese:
Desaparecidos 
La anciana espera por los suyos
sentada en el bordillo de la tarde. 
Oscurece y la casa se llena de ladridos,
de huellas que arrastran un antiguo pesar. 
El mar trae rumores que golpean la puerta. 
La noche encalla en sus ojos,
y una estrella ha caído en el jarro de la leche.
Tono eglológico, vástago legítimo de la morriña garcilasiana. Verso pulido. Médula expuesta. El desgarrón en sí. La evocación latente. Palpitante. El drama sin cursilerías. Sin concesiones. Lo trágico sin poses. La vida dibujada con trazos que de bellos duelen.

Cuántas lecturas se agolpan, cuántas interpretaciones serían válidas. Tantas como lectores se asomen a estos versos. Un poema deja de ser del autor al ser visto por otros ojos, analogado con otras experiencias. Eso es la verdadera polisemia. Y este es un poema de múltiples lecturas. Va desde la soledad de la vejez, la inevitable partida de los hijos al crecer, la ausencia de los afectos que junto a nosotros habitaron, hasta la desaparición de una familia balsera en el Estrecho de la Florida, y ninguna sería desechable. La anécdota al poema no la adjudica el poeta, la encuentra cada lector.


Lizette Espinosa se sabe hija de un frágil equilibrio, de ella y del universo; lo cuida, lo persigue, comprende que una vez roto, tarda en recobrarse. Solo la perfección lo mantiene. Pero la perfección no es dada a los humanos. Sin embargo, batallar por ella es la más noble de las encomiendas, nos ilumina en la creación y nos acerca a Dios. Eso hace en su vida y en su poesía, que son una las dos.

Batalla porque ve, porque columbra que “Donde se quiebra la luz/ afloran desafiantes los abismos”, y que en esa dicotomía existencial, ella, y nosotros, somos equilibristas sobre la cuerda floja. Pero ella, en particular, solo en el equilibrio, la belleza y la perfección se siente abrigada, y su mejor cobija, su mejor haz de luz, es la poesía. Con ella se arropa y se desnuda. “mi desnudez espanta/ los cánones del día./ Es preciso cubrir la propia esencia/ guardar en los bolsillos el asombro…/ Es preciso arropar la tempestad del pecho.”

Y de ese batallar por el equilibrio es que le nace el verso mesurado, sereno, mecido tiernamente por la balanza de lo hermoso. El sobresalto va escondido en el concepto prodigado sin estruendos formales. No hay artificio vano, hay conmoción vivencial. Sus símbolos son diáfanos, como la ruta del agua, al alcance de la garganta sedienta, del ojo amoroso. Su hermenéutica tiene solo los secretos que propicia el encanto de lo sencillo: es la flor en su pedúnculo propio, no en lujoso jarrón que le pendencie la belleza.

Lizette Espinosa no permite que la venza aquello que la lastima. Enfrenta sus trasgos con los temores propios de a quien le sobran agallas. Cuando va a por los altos andamios del verso sanador se sabe acorazada, invulnerable, pero con la fragilidad de “todo lo que ruega por ser” y “camina por el borde del alero”.
Descendencia 
Giro como la hora que termina
de segundo a segundo
el paso sesga la justa floración
y mana la inquietud
de quien se sabe ausente
en las celebraciones.
Alguna vez
vi su rostro romper
la exactitud del agua.
Para ella la poesía es cáliz con cicuta y bálsamo a la vez: “estrella que ilumina y mata”. Pero siempre escoge la luz y el lenitivo. Pareciera, que, como el agua, uno de sus símbolos más preciado por lo que de vida conlleva, su misión fuera la de saciar todas las sed, santiguar contra todo maleficio, sanar de toda plaga, sobre todo en ella misma.

Dueña de un severo poder de síntesis, que en sus momentos cumbres puede llegar al laconismo, evade toda verborrea seudoculterana, estrafalaria o sobreabundante. Poda todo guindalejo presumido o charlatán. Suprime toda orla de fulgores fatuos. Planta el verso ígneo sin más cetrería que el “ligero equipaje” de quien aborda “la nave que nunca ha de tornar”. Comprende a cabalidad “la insoportable levedad del ser”. Quizás por ello, la primera cita de su libro Humo, sea ese esclarecedor verso de Francisco de Quevedo sobre la existencia: “Poco antes nada y poco después humo”. Da fe de ello el poema Funeral:
Arde la ciudad
en los ojos que zarpan
por angostos pasajes
en los que se deshace la inocencia
en los labios que traicionaron la promesa
la memoria de la piedra
que un día fue calle
luego casa
y ahora muro
por donde salta la muerte.
Sus estructuras breves, no digo epigramáticas porque su tono no es satírico y mucho menos festivo, dejan la sensación de la fugacidad, de lo que escapa apresuradamente y pone en la mirada un fusilazo de señales luminosas, sobre las cuales es preciso volver para captarlas en todo su esplendor. Hablaríase de aliento menudo, de voz tenue, cuando en realidad se trata de concisión conceptual, economía de recursos poéticos. No es una poetisa de desbordamientos o torrencialidades. Se propone, más bien, la mansedumbre del agua que corre subterránea, comedida, porque conoce su fuerza arrasadora, o la ingravidez del humo que se eleva a las más altas cumbres sin alardes ni arrogancias, mientras trasporta los más sublimes, dolorosos o alentadores mensajes.

Si tuviera que parangonarla, acto que detesto porque creo que cada poeta es un universo, una música, una cosmovisión, una historia particular, intransferible, inimitable, la emparentaría con la elegancia y solidez de Fina García Marruz, con la inclaudicable resistencia de Ana Ajmatova, la redimida turbulencia de Sylvia Plath, el dulce desasosiego de Emily Dickinson, el atrevido desasimiento de Alejandra Pizarnik. Pero, sobre todo, la hermanaría con Lizette Espinosa, una voz que se posesiona indiscutiblemente entre las más elevadas voces de la poesía cubana e hispana.

Sus propios poemas les darán más razones y sorpresa que las que aquí expongo. Por eso los dejo a solas con esta poesía que les hará postrarse ante tanta sosegada turbulencia.


Del libro Por la ruta del agua.

Donde se quiebra la luz

Donde se quiebra la luz
afloran desafiantes los abismos.

Es llano el sendero hacia sus lindes,
angosta su garganta.

Llevo de compañera una cigarra
en este andar a ciegas
donde solo se palpan las entrañas.

No sé qué encontraré entre la maleza,
temo a las alimañas que las pueblan.

Pero heme aquí de nuevo
con la boca repleta de mendigos
que imploran su sombra.


La isla

Mi padre flotaba sobre el mar
como una isla,
para que yo saltara encima
de su tierra y avistara el futuro.

La orilla a dos brazadas
nos mostraba sus dientes
de roca atardecida.

El agua sostenía nuestras vidas,
el peso inmensurable de los sueños
como a dos cargas frágiles
que un barco abandonara.


Ya no

No jugará una niña en el portal
con las trenzas a medio hacer,
la risa galopante sobre los pocos muebles.
No habrá una mano insomne
sobre la frente hirviente, el aliento intranquilo,
ni forma de saber
si el universo cabe en dos pequeños ojos.


Del libro Humo

Plegaria

Amasijo de buenas intenciones
bebederos de luz para el errante.
El hombre teme al hombre, se aniquila
y poco puede un salmo
o el santo aceite ante su desnudez.
Una dosis de bien para el enfermo
otra lluvia que lave al cuerpo de su mal
y aclare, como solo aclara la lluvia
el suelo de su patio
el tormentoso ruido de su alma.


Discernimiento

En estos ojos tan llenos de otros ojos
intento separar estrellas de limallas.

En la oscuridad, cada roce es mordedura,
tajo donde se enconan los momentos.

Y es largo el tramo hasta el declive,
escurridizo el color que busco poner
a mis cristales.


Lumbre

No pondrás nombre al fuego,
no medirás su alcance.
Chantal Maillard


Eres chasquido que se me antoja música
salto de vida en su expresión más pura
agonía del bosque
lava que despereza y se desborda.
He visto a Dios acomodar sus manos
en tu aliento abrasado.
Alegría del hombre, fe de aquella
que procura a su hogar dignos manjares
qué deidad te acompaña, qué solar
te sueña como un niño.

Apacigua al mendigo
déjale la certeza de tu amparo
que sus ojos reflejen tu estampida
y su cuerpo recoja la tibieza.
Puerto en la soledad del alma errante
mansedumbre de los atribulados.

Hay en tu nombre una ternura cierta
un atisbo de sol, una plegaria
que no alcanza a vestir su envergadura.
Nota crucial, rugido maniatado
del tronco en la sombra de una estufa.
Qué ruina sobrevino a la floresta
qué brazos le cargaron.
Destello en los ojos del tigre, en su guarida
donde se ofrecen vastos funerales
en el horno, en el lodo
con que el hombre amasa su destino
en el miedo, en la hoguera
donde la historia cuece al heroísmo.
Cobijo del establo
donde la bestia encuentra fiel socorro
mediodía en los campos, miel de junio
goteando en las colmenas.
Luz del girasol, la doncella
que ríe en la brisa de la tarde
y oculta el rubor que le provoca
los ojos del viajero.

Eres
la promesa del padre y su estatura
la gruta en la que el mar esculpe la pureza.
Tierra que se llora y se ofrenda.
Raíz que ya es torcida y es brebaje
para calmar la pena, el desarraigo.
Pira donde se inmolan las verdades.
Naranja enaltecido, justo incendio.

Dicha que en el pecho dilata
los leves resplandores
serás propósito, el signo que deshace
las fases de la luna.
Llevar dentro de sí la encrucijada
develar el misterio de su fuente.
Nítida luz
que alcanza a desafiar al desamparo
a los moldes que fijan la tristeza
serás herida que florece en el campo
el daño que reposa.
Serás la primavera, acaso un salmo
en la mano de mi madre entre mis manos
en el pan que calla su incansable proeza
en el color de la fruta en la cesta
que no será ofrecida
lo que se añora, tambien lo que se olvida
desde la soledad, en el hastío.
Una voz, el impacto de un tiro.

En la muerte, el nacimiento,
en el humo de la sopa en la vasija
lo que se teme y lo que se escatima
desde la oscuridad de los sentidos.

En el manto de la virgen, la plegaria
que la anciana repite de rodillas
sus ojos aferrados a un cirio
que se deshace en llanto.
La diosa que se yergue en el altar
del vasto pensamiento.
Mujer hecha de salmos
cómo te rompes en la ausencia que calmas
y trasciendes marcada por los signos del fuego.
De qué dulce agua bebes
en qué fuente sumerges tu cuerpo
para luego volver, resuelta
sobre tu propia tierra
como un ave encendida
certidumbre.

Hay luces que se apagan para siempre
cuerpos deshabitados que anidan el olvido
y procrean las sombras.
Donde el muro se desploma
y crece en vicio la yerba y el hartazgo
se oye el rumor de un alma y su pobreza
el crepitar del tiempo que en su saña
fue arrancando las hojas, los abrazos.

Hay un espacio dispuesto en el dolor
donde se queman todas las renuncias
y brillan como el astro las horas
que nos fueron negadas
me pregunto qué arde en esa hoguera
sino lo más querido
la certeza de un rostro dispuesto a redimir
lo que nos falta
y así como aquello
que se funde en otra realidad
llegar al fondo de los otros
a la ceniza que alguna vez
formó parte de todo.

Hay un espacio dispuesto en el hogar
un sagrario donde guardar el fuego
la luz que cada noche
nos salva de la profundidad
y espanta, no sin júbilo el vacío.
Con gran destreza engendra
humeante, escandaloso
el alimento
república en la que se fundan
las leyes del amor y la lealtad
tiene igual que el árbol
el don de la congregación
el círculo sagrado de una alianza
y va como el mendigo
abrazando la sombra, la intemperie.


--------------
Lizette Espinosa (La Habana, 1969) Ha publicado los volúmenes de poesía Donde se quiebra la luz (2015), Por la ruta del agua (2017) y Lumbre (2018), y en coautoría, Pas de Deux (2012, International Latino Book Awards 2014 en la categoría de poesía escrita por varios autores) y Rituales (2016). Textos suyos aparecen en las antologías: Poesía en Paralelo 0 (2016), The multilingual Anthology The Americas Poetry Festival of New York (2017), Crear en femenino (2017), Aquí (Ellas) en Miami (2018), Todas las mujeres (2018) y Nubes. Poesía hispanoamericana (2019) Desde el año 2003 reside en Miami.



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