Showing posts with label Maria Antonia Borroto. Show all posts
Showing posts with label Maria Antonia Borroto. Show all posts

Tuesday, July 30, 2019

El Lugareño: periodismo y cultura (por María Antonia Borroto Trujillo)



Cuando leo a El Lugareño no puedo menos que recordar algo que suele repetir un tío mío: hay dos formas de ayudar a una persona en apuros económicos: darle de comer o propiciarle los avíos y las formas de buscar su sustento. La primera solo generaría una solución momentánea, germen, a la postre, de una nefasta dependencia respecto a la mano benefactora, mientras la segunda permitiría el crecimiento personal y la siempre ansiada independencia. Tal es la dialéctica de las Escenas cotidianas, ese impresionante manojo de textos, forma de participación social para su autor y, al mismo tiempo, regocijo para su pluma.

La consideración de estos escritos como periodísticos exige algunas acotaciones. A veces se piensa que para merecer tal calificativo basta haber incluido el texto en una publicación periódica. Invirtamos el orden del enunciado: ciertos textos pueden ser tenidos en cuenta para publicaciones periódicas porque han nacido con una dinámica, en buena medida, periodística. En el caso de El Lugareño sorprende esta suerte de disciplina mental, la cual da continuidad y sentido a las Escenas, posible por su certeza de la importancia de la prensa para el mejoramiento social.

Curioso esto de la disciplina mental: allí ubica el teórico español José Luis Martínez Albertos una de las peculiaridades del trabajo periodístico, peculiaridad que permite calificar a unos determinados textos como periodísticos y a ciertos autores como periodistas. En El Lugareño el asunto ha de ser examinado en un radio aún mayor, cercano al mejor costumbrismo cubano. Mas no nos dejemos confundir por el apelativo de la colección publicada en la Gaceta de Puerto Príncipe, en sus números correspondientes desde el 16 de junio de 1838, cuando vio la luz pública el primero de ellos, hasta el número 26, aparecido el 2 de junio de 1840. Hay mucho de costumbrismo, es cierto, aunque no todo es costumbrismo. Vayamos por partes.

Ya en el siglo XIX la prensa motivaba reflexiones en torno a su utilidad y a su influencia. Para algunos, dígase Alexis de Tocqueville, la prensa es útil por los males que evita; para otros, entre ellos Domingo F. Sarmiento, es lo que el foro en la antigüedad. En su opinión, gracias al diarismo, el genio “tiene por patria al mundo” y sus testigos son la “humanidad civilizada”; Manuel González Prada, a su vez, vio lo paradójico de su misión: única nutrición cerebral “para la multitud que no puede o que no quiere alimentarse con el libro”, pues “donde no logra penetrar el volumen se desliza suavemente la hoja”(1), Otras muchas opiniones podrían ser traídas a colación, las cuales, con nuevas vestiduras, continúan en buena parte de los debates actuales a propósito de los medios de comunicación.

J. Herbert Altschull, en De Milton a Mc Luhan. Las ideas detrás del periodismo estadounidense, un libro iluminador, examina la cercanía de muchas ideologías profesionales de la naciente ocupación con los postulados de los grandes pensadores de la modernidad. Sucede que el periodismo se nos desdibuja y pierde su fisonomía, audaz y controvertida, si es desligado de la modernidad, de las posibilidades brindadas por la celeridad de las transformaciones económicas y sociales gestadas por los nuevos tiempos, dígase la invención de la imprenta, suerte de parteaguas donde muchos sitúan el inicio de la modernidad, el abaratamiento en la producción del papel, el surgimiento del ferrocarril y, andando el siglo, el surgimiento de una red cablegráfica mundial, germen de la siempre expectante sensación de ubicuidad. Pero, al mismo tiempo, la prensa deviene poderoso motor impulsor de la modernización.

El uso del término periodista aplicado a El Lugareño puede despertar ciertas sospechas: no ha de ser asociado su nombre con el surgimiento del periodismo-empresa, momento, por ejemplo, vivido por José Martí en Nueva York, y por Julián del Casal en La Habana. Los procesos percibidos por ambos son la génesis de las asombrosas transformaciones contemporáneas en la escena mediática, dígase las coberturas en tiempo real, la escenificación de los conflictos, las bitácoras personales, la llamada blogosfera y las posibilidades para la interacción entre autores y lectores, por solo citar algunas. Varias páginas suyas, referidas a las problemáticas de la prensa, resultan, por tanto, una suerte de oráculo del cada vez más ambiguo estatus del escritor en la modernidad, del controvertido devenir de una profesión muy moderna -impensable fuera de tal ámbito- e, incluso, de su crisis. Hoy, por ejemplo, se reconoce la existencia de un cambio de era, asentado, querámoslo o no, en las transformaciones de los paradigmas y rutinas profesionales de los periodistas.

Paradigmas y rutinas de la profesión, obviamente, distantes aún de ser norma corriente en la época de El Lugareño; aunque, en aras de retomar la noción misma de la disciplina mental, debemos reconocer en don Gaspar una acendrada vocación estilística, y, sobre todo, una tempranísima comprensión de las demandas y peculiaridades de la escritura para la prensa periódica, lo cual, me atrevo a asegurar, hace sus Escenas… vitales y actuantes aun hoy. El civismo es, acaso, su primera virtud. Estos textos son una suerte de extensión de la labor de mejoramiento social emprendida por su autor: tal parece que, desde su perspectiva, aquella está incompleta sin este sacudimiento llegado desde las páginas de la Gaceta.

La elección del seudónimo establece un vínculo entrañable con la comunidad de lectores. No puedo detenerme en las tremendas implicaciones de ese gesto, aparentemente coqueto, del escritor que, al nombrarse a sí mismo, oculta su apelativo real, ardid siempre lleno de resonancias. Betancourt Cisneros lo sabía, por eso aclara su más ferviente anhelo: “[…] Quiero que al leer El Lugareño entiendan que habla un lugareño.”(2)  Acto seguido vuelve a ser enfático: “[…] he tomado el nombre, el aire y apostura de El Lugareño para que en mí se os antoje el tímido lugareño, el inocente lugareño, que bien podré serlo; pero si acechare la hermosa flor del Camagüey, y sorbiere en su cáliz la rica almíbar, y fabricare un panal, ¿qué daño hay en esto? Coméos [sic.] el panal, buen provecho os haga”(3).

Es frecuente, por tanto, la interpelación al lector, forma de simular esa silente conversación que debe obrar cual sacudida electrizante:
En efecto, lectores míos, la cosa se está poniendo en este mundo tan positiva, que de nada se hará caso como no valga o traiga dinero. Abrid bien los ojos y los oídos, para que mi ESCENA positiva no sea como otras muchas, sermón en desierto, y mi habladora lengua no se lamente de haber hablado con los que tenían ojos y no vieron, oídos y no oyeron. Yo sé que mejor me oiríais si os regalase el oído con el sonoro tintín de los doblones. […](4)
Pero os regalaré con ideas en plata y plata en ideas, que valen más que otras locuras de que solemos atestaros las Gacetas.


Todo ello como preludio para una disertación sobre economía política, pues este articulista sabía muy bien cuanto se traía entre manos:
El pueblo no lee las obras de los economistas ni concurre a las cátedras. La Economía Política es la ciencia que trata de las riquezas de los pueblos: el pueblo debe iniciarse a lo menos en los principios que le sirven de base. El público asiste a las cátedras y aprende en los libros; el pueblo asiste a los talleres y aprende en las Gacetas. El catedrático siembra en un jardín abonado; el escritor de costumbres, en campo virgen, cual oficioso montero que riega semillas útiles en los saos y sabanas para que mejoren los pastos. El profesor aclimatará la canela y el añil; yo multiplicaré la zúrbana y el cañamazo. Aquél sobre las alas de la ciencia derramará su luz sobre la sociedad; yo, mano a mano con las costumbres ciegas, le pondré el pueblo en camino. El uno hablando el idioma de los sabios y yo el del pueblo, nos encontraremos en el punto convenido, la utilidad general a donde deben dirigirse las grandes masas de la sociedad; porque sea dicho sin embozo: sin público ilustrado no hay pueblo feliz, y sin un pueblo sensato no hay público tranquilo.
 ..................................................................................................
¿Qué cosa es moneda? ¡Anjá! ¡Vaya una pregunta tonta!, dirá el muchachito que salía para la plaza, cuando le dieron la Gaceta, a comprar una vela de maíz pelado y un huevo de calabaza. […](5)
He citado el fragmento en toda su extensión, pues introduce dos asuntos fascinantes. El primero, la distinción entre pueblo y público, atribuyendo al segundo no ya una determinada instrucción: se trata más bien de una vocación: gracias a la labor de la prensa, importante elemento entre otros tendentes al progreso cultural, el pueblo devendría, también, público. Maravilla tan temprana noción sobre el asunto: el interés por la educación se extiende a la imprenta, pues ambas forman parte de un coherente deseo de mejoramiento. Mas el asunto era bien complejo: está en juego, además, la supervivencia de las publicaciones.
[…]. La imprenta a duras penas puede sostener dos Gacetas a la semana; los billares prosperan en todos los días del año, patrocinados por el público, […] cualquier hombre ilustrado puede pedirle la Gaceta a su zapatero, y satisface su conciencia con devolvérsela. Los ricos se cuidan poco de los negocios locales, nacionales o extranjeros; los de mediana fortuna harto hacen con juntar dinero para pasar a ricos; los pobres, o no saben leer, o no se llenan la barriga con letras o pensamientos”(6).
Otro aspecto hace suponer una genuina estrategia autoral -¿periodística acaso?-: la elección del léxico. Hablar el idioma del pueblo: una y otra vez el autor nos sorprende con palabras muy propias de esta región, con sabrosos giros y modismos picantes. De zumbón se ha calificado su estilo, esa prosa irreverente y fresca, aunque muy bien pensada y adecuada al fin último de las Escenas. Abramos un nuevo paréntesis: el lenguaje sigue siendo aspecto filoso en los debates en torno a la redacción periodística: quienes lo hemos ejercido podemos dar testimonio de fervientes discusiones entre los defensores a ultranza del congelado molde que es siempre un diccionario y los favorecedores de la utilización de un registro más vivo, que sin ser vulgarizador acerque el texto a la lengua viva. No creo necesario aclarar entre quienes me encuentro.

La imagen de la mujer bien merecería un texto aparte, y tanto como sus ideas sobre la educación del bello sexo, la coquetería de ciertos textos dedicados a este sector del público, y la equiparación de la musa con una mujer voluble y esquiva. Esa queja frecuente en quienes, por obligación -demandas del oficio, según Casal- debemos llenar cuartillas -queja de elevadas cotas en Martí(7)-, ya estaba presente en este hombre, quien había contraído consigo mismo el compromiso de la puntual entrega de sus textos a la prensa:
Hace media hora que te he invocado, Crítica inocente, para que me des el tema de esta ESCENA. ¡Mujer al fin, voluble e ingrata! Tal vez entretenida en el gabinete de algún grave literato, le inspiras el juicio crítico de algún sistema de los muchos que aborta el entendimiento humano en esta época venturosa de emancipación mental; y a mí me dejas, cual montero descarriado en tenebrosa noche sin poder columbrar la vereda que pudiera sacarle a camino conocido(8)
El texto es a propósito de lo no escrito. Juego sutil, en el cual se dice sin decir, acaso uno de los más atrevidos desde el punto de vista formal y también de los más cáusticos respecto a ciertos espacios urbanos y los comportamientos asociados a ellos: un billar, una escribanía, una taberna, el “estrecho y fementido callejón de…”, una mesa de juego, una gallería… Ni siquiera el San Juan puede ser asunto de esta crónica fechada el 23 de junio de 1838: “[...]. Aguardaré que pase toda la feria para decidir si han retrogradado a los tiempos bárbaros, o permanecen fieles a la comunidad de los hijos del siglo, alistados bajo las banderas del progreso. El triunfo de la opinión es el más glorioso de los triunfos y no puede escribirse sin inspiración olímpica”(9). Poner en escena, expresión repetida en varias ocasiones, significa, amén del mero hecho de escribir sobre algo, la certeza de la alta referencialidad de lo expuesto respeto a la realidad. Solo así siente el autor protegida la verdad, su pretensión más alta:
La verdad es una, es universal, es hija de Dios, como Él es espiritual, eterna, indestructible. No puede ocultarse; más fácil sería echarle un techo a la tierra para evitar que la fecundasen los rayos del sol. La verdad ha de resplandecer, ha de triunfar, ha de producir la justicia, la utilidad, la razón universal. […]. Ocultar la verdad es obstruir los medios de Dios para perfeccionar la inteligencia humana. Esto es impío a la par que insensato, porque la verdad ha de aparecer en despecho del hombre. Estoy resuelto: diré la verdad; sostendré los principios; atacaré las costumbres y respetaré a los hombres. [...].(10).
Esta profesión de fe lo acerca a una de las primeras consideraciones esgrimidas, fundamentalmente en Estados Unidos, a propósito de la labor periodística y su defensa de la verdad, supuesto que andando el tiempo conduciría al mito de la objetividad periodística y a la hipotética anulación de la distancia entre la noticia y el hecho referido, seguridad, para los lectores, de que no se les ha pasado gato por liebre.

En otro texto vuelve El Lugareño a decir sin decir. La lógica impaciencia por obras de lento avance marca un párrafo entrecortado, donde pueden ser supuestos los gestos del dicharachero autor, y algo aún más trascendental, la complicidad con sus destinatarios: “[...]. Otro proyecto adelanta mucho, la Plaza de Recreo. Ya se están cavando los cimientos, parte de los materiales están acopiados, las verjas listas; pero… pero…. ¡eh!... ¡ah!... ¡oh!... pues… se me atora… el patriotismo… Sí… la civilización… ya… nada… atorado se queda y no me lo sacan ni con garabato”(11). Este párrafo participa, probablemente, de un inteligente juego, sino con la censura, al menos con las conveniencias, las cuales, consensuadas y asumidas, a veces como una suerte de segunda piel, hacen factible -o no- la elección de ciertos tópicos. La censura y sus mecanismos, digamos de pasada, no bastan para la comprensión de un tema tan álgido como la agenda de los medios, término actual, aparente despropósito referido a la prensa del siglo XIX. Alejémonos, sin embargo, de la ingenuidad de creer que aunque no fuera enfocado así el asunto, los periódicos no tenían bien claras sus agendas. El texto de El Lugareño -he ahí su ganancia mayor- subvierte y usa a su favor cualquier restricción, estrategia empleada una y otra vez por muchos de nuestros articulistas frente a los una y otra vez adormilados censores.

Las Escenas… deben obrar en el cuerpo social cual los cáusticos en el humano. Así se refiere a ellas su autor, quien de rato en rato pasa revista a lo escrito no con el ánimo de solazarse con sus hallazgos formales: busca la comprobación de lo hecho en la ciudad como resultado de la labor aleccionadora de la prensa, pues “[…]. Si un pueblo abusa de la imprenta es loco; si no usa de ella, el médico dirá lo que es”(12).

Esta última oración, junto a otras expresiones ya vistas y la concepción misma de las Escenas…, permite apreciar en Gaspar Betancourt Cisneros un pensamiento profundo a propósito de la prensa, vista hasta ahora como aliada. Mas no nos engañemos: este precavido ciudadano supo lo nefasto del exceso. ¿Qué sería abusar de la imprenta? Tal vez la clave radique en algo de lo ya visto, en esa profesión de fe, esa combinación ejemplar nacida de decir la verdad, sostener los principios, atacar las costumbres y, sobre todo, respetar a los hombres; combinación todavía deseable y posible para el periodismo contemporáneo, tan desquiciado en sus paradigmas éticos y estéticos.







--------------------------------------------------
  1. “Nuestro periodismo”, en Horas de lucha. Callao. Tip. Lux, 1924, p.133 apud. Julio Ramos: Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. Caracas. Fundación Editorial El perro y la rana, 2009, p.193.
  2. Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño: Escenas cotidianas, La Habana. Publicaciones del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, 1950, p.225.
  3. Ibíd., p. 226.
  4. Ibíd., p. 119.
  5. Ibíd., pp. 120-121.
  6. Ibíd., pp. 89-90.
  7. “El escritor diario no puede pretender ser sublime. [...] Para el que no es dueño de sí, y no puede esperar la hora, ha de aprovecharla, si le sorprende, pero no ha de forzarla. - Que la inspiración es dama, que huye de quien la busca; el escritor diario, que puede ser sublime a las veces, ha de contentarse con ser agradable” José Martí Pérez: “Cuadernos de apuntes 9” en Obras completas, La Habana. Editorial de Ciencias Sociales, 1975, vol.21, p.254.
  8. Ibíd., p. 39.
  9. Ibíd., p.41.
  10. Ibíd., p. 111.
  11. Ibíd., 111. El proyecto en ejecución contenía elementos de una propuesta presentada por el Lugareño ( V. Marcos Tamames en De la Plaza de Armas al parque Agramonte. Iconografía, símbolos y significados, Camagüey, Ed. Ácana, 2003). Nótese, en el párrafo citado, la distancia respecto a este particular que establece el autor. Si bien el proyecto no es exactamente el suyo, prima en su forma de asumir el asunto el deseo de examinar las transformaciones en la ciudad en virtud de su utilidad y no por las implicaciones personales en su ejecución, suerte de desdoblamiento que entraña, según me aventuro a asegurar, una particular vocación ya, en buena medida, periodística.
  12. Ibíd., p. 109.



------------------------
María Antonia Borroto Trujillo: Periodista. Dra. en Ciencias de la Comunicación. Autora de los libros La novia de MartíLectura en dos orillasImagen múltiple de la ciudad: tres cronistas miran La HabanaPalpitación de lo diario: un costumbrista llamado José Martí, Páginas volanderas, El escritor y la bibliotecaria y Julián del Casal: modernidad y periodismo (Mención Casa de las Américas en 2014.  Editorial Oriente, 2016).
Actualmente se desempeña como profesora en la Universidad de las Artes, ISA, filial Camagüey.

Sunday, May 12, 2019

A Julieta Arango. En el día de las madres (por Adriana Loredo)

Nota del blog: Crónica escrita por Adriana Loredo y dedicada a Julieta Arango, "maestra de Kindergarten, fundadora del Hospital Infantil San Juan de Dios". Fue publicada en la revista Bohemia el 4 de mayo de 1952, e incluida en su libro Arroz con mango (La Habana, 1952).

Agradezco a María Antonio Borroto la publicación de este texto en el blog, que forma parte de su próximo libro Adriana Loredo: páginas muy bien condimentadas en el que estudia y compila buena parte de las crónicas de esta autora.

 
 
 

 En el día de las madres

por Adriana Loredo

Si a semejanza de lo que se acostumbra en los Estados Unidos, donde cada año se honra a las buenas madres en la persona de una que haya sabido serlo en grado superlativo, nosotros concediéramos algún título, alguna condecoración, algún honor a la mujer que haya más que otra afinado en virtud el instinto de la maternidad, mucho me temo que tendríamos que concedérselo, antes que a ninguna otra de nuestros contemporáneas, a una maestra camagüeyana que no ha tenido hijos: la señorita Julieta Arango.

Julieta es maestra de kindergarten. También es una Arango, de los que acompañaron a Agramonte en la manigua: dos tíos suyos estuvieron en el rescate de Sanguily. A esos títulos de nobleza, —en lo humano hay también categoría, y aún estoy por creer que más verdaderas que las sociales—, añade el de saber soñar. Cuando un día entre los días se vio con la presidencia del Patronato de la Sala Luaces entre las manos, soñó en ampliarla, convirtiéndola en todo un Hospital Infantil. Ya era mucho atrevimiento el de aquellas maestras de Instrucción Pública que con sus míseros recursos en dinero, tiempo y energías mantenían para la niñez camagüeyana un oasis salvador en medio del desierto del abandono oficial (y privado); Julieta, sin embargo, estimó que podían hacer más. Logró, no sé cómo, convencerlas de acometer la locura de reconstruir y equipar y echar a andar, en función de Hospital Infantil, el de San Juan de Dios, edificado allá por el mil setecientos y a la sazón albergue de indigentes. El techo estaba hundido en más de un punto, las paredes llenas de huecos abiertos por los buscadores de tesoros, en ruina y abandonado todo. Naturalmente, el Gobierno se lo cedió, —y muy contento de poder hacerlo,— acompañando tan generosa acción con la dádiva de cinco mil pesos para iniciar las obras. Las obras, en efecto se iniciaron,— y se continuaron, día tras día, año tras año, hasta que al fin, este 28 de enero, Julieta Arango honró la memoria del Apóstol echando a andar "su" hospital.

A ese acto yo no pude ir, ya no recuerdo por qué. Bien es verdad que no lo deploré mucho: eso de ir a ver abrir dos salas solamente de las seis espléndidamente equipadas no era cosa que me atrajera. Pero hubiera ido, de haberme sido posible. Por Julieta. Julieta, que se había pasado lo mejor de su vida reuniendo centavo a centavo y ladrillo a ladrillo cuanto hizo falta para que ese momento fuera posible (y en toda su magnitud, que no menguado y disminuido y pidiendo perdón), estaba muy contenta porque al fin había logrado (en vísperas de elecciones) que el Ministro de Salubridad le incluyera el San Juan de Dios en el presupuesto de ese Ministerio, aunque fuera con la ridícula consignación de mil pesos mensuales, ampliada luego por la Primera Dama, Sra. Mary Tarrero de Prío, con otra de cuatro mil a cuenta de la Corporación Nacional de Asistencia Pública. ¿Qué son cinco mil pesos para el funcionamiento de un hospital infantil? Tan poca cosa, que apenas si alcanzaron para la sala de lactantes y la de medicina general, —ya estaba andando a toda su capacidad la Consulta Externa, y el Servicio Dental, y el de Radiografía, y la Farmacia... Para esa miseria, ¿tanto pregón y tanto discurso? Era para indignarse.

Eso pensaba yo; pero Julieta tiene otra manera de ver las cosas. Julieta no piensa en términos de ciudadana, sino en lenguaje de madre. Dos salas abiertas, aunque por falta de numerario se le queden cuatro cerradas, significan cuarenta camas para sus niños. Después, Dios dirá, —y si no Dios, entonces cualquiera. Ella sabe cómo se hizo lo que está hecho, y por lo tanto tiene fe en la humanidad: allí en el San Juan de Dios los techos tienen por vigas caobas donadas por los centrales azucareros, y hay salas equipadas en memoria de seres queridos por gente de dinero, y la ropa de cama está bordada como para cunas de príncipes por manos de escolares cubanas, y el cemento se amasó muchas veces con el sudor de obreros que no quisieron cobrar por su trabajo. ¿Por qué entonces negarle al futuro un crédito de esperanza?

Cuánta razón le asiste, lo vi yo cuando fui a almorzar con ella, a lo que hubiere y sin avisar, —yo entro y salgo del San Juan de Dios como Pedro por su casa—, un día cualquiera de este pasado mes de abril. Había ido a dar dos demostraciones de cocina moderna en el Camagüey Tennis Club; dadas, fui a ver a Julieta, y a conocer a "sus" monjitas, que aún no las conocía, y a saludar a Celia y a Loreto y a Blanquita y a Virginia...y a todas las demás almas de Dios que se ganan el pan (o parte de él) trabajando con ella.

Casanova, que por allí casualmente andaba con su cámara, nos quiso regalar un recuerdo de aquel día, —y en efecto, nos siguió a las salas donde ya estaban comiendo los niños, con los resultados que pueden verse en esta página. Después, bajé a almorzar; y cuando Julieta me dejó para ir a dar sus clases a los enfermitos que pueden levantarse, me fui a dar vueltas por ahí, a ver cómo era posible lo que estaba viendo.

Pronto lo averigüé. En la farmacia, Virginia Luarca me confesó que solamente estaban comprando los antibióticos; lo demás (y está muy bien surtida esa farmacia) lo dan "los laboratorios". ¿Todo? Todo. ¿Incluyendo alimentos? Incluyéndolos. Pero, ¿qué laboratorios son esos, tan generosos? Bueno, pues… Abbott, la Compañía Nacional de Alimentos, Lederle, Andromaco, Veter, Kuba, Vieta Plasencia, Henry le Bienvenu, Lilly, Classic, Lex, Parke and Davis, Mead, Johnson, La Pasiega, Wyeth, Duagué, Instituto Bioquímico de Cuba, Antal, Warner, Standard Pharmaceutical Company… Mira, apunta los nombres, que están en los frascos de sus productos… Pero eran muchos, y renuncié a la tarea.

En cambio, no hay rebotica, y las fórmulas debe hacerlas Virginia ahí mismo donde despacha, con mil trabajos. No hay una empleada para el tarjetero. No hay... nada más que lo que puede aportar la iniciativa privada. (Celia Fernández, de noche conserje de escuela pública y de día costurera del San Juan de Dios, llega con el café, oye los rezagos de nuestra conversación, y apunta su queja: el Hospital no posee una máquina de coser, se están remediando con dos prestadas, y temblando de pensar que cualquier día puedan pedírselas).

Loreto, la archivera (sin archivo) y oficinista (sin máquina de escribir: también es prestada la reliquia histórica en que despacha la correspondencia) se acerca, preguntando por Julieta; parece que el Dr. "Lilo" de la Torre la está buscando para algo importante...

¡Y tan importante! Cuando Julieta llega escapada un momento de su clase allá arriba, nos enteramos. El Dr. Sterling V. Mead, profesor de la Washington University, venía a Cuba, —a Camagüey y quizás luego a Santiago—, y se trataba...

Pero antes, quizás convenga decir quién es ese doctor de la Washington University.

Sterling V. Mead está considerado como uno de los cinco mejores cirujanos orales del mundo. (Cirugía oral: labio leporino, fisura palatina, fractura del maxilar, etc.). Es un hombre rico, que en la Florida tiene una granja de orquídeas. En su profesión trabaja tres meses y descansa uno, —aunque hay que reconocer que tiene acerca del descanso ideas peregrinas, como lo demuestra que viene a Camagüey a emplear parte de sus vacaciones en realizar unas cuantas operaciones, escogidas para él por sus amigos, los cirujanos de Cuba... Y Lilo, que es hermano de Humberto de la Torre, el que trabaja de médico interno en el San Juan de Dios, se había acordado de dos muchachitos con labio leporino, dos hermanos, el varón de diez años y la niña de doce. Hace años ya que debieron ser operados, pero eran casos dificilísimos, agravados por la falta de recursos de sus padres. Y ahora, ahora que venía el Dr. Sterling V. Mead a compartir sus ratos de ocio con sus amigos y colegas y un poco discípulos cubanos, Lilo pensaba que pudiera aprovecharse la ocasión…

Pudiera, pero el salón de operaciones aún no tenía aire acondicionado, y eran muchos los médicos que deseaban en Camagüey ver trabajar a Mead. . . Bueno, pero los niños no debían perder esta oportunidad. Y además, así Mead conocería al San Juan de Dios.

Finalmente, Lilo salió a buscar a Humberto, que es novio de Esperancita de la Cueva, la lindísima hija del habanero que representa en Camagüey a la General Electric. El habanero vino a hablar con Julieta. Se firmaron papeles, se hicieron promesas para un futuro. Sin que un centavo hubiera cambiado de mano, José de la Cueva se dispuso a hacer esa misma tarde, en avión, el viaje a La Habana, a conseguir que inmediatamente se pusiera en el expreso el equipo de aire acondicionado: era el lunes 28, Mead quería operar el lunes 5 de mayo, y no sería posible a menos que el jueves primero estuviera el aparato ya en Camagüey, —pues todavía habría que instalarlo contando con la buena voluntad de obreros dispuestos a trabajar hasta el domingo, y sin cobrar extra. …

Yo no pude quedarme a ver esa jornada científica, en la que por otra parte, no tengo sino un interés muy relativo: que dos niños, en todo lo demás agraciados, reciban para sus caritas criollas el don de bocas que no inspiren espanto. Pero apunté lo que pasó, lo que vi y lo que oí, para que no se me olvidara, y contarlo luego, como ejemplo levantado ante la esperanza de todas las madres cubanas, que desde la punta de Maisí hasta el Cabo de San Antonio no tienen más que dos hospitales infantiles: el Municipal de La Habana, y el San Juan de Dios en Camagüey. Así se hacen las cosas: ¡haciéndolas! Así, como ha crecido la Sala Luaces del Hospital Civil de Camagüey, hasta convertirse en el Hospital Infantil San Juan de Dios, así pueden crecer las otras que aquí y allá se mantienen abiertas para nuestros niños gracias más a la iniciativa privada que a la acción del Estado. La de Santa Clara. La de Matanza s...

Sin embargo, estoy dudando de hacerlo, porque, a pesar de todo, la iniciativa privada no es suficiente. Ni siquiera cuando, ejercida por la esposa del jefe del estado, deja, —como recientemente hiciera por medio de la Sra. Martha Fernández de Batista—, diez mil pesos en manos del Patronato del Hospital San Juan de Dios. Diez mil pesos ahora y otros tantos el año que viene, y entre uno y otro obsequio un beneficio, una tómbola, una colecta pública y cuatro aportaciones voluntarias de mayor o menor cuantía, no bastan para que los niños de Camagüey y Oriente que de ellas necesiten puedan ir a ocupar las ochentas camitas vacías que quedan en esas cuatro salas que no se han podido abrir por falta de presupuesto... No basta la iniciativa privada; y como no basta, y dudo mucho que el gobierno, —éste u otro cualquiera—, se digne comprenderlo así, dejaré esta crónica apenas en el retrato de la más grande de las madres de Cuba republicana: la señorita Julieta Arango, maestra de Kindergarten, fundadora del Hospital Infantil San Juan de Dios. Y dejándola ahí, paso a copiar, para las amigas que vi en su casa, las recetas de golosinas que me pidieron.


(Publicado en Bohemia, 11 de mayo de 1952. Tomado de Arroz con mango, La Habana 1952, pp.197-201.)


---------------------------
María Antonia Borroto Trujillo: Periodista. Dra. en Ciencias de la Comunicación. Autora de los libros La novia de Martí, Lectura en dos orillas, Imagen múltiple de la ciudad: tres cronistas miran La Habana, Palpitación de lo diario: un costumbrista llamado José Martí, Páginas volanderas, El escritor y la bibliotecaria y Julián del Casal: modernidad y periodismo (Mención Casa de las Américas en 2014.  Editorial Oriente, 2016).
Actualmente se desempeña como profesora en la Universidad de las Artes, ISA, filial Camagüey.

-----------------------------------
ver en el blog
Adriana Loredo visita Camagüey (por María Antonia Borroto)

Thursday, February 14, 2019

"Para no separarnos nunca más": Cartas de Ignacio Agramonte a Amalia Simoni (por María Antonia Borroto Trujillo)

Editorial Abril 2009
--------------------------------


por María Antonia Borroto Trujillo
Texto publicado originalmente en
 Páginas volanderas. Camagüey, Editorial Ácana, 2009, pp.74-77.
Aparece en el blog por cortesía de la autora.



Mientras te escribo estos renglones oigo un piano que tocan en una de las casas vecinas. ¡Cómo me hacer recordar a mi paloma arrulladora! Oír un piano y no oír tu voz, y no poderte pedir que cantes, y pensar que estás lejos. ¡Qué tormento, Amalia mía!
 La expresión se repetirá una y otra vez en un epistolario del que cuesta hablar con la voz de la razón. No puede evitar el lector —al menos es mi experiencia— sentir cierto temblor al tocar este libro, imprescindible —y uso el adjetivo, aparentemente desmedido, sin que me tiemble la mano—, este libro imprescindible, decía, para entendernos y asumirnos de una manera más cabal y entrañable.

Parece cosa de locos que un epistolario amoroso, lleno de quejidos, arrumacos y sin alardes de virtuosismo literario, pueda significar tanto para un pueblo. Es así, creo, en todo epistolario, si bien privado, que pueda permitirnos sentir el palpitar de una época y sus acontecimientos en el común de los mortales. Y, en particular, sentir la percepción que de tales hechos tuvieron sus contemporáneos. Elda Cento anduvo ese camino al publicar, junto a Gustavo Sed Nieves, las cartas de Consuelo Álvarez de la Vega, una joven de la que, por supuesto, no hablan los libros de Historia.

Ya es ciencia constituida la importancia de tales acercamientos a la cotidianidad, a la vida del ser tenido por común y corriente. Nadie, por supuesto, es común y corriente. Y los protagonistas de Para no separarnos nunca más, a quienes aún podemos sentir temblar y padecer, amar y renacer en estas páginas, son seres excepcionales. Mas no basta ello para convertir en excepcionales estas cartas.

“¡Qué tormento, Amalia mía!” La frase hiere como un cuchillo. Está escrita cuando aún era la paz, cuando Amalia era la novia lejana y el abogado, joven, elegante, hermoso varón, ejercía en la capital. La frase se repetirá una y otra vez, tanto que estas primeras cartas parecen una premonición. La pareja apenas estuvo junta si por tal entendemos la convivencia. Sin embargo, se sienten tan cercanos entre sí... Porque no es este el solo epistolario de amor, o lo es, aunque con esos sutiles y cambiantes rostros y formas del amor. Amar intensamente, amar mucho, no es amar a muchos: puede un único amor llevar consigo el fuego y la diversidad que nunca tendrán mil relaciones baldías. Pobre época la nuestra si ha olvidado algo tan esencial, pobre de nosotros —lo pienso una y otra vez al tener cerca a Ignacio y Amalia— si ya no sentimos así o si por pudor, callamos lo que sentimos. Tremenda pobreza la nuestra si tememos la desnudez en que parece dejarnos la confesión o hacemos del gesto cariñoso un alarde vacío de significado, una forma sin contenido real que expresar.

Si algo maravilla en Ignacio y Amalia es este concierto entre forma y contenido. Disculpen la intromisión de categorías que nada parecen hacer en un libro como este. Mas la belleza de la historia, su esencia, es también la de estas cartas. Las leemos con fruición porque las sabemos auténticas, porque ellos lo eran. Solo así pudieron soportar tanto. Y al leerlos se nos vuelven más grandes, de una estatura envidiable. Uno de los fundadores de la patria —atiendan los hombres que me leen— fue un marido amantísimo, un enamorado galante. Nunca sintió disminuida su estatura —ni su hombría— por el gesto cariñoso, la preocupación constante, la presencia de la novia.

Ignacio y Amalia son en estas cartas dos enamorados que se solazan en su sentimiento, que se cuentan sus acciones diarias. Y gracias a eso tenemos muchas pistas para completar nuestra visión del siglo XIX cubano. Son juguetones estos novios, inventan su lenguaje, sus palabras. Tal parece —es sensación común a los enamorados— que el idioma habitual no basta para expresar una pasión que se presiente única. Por eso hay que, junto con el amor, reinventar el idioma, desafiarlo, torcerlo si es preciso. Ya lo advirtió Cintio Vitier al comentar el excepcional epistolario de Juana Borrero a Carlos Pío Urbach. En tal caso, se trataba de dos poetas de fina sensibilidad, dados al ejercicio de la literatura. Hasta Juana evitó algunas comas exigidas por la sintaxis. Pero, recordémoslo, la sintaxis suele ser demasiado racional. ¿Qué coma puede evitar ciertas estampidas con el aspecto de una catarata, o qué remanso de paz necesita de puntos? No quiero con ello decir que carezcan estas cartas, las de Ignacio a Amalia, de una adecuada redacción, sino que hay en ellas momentos en que el pensamiento apenas puede ser ordenado: no confundamos la incorrección con el vértigo, con el salto mortal que es toda epístola de esta naturaleza.

Solo se conservan las cartas de él, 123 en total, publicadas por primera vez íntegramente en este libro, once inéditas o muy poco conocidas, debidamente ordenadas y anotadas —cosa que debemos agradecer, pues la historia se nos hace inteligible— y algo aún más valioso, cotejadas con sus originales. Que solo se conserven las cartas de él es una circunstancia particularmente tremenda. Ni en la posteridad hemos podido tener, juntas, las tantas evidencias, las tantas formas de ser, de este amor. Solo tenemos de Amalia una misiva escrita diez días antes del 11 de mayo fatal.
 Zambrana dice que con pesar cree “que no verás el fin de la revolución”. Estas palabras de Zambrana recién llegado del campo de Cuba, no sé como no me han hecho perder la razón.

Ah! tú no piensas mucho en tu Amalia, ni en nuestros dos ángeles queridos, cuando tan poco cuidas una vida que me es necesaria, y que debes también tratar de conservar para las dos inocentes criaturas que aún no conocen a su padre.

Yo te ruego, Ignacio idolatrado, por ellos, por tu madre y también por tu angustiada Amalia, que no te batas con esa desesperación que me hace creer que ya no te interesa la vida. ¿No me amas?

Además, por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto. Por Cuba, Ignacio mío, por ella también te ruego que te cuides más.
Sobran los comentarios. Cuánta humildad la de esta mujer, cuánta sabiduría y tino al evaluar, incluso, la importancia de su Ignacio para la patria. Sobran también mis comentarios que nada tienen que ver con la crítica literaria, o que sí, tienen que ver con la crítica literaria solo si asumimos la literatura como una experiencia vital y no meramente intelectual. Tal es el caso de este epistolario, imprescindible para conocer a sus protagonistas y al siglo XIX en su sensibilidad, eso que a veces la escritura de la Historia suele escamotearnos. Imprescindible también para aprender a vivir el amor.

Gracias, por tanto, a la casa editora Abril, gracias sobre todo a Elda Cento Gómez, Roberto Pérez Rivero y José María Camero Álvarez y a las tantas personas que a lo largo de los años aportaron lo suyo para que este empeño fuera posible.

Composición fotográfica
  realizada en1872, por encargo de Amalia


-------------------------------------------

María Antonia Borroto Trujillo
 Páginas volanderas. Camagüey, Editorial Ácana, 2009

Monday, October 29, 2018

Ana en sombras (por María Antonia Borroto)


“Que nadie se atreva a decir que nada ha dicho de nuevo; la disposición de las materias es nueva. Cuando se juega a la pelota, una misma pelota sirve para el juego de éste y de aquél; pero éste la coloca mejor”. Tales opiniones de Blas Pascal nos curan de antemano de esa fatua pretensión de juzgar las cosas usando como rasero su supuesta originalidad. La mención del juego también me parece admirable como metáfora de la creación. Al equipararla con el juego, no se ignora la seriedad de tal acto, más bien todo lo contrario: pocas personas lucen tan serias como los niños cuando juegan y hasta nosotros, adultos y sofisticados, nos concentramos como si en ello nos fuera la vida cuando ensayamos una inocente batalla en el tablero de ajedrez o nos ha salido mala una mano en la brisca.

Tales opiniones de Pascal también me vienen como anillo al dedo para intentar una aproximación al libro Ana en sombras, de Olga María Romero Mestas, volumen que a ratos parece autodevorarse: se trata de un ejercicio que toma en cuenta, junto a la fabulación, la reflexión sobre el propio acto de creación. Deviene, por tanto, un juego de espejos en que las historias se reflejan con las variaciones de las lentas cóncavas y convexas. Muchas veces olvidamos, en nuestros análisis sobre las relaciones entre el arte y la vida, que el arte deviene una realidad en ocasiones angustiosa, y que su reflejo de esa otra cosa que llamamos la realidad nunca es milimétrico. Esto que, parece una perogrullada, es esencial para entender el libro de Olga.

Si lo contado deviene realidad, debe existir, por tanto, una suerte de segundo plano —tal vez primero, según como se mire— donde examinar esa nueva entidad. Parece un juego de palabras, mas si el signo artístico es autorreflexivo, que no otra cosa quiere decir esa eterna paradoja que es la imposibilidad de apreciar por separado el contenido de la forma, una obra así concebida gana en artisticidad. Ya no se trata de convencernos de una ficción, sino de ensayar los propios mecanismos creadores de ficciones, innatos, en buena ley, y de los cuales solo podemos tener atisbos, nunca la certeza cabal. Porque el asunto siempre habrá de ser de fuerte raíz ontológica: definir nuestra esencia creadora, nuestro afán de perpetuación en una obra propia, es definir lo humano.

Por eso me entusiasma tanto el libro de Olga. Todos los que alguna vez hemos escrito algo que parece tener autonomía respecto a la vida, gustamos de pensar y hasta repensar las máscaras que disfrazan la vida y que, paradójicamente, nos la devuelven en un contacto más esencial. De eso se trata: no renunciar a ella, sino de llegarle por otras vías, por otras esencias.

El género epistolar, marginal si se quiere, deviene por tanto estrategia para una confesión de distinta naturaleza y para repensar los fragmentos propiamente narrativos. Pero si ello es así en la primera sección de Ana en sombras, la propia existencia de lo epistolar habrá de ser mirada luego con los instrumentos de la crítica literaria: no ya las menudas esquelas, tan típicas en las residencias estudiantiles y en la amistad, sino otras misivas que forman parte del patrimonio de la humanidad, bien por la excepcionalidad de sus corresponsales o de sus circunstancias: cartas privadas que, como bien dice la autora, forman parte de la urdimbre de la historia.

Olga puede imaginar sus probables respuestas. Se invierte el proceso, se completa la creación y el juego, expresión de una doble naturaleza, resulta perfecto. Imposta la voz y la actitud, se imagina en lugar del otro, es el otro por excelencia. Recuerdo haber escuchado la lectura de tales fragmentos. Aislados de su contexto —del círculo mágico del juego— no pasaban de ser un gesto risueño y una muestra de pericia literaria: es que su gracia radica precisamente en lo irreverente y al mismo tiempo respetuoso de esta doble mirada a lo epistolar. No pueden, por tanto, aislarse de estas, sus otras intenciones: no pueden desligarse del libro y su sentido.

Ana en sombras, por tanto, sugiere como ha de ser leído, cuál ha de ser nuestra actitud respecto a él. La autora es quizás más despótica aún que aquellos que fingen darle libertades al lector. Aquí nuestra única libertad es aceptar o no el juego, el descubrimiento de la imbricación de las historias y la existencia de otras voces que retoman y reinventan lo ya escrito.

Los cuentos breves me resultaron los más disfrutables por su admirable sentido de lo exacto. Todo es preciso, medido: son puras y simples narraciones, fábulas completas en sí mismas, sin comentarios apenas del narrador, que una vez más enfatizan que el menudo y sincero acto de contar pertenece a la esencia de lo humano.

Por eso saludo esta entrega de la Editorial Ácana, libro de gran sinceridad y fineza, de urdimbre precisa y armoniosa, culto y atrevido —como su autora—, que nos muestra que la escritura es siempre un devorarse a sí mismo y a la escritura, la propia y la de los otros.



------------
Ver textos anteriores de María Antonia Borroto, en el blog



--------------------------- 
María Antonia Borroto Trujillo: Periodista. Dra. en Ciencias de la Comunicación. Autora de los libros La novia de MartíLectura en dos orillasImagen múltiple de la ciudad: tres cronistas miran La HabanaPalpitación de lo diario: un costumbrista llamado José Martí, Páginas volanderas, El escritor y la bibliotecaria y Julián del Casal: modernidad y periodismo (Mención Casa de las Américas en 2014.  Editorial Oriente, 2016).
Actualmente se desempeña como profesora en la Universidad de las Artes, ISA, filial Camagüey.

Friday, March 2, 2018

Polvo de alas: entre el ser y el deber ser (por María Antonia Borroto Trujillo)

 en Amazon
---------------------------

Las entrevistas se suelen calificar en dos grandes grupos, de personalidad o de opinión. Así dicen los manuales de periodismo, mas ellos, siempre reductores, no podrían dar cuenta de un libro como Polvo de alas. El guión cinematográfico en Cuba, de Oneyda González, facturado por la editorial Oriente en 2009. No podrían, pues casi siempre, cuando se conversa con intelectuales fuertemente comprometidos, aun cuando el asunto no sea su vida, esta termina por ser iluminada. La relación no es siempre desde la vida a la obra, sino lo contrario: no en balde Juan Ramón Jiménez denominó “trabajo gustoso” la labor del artista. Trabajo que no lo es, que al dar sentido a la vida o al ser uno de los sentidos de la vida, es la propia vida.

Hacer un libro de entrevistas es faena complicada e ingrata. Uno, en tanto entrevistador, debe desaparecer, o para decirlo mejor: si se ha elegido tal género es por una certidumbre previa y primordial: se ha creído que lo de veras valioso es mostrar, con la mayor transparencia posible, la voz de las personas reunidas. Mas, ¿cómo renunciar a la realidad del punto de vista personal? En primer lugar, no hay tal transparencia, aun cuando se sea fiel a las palabras de los encuestados, siempre han sido abordados, mirados, interrogados, desde una peculiar perspectiva; por eso toda entrevista tiene un autor, y ese es el entrevistador.

Por eso Oneyda no se enmascara: el protagonismo de sus interlocutores debe ser asegurado con preguntas inteligentes o, tanto como preguntas, afirmaciones que los hagan pensar y cuya respuesta no sea el sí o el no, o, un sí o un no debidamente razonados. Tanto como preguntarles, los provoca. No ha sido elaborado un único cuestionario: cada entrevista es irrepetible en virtud no ya de las respuestas, sino desde las preguntas, concebidas a propósito de cada entrevistado, pensadas desde un conocimiento previo de su obra, de su personalidad y de la faceta desde la cual puede aportar más a esta obra. Sutilmente polémico, pues —he ahí quizás una de esas marcas de género que tanto se empeñan algunos en buscar y otros en borrar— no los enfrenta abiertamente, sino que uno siente y arma, por sí mismo, el ir y venir entre unas ideas y las otras, entre opiniones polarizadas y absolutas que hallan su equilibrio en otras páginas del propio libro. Oneyda me luce cual directora de orquesta. Sé que el símil no es muy feliz, pues no hay una partitura previa: cada cual se interpreta a sí mismo en el proyecto coral que es Polvo de alas, bellísima metáfora con que denomina el guión de cine, del que se ha dicho más de una vez que es Talón de Aquiles del cine cubano.

Oneyda confiesa haber escuchado tal afirmación en el Taller Nacional de Crítica Cinematográfica: la obra es deudora y continuadora, en otro plano, del espíritu dialogante del evento. Mas a ella no le bastó con las opiniones de cinco guionistas, sino que los complementa con las ideas de once directores y de cinco críticos, estos últimos con opiniones aún más razonadas pero no menos apasionadas, opiniones que se tornan valiosas también respecto a la crítica y que más que mediar entre los primeros y los segundos, apuntan aristas insospechadas. Dean Luis Reyes, por ejemplo, echa por tierra muchas de nuestras simplificadas ideas sobre los seriales y afirma el proteico modo de ser de los productos de las industrias culturales.

Confieso que una entrevista no me sedujo grandemente. No es la entrevista en sí, rectifico, sino el entrevistado. Mas la creo necesaria, incluso indispensable: ello nos da la medida de la complejidad del asunto, de las variadas posturas con que puede ser asumido —hablo, por supuesto, de posturas vitales—, y los modos de ser del cine cubano y de quienes lo hacen. He ahí un dilema ético en el que yo misma me he visto implicada más de una vez: cuando algo de lo dicho por el entrevistado no me gusta mucho o lo siento inadecuado respecto a la imagen que de él me he forjado. Mas, ¿qué derecho tiene uno para enmendar palabras, lo que siempre es enmendar el ser que las pronuncia?

Imagino a Oneyda en situaciones análogas. Su profesionalidad se debió poner a prueba una y otra vez, y vuelvo a decirlo, su elegancia al evitar preguntas tendenciosas o que condujeran a enfrentamientos y juicios de los unos respecto a los otros. Ya eso es mérito suficiente. La honestidad y valentía es otra de sus virtudes. Hablo desde el punto de vista de la eticidad que debe acompañar a todo acto intelectual, máxime cuando otros nos hacen depositarios de sus opiniones, sueños, vivencias, desvelos e inconformidades.

Mas, ¿por qué el guión? Aquí —otro hallazgo del libro— no se examina el arte como mero arte, sino que el asunto se complejiza y adquiere carácter ontológico. Subyace en todo momento una reflexión en torno al ser mismo del arte, a su organicidad respecto a la realidad de la que es expresión, realidad que también modela y reconfigura. Menudo asunto este: no se oculta, mas bien lo contrario, que los problemas del guión no son solo problemas técnicos o de dramaturgia, sino que son, a la larga, de cariz ontológico: la elección de una historia o la otra, de unos personajes u otros, o más que elección su construcción, obedece a razones muy profundas y dialoga con el ser mismo de la nación, con nuestra realidad simbólica y nuestra realidad “real”.

¡Qué desafortunadas palabras estas de realidad real!, pienso mientras releo lo acabado de escribir; mas no se me ocurren otras mejores con que exponer algo que a menudo me sucede: respecto a la relación entre nuestra realidad y su cine, siento el mismo estupor que frente a una mujer excesivamente maquillada a deshora. Otras, la dama de marras luce short y tope, limpia su casa y lanza improperios porque alguien anda en lo mojado. ¿Cuál es la verdadera? ¿La muy maquillada o la extremadamente descuidada? ¿Ambas o ninguna?

En apariencia el asunto nada tiene que ver con lo dicho hasta aquí. El tema, por demás, se las trae, sonreirán algunas de mis lectoras, y hasta los hombres, encandilados a veces por postizos y tintes. Tanto es así que esto —aparente broma— tiene ribetes filosóficos, como de fuerte cariz filosófico es siempre el análisis del arte y de nuestra relación con el mismo. Al contemplar el arte, los contemplados siempre somos, en última instancia, nosotros mismos. ¿Qué decir, entonces, cuando la obra, fundada en lo que somos, pretende mostrarnos, proyectarnos, modelarnos? Tal es uno de los dilemas del cine cubano, de todo cine, por supuesto, pero sobre todo del cubano, que tan amargo sabor nos deja muy a menudo. Mucho de ello se nos muestra en estas cautivantes páginas, tan cautivantes como los entrevistados, la entrevistadora y el cine cubano, una de nuestras pasiones y derechos. Nosotros con su lectura, y Oneyda con su confección, hemos asumido un deber; un deber que es, esencialmente, con nosotros mismos.



---------------------------
María Antonia Borroto Trujillo: Periodista. Dra. en Ciencias de la Comunicación. Autora de los libros La novia de Martí, Lectura en dos orillas, Imagen múltiple de la ciudad: tres cronistas miran La Habana, Palpitación de lo diario: un costumbrista llamado José Martí, Páginas volanderas, El escritor y la bibliotecaria y Julián del Casal: modernidad y periodismo (Mención Casa de las Américas en 2014.  Editorial Oriente, 2016).
Actualmente se desempeña como profesora en la Universidad de las Artes, ISA, filial Camagüey.

Friday, February 23, 2018

Gorrión Desgreñado y el viejo alfarero (por María Antonia Borroto)


Un gorrión que vive en una maceta, alimentado por un viejo alfarero, es el punto de partida de Gorrión Desgreñado y el viejo alfarero, de Niurki Pérez García; un gorrión que apenas conoce nada más allá de la tapia que lo aísla del mundo, temeroso hasta de la sombra de los gatos y algo exagerado al expresar sus tristezas y miedos, simpático animalito —tanto como suelen serlo sus congéneres— que un buen día, llevado por el bueno de Simón, descubre la ciudad donde vive.

Tal es, a grandes rasgos, la historia del libro. Visto así, es fácil advertir sus intenciones didácticas. Las tiene, por supuesto, pues si seguimos el itinerario propuesto en cada uno de los tres paseos —forma de estructurar el libro y de evadir la clásica ordenación por capítulos—, tendremos una idea bastante cabal de la zona más antigua de la ciudad de Camagüey.

El libro, el primero dedicado a los niños por Ediciones El Lugareño (2013), de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey, estuvo entre sus destinatarios justo para el aniversario 500 de Santa María del Puerto del Príncipe. Resultaron muy evidentes los deseos de sumarse a los festejos y de entregar a los pequeños una manera divertida de hacer suya la ciudad que habitan; mas otras muchas aristas tiene esta singular entrega.

Dígase la elección misma del personaje: un Gorrión Desgreñado, que a pesar de haber sido comparado en algún momento con un niño, le permite a la siempre imaginativa Niurki Pérez un peculiar manejo del punto de vista. Con naturalidad, pues se trata de una criatura alada, de una criatura, incluso, que comienza a volar seducido por el entorno urbano, puede advertirse la ciudad desde una perspectiva que no es la del paseante habitual. Otro acierto es el contrapunteo con el viejo y afable alfarero, Simón, quien le sirve de guía durante las salidas, que responde a sus preguntas y ríe de sus ocurrencias, como en ese momento delicioso en que, una vez explicado por qué el centro histórico de la ciudad ha sido declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad, el gorrión se pregunta por el patrimonio de la “gorrionidad”.

Junto al descubrimiento de la ciudad, de sus calles, iglesias y plazas; junto a la brisa cariciosa que sentimos cuando con ellos vamos al Casino Campestre, y junto a la frialdad que cual hálito del tiempo nos llega de las catacumbas de la Iglesia La Merced, este libro trata también el difícil crecimiento personal. El viaje que Gorrión Desgreñado emprende tiene varios puntos en común con el viaje iniciático en las historias tradicionales, y es, en buena medida, una metáfora de la infancia, de esa aspiración tan suya de ir más allá de los límites impuestos, o lo que es mejor, de asumir el hecho de crecer como sinónimo del corrimiento de los límites propios y del afianzamiento de la voluntad. Es una metáfora también de las relaciones entre las edades extremas, del diálogo y la experiencia compartida como formas preferentes para la educación, la que es también enculturación. Crecer es, por tanto, aprender a conocer el entorno, a conocer las potencialidades propias —el difícil conócete a ti mismo—, y asumirse cual parte de una tradición cultural.

Sin alardes de erudición, con palabras sencillas, pero sin aniñar ni adulterar el tono, con un finísimo sentido del humor, con diálogos chispeantes, el asustadizo gorrión y el paciente Simón van y vienen por las calles de Camagüey y también por las bellas páginas del libro. Fotos que muestran a todo color los emplazamientos descritos y los dibujos realizados por la propia Niurki, y varios juegos, todos debidamente acoplados, le confieren otros atractivos a Gorrión Desgreñado y el viejo alfarero, atractivos nada usuales en los libros cubanos destinados a los niños.

Pero el volumen no termina en la última página. Siempre, al cerrar un libro, comienza otro proceso. Pero en este, en este que convierte el asunto de los límites personales en objeto de reflexiones, quedan muchas puertas abiertas: cada una de las postales que lo acompañan. Se trata de bellas y sugerentes imágenes, concebidas por Niurki, que deben, en un juego infinito, ser la génesis de nuevas historias. A ello, gentilmente, se invita a al lector: a inventarse un mundo propio, tanto como antes se le ha dicho que sí, que ha de crecer y, al hacerlo, “conocer el mundo desde el lugar más importante: el lugar donde vives”.


---------------------------

María Antonia Borroto Trujillo: Periodista. Dra. en Ciencias de la Comunicación. Autora de los libros La novia de Martí, Lectura en dos orillas, Imagen múltiple de la ciudad: tres cronistas miran La Habana, Palpitación de lo diario: un costumbrista llamado José Martí, Páginas volanderas, El escritor y la bibliotecaria y Julián del Casal: modernidad y periodismo (Mención Casa de las Américas en 2014.  Editorial Oriente, 2016).
Actualmente se desempeña como profesora en la Universidad de las Artes, ISA, filial Camagüey.

Friday, February 16, 2018

Adriana Loredo visita Camagüey (por María Antonia Borroto)

Comparto con los lectores de «El Lugareño» un anticipo de mi libro «Adriana Loredo: páginas muy bien condimentadas» en el que estudio y compilo buena parte de las crónicas de esta autora. El volumen, cuyo proceso editorial corre a cargo de la Editorial Oriente, debe estar en manos de los lectores cubanos a inicios del 2019.


Hace un tiempito que ando manoseando los ejemplares de la revista Bohemia de los años 40 y 50. Algunos amigos han llegado a burlarse de mí y hasta me piden que en vez de mirar tan amarillentas páginas me ocupe de algo más práctico y actual… Por suerte, los trabajadores de la Biblioteca Provincial han respondido solícitos estos reclamos, pues no salgo de mi fascinación: me siento en presencia de un tesoro inigualable para comprender a la Cuba republicana e, incluso, a la Cuba actual.

Y entre las cien páginas que en cada edición tenía por esos años la Bohemia, con razón considerada la primera de las revistas de Cuba y una de las más importantes de Hispanoamérica, hay unas que me seducen particularmente: las ocupadas por “El menú de la semana”, sección que puntualmente, entre 1946 y 1960, firmó Adriana Loredo. ¡Bah!, ¡una sección de cocina...!, dirá el escéptico lector. ¡Tanto lío por eso! Horas y horas en la biblioteca, tomando fotos, transcribiendo luego, con dolores musculares incluso… ¡por una sección de cocina!

“El menú…” tenía, como es de suponer, muchas y variadas recetas, exóticas algunas, otras muy sencillas y hogareñas, todas debidamente explicadas. Aparecían los ingredientes y sus proporciones, algunos consejos: secretos que tanta falta a veces nos hacen… Sin embargo no es eso lo que más me interesa: lo mejor es que devino para su autora una atalaya desde la cual conversar con sus lectores no solo de cocina. Aun cuando hubiera sido esta su única pretensión, nos resultaría hoy en día utilísimo para reconstruir el imaginario en torno al hogar y a la cocina, y nos permitiría un acercamiento antropológico al universo, apasionante y retador, de cazuelas, adobos y parrillas, circunscrito a una época y entorno geográfico muy precisos. Todo ello es posible, reitero, mas no es lo que me seduce de esta página y lo que me insta a compartir mis experiencias de lectura y obrar cual una redescubridora: Adriana Loredo no es solo una mujer que cocina bien, es, ante todo, una mujer de cultura y una notable periodista. Además, tampoco Adriana es simplemente Adriana: es el seudónimo empleado por Rosa Hilda Zell para firmar esta sección.

La historia es curiosa, y la cuenta la propia autora en la sección, publicada en el primer número de agosto de 1951, con la que celebraba el quinto aniversario de su aparición, crónica elegida como pórtico del volumen Arroz con mango, editado en 1952. Refiere que al querer regresar a ejercer el periodismo tras una ausencia de varios años, debió estudiar las publicaciones periódicas, lectura marcada por una interrogación avasalladora:
¿Qué realidad cubana no había encontrado todavía en eco en nuestra prensa? ¿Qué gran necesidad de algún sector de nuestro pueblo pasaba para ella desconocida? ¿Qué problema ignoraba? No tardé en saberlo. Bajo el imperio de la Bolsa Negra, en medio del caos de los abastecimientos, las amas de casa no tenían una sección de cocina que las ayudara a resolver «la situación»(1).
El fragmento muestra a una mujer práctica, emprendedora, deseosa de hacer, y muy consciente de la utilidad pública que pretendía para su periodismo. He ahí el quid: creó la referida sección como un espacio para la reflexión, como un espacio periodístico más.

Muy a gusto se sintió Rosa Hilda con esa página tan suya. Lo adivina uno al leerla, y lo ratifica ella en 1951. Para esa fecha ya habían visto la luz “doscientos sesenta artículos «de cocina» escritos por alguien que por nada del mundo hubiera firmado con su nombre una sección de cocina en julio de 1946, pero que en agosto de 1951 nada deplora tanto como no poder hacerlo… ¡Es tarde ya para dar marcha atrás; Adriana Loredo se ha quedado, con algo que nunca debió rechazar Rosa Hilda Zell!”(2).

No abundan los datos sobre ella. EcuRed, la Enciclopedia Colaborativa Cubana, no le ha dedicado una página, ni el portal de la prensa la incluye en su nómina de periodistas ilustres. Sí lo hizo Ana Núñez Machín en Mujeres en el periodismo cubano. Podemos precisar allí varios datos, citados también por Salvador Arias. Nació en La Habana en 1910, ciudad en la que murió en 1971. Parte de su niñez transcurrió en los centrales Manatí y Francisco, en las antiguas provincias de Camagüey y Oriente, y parte de su adolescencia en Sagua la Grande, Las Villas, estancias que serían evocadas en sus crónicas y que marcaron un peculiar compromiso con la mujer campesina. Muy joven sintió vocación por las artes plásticas y cursó estudios en San Alejandro. Sus primeros versos vieron la luz en el periódico La Tribuna, de Manzanillo, en 1921. Mediodía y Equis fueron otras publicaciones en las que colaboró, aunque consideraba su entrada formal en el periodismo al trabajar en la revista Ellas, de la que llegó a ser jefa de redacción. El Mundo también se honró con su presencia y en alguna que otra crónica aparecen referencias a secciones suyas sobre crítica literaria y a la propia de cocina en versiones para emisoras de radio(3).

En 1943 obtuvo mención honorífica en el concurso anual Hernández Catá y cuentos suyos fueron seleccionados en las dos más importantes antologías de ese género publicadas en Cuba durante esos años: Cuentos cubanos contemporáneos, de José Antonio Portuondo (1946) y Antología del cuento en Cuba, de Salvador Bueno (1953). En 1960 publicó el volumen Cunda y otros poemas.

Refiere Ana Núñez Machín que, después del triunfo revolucionario de 1959, redactó la sección culinaria de Noticias de Hoy y Hoy domingo (1961-1963). En 1964, publica en el periódico El Mundo una sección titulada “En onda”, donde trata sobre cocina y otros asuntos(4).

Pero El menú… fue el espacio que la hizo popular. Leerlo es asistir, desde la perspectiva de una mujer culta, a los grandes sucesos de la época. También permite apreciar sus preocupaciones por el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la mujer cubana, por la manera en que eran promovidos los entonces muy modernos enseres de cocina —la olla de presión, la batidora eléctrica, entre otras—, por las cuestiones nutricionales, por la pésima situación de la mujer campesina… Adriana Loredo llamaba a las cosas por su nombre. Resulta curioso, por ejemplo, su relato de los sucesos del golpe de estado del 10 de marzo de 1952. Tenemos del suceso un punto de vista que es el de la cotidianidad, pues asistimos a su repercusión en la intimidad hogareña, a las expectativas abiertas de repente y, también, a la profunda decepción por el curso de los acontecimientos. Con Fulgencio Batista en el poder, ella debió escribir oblicuamente de “la situación”. Una férrea ley de censura obligaba a callar muchas cosas, y Adriana Loredo, hábil, discreta, femenina hizo, por ejemplo, de la inocente búsqueda de unas uvas en diciembre de 1958 asunto de un texto sesgado, cautivante, donde se habla de banderas que no flamean y de una libertad promisoria... O cuando, a raíz de la huelga del 9 de abril, evoca a Jorge Manrique y las Coplas a la muerte de su padre, al tiempo que se refiere a la fugacidad de la vida.

Una y otra vez da cuenta de su admiración por Martí, comenta a Azorín, y, fina lectora del Quijote, se las arregla para hablar de este universal personaje y de sus duelos y quebrantos… También diserta sobre cuestiones lingüísticas: las maneras de llamar a ciertos platos y sus variantes regionales, la problemática de las traducciones, el peculiar registro al escribir para una publicación periódica, la inteligibilidad que ha de tener cada texto devienen casi una obsesión en esas páginas. Y también vemos a Nitza Villapol en sus comienzos, tal como advertimos atinados comentarios sobre otros libros de cocina y sobre las estrategias de los medios de comunicación al difundir recetas, los compromisos mercantiles de las referidas secciones… O concurrimos a las cocinas de Vicentina Antuña y Dora Alonso, por ejemplo, para degustar platos finísimos, como los increíbles buñuelos, cuya receta Dora conocía muy bien y compartió con las lectoras.

Rosa Hilda Zell era habanera, escribía desde esa ciudad, donde aún hoy están ubicadas, por supuesto, las oficinas de Bohemia. Su experiencia en el campo, su innata curiosidad y las propias estrategias de la publicación hicieron, sin embargo, que Adriana Loredo se moviera por toda la isla. En los cincuentas, dio varios seminarios sobre “cocina moderna” en diversas ciudades cubanas. Los trabajos, documentados con fotografías, aparecieron en la revista, y algunos en el libro Arroz con mango, aparecido en 1952. Debemos ver en esa suerte de segunda vida, posible por las bondades de los libros, interesantes señales. Siempre, al elegir qué textos, aparecidos antes en publicaciones periódicas, incluir en un volumen, el autor hace una meticulosa labor de selección: debe ser juez y parte. Elige, como es de suponer, aquellos con los que más a gusto se siente, hasta el punto de pretender que, gracias a las posibilidades y prestigio del libro, tengan más larga vida que sus congéneres aparecidos en las publicaciones periódicas. Aunque Bohemia era ya desde entonces —sobre todo entonces— coleccionada con celo de amante, objeto de culto para algunos, aunque el hecho de que la publicación de trabajos seriados de autores prominentes obligara a guardar ciertos ejemplares, aun así, Adriana Loredo elige hacer su libro: un libro que mostrara la lógica de la sección y que, al mismo tiempo, tuviera su lógica propia, en el que fuera más nítido el diálogo entre uno y otro trabajo, sus obsesiones y sus campañas de bien público. Eso es Arroz con mango.

Allí aparece, ya en los finales, el apartado “Lugares”. Y gracias al mismo podemos seguir su periplo a través de Cárdenas, Matanzas, Santa Clara, Santiago de Cuba y Bayamo, pues incluye sus experiencias en seminarios allí impartidos, recetas típicas y, muy en particular, sus recorridos y vivencias en tales ciudades. Y también aparece Camagüey, por supuesto.

La crónica sobre un viaje a esta ciudad es realmente magnífica. Asunto tan nimio como ser transportado tranquilamente en un avión desde Rancho Boyeros hasta el aeropuerto Ignacio Agramonte, adquiere, gracias a su maestría como narradora, otras resonancias. Ese día supo “lo que es volar, que es algo muy distinto de ser transportado por encima de las nubes”:
Allí donde va el pasaje sentadito a un lado y otro del pasillo largo que lleva desde la cabina del piloto hasta el compartimento dedicado en la cola al equipaje, allí donde va el pasaje se es un bulto más: un bulto que lee el periódico, que toma café, que masca chicle y que se marea, pero que no sabe, ni siquiera cuando mira los rebaños de nubes allá abajo, lo que es andar de compañero del viento. El pájaro de acero que nos ha tragado parece que se está quieto y sin moverse, suspendido entre cielo y tierra muy modorramente, como si nada tuviera que hacer ni arriba ni abajo. Y la gente en redor nuestro está hablando las mismas tonterías de siempre, como si no se diera cuenta, —y en efecto no se da—, de que en ella se está cumpliendo el sueño de mil generaciones, desde Ícaro hasta Leonardo. Si al menos no nos ofrecieran ni chicle ni periódicos ni café; si al menos se callara todo el que no tuviera algo propio que decir; si al menos pudiera una adivinar qué hubieran dicho, de estar sentados allí donde una está, Shelley o Cervantes o siquiera aquel Luis Vélez de Guevara en cuyo obsequio el Diablo Cojuelo levantara la tapa del pastelón de Madrid, encaramados ambos en lo alto de no recuerdo qué torrecilla! Pero no hay remedio. Inexorable como el destino, la etiqueta sacrílega del vuelo comercial se va cumpliendo, desde el chicle al despegar hasta el cinturón de seguridad ajustado para el aterrizaje, pasando por el periódico y el café o el juguito a medio viaje y la conversación pedestre de principio a fin; y no hay un asidero para el pensamiento que quiere también él saltar por encima del abismo. O sí lo hay, pero el pensamiento no lo identifica como tal, simplemente porque no lo conoce: la puerta cerrada de la cabina de mando, tras de la cual está el piloto.
Esa puerta se abrió para ella, y junto al piloto Alejandro Maciá y su copiloto, pudo apreciar las delicadas maniobras:
 Y perdido en la noche, arriba un abismo y abajo otro, el Hombre mira una esfera, y observa el movimiento de una aguja, y suma y resta y va seguro a su destino. Siente una, allí en el cerebro del pájaro de acero, que es su dueña y no su carga. Pasa otro avión; el nuestro lo saluda con un guiño de luz. De teléfono a teléfono, los pilotos conversan. Dicen cómo anda el cielo, y qué dejó cada uno atrás, y qué puede esperar el otro más adelante. Yo lo sé, porque los oí; Urbano Rodríguez, el co-piloto de mi avión, me prestó un teléfono cada vez que se le ocurrió hablar con sus compañeros del cielo o de la tierra.
Le dedican el aterrizaje, ella da las gracias, sin saber si ha cumplido con la cortesía de las nubes,
(…) y no teniendo un Clavileño que brindarle para que vaya, —como él hizo por mí—, a caminar por los prados donde triscan las Siete Cabritas, le ofrezco esta crónica que estoy escribiendo en el Hospital San Juan de Dios de Camagüey, después de almorzar con los fiñes y su Julieta Arango, —de lo que hablaré en mi próxima crónica—, mientras que Loreto pone en limpio "sus" papeles y Celia marca "su" ropa en la máquina ensartada con hilo rojo.

¡San Juan de Dios, andando ya, aunque no sea a plena capacidad! ¡Y cómo es de dichoso el viaje que acaba en sus puertas, abiertas al fin para los niños de Camagüey y Oriente! Verdaderamente, mi única superstición no lo es, sino ley matemática e infalible señal de lo venidero; bien está lo que bien acaba, y no hay que fiarse de los comienzos para predecir el final...(5)
Es esa “próxima crónica” la que mañana, sábado 17 de febrero, voy compartir con los lectores, publicada el 4 de mayo de 1952, incluida en Arroz con mango y dedicada a las valerosas mujeres que lograron fundar el Hospital de San Juan de Dios. Es un texto, como se verá, solidario, que pondera las virtudes femeninas y, al mismo tiempo, advierte ciertos males de la época; mas dejo la posibilidad de juzgar a los lectores, al tiempo que les propongo asomarse a esta mirada coeva a lo que sin dudas fue un gran acontecimiento. Al asunto, por supuesto, habré de volver en algún momento; esos papeles amarillentos de Bohemia, que de rato en rato me hacen estornudar, también me seducen y me mantienen en vilo: allí, estoy segura, hay otras señalizadoras miradas en torno a nuestro sino.



--------------------------------------------------------
  1. Adriana Loredo: “Aniversario”, en Arroz con mango. La Habana. [s.e.], 1952, pp.7-8.
  2. Ibíd., p.10.
  3. El texto de Salvador Arias analiza su producción narrativa. En 1933 ubica la publicación en Carteles de su primer cuento, “El talismán”, de ambiente haitiano. Consideraba que su bautizo literario había sido la lectura de cuentos que, presentados por Rafael Marquina, hiciera en el Lyceum el 11 de agosto de 1936. “Y como espaldarazo —continúa Arias—, al año siguiente tres poemas suyos fueron seleccionados por Juan Ramón Jiménez para su famosa colección La poesía cubana en 1936.” Salvador Arias da detalles que permiten entender ese deseo suyo de reincorporarse en 1946 al ejercicio del periodismo: comenzó a tener, en 1939, síntomas de una grave enfermedad, “a la postre heraldos de otra peor”, según palabras propias, citadas por Arias, que la obligarían a largas reclusiones en un sanatorio para tuberculosos durante el lustro siguiente. También menciona su devoción martiana, el gusto por El Quijote y por la poesía española. Como muestra de su labor como acuciosa investigadora menciona trabajos suyos, publicados en el Anuario Martiano, a propósito de los diarios de José Martí. El último de ellos quedaría inconcluso por la muerte de la autora en 1971. Salvador Arias: “Rosa Hilda Zell: ¿literatura vs. cocina?”, en El reto perenne. La Habana. Ediciones Unión, 2008, p.200.
  4. Cf. Ana Núñez Machín: “Rosa Hilda Zell (Adriana Loredo)”, en Mujeres en el periodismo cubano. Santiago de Cuba. Editorial Oriente, 1989.
  5. Adriana Loredo: “Ícaro”, en Ob.cit., p.153.


---------------------------
María Antonia Borroto Trujillo: Periodista. Dra. en Ciencias de la Comunicación. Autora de los libros La novia de Martí, Lectura en dos orillas, Imagen múltiple de la ciudad: tres cronistas miran La Habana, Palpitación de lo diario: un costumbrista llamado José Martí, Páginas volanderas, El escritor y la bibliotecaria y Julián del Casal: modernidad y periodismo (Mención Casa de las Américas en 2014.  Editorial Oriente, 2016).

Actualmente se desempeña como profesora en la Universidad de las Artes, ISA, filial Camagüey.


-------------------------------
ver en el blog
 A Julieta Arango (por Adriana Loredo)

Sunday, January 14, 2018

Esteban Borrero, el conversante (por María Antonia Borroto)


Uno puede imaginar las miradas inquietas, el júbilo animoso de las hijas de Borrero al saludar al visitante. “Niñas, aquí está Casal”, les había dicho el padre, frase coloquial, sabrosa, que una también hubiera querido escuchar, aun cuando significara la mudez más absoluta. ¿Qué haber dicho, Dios mío? ¿Qué frase encontrar digna de la ocasión y del interlocutor? Nos llega, nos sigue llegando, como si realmente la escucháramos desde páginas imprescindibles para entender a Cuba.

Esteban Borrero recordaba el momento en una carta, cuyo destinatario es Enrique Hernández Miyares, escrita “entre los escombros de mi hogar en ruinas” y dedicada a conmemorar el sexto aniversario de la muerte de aquel que era también “de mi familia”:
Algunas de mis hijas estaban levantadas ya. —¡Niñas, dije, aquí está Casal, encárguense de él, volveré pronto! Y saqué un sillón y lo hice sentar en el portal de la calle que daba al río, permaneciendo yo de frente a mi amigo mientras venían mis hijas, algunas de las cuales habían cambiado desde el interior de la casa palabras de saludo afectuosas con el poeta. Bien sé quién fue la que primero habló así con él: era su amiga más entusiasta, la que no quiero ni puedo nombrar ahora(1).
La frecuencia de las visitas del poeta a “uno de los hombres que más valen y del que menos se oye hablar” puede ser vislumbrada en la familiaridad de la escena, tan cubana. Casal habló de ellos, del padre, de quien elogió su fuerza e inteligencia, y de Juana, ese enigma nuestro, arcano de nuestra sensibilidad. De Esteban, por ejemplo, dijo que era el conversante que más lo había asombrado: “Las palabras, al salir de los labios de Borrero, imitan las ondas de un torrente”. En Bustos y Rimas elogia a “Calófilo”, “modelo de nouvelle psicológica que supera a otras muchas que se han escrito en el extranjero y que gozan ya de fama universal. Aquí la han leído muy pocos”. Su obra maestra, en cambio, le parecía “La aventura de las hormigas”, “obra satírica superior a L’immortel de Alfonso Daudet, por la amplitud del asunto, por la manera de desarrollarlo y por los conocimientos revelados en sus páginas”(2). El elogio no era solo a un amigo, era “al triunfo del esfuerzo individual, secundado por una inteligencia superior. ¿Quién lo ha obtenido con más heroísmo que él?”(3)

También Manuel de la Cruz dedicó páginas al autor de Lecturas de Pascuas y vio en él, “en toda la fuerza de la expresión, un hombre hecho por sí mismo”:
Represento en Borrero al self made man de los cubanos modernos, no porque sea único en la escogida especie, sino por la magnitud del esfuerzo, el calibre del obstáculo y las proporciones del triunfo alcanzado. (…)
Pocos, muy pocos de los cubanos modernos, están dotados de tan vigorosas y variadas aptitudes como ese médico y poeta, escritor originalísimo, pensador severo y profundo, docto en conocimientos antitéticos, artista consumado, causeur ingenioso, ameno y elocuente y satírico sin par, que vegeta olvidado en el aislamiento de pintoresco villorrio, casi desconocido, resignado y triste, devorando en silencio la nostalgia de mejores y más altos destinos.
No conozco en el pasado ni el presente ningún satírico de la talla y fuerza de Borrero. Es una figura única, aislada y soberana.

Cruz apreciaba en su historia un compendio del devenir de Cuba en los treinta años más recientes al momento de la escritura:
¿Por qué Borrero, que tiene entre sus planes escribir la historia del último indio, poniendo a contribución el caudal de sus conocimientos de naturalista y su genialidad artística, no emplea sus excepcionales facultades en narrar la historia del último cubano? El libro íntimo, la confidencia de su vía crucis, sería el nervio de este poema civil, como la autobiografía del ilustre Cervantes fue la médula de su grandiosa novela. La vida del satírico, al cabo, es un compendio de la vida de la colectividad. Trazaría la historia del alma cubana en estos últimos treinta años; diría cómo las masas, calzadas con las incontables uñas de la piara, se coronaron con las cien cabezas de la hidra; cómo nuestro pueblo, sin el móvil del fanatismo religioso, sin la cohesión de las sociedades organizadas, sin los estímulos de la gloria, del oro, del pan, realizó la epopeya más alta de la dignidad humana con abnegación sobrenatural; cómo esta cruzada, tan rica en heroísmos y en martirios, cauterizó el cáncer de la esclavitud, único beneficio moral de elevada trascendencia; abrió a una turba las puertas de la riqueza, del poder y de la influencia, dio una escala al soldado para su encumbramiento, y dejó en la conciencia, como el surco de una herida, el recuerdo de sus proezas(4).
Todo ello era representado por Esteban Borrero. Fina García-Marruz, en el prólogo a la poesía de Juana, brinda algunos datos que permiten entender el porqué de tal insistencia en el sacrificio, hasta el punto que, según Cruz, llega a simbolizar el de un pueblo. Desde pequeño tuvo que ayudar al sostenimiento de la familia, pues el padre había emigrado para seguir los empeños de Narciso López. A los once años ayudaba en la escuela materna y a los catorce era maestro experimentado. Después de un fracasado intento de estudiar Ingeniería en España —pues la difteria lo obligó a regresar—, abrió con gran éxito económico una academia nocturna para adultos en esta ciudad, “pintoresca escuela, dice Fina, donde el profesor y los discípulos leían y comentaban juntos, más allá de la materia del curso, la Lógica de Condillac, al Padre Varela, a Locke.” Parecía asegurada la posición económica, sin embargo, tras el estallido de la guerra del 68, “se alza con todos los discípulos al monte, acompañado de su madre y de dos hermanos más”. Es herido, sufre prisión y alcanza los grados de coronel. “Panadero, zapatero, maestro luego en la capital, trabajando hasta dieciocho horas diarias, se hace médico y perito de farmacia, llevándose la plaza de médico municipal de Puentes Grandes”. Cuando, al fin, logra ahorrar algo, quiebra el banco y debe comenzar, nuevamente, de cero. Durante los años de cierta estabilidad transcurridos en Puentes Grandes —época en que anuda la amistad con Casal— funda la Sociedad Clínica, la Sociedad Antropológica, y escribe sus historias.

Vendrá después la emigración, la muerte de Juana… Aun así, hace la reválida de sus títulos en el extranjero. Regresa a Cuba una vez fundada la República, como representante del tercer cuerpo del ejército en la asamblea de los libertadores. Luego ocuparía cargos en relación con la enseñanza. Afirma García Marruz, que nunca pudo recuperarse de la pérdida de su esposa, “que sobre la herida siempre abierta de la muerte de su hija Juana, acabó por conturbarlo definitivamente. Borrero se suicidó en un hotel de San Diego de los Baños, al que había ido en busca de salud”(5).

Es la entereza del carácter lo primero que celebran los modernistas en él, entereza que permite entender, en la estimativa casaliana, por qué se mantenía al margen de los periódicos de la época:
Un diario político, único género que aquí se conoce, suele ser el órgano de cierto número de hombres agrupados a la sombra de una bandera, por las mismas ideas, los mismos sentimientos y las mismas aspiraciones. Es un monasterio abierto a los cuatro vientos. Desde el instante en que el profano traspasa el dintel, tiene que someterse a las reglas de la cofradía, dejando a la puerta su individualidad. Los que tienen, como Borrero, la suya propia, distinta a la de los demás, si no en absoluto en partes esenciales, podrán modificarla en alguna ocasión pero al fin concluyen por romper el hábito en que se comenzaban a asfixiar(6).
Casal, por supuesto, parece hablar de sí mismo. Más allá de que Borrero, efectivamente, hubiera deseado colaborar en algún momento con la prensa, lo que me resulta significativo es que la reciedumbre moral se ha de traducir, en opinión de Casal, en asunto también de elecciones estéticas.

Rubén Darío llama la atención, en cambio, en la confluencia en el camagüeyano de preocupaciones por la ciencia y por el arte: “Fue un hombre sapiente y lleno de cultura, entre los mejores de su generación (…) encarnaba un espíritu de excepción, cuya curiosidad y anhelo asimiladores encontraron campo igual tanto en las ciencias como en las letras. Aunque él protestase siempre no ser lo que se llama un hombre de letras, su erudición era copiosa y su estilo agradable”(7).

De los Borrero, familia de poetas —¿quién de los Borrero no lo es?, dice Fina— escribió Darío. No solo lo hizo de Juana, tal vez la más fulgurante. Dulce María, la menor de las hijas, era, ya en el siglo XX, según Rubén, “posiblemente la mejor dotada de intensidad y de lirismo entre las «musas» de la isla de Cuba. Hablo de las actuales, pues en lo pasado se yergue bravamente una doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, con conmovió las Españas, y Juana Borrero, la admirable. ¿Y no existe actualmente otra benemérita del Parnaso, que se llama doña Aurelia Castillo de González?”(8). Si no fuera aldeanismo barato —bueno, en realidad no hay aldeanismo no barato, la idea misma es una redundancia—, si no fuera aldeanismo, reitero, resaltaría que habla de dos camagüeyanas y de las hijas de un camagüeyano ilustre. No digo más. Sigamos con su evocación de Dulce María: “Alejada de toda presunción de «preciosa» o de «femme savante», (…) ha ritmado su vida, de horas armoniosas y dolorosas, mas teniendo siempre como consuelo el amor, en lo inmediato o en el recuerdo, y el arte, que aliento y luz y miel del mundo”.

Para sorpresa mía la hallé en la abundante correspondencia que recibiera Mariblanca Sabas Alomá, la enérgica periodista, en su cruzada a favor de los derechos de las cubanas y que, generosamente, con clara vocación dialógica, incluyera en su columna en Carteles y luego en su libro Feminismo, editado en 1930. Nuestra deuda con ella es grande, pues además de lo ya dicho fue la depositaria de las memorias de la familia, de ella se conservan cartas en la Biblioteca Nacional —como una que pude leer— en la que se refiere a los días idos de Puentes Grandes, cartas que nos revelan la estela de una época.

Mas volvamos a Borrero, aunque espero que se me perdonen estas digresiones, ya que la evocación de un hombre —como también la de una mujer— está incompleta sin el recuento de su progenie. Estas autorizadas opiniones, entre otras que podrían ser traídas a colación, permiten entender la alta estima de que gozó Esteban Borrero entre hombres de claro entendimiento, su carácter de símbolo para la generación más joven, una generación que, injustamente acusada de evadida, se sintió heredera de los hombres del 68 al tiempo que se mantenía al tanto de las novedades de su momento. Textos afirmativos de los valores cubanos y de las potencialidades de la Isla son los de Casal, Cruz, Meza, Mitjans...

Del raro equilibro entre ciencia y arte también habla Enrique José Varona: “Cuando empezamos a tratarnos mi educación había sido más regular que la suya, pero también más rutinaria y en el fondo puramente verbal. Aquel joven que había recogido de aquí y de allí sus primeras nociones, en libros que el acaso había puesto en sus manos, pero sobre todo con la comunicación inmediata con la naturaleza que lo fascinaba sin desconcertarlo y lo llevaba no al éxtasis sino a la investigación, trastornó por completo mis ideas respecto a la manera de estudiar y abrió horizontes nuevos a mis deseos de saber”(9).

Sin embargo, casi todos los comentadores que he citado llaman la atención sobre lo poco conocido que era Borrero más allá de ciertos círculos. No creo que haya sido tan así; el asunto en el juicio casaliano tiene que ver con el conjunto de opiniones que sobre la prensa y sus mecanismos de funcionamiento —elecciones temáticas, ubicación de los textos en las planas según criterios de importancia y, por ende, de diseño, por ejemplo— forman uno de los ejes de las reseñas de personalidades reunidas en sus Bustos y rimas. Censura Casal que los periódicos prefirieran ocuparse, en sus columnas principales,
de lo que pueda interesar al suscriptor, de la barrabasada de algún ministro o de la hazaña de un bandolero, del saqueamiento de un burócrata o del homicidio último, del matrimonio de un par de imbéciles o de la llegada de cómicos de la legua, pero nunca de los esfuerzos artísticos de algunas individualidades, ni mucho menos de los de una niña de doce años que, como la presente, ha dado tan brillantes muestras de su genio excepcional, toda vez que eso tan sólo interesa a un grupo pequeño de ociosos, desequilibrados o soñadores(10).
Lo dice tan enfáticamente al referirse a Juana Borrero. El retrato de la muchacha es también una evocación del entorno privilegiado de Puentes Grandes, ese entorno de charla animada, donde sus versos eran conocidos, donde se le apreciaba como a uno de la familia, familia cubanísima, extensa y extendida, capaz de asumir como a uno más al buen amigo.

***
Un hombre que tanto vale y del que tan poco se oye hablar: la expresión de Casal parece dicha ahora mismo. ¿Qué sabemos de Esteban Borrero? ¿Cuáles de sus obras son leídas y estudiadas? ¿Cuánto de su tesón ejemplar le mencionamos a nuestros estudiantes en esa supuesta “formación de valores”, empeñada, en cambio, en repetir discursos trillados y endebles? ¿Cuánto de esa conjunción tan rara entre saber científico y sensibilidad artística comentamos, al menos comentamos, en nuestras clases a los científicos del mañana —tan necesitados de una formación humanística— y a nuestros futuros artistas, creídos de que basta el quererlo para ser considerados tales?

Es más: ¿qué sabemos de ese período formidable que es conocido como Tregua Fecunda; de las contradicciones de la colonia; de los afanes de jóvenes que se consideraban modernos y que ratificaban para la poesía un compromiso con la patria asentado en la belleza y la experimentación; de los periodistas y sus empeños, germen de prácticas posteriores; de la vida diaria, con sus frustraciones y retos, en esta isla “donde la tormenta no acaba de estallar ni asoma el disco dorado del sol”, para decirlo con las palabras de Casal?; ¿qué sabemos de los nexos, no tan secretos, entre la isla y su emigración; de la preparación silenciosa, y a veces hasta inconsciente, en pos de la Revolución necesaria?

Esteban Borrero nos convida desde sus admirables obras en prosa, reeditadas hace ya algunos años, con prólogo de Manuel Cofiño(11). Nos convida desde su propia vida. Fue un hombre bueno; un ser humano tenaz, un formidable padre de familia, de una familia, nos dice Darío, “privilegiada por el talento y las facultades artísticas”. Fue un patriota de impecable vocación de servicio: con las armas, la pedagogía, el pensamiento, la indagación científica, el arte, el cuidado de la familia… Este conversante estupendo aún nos convida a ese torrente que es su vida y su obra.



----------------------------------
  1. “In memoriam (Por Julián del Casal) El lirio de Salomé”, El Fígaro, año 1899, p.391. Incluido en Julián del Casal: Prosas. La Habana. Consejo Nacional de Cultura, 1963, t.I., p.38.
  2. Julián del Casal: “Esteban Borrero Echevarría”, en ed.cit., t.I., p.263.
  3. Ibíd., t.I., p.264.
  4. Manuel de la Cruz: Sobre literatura cubana. La Habana, Editorial Letras Cubanas, pp.174-175.
  5. Cf. Fina García Marruz: “Juana Borrero”, en Poesías. Compilación y prólogo de Fina García Marruz. La Habana. Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, 1966, pp.7-56.
  6. Julián del Casal: Ob.cit., t.I, p.261.
  7. Rubén Darío: “Los Borrero”, p.896.
  8. Rubén Darío: “Dulce María Borrero”, p.879.
  9. Citado por Fina García Marruz: Ob.cit., p.13.
  10. Julián del Casal: “Juana Borrero”, ed.cit., t.I., p.265.
  11. Esteban Borrero: Narraciones. Selección, notas y prólogo de Manuel Cofiño. La Habana. Editorial Letras Cubanas,1979.
Click here to visit www.CubaCollectibles.com - The place to shop for Cuban memorabilia! Cuba: Art, Books, Collectibles, Comedy, Currency, Memorabilia, Municipalities, Music, Postcards, Publications, School Items, Stamps, Videos and More!

Gaspar, El Lugareño Headline Animator

Click here to visit www.CubaCollectibles.com - The place to shop for Cuban memorabilia! Cuba: Art, Books, Collectibles, Comedy, Currency, Memorabilia, Municipalities, Music, Postcards, Publications, School Items, Stamps, Videos and More!