Friday, November 15, 2019

Las mil y una Habana (por Fausto Canel)

Foto/Reuters
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Las mil y una Habana

por Fausto Canel

No, La Habana nunca fue el Hollywood del cine pornográfico. Nunca tuvo ni el volumen de producción ni los costos de rodaje de los grandes productores de ahora, y jamás existieron empresas con la presencia financiera que tienen, por ejemplo, Cupid Enterprises, con su edificio de 6 plantas en Ventura Boulevard, en el San Fernando Valley de Los Angeles, o Playboy en Español, con sus tres pisos en la zona sur de Miami Beach. En los años cincuenta habaneros no existía ni el vídeo ni el DVD, y sobre todo, no existía la Internet.

Pero la producción de cine pornográfico en Cuba fue importante. Primero porque La Habana se convirtió, con Las Vegas, en el centro del entretenimiento mundial, y en La Habana los costos eran bajos y las regulaciones nulas. Y cómo las mujeres eran hermosas, las localizaciones neutras, y el diálogo inexistente en las películas---por lo tanto sin necesidad de subtítulos---el cine porno made in Cuba se convirtió en un renglón de exportación a todas partes del mundo.

El cine pornográfico rodado en La Habana dio trabajo a decenas de (excelentes) técnicos cinematográficos que de otra manera no hubiesen podido vivir de su oficio, con la producción de cine “normal” casi inexistente en la isla. No estamos hablando de equipos numerosos. Con tres o cuatro personas bastaba. Pero aquella fuente de trabajo, aunque innombrable, siempre fue bienvenida.

En aquella época, la producción cubana de cine comercial regular, en su gran mayoría coproducciones con México, eran unas pocas comedietas de parca gracia en las que sin ton ni son---aunque seguramente al son de un mambo o de un cha-cha-chá de moda---ocurría aquello que llamaban una “escena de piscina”, ese momento en la trama que los productores exigían a los guionistas y en el que la acción sucedía alrededor de una piscina sin motivo lógico, aunque con el lógico motivo comercial de mostrar 5 ó 6 coristas en bikini paseándose ante la cámara.

Los mexicanos sabían que La Habana de noche (y no Acapulco) era el telón de fondo que el espectador latinoamericano prefería en este tipo de películas. Cuando el gobierno de Prío Socarrás (anterior a Batista) hizo una colecta pública, gravando de un centavo los billetes de la Lotería para construir un estudio en la zona del Biltmore (hoy Cubanacán) y comprar los equipos de rodaje y revelado necesarios al lanzamiento de un cine cubano, los mexicanos tomaron medidas.

Ocultándose detrás de la marca “estadounidense” Columbia Pictures de México, crearon un monopolio de distribución que alquiló los estudios y sus equipos durante los 365 días del año, impidiendo así que los cubanos los pudiesen utilizar para la creación de una industria nacional independiente.

En abril de 1959 presencié la toma de posesión de aquellos estudios por el ICAIC–recién creado Instituto Castrista de Arte e Industria Cinematográficos---y participé en la apertura de las cajas en las que se encontraban los equipos de laboratorio en blanco y negro que nunca los mexicanos habían ni siquiera desembalado.

La Habana de noche siempre existió. La famosa expresión “llave del golfo” no se refería a Cuba---casi otro país---sino a La Habana, que fue subida de Batabanó con la intención expresa de colocarla justo encima de la Corriente del Golfo, esa “serpiente-río del Atlántico”, como la llamaba Hemingway. La idea era favorecer los viajes de las dos flotas–la de Yucatán y la de Cartagena de Indias—que venían a América de España. Las flotas se montaban juntas sobre la corriente frente a África, que las trasportaba raudo hasta La Habana aumentando la velocidad del viento, mientras que una única (y poderosa) fuerza militar las escoltaba.

Ya en la ciudad, los marineros pasaban días antes de seguir viaje y La Habana se desarrolló enseguida con los privilegios y “vicios” de cualquier importante puerto de mar. Luego las dos flotas seguían su camino, independientes, para a la vuelta de nuevo reencontrase en La Habana, esperándose la una a la otra antes de montarse otra vez juntas en la Corriente que ahora, en dirección contraria, las llevará de regreso a España.

Pero los marineros de la vuelta ya no eran los pobres marineros de la ida, enriquecidos ahora con el oro y la plata de Perú y México. Y La Habana supo ofrecerles entretenimiento y otras formas de gastar, aunque no fuese más que parte de sus ganancias. Fue aquel crecimiento espectacular, ajeno al resto de la isla, lo que convirtió a La Habana en el mito que llegó a ser.

Mayer Lansky también sabía del mito y un buen día abandonó su modesto bungalow de Miami Beach y condujo hasta Palm Beach en su destartalado Chevrolet, con la intención de conversar con su viejo amigo Fulgencio Batista, ex-presidente cubano retirado en Florida.

La idea de Lansky era sencilla. Convertir una vez por todas a La Habana en un centro internacional de entretenimiento, una especie de Las Vegas corregida y aumentada, sólo que está vez no en el desierto sino en el trópico y el sol y las playas y el mar---y lejos, claro, del FBI, IRS, CIA, esa abominable, para él, sopa de letras.

Y con la posibilidad, sobre todo, de blanquear las ganancias del crimen organizado construyendo hoteles de super-lujo –y ahora de mayor tamaño gracias a las nuevas tecnologías del aire acondicionado y los ascensores automáticos---, creando, por supuesto, casinos en cada hotel para generar infinitas nuevas ganancias.

¿Qué tenía que decir el general retirado---y ya sin mayores ingresos---ahora que se acercaban las elecciones en Cuba?

Claro que Lansky no le dijo a Batista lo que tenía que hacer. El general lo pensó y se dijo: Tal vez chifla el mono. Y se postuló. Pero en la primera encuesta se vio que no tenía posibilidades: el partido Ortodoxo contaba con la gran mayoría de los votos. De modo que Batista se quitó el traje de estadista y se puso la cara chaqueta de cuero de militar golpista. El futuro de Cuba cambió de golpe---y no sólo como un juego de palabras.

La Habana bajo Batista creció en tamaño y en riquezas, a pesar de que las ganancias del juego fueron principalmente a los bolsillos de los participantes en los negocios irregulares y exentos de impuestos. Pero mucho se filtró, sin embargo, a la economía general local. Y la clase media---eficiente, trabajadora y frugal---supo aprovechar el momento. Un momento que repercutió en el resto de la isla.

Se aceleró la creación de pequeñas industrias nacionales, se multiplicaron los comercios locales, se construyeron altos edificios de apartamentos en la costa del Malecón y la ciudad bulló como lo que era: la capital del cuarto país en desarrollo económico de Latinoamérica.

Recuerdo, amacord, que el ómnibus me dejó en la esquina de las calles L y 23, dónde comenzaban a construir el nuevo hotel de la zona, el Havana Hilton, en los terrenos de un antiguo parque de diversiones para niños.

Un gran letrero anunciaba que la obra estaba financiada por la Caja de Retiro y de Asistencia Social de los Trabajadores Gastronómicos. Por razones técnicas, el edificio tomará años en terminarse en un proceso que seguí paso a paso, apenas un adolescente, desde la ventanilla de la ruta 30 de la cooperativa Ómnibus Aliados en la que cada mañana viajaba a mi colegio en el Vedado.

Aquella noche no había más que un enorme agujero en el sitio y cuando llegamos a la esquina descendí del ómnibus, bajé por la calle 23 hasta la calle 0, y doblando a la izquierda, subí hasta los jardines del Hotel Nacional. El portero uniformado no me hizo el menor caso: es probable que como vestía guayabera me tomase por el hijo de algún huésped.

Foto/AP
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Entré en el edificio, doblé a la izquierda en el lobby y me acerqué a las cortinas que cubrían la entrada al cabaret. Tony Martin cantaba un foxtrot de moda, mientras que Cyd Charisse, su mujer, bailaba sensual a su alrededor, mostrando sus hermosas piernas perfectas. Cuando vi que el Maitre d´ venía en mi dirección, me alejé de las cortinas y penetré en el casino de juego, a mi derecha.

El Casino Parisién estaba casi vacío. Era temprano y la posible clientela cenaba todavía, disfrutando de los Martin en el cabaret. Me acerqué a la caja y le tendí al cajero el billete de cinco pesos, el equivalente de cinco dólares, que mi madre me había dado para mis gastos del mes.

El muy desgraciado muy bien hubiese podido darme cinco fichas de a dólar, pero con su peor expresión reprobatoria me dio una única ficha de a cinco---que yo acepté sin chistar, aterrado como estaba. Era obvio que quería deshacerse de mí lo antes posible. Con mi ficha me acerqué a la ruleta, aposté al 5 rojo. Y perdí.

Aquel fin de semana no fui al cine, ni siquiera visité algún amigo. No tenía dinero ni para pagar el pasaje de un ómnibus. Cuando mi madre me preguntó, extrañada, si ese fin de semana no iba a ir como de costumbre al cine, le dije que no, que no había buenas películas. Lo que no había era dinero y eso no se lo podía confesar. Esa fue mi cura de caballo en lo que al juego respecta. Nunca más he vuelto a jugar en mi vida.

Era una Habana en la que los grandes hoteles presentaban cada semana dos o tres grandes nombres del entretenimiento mundial, como cebo para que los espectadores pasasen por las mesas aledañas de ruleta o bacará. Amacord.

Otra noche tomé la ruta 28 y me bajé, más de media hora más tarde, ante la vía privada que conducía al cabaret Tropicana. Subí la cuesta entre las luces de los autos que llegaban y penetré en el lugar. Me dirigí al escenario al aire libre que se conocía como Bajo las Estrellas y me senté al bar. Seguía siendo apenas un adolescente, pero el barman no confirmó mi edad. Me sirvió el Cuba Libre que le pedí y que hice durar toda la presentación de uno de mis cantantes favoritos de la época: Nat King Cole.

Foto Flickr (by Vieilles_Annonces)
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Cuando terminó pagué mi único trago y rehice mi camino, evitando cuidadosamente el casino de juego, y me fui a dormir. Los cubanos de todo el país tuvieron la oportunidad de presenciar a cada uno de aquellas artistas mundiales en los dos programas semanales de entretenimiento en la televisión: el Cabaret Regalías y Jueves de Partagás.

El turismo continuó aumentando el volumen de negocios de los pequeños comercios locales, de las tiendas por departamentos –las primeras en Latinomérica–, de los hoteles y restaurantes netamente criollos, y también de la prostitución---fenómeno no nuevo (¿recuerdan la Flota?), pero sí multiplicado ahora tanto en los burdeles populares como en la versión sofisticada de las call girls.

Proliferaron las salas de cine y teatro, pero también las pequeñas salas de teatro “osado” o directamente pornográfico, se desarrolló el sainete erótico de contenido sexual y también, no faltaría más, la producción de cine pornográfico para consumo local y distribución internacional.

Tan sucios fueron los negocios en esa franja del turismo ---fundamentalmente estadounidense por ser el que más dinero tenía y también el que más sufría de las prohibiciones de una sociedad puritana---que la corrupción se fue extendiendo a los bares y bodegas de barrio de la ciudad, en las que el régimen colocó maquinas tragaperras, inesperados instrumentos de juego junto a las victrolas inolvidables del ensoñamiento cotidiano musical.

Ahora los habaneros, lejos en la ciudad de los visitantes “americanos”, se podían tomar un “palmita”---favorito ron barato--- escuchando los boleros de Arsenio o de Tejedor, mientras dejaban caer monedas de 20 centavos por la ranuras de aquellos ya llamados ladrones de un solo brazo.

La estrategia del gobierno fue utilizar las recaudaciones---al igual que los beneficios de los innecesarios parquímetros recientemente colocados en las zonas residenciales de Centro Habana---para asegurarse la lealtad de los jefes de las estaciones de policía de los barrios.

La clase media habanera, católica y hacendosa y en su mayoría de origen español, se mantuvo ajena e indiferente a los blanqueos de Lansky, las piernas de Cyd Charise, las canciones de Nat King Cole, las insinuaciones, cigarrillo en mano, de Jacqueline Francois, los chascarrillos verde subido del teatro Shanghai, o las muchachas “de alterne” de los grandes hoteles.

Hasta que la insurrección urbana comenzó a colocar petardos en cines y negocios de la ciudad y los jóvenes anti-batistianos atacaron el Palacio Presidencial para ajusticiar al dictador, y la policía de Batista respondió con una represión asesina y brutal.

Poco a poco la vida en La Habana se tendió y las madres comenzaron en las noches a esperar en las puertas o balcones de las casas la llegada de sus hijos adolescentes, bajo sentencia de muerte si jamás se veían envueltos en un incidente.

Esa clase media nacional, que era la verdadera base vertebral de la economía del país, se benefició del dinero del turismo, de la nueva afluencia, pero también se terminó crispando contra Batista cuando la reacción policial a los atentados de la clandestinidad amenazó con paralizar la ciudad. Fue esa clase la que puso a Batista contra la pared---y Fidel Castro no lo olvidó. Sacarles del país estará entre sus más urgentes proyectos después de la escapada del antiguo dictador.

Ya que un buen día, sin seguir los consejos que le hacían las “fuerzas vivas” del país para que permitiese elecciones libres y honestas, como ya lo había hecho 20 años antes, Batista se marchó en un avión, dejando a todos “embarcados”. Incluyendo a Mayer Lansky.

Y fue entonces que llegó el Comandante.

Habría que ver sin con las duras realidades económicas de hoy, con las “jineteras” de nuevo mito y el turismo sexual actual a la isla, ya se ha creado una contemporánea (y siempre subterránea) producción de DVDs pornográficos en la ciudad.

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