Monday, January 6, 2014

Homilía pronunciada por el Card. Jaime Ortega Alamino en la Misa de Exequias de Mons. Carlos Manuel de Céspedes


Parroquia de San Agustín,
La Habana, 4 de enero de 2014.

Queridos hermanos y hermanas:

No es esta ocasión, la celebración Eucarística en las exequias de un sacerdote, el momento indicado para un panegírico. La tradición católica ha considerado siempre que la oración debe acompañar la muerte de un cristiano y no un gran elogio fúnebre, y la oración nos lleva a contemplar a Dios y sus designios, a expresarle nuestro deseo y súplicas por el encuentro definitivo de nuestro hermano que parte, con su creador y redentor, en este caso es un sacerdote, párroco y pastor de esta comunidad, para la cual ha presidido y celebrado los santos misterios.

No nos queda ninguna duda, éste es el mayor galardón que ostenta Mons. Carlos Manuel de Céspedes. Porque él fue un hombre de letras, profesor ilustre, escritor fecundo, y merecidos méritos ha cosechado y homenajes ha recibido, pero todo esto es parte de la vida fugaz que él acaba de dejar atrás.

Las obras, los recuerdos, quedan, se almacenan, se rememoran, se olvidan o se convierten en nombres, en citas, en meras referencias, porque nada es inmortal, sino nosotros mismos y el amor que animó nuestras vidas. Porque aún nuestra fe y nuestra esperanza pasarán. ¿Cómo habríamos de creer o de esperar, al comparecer ante el Señor, a quien ya veremos? Pero el amor no pasará, se irá con nosotros, se quedará con nosotros.

Al encuentro de Aquél que es la fuente de la vida salimos despojados de tanto amor a la vida misma, ese amor instintivo en nuestra existencia terrena, que se torna falaz, que el sufrimiento hace vacilar a veces, que es válido en cuanto que nací para vivir, que fui creado para la vida, pero que se nos vuelve insuficiente y precario. Y llega el momento de salir al encuentro de Aquél que es la vida misma y nos dejó vida abundante a su paso entre nosotros: Jesús, el Salvador. Y llegamos, sin otro equipaje más que el amor, a sus moradas, las que El nos fue a preparar en la casa del Padre, y esperamos en su acogida oír su voz: “Bien, siervo bueno y prudente, en lo poco fuiste fiel, te pondré al frente de muchas cosas”.

Porque una sola cosa es necesaria: ser fiel en las cosas pequeñas. Pues fuiste, querido hermano, profesor, escritor y poeta, pero todo esto quedó atrás. Sólo en tu condición de ministro del Señor puedes acoger esta Palabra que Dios te dirigió un día: “Tú eres sacerdote para siempre”.

¡Qué bien supo Monseñor Céspedes definir las metas y asideros de su vida en múltiples entrevistas, en encuentros y conversatorios diversos, cuando le hablaban de su historia personal, inquiriendo casi siempre sobre el porqué de su opción sacerdotal!: “En mi vida (respondía el P. Carlos) hay dos amores: el amor a la Iglesia y el amor a Cuba, a mi patria”.

Los amores válidos, los que llevan bien puesto ese apelativo, participan de la perennidad del amor que es indivisible.

El Padre Carlos no nos deja simplemente el buen recuerdo de su amor a la Iglesia, lo lleva consigo al encuentro con Jesús misericordioso, para hacerlo ofrenda perpetua a favor de ésta, su Iglesia de La Habana que tanto amó y sirvió, de la Iglesia que vive en Cuba y de la Iglesia Universal.

El amor a Cuba del Padre Carlos Manuel, que supo contagiar a tantos jóvenes cubanos y cuya ausencia en algunos de los de la nueva generación tanto dolor le causaba; ese amor concreto a la Cuba que tenemos, con su gran historia y sus miserias, y a la Cuba soñada, la Casa Cuba que debemos seguir construyendo, tampoco quedará como emotivo recuerdo, se irá consolidando en el amor subsistente que es Dios mismo, quien únicamente podrá llegar a hacer realidad el bello sueño del Padre Carlos y puede multiplicarlo en muchos.

El amor a la Iglesia llevó a Mons. Céspedes al sacerdocio. La dejación de un camino prometedor por parte de un joven bien dotado en múltiples aspectos para el quehacer intelectual, con el fin de consagrase al servicio de la Iglesia en el sacerdocio, es siempre un indicio de la radicalidad de su entrega.

Y esta radicalidad la reafirmó cuando, después de sus estudios teológicos en Roma, decidió regresar a Cuba, enfrentando la separación familiar y en total concordancia con su otro gran amor, el amor a la Patria.

El sacerdocio en la Iglesia Católica nos lleva, por los caminos de la obediencia a Dios y a los superiores, por rumbos diversos. Y el Padre Carlos fue Rector del Seminario “San Carlos• y, en cierto grado, salvador de esa institución cuando, urgido el Seminario a abandonar sus instalaciones de “El Buen Pastor”, se trasladó su sede al antiguo edificio del Seminario “San Carlos”, del siglo XIX, entonces transformado y totalmente inadaptado para esa función. Y desde aquél momento hasta ahora ha sido profesor del Seminario. Este quehacer de formador y profesor de futuros sacerdotes es un modo privilegiado de servicio sacerdotal.

Y, siempre en obediencia a sus superiores, simultaneó sus tareas profesorales con las de Secretario Adjunto de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, con la de Vicario General primero y Vicario Episcopal después de la Arquidiócesis de La Habana, sirviendo a la vez como Párroco de las emblemáticas iglesias de Jesús del Monte y del Santo Ángel Custodio, dejando en ellas una huella de afecto y gratitud. Y hasta el momento de su partida fue párroco de esta iglesia de San Agustín.

Hace algunos años, cuando la enfermedad parecía vencerlo, vine a verlo para decirle que ya debía retirarse para cuidar mejor su salud y me dijo: “Yo no renuncio, con la escasez de sacerdotes que hay aquí yo no doy ese testimonio a los demás sacerdotes. Si tú me quitas, yo obedezco, pero yo no quiero renunciar”.

Esa, en verdad, fue también una respuesta radical, como lo había sido su respuesta al llamado del Señor para entrar al Seminario, dejando lo que muchos consideraban un “brillante porvenir”.

Es el sacerdocio el que marcó y selló su vida. El recuento histórico de su quehacer sólo es posible desde ese núcleo vital. Buscó el Reino de Dios y su Justicia, lo demás le llegó por añadidura.

Cuando ayer pregunté a su hermano Manuel Hilario, Obispo de Matanzas, dónde debía ser sepultado su hermano, si en la bóveda familiar donde descansan su padre y otros miembros de su familia o en el Panteón Sacerdotal que tiene la Arquidiócesis de La Habana en el Cementerio de Colón, me respondió: “En el Panteón de los sacerdotes, él es sacerdote de La Habana”.

Y ése sería su epitafio perfecto: “Mons. Carlos Manuel de Céspedes: Sacerdote”.

Concédele Señor el descanso eterno
y brille para él la luz perpetua. 

Texto tomado del website de la COCC

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