Saturday, March 11, 2023

(Social. Marzo 1932) Valor de la imagen en el cine. Por Eugenio Florit.

Teatro Principal. Camagüey
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Existe una leyenda sobre el origen de la pintura, en la que creían las señoritas del siglo pasado. Un doncella de Corinto, en los tiempos de la Grecia homérica, amaba tiernamente a su prometido. Este hubo un día de partir para una guerra, de la que tal vez no volvería. La doncella, en el dolor de los adioses, miraba la bella figura de su amado, y la sombra que el mismo proyectaba en la cercana pared. Entonces, con un impulso intuitivo, de esos de los que sólo son capaces las muieres, tomó del suelo unntrozo de carbón y, febrilmente, dibujó en la pared el contorno de la figura amada.

Si hemos de creer, con Croce, que el arte reside en la imaginación, antes de que tome forma, sonido, color; es decir, antes de exteriorizarse, aquel deseo de amor, de perpetuar la imagen de la persona amada, ya tenía en sí tal carga artística, que bastó un solo impulso para hacerla surgir. El arte, según esto, está basado en el poder de formar imágenes. Sin embargo, puede el hombre concebir obras de arte en su mente y permanecerán éstas ignoradas si no las vierte en un continente de adecuada forma. Todo el proceso del arte ha consistido siempre en aislar una cualquiera de las formas bellas imaginadas o vistas por el hombre, reducirla a límites precisos, separarla del conjunto que hace a su atención vagar sobre ellas, y, una vez detenido, el vuelo, trabajar sobre aquel pedazo de realidad o fantasía, hasta obtener de él un pequeño mundo de pujante significado artístico.

Esa fuerza de imaginación del individuo, capaz de crear en su mente las formas más extraordinarias de belleza, condénsase, en nuestros días, en la contemplación de tales imágenes en la pantalla. Existe en ello un goce. La imagen, desplazada de la mente del individuo, va a ocupar su puesto frente a él. El poder de imaginar, de "hacer arte con el cerebro", como quería Miguel Angel, cede al poder de contemplar esas, imagenes.

Por el cine, cada uno de nosotros viene a ser un espectador de ideas. El concepto emersoniano del poeta se ha fragmentado en tantas partículas cuantos sean los hombres que tienen la mirada fija en la pantalla. Habrá siempre, claro está, el Poeta con mayúscula inicial que, según la clara palabra de Emerson "es el verdadero y único doctor; sabe y relata; es el único recitador de, noticias, porque asistió privadamente a la aparición de lo que describe". Pero, a su lado, estamos nosotros, que vamos al cine por la noche a ser es­pectadores de ideas, es decir, a ser también poetas, dentro de nuestra personal limitación.

El desarrollo del film va exponiendo ante la vista el pensamiento objetivado. La vida misma está allí hecha ima­gen. El suceso trivial, que a diario miramos sin concederle importancia, cobra, por virtud de haberse eternizado en un segundo, en una vuelta de la manivela de la máquina cine­matográfica, tal condición artística que al contemplarle proyectado en la pantalla nos fascina con su poder egregio.

La pantalla y su marco poseen en grado sumo virtud expresiva, -diré mejor: capacidad expresiva.- EI cuadro en que se mueven las figuras, desde el momento en que recibe la luz, viene a situar ante nosotros un mundo ajeno en el que sin embargo, nos sumergimos, arrastrados por su poder absorbente. Es el Maelstrom indomable que refleja en sus aguas el color de muchos mares, de colores diversos. Y el marco -serenidad circundante a esa deificación del movimiento- tiene un encanto de playa rumorosa en la que se duermen, cansados de agitar los brazos, tantos deseos ya con el aliento quebrado y la voz, hecha pálida sombra de potencia. Hay en el tercer tomo de "EI Espectador" un delicioso ensayo, que Ortega y Gasset titula "Meditación del Marco". A caza el hombre de un tema que aprehender entre los puntos de su pluma, fija la vista en el motivo de meditación que le ofrece el humilde marco dorado, suspendido frente a él como una ventanita para mirar un paisaje lejano. El revolar de la abeja de su pensamiento lleva después al autor a detenerse un instante, sin fijar mucho la vista, en la boca del telón, que es marco de la escena, Qué bello tema el del marco de la pantalla cinematográfica, para haber sido clavado por ese entomólogo de todos los sucesos vitales que es Ortega y Gasset. Siempre que iba yo al cine, de, pequeño, preocupábame por saber cómo la acción del film se desenvolvería a derecha e izquierda de la pantalla. Más que lo que veían mis ojos, estaba mi curiosidad alerta para descubrir un detalle de vida por las esquinas del lienzo iluminado. El marco era, para mi infantil imaginación, algo así como los libros que en la biblioteca de mi padre me estaban vedados por expresa prohibición. Un límite; una valla de infranqueable acceso. Ante el negro pespunte que rodeaba la pantalla, como ante el título sonoro de alguno de aquellos volúmenes se estrellaban mis ansias de niño curioso. ¿Qué se dirían los hombres y las mujeres cuando, cogidos del brazo, atravesaban el cuadro en movimiento? Y aquél perrillo que escapó de manos de su dueño, ¿en qué lugar no visible lo atraparían?

Después comprendí y el marco de la pantalla adquirió su verdadero significado. Ya no limitaba, o, si limitaba, era para hacer resaltar las figuras que en su interior brillaban. Ya es sólo marco, que vale tanto como decir ventana. Abierto el hueco en el testero del salón, cruzan por él todos los cuadros de la fantasía, unidos con invisible mano prodigiosa. Viene el ensueño a posarse dentro del marco y las mil y una noches que Scheherazada necesitó para, narrar sus cuentos al Sultán, se han trocado en e devanar de unos segundos

Pedro Henríquez Ureña ha dicho que cada obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión. Si es cierto este postulado, referido al cine se reafirma con una realidad irrebatible. El cine ha creado su propio medio expresivo. El cine, arte contemporáneo, se ha hecho visible por la imagen viva.

Este arte integral que es, el cine, convence de su genuina prosapia si nos detenemos a considerar el valor que ha representado la imagen en el arte de todas las épocas. Desde el hombre que en las cuevas de Altamira se propuso detener el tiempo -representado éste por el impulso de la embestida, que se dejó el bisonte eternizado en un lecho de piedra- el poder de imaginar ha correspondido siempre a una objetivación de las imágenes. El hombre artista, que ya imaginó, antes de revelarse al mundo como tal, se ha visto eternamente impelido a ello por condición de la naturaleza humana, siempre propicia a exteriorizar sus mundos íntimos. La poesía, arte imaginativa por excelencia, es, de todas ellas; la que mayores posibilidades de exteriorizar sus imágenes tiene, por la misma condición de ser un arte en el que el pensamiento se vuelca, casi íntegramente, sobre la palabra. Sin embargo, en ella se hace necesario, una vez traducida la imagen a forma visible, retraducirla en la imaginación del lector para, con eso, asimilarla en lo posible con su primitiva esencia. Por el arduo proceso -viaje con billete de ida y vuelta- va perdiendo la imagen sus más puras calidades artísticas, dejando algo de sí en cada estación del trayecto.

En la pintura, la imagen está materializada. Se tradujo en color, en forma. Pero todo ello a costa de su vida. Un rostro en un cuadro, aunque "parezca que está hablando", no lo está. Perdóneseme la perogrullada y esta imposibilidad de hablar, de moverse, o para no referirme sólo a las figuras, este detención del fluir vital -o esencial- de las cosas, lleva en sí su limitación como traductor de la imaginación del artista. Ved, si no, cuando en el cine, por una interrupción cualquiera se quedan fijas las imágenes en la pantalla. Nuestra primera impresión es de desasosiego. El ritmo que íbamos llevando con el devanar del film ha quedado roto y ahora somos nosotros los que, por la inercia, nos adelantamos, como cuando el automóvil en que vamos se detiene de pronto. No es que la imagen que aun aparece sea desagradable; puede, incluso, ser bella. Es que ha perdido su correspondencia con la mente del realizador del film, que la imaginó y la llevó a cabo en movimiento. Precisamente, el cine ha obtenido uno de sus más legítimos triunfos porque es el único arte -bienaventurado su predecesor, el "Phenakisticopio" de Plateau- que supo entonar con la vida. Y más aún: con nuestra vida actual, caracterizada por un romántico amor a la acción, al movimiento. Toda la fantasía de Julio Verne, que nos llevó al fondo de los mares y a las dormidas llanuras de la Luna y que galopó sobre los cinco Continentes, tuvo aún el libro como vehículo. Hace cincuenta años había que soñar leyendo. El ensueño permanecía preso entre las páginas del libro, y la mariposa sólo agitaba sus locas alas a una descarga eléctrica, resultante del contacto de dos fantasías de nombre contrario: la del autor y la del lector. Ahora, gracias a los prodigios de la cinematografía, soñamos viendo. Se ha rasgado el velo que nos ocultaba el melificar de la fantasía en celdas hasta ayer inaccesibles. Y este magno suceso que es el pensamiento humano, vió de pronto abiertas de par en par las puertas de su recoleto laboratorio y ya descubierto el íntimo trabajar de sus abejas, inició su vuelo por el mundo exterior.

Existe, como cualidad esencial del cine, el deseo de narrar y de narrar con imágenes y no con palabras. Con las imágenes que por sí solas -al decir de Epstein- vienen a narrar todo lo demás: el asunto, la acción, el gusto, la tesis de la obra. Todo lo que la palabra no puede explicar por sí misma -limitada como está a la expresión oral de los conceptos- el cine lo sugiere con una imagen o una sucesión de ellas. Pensamientos, deseos, recuerdos, se nos presentan en el cine con una diafanidad y una belleza ejemplares. Basta un enfoque, un cambio de perspectiva, un gros plan, y el relieve que con ellos adquieren los sucesos -hombres y cosas- estará gritando su calidad de hecho estético.

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