Saturday, September 24, 2022

(Social. Enero 1916) El dandismo de tres cubanos. Julio Sanguily, Nicolás de Cárdenas y Edelberto Farrés. (por Francois G. de Cisneros)

En los últimos años coloniales, la sociedad habanera, formaba un grupo de refinados y aristócratas gentiles hombres, mujeres de supremas bellezas donde el arte de la conversación tenía muchos sectarios, se narraban aventuras deliciosas, se formaban dulces idilios, nacía la crónica social y se cultivaba el dandismo, ya en los palcos del Unión Club, en los salones de los Condes de Fernandina o en los grupos airosos de la acera del Louvre, donde el abejorro del buen humor bordoneaba la frase, mientras hervía el blondo licor de la Certosa o espumeaba el jocundo vino de la Champagne.


De aquellos elegantes, garridos, fuertes, varoniles, no podré olvidar al General Julio Sanguily, claudicante y rosado, byroniano y sonriente.

Representaba la fina raza criolla. De la culta cuna de una familia legendaria, traía la belleza masculina de sus antecesores, nacidos allá en los Pirineos franceses, un algo de fanfarronada provenzal, una despreocupación de gascón pronto a requerir la tizona como a rimar la estrofa de amor.

Amaba las violetas. Siempre en el ojal de su frac vi el ramo de primavera y en sus ojos azules la viva llama de la alegría del vivir. Tenía todos los detalles del dandy que ama escribir sus cartas en fuerte pliego coronado por blasón heráldico y sonrie desdeñoso si al baccarat pierde una fortuna.

Su emoción era ruidosa y su causticidad filosófica. En el juego y en el amor era victorioso. Amaba el efecto porque conocía la admiración. Entraba en la ópera a mitad de acto y a su paso todas las cabezas se inclinaban y todos los corazones latiían.

Sus manos eran casi eclesiásticas, finas, largas, lustrales; manos para esgrimir la espada o acariciar frentes; manos que gesticulaban triunfadoras acompañando su discurso, con gestos precisos, gestos de jefe que comanda o de amante que cautiva.

Tenía un culto por la estética de la moda y en el trópico cruel donde es una heroicidad ser esclavo de la hora, el General nunea faltó al código del buen vestir; cada noche lo vieron los salones del Cerro, las antiguas casas feudales de los Condes de Casa Bayona, de los Marqueses Du-Quesne y de la Sra. Rita del Valle, pasar apoyado en su baston, fenguantado, brillante, llevando el frac con esa desdeñosa negligencia, irguiendo su busto militar, mientras su boca sonreía bajo su bigote rubio.

De tarde, reclinado, en la victoria, camino del Tulipán, sus ojos turquies encerraban el paisaje de su tierra por la que el sacrificó juventud y riqueza; y emergía vestido de blanco como un mármol apolíneo, una ofrenda de Cuba, un recio retoño de ese árbol de los Sanguily que floreció allá en los montes pirenaicos y vino al Caribe como una gloriosa floración.

Como Bocaccio podía narrar cien capítulos galantes, como Artagnan cien combates bien ganados; como Loti cien viajes exóticos; y su conversación interesaba y fascinaba porque a su charla criolla, vernacular, prendía la frase elegante, la interjección épica y la sentencia del observador.


Colín de Cárdenas es nuestro chevalier d'Orsay, nuestro genuino y perfecto cubano. Como el Conde Boni de Castellanne representa el francés; Colín afecta el criollismo en su blanda charla, en su pulcritud estética y en sus suaves ejercicios corporales, la equitación tropical, la esgrima de la calle del Prado y la lenta cruzada por las calzadas habaneras, sorprendiendo en los balcones los ojos negros y las voluptuosas figuras.

Afrodita es su Diosa. EI ha tejido guirnaldas de azaleas para ofrendar el templo de la Belleza- la criolla belleza trigueñia!

Ama el panamá de finísimo tejido; el flus blanco de dril número 100 y los zapatos amarillos, pequeñitos y relucientes; jinete en una arcaica mula, en el arzobispal sillón cubano, con arneses donde la plata forma dibujos. Colin de Cárdenas simboliza en la imaginación de sus amigos "el último criollo".

Hoy el Sr. Nicolás de Cárdenas es un diplomático con el physique du role, un Ministro que enorgullece representando nuestro país en el viejo país de los Incas; y los más severos salones de Lima, lo han visto gallardo y triunfal con el uniforrne de la carrera, minucioso, discreto; pero siempre irreprochable; el pantalón cayendo impecable, el frac bordado de oro sin producir una arruga y el espadín inútil y ornamental caer no como el sable del militar, sino como e1 amable juguete del diplomático para emplear la mano izquierda.

Yo lo recuerdo en aquella época de esgrima; cuando Lafourcade, Alonso, Antolín Martínez, el Dr. Remírez, eran maitres d' epee. Colín de Cárdenas era un fanático del acero, una herencia oculta de sus conquistadores antepasados; menudito, ágil, sonriente, cruzó su hoja con los pontífices del arte; plantó su figura harmónica frente al clasicisismo de Merignac y frente a la brutalidad de Pini; y de noche cuando el plastrón inmaculado sustituía el plastrón de cuero, paseaba sus gemelos sobre los palcos donde flordelisaban las bellezas de otras épocas, y su mano calzada de guante blanco se movía en un saludo íntimo y confidencial.

Lo recuerdo hace algunos afios en Long Branch con un traje de franela blanca rayada de negro; con zapatos de lona istriados eon cuero amarillo; admirando las venusinas formas de las bañistas; y recuerdo lasaaéncdotas, las narraciones, los cuentos que me hacía de su vida en París y de su vida en la Habana, cuentos que servirían de tema para algun volumen de crónicas galantes del siglo XVI.


Edelberto Farrés ha sido el verdadero Beau Brummel habanero, sibarita, conocedor de todo lo exquisito, desdenIas acuarelas de Watteau, los sombreros de copa de Lock, los automóviles Rolls Royce hasta la ciencia del jardinero Le Notre y la ciencia del cocinero Brillat-Savarin.

La quinta de la calle Domínguez era un museo de armas antiguas -yataganes árabes, mosquetes de Flandes, cuchillos sikhs, lanzas, arcabuces, viejos arcones aragoneses, tapicerías, vasos de Sevres, candeleros de Venecia, encajes de Malines, alfombras de Teherán- por los salones de su morada paseó la fastuosa sociedad del faubourg Tulipán y sus fiestas se rememoran como las del Marqués de Ganay y la Duquesa de Uzes en París o las del Duque de Bedford en Londres.

Su hermosa cabeza de regularidad varonil era la más admirada en las fiestas de Tacón o en los bailes de Palacio; y hoy cuando los años han pasado, siempre se mantienen el rosa de sus mejillas, la albura de sus cabellos, su busto erecto, su sonrisa de hijosdalgo y su voz robusta, vibrante, algunas veces tonante. No he oido una voz más robusta ni más sonora que la de Edelberto Farrés. Tiene esa franca harmonía de los seres que saben vivir -discutir, con él es perder tiempo- todo desaparece si irritado inicia un crescendo en su órgano vocal.

Sacerdote del buen tono, cada aparición en el mundo era una aurora de estilo y de chic. Ama el traje azul, rimando con su bigote cano, ondulante y sus ojos profundamente glaucos. 

Siempre me ha parecido un británico que hubiese vivido en Lutecia. Cada detalle marca una era de buen gusto. Sus joyas son simples; perlas y en una piedra rojiza el escudo de la noble casa catalana de Farrés que ya en el siglo XIII combatían como Alféreces al lado de los Condes de Berenguer. 

Clubman fanático. Ha sido uno de los más queridos Presidentes del Unión Club y su presencia en la mesa del Louvre, años antes de la guerra, era deseada, porque nadie como él para combinar menus dignos de Paillard y contar de sobremesa las más espirituales anécdotas entre el viejo cognac o el café de Oriente.

A la villa gitana y sureña prefiere la campiña ancha y lejana, desde su bungalow de la Víbora, claro, gracioso, abierto a todos los vientos contempla la ciudad que hierve con la filosofía del ateniense, mientras pasa ante sus ojos toda la vida mundana de hace treinta años llena de poemas y de tragedias, de luchas y de aspiraciones.

Hoy, es el Ministro de Cuba en Colombia, debiéralo ser ante la corte de Saint James o el Palacio del Eliseo porque el apuesto caballero cubano ha sido y es uno de los más aristocráticos dandies de nuestra tierra tropical, y como me decía una extranjera:

-Pocas veces he visto un hombre tan gallardo y tan peligroso como Edelberto Farrés ...

Enero, 1916.

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