Wednesday, April 29, 2020

Fragmento de "Un mariachi viejo", novela de Félix Luis Viera, en proceso de creación

Nota: Cada miércoles un fragmento de Un mariachi viejo, novela de Félix Luis Viera, en proceso de creación.

Puedes leer todos sus textos, publicados en el blog, en este enlace.




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Otro de los nombres abundantes aquí e inexistentes en Cuba es Érika. Lo pronuncian así con acento en la É, pero difícilmente alguna de sus propietarias le escriba la tilde (y sí, casi todas lo anotan con K). He buscado en algunos archivos y su origen es germano; aun he sabido de una marca de máquinas de escribir alemanas con ese nombre.

Fui a la Universidad Autónoma de México (UNAM) con Cinthya en busca de una certificación de notas que ella necesitaba.

La UNAM es una inmensidad. Es justo llamarla Ciudad Universitaria. Da clases a trescientos diez mil alumnos. La piscina olímpica —celebrada con grandes aires tanto por nacionales como por extranjeros expertos—. Los murales que forran las cuatro fachadas de la colosal Biblioteca Central, muestran tramos de los orígenes y la historia de México, cubren cuatro mil metros cuadrados y están ahí gracias al corazón y los cojones del pintor y arquitecto hijo de esta ciudad Juan O'Gorman, quien venció no pocos vientos en contra para que los jefes finalmente le autorizaran la realización de algo que no estaba en los planos originales; forman parte de esas artes que, estén a la intemperie o bajo techo, resultan para siempre.

De la Facultad de Medicina nos remitieron para la rectoría. “Ay, pero si el papeleo es allá”. Nos dijo la señorita que nos atendió en el umbral. Y no lo dijo, pero sin dudas pensó: “Qué gorda tan pendeja, si eso lo sabe cualquiera”. Y quizás me incluyó a mí: “Qué pareja tan pendeja” (así con consonante y todo).

Fiel a su idiosincrasia, Cinthya vino hacia mí desde el cubículo en el cual daba verbo con una oficinista, para comunicarme “un momentito” que había olvidado un dato “y la señorita le estaba echando una mano para que todo quedara”, quedara bien, resuelto, sin problemas, quiso decir.

Fiel a su idiosincrasia, luego, par de veces, asomándose desde allá me pidió, dejando un leve espacio entre el índice y el pulgar de una mano en alto y en horizontal, que la esperara “tantito”.

Cuando fue a enviarme la misma señal por tercera vez, se quedaría con la mano levantada: yo ya no estaba; “qué aflicción sentí”, concluiría luego su relato.

Tantas veces le había dicho que no soportaría ni uno más de sus yerros, sus “olvidos”, su impuntualidad, su femenil dispersión capitalina (iba a escribir “dispersión azteca”, pero no me consta que en todo el país, como sí en esta ciudad, sean como ella tantas mujeres, según mi experiencia, anécdotas, noticiarios, libros, artículos periodísticos, viejas de lavadero, etcétera).

Había sido un impulso. Luego de que, caminando (fui caminando) hacia la estación CU (Ciudad Universitaria) del metro, se me fuera bajando el encabronamiento, sentí angustia: yo era el jefe del dúo, mas si ella reunía amor propio y tomaba la decisión de terminarlo, me las vería de viacrucis: ella sufragaba el techo de ambos y aun me dejaba caer algo de apoyo en moneda cuando fallaban mis ingresos —lo que ocurría con cierta regularidad; en el periódico yo estaba de freelancer, así que en ocasiones surgía para mí menos trabajos del que necesitara.

[Yo era el jefe del dúo, de la relación, de la pareja porque Cinthya resultaba una dama gorda casi en exceso, con líneas corporales que, en dependencia de cuál zona de su anatomía, por poco habría que adivinarlas. Una mujer como ella está noqueada en un sitio donde habitan, en edad der ser amadas, según el último censo, cinco millones ochocientas mil cincuenta y dos mujeres —y me atrevo a vaticinar, a tiro de ojo, que la mayoría, a grandes rasgos, marca en lo estético. En esta megalópolis interminable donde tantas de ellas sienten ese pánico de que finalmente los naipes no les resulten favorables y se queden solteras vitalicias, sin hogar, sin hombre fijo… Dios, que me está mirando, sabe que es cierto lo que acabo de escribir acerca de Cinthya y lo demás; y Él me quedará agradecido por esta y otras crudas observaciones emparentadas que iré avisando a lo largo de este cuento].

[Bueno..., en cuanto a Cinthya, ya lo he dicho antes: desde que la conozco me ha parecido una gorda bonita. ¿O son ideas que me hago o quiero hacerme?, ¿o que necesito hacerme?].

A punto de entrar por la boca del metro CU comenzó a llover. Un aguacero fortísimo, inmisericorde, que como otros que he padecido o disfrutado, según, desde mis primeros meses en esta mole, pareciera que soltaba los aguazos mediante cintas interminables del cielo hacia la tierra, cintas que se rozaran unas contra otras para producir ese sonido como de metales que estuvieran chocando.

Solo quince o veinte goterones me tocaron. Mi temor no era únicamente a la mojadura. Más que a esto: luego de la lluvia la temperatura baja y la frialdad se ceba en la ropa húmeda —algo especialmente terrible cuando se trata de ropa gruesa, recurrente para ampararse del frío, visitante y anfitrión perenne en esta ciudad. No utilizo paraguas: si en época de lluvia salía a la calle diez veces con uno, nueve lo olvidaba en cualquier sitio. Suerte que no eran muy dolorosos para la economía personal, de ocho pesos en cualquier tenderete del metro o de las aceras destinado a darles felicidad a los pobres.

Desde comienzos de siglo más o menos, según el parte médico casi todos los padecimientos se deben al estrés. El dolor de cabeza, de estómago, de colon, la impotencia en los hombres, la infertilidad en las mujeres, un dedo, una pierna, tiesos, la pérdida del apetito, el insomnio, el sueño en exceso, la frigidez… todo, según los médicos todo se debe al estrés… ¡Cojones!

Excepto el “¡Cojones!”, el párrafo anterior es parte de mi conversación con Érika. Bióloga, residente en el otro lado del planeta: la delegación Milpa Alta, trozo de la linde por el Sur de esta urbe inagotable.

Una de las pocas mujeres con ojos de azul intenso que he viso en esta ciudad; quien me ha caído, de pronto, como del cielo digamos, a un tiro de mis manos aquí en el metro CU.





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Félix Luis Viera, poeta, cuentista y novelista, nació en Santa Clara, Cuba, el 19 de agosto de 1945. Ha publicado, entre otros libros, siete poemarios, tres volúmenes de cuento y siete novelas.

Entre los premios que recibiera en su país natal, se cuentan el David de Poesía, en 1976; el Premio Nacional de Novela, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, galardón que ya le había sido otorgado a este autor, en 1983, por su libro de cuento En el nombre del hijo.

En 2019 recibió el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, otorgado por Neo Club Press, Vista Larga Foundation y otras instituciones culturales cubanas en el exilio.

Es ciudadano mexicano.

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