Thursday, October 3, 2019

El Encuentro (por Eduardo F. Pelaez)

Transcurría el otoño de 1492. Anayana está tejiendo una red para atrapar los peces que nadan en el pequeño arroyo cercano al batey. La siembra de la yuca está por empezar, como es el rito en los meses de sequía que siguen a la temporada de los vientos y las lluvias. Hace unos meses se desposó con Mayvona, hijo de la hermana del cacique Mayanabo. Viven en un hermoso y ventilado caney. Su esposo es un joven guerrero que ha ganado fama demostrando inteligencia y valor frente a los asaltos esporádicos de los caribes que merodean la zona en busca de alimentos y de mujeres. Mayvona se destaca además por su pericia en los juegos de batú. La maestría que emplea para mantener la pelota en el aire sin que las manos o los pies la toquen nunca, dibujan sonrisas de orgullo en su esposa. 

La pareja disfrutaba mucho de largos paseos por el gran río. Mayvona, aparte de guerrero y atleta, era un magnífico artesano y carpintero. Unas de las canoas más envidiadas de la zona fue la que construyó unos meses antes de su boda. Mucho esfuerzo necesitó para moldear el hermoso tronco de ceiba que había elegido para su obra. La canoa era espaciosa y navegaba firmemente. Cada vez que miraba el vientre abultado de su mujer, se decía: "Ahí viene el primer marinero de una larga familia". 

El futuro aparecía halagüeño. Según la tradición establecida, el cacicato le correspondería una vez retirado Mayanabo. Mayvona se convertiría en el representante del poder solar del dios del fuego, del día y de la noche. Sin embargo, Anayana está triste. Hace dos noches, en uno de sus habituales paseos por el río, al llegar al mar, le pareció oir unas palabras de angustia en el silbar de las palmas. No le dijo nada a su marido hasta que al regresar al batey volvió a oir los mismos quejidos en las palmas que protegían el yucaneque. Preocupada por sus presentimientos llamó a uno de los behiques de la familia para que le interpretara el lenguaje de las palmas. 

El sacerdote inició el rito de la cohoba para comunicarse con sus espíritus, inhalando los polvos alucinógenos colocados sobre un plato de ofrendas mediante pequeños tubos en forma de Y. Cayó en trance y comenzó el diálogo con los dioses. Una vez terminado el rito, el behique se alejó y estuvo largas horas meditando en la soledad de un palmar cercano. Anayana esperó con desasosiego la interpretación sabia del sacerdote. Algo siniestro había sentido en los gemidos del behique poseído por las inhalaciones sagradas. Había visto el rostro del huracán escondido en sus gritos. Sus temores habían sido fundados. El behique le reveló que una fuerza destructiva en forma de montañas flotantes con grandes alas hinchadas con el viento llegaban a la playa cargadas de fuego.

Es bien temprano en la mañana. Los naboríes se encaminan al conuco a vigilar la siembra de yuca así como otras de cacahuate, maíz, algodón y tabaco. Algunas mujeres con sus niños se han quedado cerca de los bohíos preparando los alimentos productos de la caza anterior que ha sido fructífera. Jutías, iguanas y algún que otro pájaro o serpiente van a ser asados esa tarde.

Anayana está triste. No puede concentrarse en el tejido. Lleva largas horas meditando en las palabras del behique: "¿Qué le va a suceder a mi futuro hijo, qué podrían ser las montañas de fuego?". Mayvona trata de consolarla inútilmente. La acaricia con ternura entrelazando sus dedos en la negra cabellera de su esposa y musitando cerca de su oído palabras dulces. Mayvona también cree en las palabras del sacerdote, pero le hace saber a su mujer que la visión de las montañas en el mar no está ubicada en ningún tiempo y le asegura que su familia y las venideras continuarán viviendo en paz.

Esa tarde Maynova convenció a su mujer para abandonar el yucaneque y dar un paseo en su canoa. Los paseos generalmente se iniciaban en un largo río que desembocaba en una bahía grande del ancho mar. Mayvona remaba disfrutando del trinar de los pájaros, del aletear de las aves y de la frescura de las aguas que bañaban las rocas. En una parte cercana a donde nace el río y las montañas se empinan al cielo, el río se convertía en un lago cristalino cubierto de rocas calizas. Era su lugar preferido para bañarse, pescar truchas y asarlas en improvisadas barbacoas. Después de descansar y dormir la siesta, continuaban remando hasta que el río moría en la inmensa agua salada que cercaba su paraíso. Así lo hicieron, pero esta vez regresaron apresuradamente al caney. Anayana se postró sollozando ante el behique. Maynoba, erguido, tenía las manos crispadas y la mirada perdida en la tristeza.


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El río Máximo al correr por las faldas de la Sierra de Cubitas, deslumbra al visitante por la belleza de "los cangilones", que son unas pocetas formadas por la acción de la corriente en el mármol de las rocas. En este preciso lugar, el río cambia de nombre y se le conoce por el Río de los Cangilones. Más adelante, el río desemboca en la Bahía de la Gloria en donde adquiere el nombre de Río de las Carabelas llamado así porque allí desembarcó Cristóbal Colón cuando descubrió a Cuba.

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