Wednesday, October 31, 2018

Angela Agramonte de Varona (por Carlos A. Peón-Casas)


Doña Angela Agramonte de Varona,
 benefactora ilustre del Puerto Príncipe.

por Carlos A. Peón-Casas



La labor caritativa de esta dama puertoprincipeña, de la que poco o nada se nos dice, nos llega por mediación de una publicación conmemorativa igualmente poco vista y citada, referente al centésimo aniversario de la muerte del siempre recordado Padre Valencia(1).

Doña Ángela Agramonte, ilustre lugareña, fue testigo inefable, y luego continuadora entusiasta, del paso bienhechor de aquel hombre santo que fue el Padre José de la Cruz Espí, el Padre Valencia para todos los principeños, y para sus benditos lazarinos, y todos los que supieron de su caridad y amor infinitos.

Para aquel año de 1876, justo a los 30 años de la muerte del querido Padre Valencia, y luego que sus restos fueran exhumados, la diligente y caritativa dama, que fue testigo del hecho, tuvo a bien dedicar tiempo y peculio a una obra imprescindible en aquel minuto: el rescate de la ya por entonces muy averiada Iglesia de San Lázaro, que junto al Asilo anexo, sufriera ya el embate inevitable de los elementos, y primordialmente el comején.

Escuchemos el testimonio de la propia Doña Ángela en carta a su hijo Don Macedonio de Varona, firmada en Puerto Príncipe en mayo 29 de aquel año:
Me he dedicado ahora a refaccionar el asilo de San Lázaro y la bóveda del venerable padre Valencia que amenazaban caer a concurrencia de un comején y goteras de la iglesia; y creo que con el favor de Dios todo lo haré, pues todo lo estoy haciendo de limosna. Sacamos los restos que los encontramos todos llenos de comején, todavía con carne en los ojos y en un callo que tenía en la frente que se le había hecho del suelo, pues oraba postrado, y parecía un lunar. Tenía la cabeza (y) el cutis disecado. Allí tenía de enterrado 39 años cumplidos el 2 de mayo, y sacamos los restos el 12 de mayo: de modo que tenía 39 años (y) diez días. Estos restos los sacó el Sr. Arzobispo y los sacerdotes y el Comandante General y todas las personas que quisieron ir. El P. Riverol y un escolapio fueron los que trasladaron los restos a una caja de zinc que yo tenía preparada, y mandé a hacer otra de caoba muy linda que estuvo allí, y se pasó la de zinc a la de caoba ayer que asistieron las mismas personas del otro día y se trasladaron las cajas a su habitación donde se pusieron los pocos muebles que existen de él, que son: una cama de tabla y un ladrillo que era su almohada en las pocas horas que descansaba y cuando estaba enfermo y un crucifijo. Todo se guardó hasta que se refaccione la iglesia y tumba, para entonces volver a colocar los restos lo mejor que se pueda; pues juzga tu si tendré que caminar, pues yo soy la encabezada y me acompañaban Belén Socarrás, Anita Clorinda, Masita, Regla la esposa de Manuel Villafuerte y Manuela Xiques y otras varias(2).
Su testimonio es ciertamente revelador, en cuanto a los detalles de aquella primera exhumación de los restos del P. Valencia, e igual de su enorme deseo por salvar para la posteridad de su tiempo, en medio de los fragores de la Guerra de los Diez Años, el valioso aporte, de aquel buen pastor, a la caridad de los mas necesitados.

La dedicación de aquella buena cristiana a perpetuar la obra de Valencia, se nos sigue contando de parte de un testigo, Don Juan Basulto, vecino del Príncipe, en carta al ya citado Macedonio de Varona, dando cuenta de la enfermedad y muerte de Doña Angela, acaecida, fortuitamente, en el mismo asilo de San Lázaro, en diciembre de aquel propio año:
Ella se había marchado para San Lázaro en Septiembre para continuar su obra, la cual venía haciendo desde mayo último, pero entonces iba de mañana a las 6 y venía a la misma hora de la tarde. Como el carruaje cobrase por llevarla y traerla dos pesos, acordó irse a vivir a San Lázaro, y venir los domingos a oír misa o a hacer alguna diligencia en provecho de la obra, que estas eran tantas que solo ella las desempeñaba. Supón que madera, cal ladrillos, arena, hierro, clavos, martillos, operarios, peones, arquitectos y dinero se hacía de limosna y era necesario mandarlo ella misma.
La semana antes había estado cuatro días mala, y con unas quejas que había recibido se fue montada en una carreta desde su casa a las nueve de la mañana el día cuatro y se estuvo en San Lázaro hasta el viernes a las oraciones, habiendo cogido cama en desde el miércoles en San Lázaro. En este tuvo tres días de calentura sin remitirla a ninguna hora. Y el domingo a las once menos unos minutos falleció…
A su deceso, el periódico El Fanal, hubo de publicar unas notas laudatorias a la memoria de tan esforzada y caritativa dama del Príncipe, y que ahora transcribimos para ayudar a redondear esta mirada a figura tan descollante de la caridad cristiana, siempre bien entendida, y mejor vivida, de su época:
Poseía una varonil fuerza de voluntad que unida de practicar el bien, no le dejaba lugar a detenerse ante ningún obstáculo por insuperable que fuese, cuando se trataba de poner en práctica la más relevante virtud: la caridad. A esto se debe que en muy pocos días se vieran reparados todos los techos, empleándose un número considerable de tejas, maderas y otros materiales, con más la mano de obra consecuente al trabajo.(…)
Pero ¿con que recursos contaba Ángela para proceder a tan costoso trabajo? Con Dios, con su abnegación, su fe, y la nunca desmentida caridad de nuestro pueblo(3).
En algún minuto, aquella mujer de alma tan dedicada a los más necesitados había expresado de aquella ermita que:
Ese templo de piedad grande en su forma y grande por el objeto a que se dedica, es la obra de un hombre que al emprenderla contaba con mucho menos que con lo que yo cuento para su reparación(4).
Y acaso en medio de tremendas escaseces, fomentadas por el estado de guerra que asolaba al país, en el minuto que narramos, esta mujer decidida y llena del mismo espíritu que el santo Padre Valencia no se arredró ante nada y dio lo mejor de sí, para el logreo de aquel imprescindible empeño, así lo recuerda aquel panegírico que venimos citando de El Fanal:
La infatigable señora activó personalmente los trabajos preparatorios para la reconstrucción de la ermita y a los pocos días un considerable número de operarios daban principio, estando a más de la mitad al tiempo de su fallecimiento, y dejando en su recinto todo o casi todo, el material necesario para la terminación, y caso de faltar algunos bastaría con los que hay ofrecidos y y con algunos efectos y algún dinero en billetes que existen en poder de su albacea testamentario Sr. Don Juan Basulto(5).
A su deceso, y otra vez, emulando acaso en el tiempo, se escucharon otra vez, los lamentos de los pobres lazarinos y todos aquellos, a quienes el P. Valencia socorrió, cuando aquel pasó al Padre, así nos lo sigue relatando aquella crónica:
El nombre de Ángela Agramonte de Varona vive en los corazones de los pobres de esta ciudad, que lloran desconsoladamente tan sensible pérdida, pero con mayor razón en los de San Lázaro, a quienes ha dejado huérfanos(6).
Y ya en aquel minuto pedía a voces perpetuar la memoria de aquella buena alma que tanto hizo por sus prójimos, que entonces muchos durante su vida, supieron aquilatar, y cuya interpelación llega hasta hoy, olvidada acaso su impronta bienhechora entre tanto “mundanal ruido”:
Si nuestra débil voz tuviera algún valor, nos uniéramos(..) para pedir a quien corresponda que su nombre sea grabado en un lugar visible del hospicio para veneración y recuerdo de sus caritativos hechos y de los grandes beneficios debidos a ella(7).



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  1. El Centenario del Padre Valencia. Reportaje de Emiliano Barrios. El Camagüeyano, Camagüey, 1938
  2. Doña Angela Agramonte. María Teresa Betancourt, en El Centenario del Padre Valencia, op cit. p.39
  3. Ibíd. p.40
  4. Ibíd. p.41 Se cuenta aquí a seguido la anécdota siempre proverbial, de la primera vez que el Padre Valencia saliera a recolectar fondos para iniciar la obra del Asilo, que costaría al final muchos miles de pesos, y a pesar de no haber recogido al final del día más que 75 centavos, torno a su celda “entusiamdao y satisfecho”
  5. Ibíd.
  6. Ibíd.
  7. Ibíd. Todavía en 1938, ese anhelo estaba incumplido, y así llega hasta hoy.

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