Tuesday, December 7, 2010

El Trago de los Tigres (Capítulo final de la novela)


Parte 5. Capítulo único (y final):
Los cantares



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


1

El eco del disparo se mezcló en el estruendo de miles de otros disparos: suma de innumerables ruidos simultáneos. La alarma, los gritos, la sorpresa, la pro-tección de algún tronco ante aquella avalancha de plomo. Nos pegamos a la tierra húmeda, todavía medio dormidos, buscando nuestros fusiles, y seguía el ruido frío de la muerte. Los ayes, las quejas, el olor a pólvora, a sangre, a muerto nuevo. Gritamos, blasfemamos, escuchamos, oímos, nadie escucha, nadie oye nada, solo ruido, hojas que saltan, cuerpos que caen, que lloran, que se despiden mirando un cielo ajeno y lejano, silencio y ruido, silencio y ruido. Aquí nos quedamos, nos quedaremos todos, como se quedó Marcelito con su moneda entre los dientes, nos volveremos polvo, tierra, una chapilla de metal en el subsuelo de África por cuya superficie andarán los animales de la tierra, no, tenemos que volver, tenemos la vieja enferma, el viejo loco, un hermano asmático, una novia, un perro chino, tene-mos una calle, un número, un espacio, un Carné de Identidad. Tenemos cosas que hacer, que dejamos perdidas, interminadas, deudas que saldar, novelas que componer, compromisos que cumplir, tener hijos, nombrarlos, verlos crecer, que no terminen aquí, que no queden para siempre dentro de nosotros, que no mueran también ellos como cosas sin nombres en esta otra forma de morir. Tenemos que escribir, que contar, que trasmitir esta guerra, este ruido con silencio, la nostalgia, el héroe, la hazaña y el regreso, cualquier regreso, el regreso de los perdedores, de los solos, de los olvidados, pero volver. Así lo prometimos, lo juramos, lo escribimos, heridos volver, mutilados volver, tuertos volver, mancos volver, cojos volver, marcados volver, que no hablen de nosotros, que no usen nuestros nombres como nombres de otras cosas, sobran nombres en la patria para nombrar los nombres de las cosas que vendrán, con la pierna tullida volver, con este agujero volver, sin pecho casi volver, con las tripas afuera, las sostendremos con las manos, seremos tipos diferentes, Tripas Afuera, se acostumbrarán a nosotros ay, a vernos las entrañas entrambas manos ay como un trofeo de guerra, tripas azules, grises, violáceas, las taparemos, las cubriremos, se acostumbrarán, nos comprenderán, nos cederán ay los asientos de las guaguas como mujeres preñadas, pero escribiremos, contaremos que los árboles se alejan, adiós madre, se separan, adiós amada, nos dejan solo, adiós patria, sobre una superficie que cae y que se mece, como un columpio interminable, vértigo profundo, vértigo…, vér…, ver, abrir los ojos, los ojos, los…


2

Cuando desperté, rodeado por las sombras, vi una luz muy potente que se acercaba. Tuve miedo, cerré los ojos, y escuché una voz que me decía: “No temas, que yo estoy contigo. Escribe ahí todo cuanto veas y oigas, y mándalo a las Catorce Provincias”. La luz se disolvió en el espacio como el resplandor de una centella, y lo primero que vi fue a mi amada, que venía flotando, con sus brazos extendidos como dos alas de aire, afligida y ajada, pero con el mismo brillo de luciérnaga en los ojos: amada mía, ¿qué ocurrió…? Se quedó mirándome. Me dio un beso ligero como un soplo, como el parpadeo de una mariposa, y se disolvió como un suspiro. Luego vi a mis dos abuelas, que parecían dos palomas, como hermanas diciéndome adiós. Después pasaron mi abuelo negro y mi abuelo blanco, y mi madre y mi padre, como dos globos gemelos, ella iba con un pedazo de tafetán, cuyo trazado no pude distinguir, y mi padre con el retrato de un prócer, que se llevaba el mapa de Cuba en el bolsillo. El prócer sacaba una mano del bolsillo y le apretaba el cuello a mi padre, pero él sonreía porque el prócer lo dejaba respirar para no caerse del bolsillo de mi padre. Pasaron además innumerables parejas donde él era muchacho y ella anciana. Y vi abuelos más jóvenes que los nietos, y padres de la misma edad que sus recuerdos. Luego vi a Cheo Coyunte, con el carril de un ladrillazo en la cabeza. Y vi pasar a una sombra con una herida de arma blanca en el vientre: ¿Santiago, tú también…? Sí, él también. El Dienteperro había vuelto y no tuvo tiempo de hacer nada. Y vi a uno con su cuerpo tatuado de agujeros negros, y a otro que le faltaba un pedazo del pecho, que parecía dos seres alejándose con un espacio vacío entre ambas partes de sí mismo. Luego vi un paisaje nevado donde Frank Caballero y Rony y Juan Ramón, lucían tan reducidos que cabían en el estuche de un paraguas: el frío, me dijeron. Yo pensé en las gélidas temperaturas del Septentrio. Pero no había sido el clima, fue un frío diferente, alegaron, que nacía desde la semilla, de adentro hacia fuera como una explosión de carámbanos. Luego pasaron el teniente Capote, y la fotografía de Teófilo Stevenson en su pelea con Duane Bobic, y Alicia Alonso girando a Giselle, con una pierna en lo alto, y Jorge Luis Borges con una edición británica de El Aleph, y el Rey Juan Carlos, y Camilo Sesto, y Juan Pablo Segundo, y dos militares rivales de alto rango, que sonreían y se daban la mano, tras firmar la paz sobre las tumbas de los guerreros muertos; y miles y miles de soldados sin rostros, todavía vestidos de uniformes, con sus recientes heridas sin cerrar como flores de alcandora. Luego vino una pausa hasta que vi a uno larguirucho que sostenía su hígado enfermo entrambas manos, sin saber qué hacer con él, y seguidamente a una viejecita de rostro amable que me pareció conocida por cierta rosa roja que lucía en su pelo. Por último llegó un silencio redondo, absoluto, que no parecía tener fin, y las cosas empezaron a desleírse. La vista se me perdía en el espacio sin encontrar un punto de apoyo. Miré hacia un lado y tampoco había nada, ni siquiera la nada había. Miré hacia el otro, y me vi a mí mismo escribiendo una novela con una espina de pescado en las hojas de un maguey. Me acerqué a mí, pero no me sentí, concentrado en la escritura. A medida que grababa su dolor en la masa vegetal, mi doble se iba consumiendo como el cabo de una vela. Transcribí los caracteres que se referían a cierta isla irrevocable, para enviarla a las Catorce Provincias, tal como había dicho la voz. Cuando puse el punto final, mi doble estaba del grosor de la púa con que escribía: ¿qué te pasó, a ti, a mí, a nosotros, tú aquí, a ti también…? Mi otro yo me abrazó y lloró por mí, su voz era delgada como el eco de una flauta.

—No sé nada. No sé. 

Abandonó las hojas del maguey y se perdió en la distancia.


3

1 La amada
y el esposo:

1 Yo dormía,
pero mi corazón estaba despierto.
Oí la voz de mi amado que me llamaba:
“Ábrame, hermana mía, compañera mía,
Lunamía, preciosa mía;
que mi mente ha cosechado
una quimera,
para entender el reflujo de la vida. 

2 Ábreme, y acompaña mi nostalgia;
tu presencia
será como un bálsamo
a mis huesos,
como las hojas verdes de la salvia
para calmar este ardor
de plomo que me asalta,
cual ejército de fuego
calcinando mis entrañas”.

3 Me quité la túnica,
me lavé los pies,
y abrí a mi amado,
pero mi amado se había ido.
Lo busqué y lo hallé
sentado allí
donde solíamos mirar
las hojas de los álamos:
“¿Qué has compuesto, amado mío,
corazón mío, tesoro mío?,
mira que los centinelas
andan vigilando”.

4 El rostro de mi amado
brillaba con la luna
como cántaro de miel al mediodía:
“Puras veleidades, Sulamita,
hermana mía,
mis ojos han bajado hasta las minas
de los metales del alma,
burlé a los vigías
que eran muchos, y diestros con la espada,
y aquí estoy,
escucha bien, mi bella amada”.

5 Yo temblaba
cual paloma mojada de rocío.
Que no sepan que mi amado,
merodea estos dominios,
ni que hay lágrimas que ensanchan
el cauce de los ríos:
“¿qué ocurre que tu cuerpo
pierde los contornos, oh Dios mío?
No conviertas las formas en palabras.
¿Por qué apuntas cuanto digo?”

6 Pero mi amado escribía poseído
por el embrujo de una suavidad:
“Lunamía:
sólo existe aquello que la Lengua representa,
sin Lengua no hay imagen,
ni cántico sublime,
el tigre y los tigres son la Lengua.
Es la Lengua quien redime”.

7 Y mi amado se marchó
como una sombra en la sombra,
lo busqué y no lo hallé,
lo llamé y no respondió.
Tenía el pelo chamuscado
y cochambrosa la ropa,
y un hueco de aire en el pecho
del ancho de una toronja.


2 Coro:

1 ¿A dónde se fue tu amado?
¡Oh la más triste de las mujeres!
¿A dónde se dirigió tu amado,
para que lo busquemos contigo?

La amada:

2 Mi amado bajó a su huerto,
la era de su corazón
donde cultiva consejas
rosas negras
que nacen del pantano,
pero nunca la culpa es de las flores
ni del huerto.
Sólo el tremedal
confiere esos tintes a la flor,
y la sustenta
cual la hembra sustenta a sus cabritos.

El esposo:

3 Bajé a la campiña
a ver si habían florecido
los tallos de las cañas;
si habían brotado las vicarias;
si las hojas del tabaco
bailaban con la brisa
que suena entre las palmas.
Quería inhalar esos aromas,
como evocación de un áncora,
como un tibio talismán
frente al desierto,
ese reino lejano que me aguarda.

Coro:

4 Vuelve, Sulamita, vuelve;
vuelve, vuelve para contemplarlo.

La amada:

5 ¿A dónde vas, amado mío,
qué reino es ése del que hablas?

El esposo:

6 A donde el éter es frío
para el vuelo de mis manos,
donde la breve palabra
no castiga, cual un látigo,
a donde todo transcurre
en la brevedad de un salmo
Pero volveré, y dirás,
aquí te estoy esperando,
te lavaré la tristeza,
te convertiré en un canto.
No llores, paloma mía,
que nada me duele tanto
como el agua de tus ojos
como dos vidrios quebrados.

3 La amada:

1 Espera,
deja que te toque con mis dedos
que destilan café y guarapo,
y miel de caña,
y se disuelven cual néctar
en el aura de tu espacio:

2 No te vayas,
cómo podré soportar
los dolores que hieren mis heridas,
más penosos que la angustia de los partos
porque parir anuncia una llegada
y yo estoy alumbrando tu partida.

3 No te marches
se secarán los sembrados y los pastos,
y los mangos no darán fruto,
ni se abrirán las tenues azucenas,
y el arroz será amargo
cual semillas de cardos en mi mesa.

4 No te marches, amado mío,
déjame mirarte,
espera,
dónde hallaré en otros ojos
el reflejo de tus ojos.
Sin el hueco de tus brazos
ya no habrá más primaveras.

5 Quién me salvará de hechizos,
de tantas ácidas nuevas,
quién abrazará mi cuerpo junto al lecho,
entre mis sábanas yertas.
Agotaré la ciudad,
preguntando a los viajeros,
a los transeúntes:
¿han visto a mi amado?,
¿lo han visto los adivinadores,
los viandantes,
los agoreros, los magos,
los videntes,
las veladas
criaturas de los hados…?

6 ¿Es acaso algún suspiro
quien te aleja de mi ser?
¿Acaso es una mujer
quien enturbia tus sentidos,
quién es, dímelo, amor mío,
quién te arranca sutilmente
cual un árbol de su fuente,
de la tierra novia tuya
esposa tuya, aleluya,
desde los lilas al rojo
cuando se abrieron tus ojos
a la luz…? ¿Cómo dejarte
partir? No te vayas. Vuelve
vuelve para contemplarte.

El esposo:

7 Regresaré, alma mía,
yo seré el viento del valle
la enramada de los pinos,
y las hojas de los sauces;
esta tierra me sostiene
me libra de los embates,
sus montañas y llanuras
son esa piel tersa y suave
de las novias que caminan
al altar en sus encajes;
sus arroyos y sus ríos,
son como la pura sangre
que inflama los cantos en
la garganta de las aves:
Son en el aire flotando
sobre los cañaverales;
y este cielo, que fue hecho
con la bendición de un ángel,
es como una pupila,
como un cristal imborrable,
como la lágrima azul
que me llevo de equipaje,
como tu oído que busca
mi voz en los arrozales,
como el lamento del tigre,
ese lamento salvaje.


4 Coro:

Vuelve, vuelve, amado, vuelve,
la niña está sola, vuelve,
vuelve, vuelve para contemplarte.

San José, en la Navidad de 1996

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leer la novela completa en el link:

1 comment:

Teresa Dovalpage said...

¡Qué triste final el de los Tigres! Es poético, como siempre es la escritura de Sindo, que tiene de poesía y de habla de la calle y un poco de la esencia escondida del Cantar de los Cantares. Pobres tigres sin regreso, pobres Lunas abandonadas...Es un final que hace llorar y que pone a pensar. Gracias, Sindo.

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