Sunday, August 31, 2025

Lejanía, ausencia y reencuentro en la obra de Héctor Santiago. (por Wilfredo A. Ramos)


Entre los días 15 y 24 de agosto, la compañía teatral Havanafama estuvo presentando la obra Balada de un verano, del dramaturgo cubanoamericano Héctor Santiago, bajo la dirección de Juan Roca, contando con las actuaciones de Verónica Albruza, actriz argentina, y Christian Ocón, actor nicaragüense, producción que subió al escenario de la sala Artefactus, en la barriada miamense de Kendall.

En realidad, dicha puesta ha resultado ser una versión de la obra original -Balada de un verano en la Habana- realizada por el propio autor, a pedido del director, quien interesado en el mensaje del texto deseaba en lo posible, despojarlo del ambiente cubano del que trata la pieza, para de esa forma convertirlo en uno que pudiera alcanzar mayor universalidad.

Esta obra escrita en 1992 tuvo su estreno mundial en la ciudad de Miami en el año 1996, bajo la dirección del prestigioso director cubano Heberto Dumé, con un elenco integrado por Marta Velazco y Juan Carlos Antón, habiendo permanecido en cartelera entre el 21 de abril y el 26 de mayo, en el espacio del desaparecido Creation Art Center que dirigía Pedro Pablo Peña. Otras dos propuestas de dicha obra han tenido lugar en la Ciudad de los Ángeles, una a cargo de Jorge Folguera en el año 2000, en la sede de Teatro Studio Havanafama -antes de que esa agrupación se trasladara hacia Miami- mientras la otra estuvo a cargo del Grupo de Teatro Sinergia, bajo la dirección de Gerardo Gutiérrez en el 2019, reponiéndose este 2025.

El tema tratado en la obra aborda el reencuentro de la familia que se ha visto separada debido a la división que impone el exilio político, situación que provoca enfrentamientos, rencores, nostalgias, desarraigos y anhelos que tal delicado hecho arrastra. En el caso cubano, donde dicha situación ha marcado inexorablemente la vida nacional desde el año 1959, en que con la llegada al poder de una llamada ‘revolución verde como las palmas’, más tarde convertida en ‘roja como la sangre’, todo un país daría un vuelco brutal llevándolo a que se produjera una desgarradora ruptura familiar, fruto de divisiones ideológicas y partidas al exilio, separación que durante dos décadas- hasta 1979- fue llevada a execrables extremos por parte del nuevo régimen instalado en la isla, que aunque con matices ha continuado hasta la actualidad.

A propósito de un asunto que para el pueblo cubano presupone un verdadero trauma, imposible de superar y que el mismo aumenta más con cada día que pasa, es que dicho tema ha llegado a los escenarios a partir de la pluma de diversos dramaturgos que han visto en este, un material necesario para volcar sus propias opiniones, visiones y experiencias al respecto, las que con mayor o menor acierto han transitado dicho camino, aunque en algunas ocasiones no han escapado a cierto esquematismo al enfrentar el tema.

Entre las varias obras que abordan dicha realidad podremos citar Alguna cosita que alivie el sufrir, de René Alomá; Siempre tuvimos miedo, de Leopoldo Hernández; Nadie se va del todo, de Pedro Monge Rafuls; La Señora de la Habana, de Luis Santeiro; Me voy para Cuba…Fua!, de Mario Martin; Bicycle Country, de Nilo Cruz, todas ellas escritas en los Estados Unidos, mientras que en Cuba, el dramaturgo Alberto Pedro Torriente, impactó la escena de la isla con su texto Week-End en Bahía, en 1986, el cual tampoco pudo escapar de determinados estereotipos al momento de hablar de la vida más allá de sus fronteras, aunque mejor suerte al respecto corrió la obra El último bolero, firmada por Cristina Rebull e Ilena Prieto, estrenada también en la Habana, en 1998 y que ha tenido varias puestas en esta ciudad de Miami.

A través del desarrollo de la acción, la obra en cuestión de Héctor Santiago se propone otro objetivo además de presentar ante nuestros ojos su percepción sobre el dilema del reencuentro familiar motivado por la partida hacia el exilio de cierta parte de sus miembros. El autor se empeña en realizar un homenaje al teatro cubano introduciendo en los diálogos nombres de personajes y autores imprescindibles de la dramaturgia nacional. Escucharemos hablar de Tulipa, Agamenón, Camila, María Antonia, el Chino, los Romagueras, Virgilio, Yarini, Sara, Lila la mariposa, Rosa la China, pero al mismo tiempo algunos textos y situaciones dramáticas nos llevaran a evocar obras como Aire Frio, Contigo pan y cebolla, Electra Garrigó, La noche de los asesinos, Nadie se va del todo.

Otro aspecto de interés en esta obra es que la misma va a desenvolverse en una sugerida atmósfera de ‘misa espiritual’ donde amén de evocar, se habla con los muertos de la familia, incluso donde aquellos se hacen presentes y dialogan con ambos personajes, reproduciendo momentos pasados de sus vidas. Como resultado, se podría argumentar acerca de la presencia de dos personajes más en la obra, el de la madre y el padre, los cuales de manera circunstancial cobran vida por momentos dentro de la misma.


La visión ofrecida por Juan Roca se desarrolla en todo momento dentro de un clima de extrema sobriedad, casi sombrío podría decirse, haciendo que la trama se desenvuelva en un ambiente impregnado de cierto extrañamiento que lo aleja de la cotidianidad de la vida real, provocando una atmósfera algo densa donde los personajes nos podrían hacer suponer que nos encontramos en presencia de un reencuentro entre dos muertos. Por otra parte, la concepción del vestuario presenta cierta ambigüedad, debido a que mientras que el personaje femenino -Teresa- nos propone una imagen más propia de una obra lorquiana -blusa y saya de color oscuro, la primera de cuello alto, mangas largas y la segunda llegando hasta el piso, bastón incluido- en el caso del masculino -Santiago- este viste un traje totalmente actual, donde además se destaca una estrafalaria y enorme flor de tela en la solapa del saco -a juego con el pañuelo en el cuello- para reafirmar innecesariamente su condición de homosexual, elementos estos que crean mayor incongruencia con el ambiente en general de la obra.

El concepto de puesta en escena se centra en crear un acertado espacio, el de la añeja casa familiar que ha quedado paralizada en el tiempo, mostrando los imprescindibles y anticuados elementos de mobiliario que permiten conducir la acción. La utilización de dos cortinas transparentes a cada lado del proscenio, detrás de las cuales se traslada la acción hacia momentos de la vida pasada de los personajes, es un elemento logrado y que aporta ese espíritu fantasmagórico que rodea la obra.

Con respecto al desempeño actoral, ambos muestran un desafortunado dramatismo, el cual resta naturalidad a sus caracterizaciones y diálogos, aspecto que resulta mucho más obvio en el caso de Abruza, quien durante todo el tiempo arrastra su personaje hacia un rumbo teatral mucho más cercano a los sobreactuados estilos propios del teatro del siglo XIX. En el caso de Ocón, aunque no escapa a ciertos momentos de ampulosidad expresiva, logra no obstante mantener un mayor equilibrio de adecuada naturalidad, su personaje convence más. Un problema notorio observado en ambos es la falta de transiciones creíbles entre los diferentes estados de ánimos y por ende en las reacciones provocadas por estos. Si debemos agradecer una buena proyección de las voces, así como una clara dicción por parte de los dos actores, lo que permite disfrutar del texto en todo momento.

En cuanto al interés por dirigir el contenido de la obra hacia un sendero que exponga un mensaje más universal, despojando el texto de todo aquello que hiciera referencia a la situación cubana, en realidad a nuestro entender tal efecto no se consigue del todo, ya que la propia dinámica de los acontecimientos que van desenvolviéndose sobre el escenario y lo que se dice, nos remiten ineludiblemente al acontecer insular. Ningún otro país, ha pasado por las específicas condiciones oprobiosas que aún continúa sufriendo Cuba, nación que se consume ante la inercia de sus ciudadanos, la indolencia de sus gobernantes y del resto del mundo. Si bien aquella parte del espectador no cubano pueda sobrecogerse por sentirse trasladado a experiencias personales, este texto, por más que desee ocultarse, grita CUBA de principio a fin, y eso resulta imposible de negar.

No obstante hay que destacar, valorar y tener en cuenta, el esfuerzo de Juan Roca, por ser uno de los pocos directores de escena de origen cubano en esta ciudad, que se interese en llevar a escena obras de dramaturgos cubanos del exilio -algo que ha hecho en no pocas oportunidades- lo que constituye una deuda para las tablas de esta ciudad, donde dicha abundante y rica dramaturgia es casi desconocida, por ignorancia, desinterés o mala voluntad. Esperemos, como siempre, que este también lamentable tema pueda en algún momento ser superado.




Wilfredo A. Ramos.
Miami, agosto 26, 2025.

Fotos/Arturo Arocha

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