Thursday, March 9, 2023

(Social. Septiembre 1917) Los santos de Juan. Por Enrique José Varona.

Casa Natal de Enrique José Varona
Aspecto actual
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La casa antes de las reformas 
que se le hicieron en la primera mitad del siglo XX.
Foto/Año 1905.
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Voy a hojear un poco el libro de mis recuerdos. Si alguien, no muy ducho en los placeres de la memoria, me critica, recuerde que no está obligado a oirme cuando hablo, ni a leerme cuando escribo. Ya ve que empiezo previniéndolo, para que no pueda llamarse a engaño.

Fue mi niñera una morena llamada Fabiana, de muy buena pasta y de supina igno­rancia. No lo digo en desdoro suyo, pues la pobre no tenía la culpa, sino porque hace muy mucho al caso. Andando el tiempo, y cuando ya era yo un mozalbete, entraron en la servidumbre de mi casa dos chinos asiáticos, semi esclavos o esclavos de un todo, aunque solo por contrata de cierto número de años. Debían estar bautizados o cosa así, pues el uno, que era jardinero, se llamaba Felipe, y el otro, jefe supremo de la cocina, respondía al nombre de Juan.

Era éste tan ladino, como cazurro el otro. Mientras Felipe se mantuvo siempre a distancia, todo dado a ingertar rosales y a escardar la huerta, y al cabo desapareció sin dejar huella en los anales familiares, Juan, por el contrario, cada dia se apegó más o hizo que se apegaba a la familia, y especialmente a los criados de color.

Era un hombrecillo delgaducho, de movimientos rápidos y desembarazados, que chapurreaba bastante el castellano, y guisaba de un modo muy aceptable en aquella tierra de buenos cocineros. No era un cordon bleu, como lo era Juana Apolonia, pero podía pasar por un cordoncillo azuloso. Pulcro en la cocina y en el traje, que pronto acomodó por completo a los usos del pais. Nada de coleta, al menos al exterior. Todavía recuerdo una famosa caña de Indias con puño de oro, que enarbolaba pomposa9mcnte años después, cuando ya no era chino contratado ni cocinero, sino prestamista y casi, casi hacendado.

Juan tenía ojo de chalan. Cuando conoció a Fabiana, ya ésta no se encontraba en su primera juventud, y no creo que nunca, ni en su estación más florida, hubiera podido pasar por un pimpollo. Pero era de lo más hacendoso, y sabía a maravilla hacer de un huevo, dos, y con dos una tortilla para cuatro. Juan se prendó de Fabiana, y, ayudando eI tiempo y el trato, se casaron. Por la iglesia, desde luego, pues la novia era· católica a macha martillo, como lo era su madre; sin que sea posible ir mas lejos hacia atrás, pues aquí se embroIlan mucho la genealogía y la religión de los ascendientes.

Una vez casados, se establecieron, poniendo lo que en Camagüey se llamaba una venduta. A fuerza de revender cocos y lechugas, empujando pacientemente a la fortuna con el ahorro, y alguno que otro negocillo de préstamo, amén tal vez de su matute de opio, llegaron a comprar una quinta en los alrededores de la ciudad, para dedicarse al cultivo de frutos menores.

Algunos años habían pasado y Fabiana, cada vez que me veía, me rogaba con instancia que fuera a conocer y admirar sus dominios. Al fin me decidí e hice el corto viaje, que no pasaría de veinte minutos, en quitrín. Mi antigua niñera, ascendida a propietaria, me enseñó con visible satisfacción toda la casa, que era amplia y limpia, y solo por algun tenue tufillo opiáceo delataba la naturalidad del dueño.

Como quien guarda para lo último lo de más precio, después de recorrer hasta la cocina, me llevó Fabiana. a una grande habitación, donde no reinaba la claridad meridiana de las otras, y me mostró radiante de orgullo un gran retablo que ocupaba todo un testero. Lo llenaban no pocas imágenes de santos, todas de bulto y vestidas, a la usanza española y napolitana. Todavía recuerdo un San Roque, descalzo de pie y pierna, con sus úlceras sanguinolentas, y su perrillo al lado. Las presidía una angustiadísima Dolorosa, con lágrimas cuajadas en los hermosos ojos, y las siete espadas cabalísticas clavadas simétricamente en el costado izquierdo. Todo ello entre macetas de flores de trapo, candeleros con pequeños cirios y otros adminículos de la devoción.

Me acerqué, si no interesado, pues el espectáculo no tenía para mi nada de nuevo, curioso; y al recorrer todas aquellas muestras del fervor de la buena mujer, me suspendieron un tanto dos o tres figurillas exóticas, mezcladas indistintamente y en santa hermandad con las imágenes. Las miré de cerca, y advertí que eran pequeños Budas, sentados a la turquesca sobre el místico loto.

Sin mostrar sorpresa, me volví a mi acompañante, y le pregunté:

- ¿Qué es esto, Fabiana?
- Son los santos de Juan, me contestó ingenuamente.


Vedado, 1 de septiembre de 1917.

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