Friday, November 6, 2020

La música y los espíritus. Capítulo de la novela "Ritual del necio" (de Roberto Méndez Martínez)

Nota previa: Agradezco a Roberto Méndez Martínez, que comparta con los lectores del blog este capítulo de su novela Ritual del necio, disponible en Amazon en este enlace.

"En la novela El ritual del necio (Editorial Letras Cubanas 2011, Editorial D' Mc Pherson 2020) conocerá el lector la historia Andrés, un joven musicólogo, que procura sobrevivir en La Habana de 199… durante las oscuras jornadas del “Período especial”. Un día recibe el manuscrito de una novela inédita que le ha remitido un amigo antes de suicidarse. La búsqueda de asideros para comprender el laberíntico texto y el mandato de hallar un editor para aquel escrito singular darán un sentido nuevo a su vida. Los mitos europeos musicalizados por Richard Wagner se funden con la historia y la leyenda de una isla soterrada que sigue buscando el Santo Grial de sus orígenes.

La obra El ritual del necio es rica en juegos intertextuales, parodia, humor y erotismo. Todos estos elementos se mezclan en estas páginas para ofrecernos un texto exquisito. Con El ritual del necio obtuvo Roberto Méndez el Premio Alejo Carpentier de Novela 2011."

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Andrés ha llegado a pie, desde el Parquela  de la Fraternidad hasta la Calzada – más bien enorme y sucia- de Jesús del Monte. Hoy no hay transporte en la Ciudad, a no ser los taxis para turistas, pero no puede gastar uno solo de los centavos del viaje. Ya ha cruzado Agua Dulce, en cuyo parque tomó un cocimiento de sabor indescifrable y dejó atrás el cine en ruinas que ahora ofrece otro espectáculo: de una ventana alta asoma un negro joven que no cesa de reír y hacer muecas, gesticula con una sola mano para llamar la atención de los transeúntes y sigue riéndose. Su secreto está en que con la otra mano se está masturbando, aunque el muro impida saberlo con certeza. Se exhibe y se oculta con placer especial entre montones de escombros, basuras en descomposición, excrementos lanzados en bolsas de plástico. Lo excita saber que otros ven y no ven, saben y no saben. Ríe convulsivamente y no se detiene.

De la Calzada del Poeta queda muy poco: una reja en forma de lira, columnas con el fuste herido, portales que apenas se mantienen en pie. Cerradas las antiguas sederías, quincallas, ferreterías penumbrosas, abiertas de par en par las que fueron residencias de salas crepusculares e íntimas. Todo subvertido, mugriento, venido a menos o a nada. La nada que grita y apesta, cuadra por cuadra, puerta por puerta, sin desembocar en una finalidad visible.

La mujer lo está esperando. Es la tercera casa, a la derecha, al entrar en la calle General Lee. El techo del portal cayó hace mucho, las columnas alzan sus muñones sin demasiado remilgo. Pero el interior tiene algo de protegido. Entre los retratos familiares que pueblan las paredes hay uno de Lezama, recortado de un periódico de otro tiempo.

-Estuvo aquí una tarde, hace muchísimos años, con unos amigos. Quería saber de un pintor que había muerto poco antes…

Efectivamente, había leído esa escena en Paradiso. El milagro es que Chacha, la clarividente hubiera sobrevivido a Lezama y a tantos desastres. Apoyada en un andador de madera rústica, con ropas que le venían ya demasiado anchas y los labios signados por un creyón harto púrpura como un resto de coquetería, también ella era una ruina.

Siguieron por el corredor, donde los sillones rotos se apilaban, como restos de naufragios, contra las paredes, hacia un comedor sombreado. Sobre la mesa había un mantel con incrustaciones estilo Richelieu, estirado y limpio, tanto como los siete vasos de agua colocados sobre él con rara simetría y los gajos de plantas aromáticas dispuestas aquí y allá.

-¿Trajo el libro?

El joven le alargó el sobre

-Cuidado, las hojas están sueltas, no he podido encuadernarlo…

-No se preocupe, muchacho, que no voy a abrirlo. Lo que necesito es el objeto y lo que viene con él.

Tomó ella el asiento de la cabecera más próxima e hizo acomodarse al visitante en uno contiguo. Depositó el sobre ante los vasos de agua y colocó la diestra encima, mientras entornaba los párpados a la vez que comenzaba una oración que repetiría mucho. Cuando Andrés, algo menos intranquilo, se decidió a mirarla, se dio cuenta de aquel ligerísimo temblor que recorría la piel de la anciana y que le ponía gotitas de sudor en el rostro antes de deslizarse hacia el cuello. Aquello duraría varios minutos.

Por fin Chacha abrió los ojos.

-Usted ha tenido buenos amigos. Varios y unidos por una cosa fuerte y secreta: la música. Gracias a la música, ellos, aunque desencarnaron entre muchas angustias, podrán ir progresando. La armonía los ha ayudado a desatar muchas cosas. Uno de ellos, que era un hombre fino, se murió solo, pero sintiendo que usted lo acompañaba y está feliz de que ahora siga el rumbo que la propia música manda, lo quiere realizado y dichoso. Otro de ellos está menos avanzado, todavía está sufriendo porque le hicieron violencia, pero traía luces especiales con él, se apegó demasiado a ciertos placeres para sustituir a la familia que lo abandonó, él quiere decirle a usted que viaje, que vaya lejos y descubra el enigma del inocente que por la compasión salva al que está herido y que retorne, para honrarlo, con música, claro…

-Esos…esos son La Víbora y Franz, pero ¿y El Gordo, el del libro?

- Ese está más lejos. Se quitó la vida y tiene mucho que purgar, pero ahora tiene más sosiego porque sabe que su libro está en buenas manos. Cuando el libro aparezca, cuando todos sepan el mensaje que él puso allí, habrá pagado su deuda en este mundo y avanzará hacia la luz sin fatiga alguna. Cumpla con él y, si quiere, olvídelo. Usted trae su propia luz, su música. Emprenda su viaje, cuide la salud de cuerpo y alma y regrese cuando haya aprendido todo lo que pueda. Ya me contará.

El rito había terminado. Chacha se incorporó y recibió, como si diera poca importancia al asunto, la bolsa que contenía unas pocas onzas de frijoles, jabón y el particular lujo de una lata de leche condensada y otra de carne prensada. Desde hacía tiempo prefería cobrar en especie.

-Vaya con Dios, joven y le deseo mucho éxito, que se lo merece. Éxito de verdad, no como los zapatos del Presidente…

-¿Cómo dice?

-Es una historia de familia. Escuche para que aprenda algo más de la historia de esta Isla, que casi nadie recuerda. Mamá tenía un don como el mío y muchísima gente venía a consultarla. Vivimos aquí desde el siglo pasado, cuando todo esto se llamaba Jesús del Monte. Ante ese portal, que era de horcones, se detuvieron muchísimos coches, aunque otros preferían dejarlos en la Calzada, para que no se supiera que venían a consultarse con una mulata: ministros, hacendados, doctores, hasta artistas. Aquí estuvo el mismísimo Marqués de Tenerife, en sus últimos días en Cuba, a ver si veía el desenlace de esto, pero mamá no pudo decirle nada, había demasiados seres pidiendo justicia alrededor suyo y se fue sin respuestas. Unos años después, a mediados de 1906, una pareja llamó a la puerta. No había coche a la vista. Mamá enseguida los reconoció: era el presidente Estrada Palma con su esposa Genoveva. Él quería saber si lograría mantenerse en el poder, a pesar de la guerra que le estaban haciendo los liberales y si ella veía en el futuro que él tuviera un papel grande en la historia, si su figura sería venerada en alto. Mamá sabía que eso era algo serio, oró más rato del habitual, pidió asistencia especial de los guías – yo la estaba mirando, escondida, desde la cocina- y cuando terminó le dijo:

-Presidente, deje todo, váyase lejos y, sobre todo, no deje que derramen sangre…

El Viejo estaba muy molesto, decía que él tenía sus obligaciones, pero insistió para que ella le hablara del futuro, cómo lo verían dentro de cien años, qué quedaría de él para la historia. Mamá cerró otra vez los ojos y cuando los abrió dijo algo absolutamente disparatado:

-Mire, yo no veo la historia. Ni siquiera sé bien qué es eso. Lo único que veo son unos zapatones suyos puestos en alto…

Se fueron furiosísimos. La mujer tironeaba de él y le decía algo de que eso sucedía porque habían ido allí en contra de lo que mandaba el Dios verdadero y él iba maldiciendo la hora en que hizo caso a su secretario y vino a ver a esa bruja pagada por los liberales. Yo, arriesgándome a que me castigara, por estar escuchando, le pregunté a mamá que era eso de los zapatones. Ella no sabía bien:

-Hija, yo digo lo que veo, o lo que me dictan. De ese hombre sólo quedarán unos zapatos, pero muy en alto…

Pasaron los años. Nunca volvimos a hablar de eso y mamá murió en 1950. Años después, por los sesenta y algo, tuve que ir a hacer un trámite al Vedado, pasé por la Avenida de los Presidentes. El monumento a José Miguel ya no tenía su estatua, más allá, tampoco Estrada Palma tenía la suya, la habían arrancado chapuceramente de su pedestal y se habían quedado pegados los dos enormes botines, que se llenaban de agua de lluvia y servían de bebedero a los gorriones. Allí estaban los zapatos muy en alto que mamá había visto, eso era lo que aquel Presidente, chiquitico y amargo, dejó a la historia. No se preocupe, lo de su música será mejor que ese monumento…

Al llegar a la esquina, Andrés verificó el verdadero milagro. Estaba detenido un autobús antiquísimo, sin número, que iba hacia La Habana. Pudo sentarse y dedicar un rato a la lectura del libreto de Parsifal que traía consigo. Así, mientras desandaba su ruta entre desconocidos, volvió a repasar el bautismo de Kundry, el cortejo de caballeros que lleva el ataúd de Titurel y al herido Amfortas en una litera y el instante del milagro, cuando la lanza sana la herida.
Parsifal

Sólo un arma puede hacerlo:
la herida sólo se cerrará
con la misma lanza que la provocó.
(Amfortas, con la cara transfigurada, se tambalea. Gurnemanz le sostiene)
¡Quedaréis redimido y curado!
¡Yo oficiaré la ceremonia!
¡Benditos sean tu sufrimiento
que la divina fuerza de la piedad
y el más puro poder del conocimiento
otorgaron a un débil tonto!
(Ante la vista de todos, Parsifal alza la lanza sagrada)
La Lanza Sagrada 
¡Os la traigo de vuelta!
(Sorpresa general. Lleno de entusiasmo, Parsifal sigue alzando la vista hasta la punta de la lanza)
¡Oh, alegría suprema de este milagro!
¡Mirad cómo, desde aquella que os ha curado la herida
fluye la sagrada sangre,
deseosa de llegar a su manantial
durante mucho tiempo perdido!
¡Mirad cómo fluye en el Grial!.
Ahora nunca podrá abrirse otra vez:
¡Destapad el Grial, abrid el Relicario!

(Parsifal sube los escalones del altar, coge el Grial y se arrodilla, absorbido en plegarias. El Cáliz brilla. Por abajo se hace cada vez más oscuro, mientras que por arriba hay cada vez más luz)

Escuderos, Jóvenes, Caballeros
(Desde arriba, apenas se les oye)
¡Supremo milagro de salvación!
¡Redención para el Redentor!

(La luz brilla con más fuerza. El Grial se abrasa. Una paloma sale volando desde la cúpula y revolotea por encima de Parsifal. Kundry cae al suelo, muerta, con la mirada fija en él. Amfortas y Gurnemanz se arrodillan ante Parsifal que bendice a la congregación).
El autobús lo dejó junto al Castillo de la Real Fuerza, que, como se sabe, es el sitio de mayor imantación de La Habana. 

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