Saturday, October 26, 2019

Fragmentos de "Mi vida detrás del telón. Memorias. Tomo I" (de Matías Montes Huidobro)

Nota del blog: Agradezco a Matías Montes Huidobro, que comparta con los lectores unos fragmentos del Tomo I de sus Memorias, recientemente publicado.

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La boda de mis padres



Estoy seguro que mi padre, Matías Montes Perrote, un inmigrante perteneciente a esas generaciones de españoles que se integraron a la vida cubana después de la Independencia, hijo de un médico, resintió en pequeña o en gran medida la decisión de que lo enviaran para Cuba cuando era un adolescente, bajo el “protectorado” de los Gancedo, donde empezó trabajando en las tareas más humildes, seguramente sintiéndose humillado por un posición que no le correspondía al hijo de Cesáreo Montes, un respetable hijo de un médico de provincias.

Un pez grande que se come a un chico

Parecíamos felices. La boda de mis padres debió haberse llevado a efecto con todos los requisitos del caso, con su correspondiente y atractiva composición fotográfica donde no se anticipaba la tormenta. Mi padre llegó a hacerse contador de libros de los negocios de madera que tenían los Gancedo en Sagua la Grande, trabajo que llevaba a efecto cuando se casó con mi madre. También estoy seguro que debió enamorarse auténticamente de ella, que podía asociar con todas las virtudes clásicas atribuidas a las mujeres más honestas de la vida española, alienada de toda concepción pecaminosa, como si ella surgiera de las páginas de una novela española del siglo XIX. Yo recuerdo que vivíamos bastante bien, y tengo todavía en mi memoria el zaguán, la sala, el comedor, el traspatio y los cuartos, que configuran más o menos el escenario de mi cuento “La vida bajo las alas”. Algunas reuniones “sociales” que tenía mi mamá con algunas amigas, con unas tazas de café muy bonitas. Y no puedo tener la menor idea de los motivos que llevaron a mi padre a romper con aquella idílica provinciana que me parecía muy estable. En el traspatio tenía una cría de gallinas, y tengo la memoria de un bautizo donde una gallina que se llama Eusebia Cosme hacía su entrada triunfal en la casa con unos pollitos, y mi mamá celebraba el acontecimiento con una amigas invitadas a la merienda. Al fondo había un cuarto donde a veces dormíamos y allí tuve mi primera pesadilla: un pez grande que se tragaba un pez chico.

A mi madre, a pesar de ser mi padre un hombre inteligente y trabajador, seguramente sensible y apasionado, no creo supiera apreciarla debidamente y, sencillamente, nos dejó cuando yo tenía siete años, saltando de Sagua la Grande a Sancti Spíritus. La hizo sufrir mucho con esta separación, y a mí también. No lo juzgo, porque la sicología y la sexualidad son muy complicadas, pero sencillamente a él le debo las primeras pateaduras y gran parte de mis traumas. No creo que me quisiera. De ahí que en “Memorias del tiempo viejo”, una narración corta que corresponde a este período de mi niñez, me sumerjo en la desolación interna de una decapitación emocional de la cual no he podido recuperarme ni siendo un octogenario: el trauma de una ausencia paterna que resultó irreparable. Mi madre era simple y llanamente una santa, que tiene que estar en el reino de los cielos, y a quien le rezo como si fuera la Virgen María.

Vestido de paje, dispuesto para la lucha
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De rodillas y en oración, 
dispuesto a tomar la primera comunión
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Nocao
Estación de Ferrocarril "El Undoso"
Puente el Triunfo
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De mi infancia en Sagua la Grande queda el recuerdo de la Estación de Ferrocarril donde llegaba todos los domingos procedente de Cifuentes; el Colegio de los Reverendos Padres Jesuitas donde hice el primer grado, como correspondía a un niño de mi clase social; el puente el triunfo que conducía a “los jesuitas”; la azotea del Hotal Plaza donde vivía tía Lolin y pasaba toda la semana para estudiar en la Politécnica; los cines Principal, Alkázar y Encanto, donde tía Lolin nos había conseguido un “pase” para irnos a ver películas cuando quisiéramos. En la educación religiosa siempre está presente la imagen de mi madre, de donde me vino la herencia cristiana que, a pesar de mi heterodoxia, iba arraigar en la médula de mi alma, con todos sus traumáticas consecuencias, conflictos emocionales enraizados en el subconsciente, que me enfrentarían al trauma del muro de Dios. Después del kindergarten, pasé a los Jesuitas, que era el paso inevitable hasta convertirme, primero, en un paje modelo listo después para una primera comunión perfeccionista. Era un niño modelo hasta tal punto que la maestra de kindergarten le preguntaba a mi madre si no estaría enfermo. En el subconsciente creería que me estaban adoctrinando para joderme, como efectivamente ocurrió. Justo es decirlo, era un comemierda, dispuesto a recibir la pateadura que me fuere encomendada. Pero mi padre, que después de todo era español y taurino, características que nunca perdió, creo que para su mal, y probablemente el mío, lo recuerdo con dejos de violencia, pero no creo me pusiera jamás una mano encima, aunque seguramente no le daría motivos para hacerlo. Cuando un chiquillo cabrón del primer grado quiso joderme, me sacó del santuario de la calle Colón para que le entrara a trompadas. Las consecuencias de aquel incidente no puedo narrarlas, pues quedaron en el nocao de la memoria, pero siendo yo un chiquillo flaco y enclenque, no creo que ganara la batalla, que debí perder y puede que mi padre, si la perdí, nunca me la perdonaría. Acabaría huyendo al Teatro Principal con Bette Davis y todo el elenco de la Warner Brothers, al Alkázar donde ponían las de la MGM, o en el Encanto con María Duval, Amelia Bence, y en los prostíbulos de Mecha Ortiz.

Colegio de los R.P. Jesuitas
 Teatro Principal
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Un medio hermano

Trabajando para los Gancedo como tenedor de libros en un negocio de maderas, mi padre decidió cuando yo tenía aproximadamente siete años, irse de Sagua y establecerse en Sancti Spíritus. La decisión fue fatal, cuando menos para mí, mucho más para mi madre y seguramente para él. El proceso traumático que se inició a consecuencia de decisión semejante, en el cual simple y llanamente nos abandonó, me ha acompañado toda la vida y seguramente mi persona hubiera sido muy diferente si él, que creo era un empecinado, no hubiera dado semejante paso. Provisionalmente, al parecer, mi madre se quedó por un tiempo con sus hermanas hasta que él se estableciera en Sancti Spíritus y encontrara un lugar decente donde vivir, cuando precisamente lo que hizo fue iniciar otra familia. Juzgarlo, no lo juzgo, pero para mí resultó desastroso. No sé hasta qué punto el fuerte lazo entre las Huidobro fue factor determinante, y sólo recuerdo un par de viajes a Sancti Spíritus, que era una pequeña ciudad de aspecto colonial muy diferente a Sagua, de líneas rectas y trazado tirando a lo neoclásico, donde estuvimos en un hotel, pienso más bien una pensión, y visitamos el aserradero que había abierto, sin condiciones materiales aceptables para que nos quedáramos a vivir allí.

Manina, mi tía y mi madrina, cuyas opiniones eran determinantes en la familia, creo que se opuso que mi madre se quedara en Sancti Spíritus en situación tan precaria. No sé si mi madre cometió un error al no hacerlo, pero esas fueron las circunstancias. En uno de esos viajes mi padre se apareció en la pensión con un niño, y creo haber planteado una reconciliación o solución del conflicto si mi madre aceptaba volver con el niño, propuesta que pareció inaceptable y a la cual seguramente Manina se opuso. Claro está que de esto sólo tengo vagas memorias, como las de una herida que nunca ha podido cerrarse.

Hace unos diez años, cuando estaba haciendo una presentación en la Universidad de Miami, se me apareció aquel niño que era mi medio hermano. Se acercó y me dijo: “¿El nombre de Cesáreo te dice algo?” “Sí, era el nombre de mi abuelo”. “Pues nosotros somos medio hermanos”. “A sí, claro”, le dije más o menos, y nos dimos las manos. Hablamos algo más, que no recuerdo claramente, y la situación era un poco difícil, pero no demasiado. Sin contar que era totalmente inesperada. Afortunadamente, mi hijo estaba presente, para aligerar el encuentro. En el fondo no me importaba, y habían pasado demasiados años para que tuviera significado. Creo que me enseñó una fotografía con mi padre, que tenía en la billetera. Yo no tenía ninguna que mostrarle, porque en la billetera sólo tengo, generalmente, una fotografía de mi madre. Quedamos en que nos veríamos nuevamente y le di mi número de teléfono. Fue un encuentro frío, congelado, pero correcto. Tengo la impresión de que yo fui un poco más espontáneo que él, pero el encuentro no funcionó. Él no me llamó y ahí quedó la cosa. Habían pasado muchos años y aquello no significaba nada.


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Ver Matías Montes Huidobro en en el blog

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