Sunday, June 2, 2019

La detención. Apuntes del 30 de abril de 1971 (por Belkis Cuza Malé)

Nota: Agradezco a Baltasar Santiago Martín, que comparta este texto con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño. El mismo está incluido en el  próximo número de la revista Caritate


Hace casi dos meses que no escribo una línea en este diario. No es extraño que me cueste tanto trabajo localizar un punto cualquiera en la memoria, no es extraño cuando se ha vivido en tan poco tiempo un cúmulo de situaciones dolorosas y absurdas.

Si quisiera reconstruir todo lo sucedido en estos últimos días tendría que comenzar la víspera de los acontecimientos, la noche en que Heberto me pidió que lo llamara alrededor de las nueve a la habitación de Saverio Tutino, en el Hotel Riviera, donde se reuniría con Jorge Edwards y Norberto Fuentes, para comprobar si había llegado. No queriendo utilizar nuestro teléfono, bajé a la calle y llamé desde uno público. Tarde en la noche, ya Heberto en casa, alguien repitió el juego a la inversa, llamando a nuestra casa para preguntar con voz ingenua si “Luis” estaba ahí. Entonces no me percaté de que trataban de localizar a Heberto.

A la mañana siguiente –sábado 20 de marzo–, me desperté sin sospechar que en breve se iban a desarrolar ante mis ojos los acontecimientos que cambiarían el curso de nuestras vidas. ¡Qué claro lo veo todo ahora! Yo, de un sitio a otro con el manuscrito de la novela de Heberto, temerosa de que al menor descuido lo robaran, con una tensión alimentada por las visitas constantes de ese ser sin escrúpulos que se hacía pasar por amigo, de quien yo sospechaba –y con razón– que espiaba para la policía; acosados a toda hora por una situación cada más más incierta, que conllevaba un marginamiento absoluto. Hacía rato que no le oía decir a Heberto con la seguridad de antes, que de lo único que podrían acusarlo sería de cometer “un delito de opinión”, y hacía dos días que Norberto Fuentes no salía de nuestro apartamento, que charlaba durante horas con Heberto, y yo no podía evitar el recelo que me producía su visita. Lo conocía bien, no era nuestro amigo, y desentonaba en medio de este pequeño mundo casi simétrico que no admite de por sí nuevas “adquisiones”. No, no encajaba aquí, entre los libros y la intimidad del estudio, de eso estoy segura. Su mundo era otro.

Y hacía rato que sentíamos sobre nosotros las miradas sagaces de unos ojos vigilantes, sin rostros. Estábamos siendo observados, cuidadosamente seguidos, y aquella mañana, sin duda, lograron sorprendernos.

Adormilada todavía fui y me asomé a la mirilla: estaban tocando a la puerta. Eran alrededor de las siete. No se veía nada, porque el pasillo está siempre a oscuras y es difícil distinguir un rostro en la penumbra.

Sin saber bien por qué pregunté con miedo, casi aterrorizada, quién era. Del otro lado me contestó la voz impresionante del hombre de los telegramas. Entonces pude verlo por el pequeño agujero de la mirilla: tenía una expresión terrible y un rostro muy negro. Cuando corrí a contárselo a Heberto, me dijo que no le abriera, que tirara el telegrama por debajo de la puerta.

–Lo siento, tiene quer firmar.

Yo sabía que aquel hombre no traía ningún telegrama; yo casi estaba segura de que se trataba de la policía, pero Heberto seguía negándose a que yo abriera la puerta. “¡Que tumben la puerta!”, gritaba, como si con eso pudiéramos evitar algo.

Pero fui y abrí, porque tenía miedo de que mi negativa tuviera mayores consecuencias y no quería prolongar mi angustia.

Todo se produjo a un tiempo: el empujón contra la puerta, aquel "¡Seguridad del Estado!" voceado por el gigantesco negro, su carnet de la policía secreta casi incrustado sobre mis ojos, y aquellos doce o trece hombres que se abalanzaron pistola en mano dentro del apartamento.

No fue preciso que reaccionara, porque uno de ellos se ocupó de gritarme que me sentara en una silla próxima. Y al poco rato vi aparecer a Heberto, vestido con aquel pantalón “pitusa” (jean) que le había regalado Efraín Huerta, de color crema, y la camisa checa de mangas largas, a cuadros amarillos y azules, seguido de un grupo de policías que aún no habían guardado sus armas, como si se tratase de impedir la fuga de algún peligroso criminal.

Lloraba dominada por los nervios: frente a mí se estaba produciendo una escena extrañísima, difícil entonces y ahora de ubicar. Las pesadillas se sucedían. Un enano moreno comenzó a tomar fotografías del apartamento, de mí, y de cuanto le llamaba la atención. No se salvó la ilustración de la revista americana donde anunciaban aquel wisky matizado de ideología: “Solo hay tres países donde no se vende: Viet Nam, Corea del Norte y Cuba”, decía el anuncio, que yo había enmarcado y puesto en la pared. Yo, que coleccionaba anuncios, iba a ser juzgada ahora por mi ingenuidad. El dolor y el miedo pueden engendrar su propia rabia, porque no sé cómo, saqué valor y le grité al hombre con cara de fotógrafo, que retratase también ese otro cuadro gigantesco donde asomaba mi poema junto a un dibujo casi litúrgico del Ché. Ocupaba casi toda la pared principal de esta sala-comedor hasta rozar el techo, y era imposible no verlo. Fue un regalo de Alberto Mora, al finalizar la exposición del Departamento de Cultura de la Universidad. Pero el hombre no se dio por enterado; su misión consistía en que no se le escapase ninguna huella del delito que pudiera servirles para acusarnos de disidencia política. Aquel Ché le debió parecer obvio, para disimular, así que continuó implacable en su búsqueda.

Sin dejar de llorar, invoqué el nombre de Dios, oré en silencio, tratando de encontrar una respuesta. Repetía una y otra vez el Padre Nuestro y el Ave María. De pronto, el ruido de algo que chisporroteaba en el fuego llamó mi atención. Era una vieja lata de melocotón, ahora vacía, que yo había puesto al fuego con agua, momentos antes de que tocaran a la puerta. Estaba preparando el café y había vuelto a la cama en espera de que hirviera. Consumida el agua, ahora chisporreataba. Finalmente, el policía fue y cerró la llave del gas.

Al mismo tiempo, me invadió una paz enorme, una tranquilidad nunca imaginada, y desde algún sitio de mi universo sentí una voz que me decía: “No te preocupes, nada les pasará. Todo se ha acabado”. A pesar de mi estado de “beatitud’, traté de ser realista, y quise contradecirme, alejar las falsas esperanzas, porque mi “corazonada” me parecía demasiado ilógica. ¿Qué podíamos esperar; cómo no temer a los años desperdiciados en una cárcel, cómo no sentir miedo ante la pérdida de la libertad? ¿Es que acaso no habían dado ya el primer paso? ¿No se habían llevado a Heberto a los cuarteles de la Seguridad del Estado?

Una voz me hizo volver a la realidad. Los policías que se habían hecho cargo del registro comenzaron su labor implacable de destrucción. Eran brutales. En un segundo crearon un caos absoluto, sobre todo porque el nuestro era un pequeño apartamento. Aquí no había más que libros y algunos cuadros en las paredes: un lugar de trabajo para un par de escritores, eso era todo.

Todavía me acompaña la sensación de náuseas. Pedí que me dejaran ir al baño (a mi propio baño) y tuve que volver tres veces. Yo no soñaba, sabía que aquella voz que quería parecer amable, la del jefe del grupo –un hombre de estatura baja y regordete–, me preguntaba ahora dónde habíamos escondido la novela.

–¿Por qué no nos evita la búsqueda y nos dice dónde está?

Entre sollozos, le contesté como pude, tratando de no delatarme con algún movimiento involuntario de mis ojos.

Me dejó por imposible. Lo vi entonces dar media vuelta e internarse en nuestra habitación. Pero enseguida, una voz alarmada, que llegaba desde el cuarto de mi hija, puso a todos sobreaviso: “Miren esto! ¡Aquí está! ¡Aquí está!”.

Había aparecido la primera copía de la novela. Con el movimiento de los libros del pequeño estante que hay en la habitación, un cuadro se deslizó de la pared y una de las copias cayó al suelo, dejando al descubierto el escondrijo: la parte posterior del marco formaba una cajuela perfecta para albergar la copia.

Enseguida comenzaron a desmontar todos los otros cuadros que colgaban de las paredes: implacables cuchillas rompían los enmarques, en una búsqueda inútil, porque no volvieron a encontrar copia alguna detrás de estos, pero aparecieron en otros sitios, como si de pronto, todas hubieran estado a la vista.

Oí entonces el comentario sarcástico del jefe: “¿Así que no sabía dónde estaba!, ¿eh?”.

Tenían ya en su poder las cinco copias que Heberto le había mandado a hacer al mecanógrafo, aquel señor asustadizo del que no he vuelto a tener noticias, que entonces parecía aterrarse más y más en la medida en que avanzaba con su trabajo.

Me abandoné a los malos pensamientos. Se habían llevado a Heberto, habían encontrado las copias del manuscrito de la novela, y era imposible, pensaba, que aquello tuviese un final feliz, o por lo menos entonces me parecía muy lejano. Sumida en estos amargos pensamientos, sin dejar de llorar, comprendí de pronto que mi última esperanza estaba a punto de desvanecerse si no ocurría un milaglro. Uno de los policías, un joven largo y flaco, se acercaba lentamente al cesto de mimbre que había en la sala-comedor, y donde estaban depositados algunos juguetes de mi hija. Iba a comenzar a registrar allí, cuando de súbito el jefe lo interrumpió con voz de mando: “No, déjalo”. Y a mí me pareció milagroso.

Su orden evitó a tiempo que se llevaran el original de la novela. Yo misma la había ocultado ingenuamente en ese sitio: se trataba de una copia llena de tachaduras, resguardada entre dos tapas azules de cartón y envuelta en un nylon. Me he prometido a mí misma que no se lo diré a nadie, que dejaré en manos del destino su salvación.

Entonces apareció el jefe de la “operación” de detención y registro, y comenzó a cerrar las ventanas del apartamento y a decir que tenía que acompañarlos a la Seguridad del Estado para firmar algunos papeles relacionados con la detención de Heberto. Me negué una y otra vez; sabía que aquel no era el procedimiento habitual, estaba segura que pretendían engañarme. Pero de nada me valió negarme. A mi alrededor el desorden era impresionante, había libros tirados por el suelo, cuadros destrozados, así que supe que mi única opción era acompañarlos. En unos minutos el apartamento quedó cerrado y el responsable del grupo dio una orden que yo no logré entender. Fue entonces que le rogué ingenuamente que me permitiera ir a informarle al vecino, que a su vez era presidente del Comité de Defensa, y que vivía en el edificio, lo que había ocurrido en mi casa. ¡Qué absurdo de mi parte!, como si valiera la pena que ese señor de voz agudísima y espejuelos negros a perpetuidad, un velado enemigo de todo el que no pensara como él, se enterase de nuestra situación.

Por supuesto, me respondieron que no era necesario, que tenían prisa, y comprobé que uno de ellos se iba quedando rezagado a propósito, mientras me alejaba escoltada por la policía, por aquel pasillo casi en penumbras. Sin duda, trataban de evitar que yo llamase la atención de los vecinos.

Pero yo no cesaba de llorar.

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