Saturday, May 25, 2019

Obreros de la construcción (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


De siete pesos pasábamos a ser asalariados, lo que equivaldría a un sueldo mínimo, para que el lector pueda tener una idea. El trabajo se haría en lo que llamaban la Planta de Prefabricados que se encontraba en el kilómetro 7 de la carretera de Nuevitas, no lejos del aeropuerto. Se fabricaban allí losas, vigas y demás, todo prefabricado con hormigón. Y si torpe fui en el campo lo sería también en la construcción. Como muchos en mi caso, puesto que ya habíamos dado bastante, la idea era trabajar lo mínimo y aprovechar la cercanía de la casa.

El trayecto para ir a trabajar no era largo. Por la mañana los camiones que nos conducirían a la planta llegaban al campamento a una hora razonable. Si por un lado los sargentos nos acompañaban, los jefes de obra eran todos civiles, y si dentro de ellos había gente buena, había otros que de haberlos dejado nos habrían esclavizado más que los militares. Había quienes nos miraban como si fuéramos lo peor.

El primer día de trabajo me encontré con la gran sorpresa de ver a Jorge Llaguno Cuéllar, aquel confinado de Cárdenas que un día había conocido en la Catedral y me había hablado por la primera vez de las UMAP. Gracias a él formé parte de un pequeño equipo que se ocupaba de transportar losas prefabricadas que salían fresquitas de los moldes hasta el lugar donde se almacenaban. Nos alegramos de vernos.

Aquella planta de prefabricados era enorme y al gobierno le salía muy barato emplearnos. No nos habían sacado del campo para mejorar nuestras maltratadas vidas de aquel entonces sino antes bien para dorar una imagen que en cuestión de derechos humanos estaba más que deteriorada. No había que hacerse ilusiones, seguíamos siendo esclavos, aunque con los grilletes menos apretados.

Gracias a Llaguno nuestra brigadita se las arreglaba para no trabajar mucho, aunque como siempre la alegría en casa del pobre duró poco y tuve que hacer otras cosas como carretillar cemento o arena o cargar camiones que venían a buscar las losas y vigas ya mencionadas.

Gracias al batallón 30 pude reanudar contacto con gente de Camagüey como Osvaldo Betancourt Sanz y José Pradas Casellas quienes vivieron tremenda odisea en el primer llamado. Allí encontraría de nuevo a aquel flaco desgarbado apodado Cucuta quien al cabo de tener seis hijos varones seguía buscando la hembra, y como decía él hasta que no la tuviera no paraba sin que la opinión de su esposa contara para algo, creo.

No había testigos de Jehová porque casi todos habían parado injustamente en la cárcel. Había muchos adventistas, entre los que recuerdo sobre todo a los hermanos Marcano, ambos avileños y a un negrazo descendiente directo de jamaiquinos, Asmond William Thomas Foster, buena gente y con un cuerpazo que imponía. Thomas, como lo llamábamos, dejó de ser adventista tan pronto nos dieron la baja. Había también muchos homosexuales, pero como dice el dicho, estábamos juntos pero no revueltos.

Había también gente de Vertientes, Florida y sus alrededores y de Morón. Algún que otro habanero como el mulato Casuso que era todo un personaje, pero en la inmensa mayoría éramos camagüeyanos. Eran otros tiempos también y gracias a algunos que tenían radio podíamos escuchar un poco d Aznavour, Becaud e incluso, aunque tímidamente, a los Beatles.

Gilberto Castillo Domínguez, el 20, seguía contando los días, mientras que el 18, Pedro Valero Caballero, había logrado ser el cuartelero de la barraca, o sea, nunca iría a trabajar y se volvería, así como se dice en buen cubano, un chivatón de primera. Solo quedábamos tres de aquellos primeros tiempos y nuestros números serían cambiados según cambiábamos de unidad. Siempre recordé aquel número 28 como si lo tuviera impregnado en la piel, los otros números nunca los retuve. La huella dejada por aquellos seis primeros meses en las UMAP nunca se borrarían.





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