Saturday, December 15, 2018

El cañaveral (por Víctor Mozo)


La madrugada fue de esas que se desean olvidar para siempre. Desgraciadamente las venideras serían iguales o peores. Serían apenas las 4 cuando sonó el nunca bienvenido de pie. Los sargentos habían entrado más belicosos que de costumbre en la barraca y en menos de lo que cantaba un gallo ya estábamos formados y en atención. Una vez realizado el pase de lista en el que cuando se mencionaba nuestro número debíamos gritar a voz en cuello “aquí”, los nuevos cocineros se nos acercaron con un cubo lleno de un líquido que olía a café poniendo apenas unos escasos dos dedos en nuestros jarros. Otro cocinero lo seguía dándonos un mendrugo de pan. Todo se hacía como si fuéramos autómatas. Un brazo se estiraba para que echaran el “café” y otro para coger el pan.

Así, con las manos ocupadas protegiendo aquel tesoro que nos sustentaría durante media jornada, marchamos en paso de camino hacia el comedor. Si por desgracia alguien olvidaba su jarro en la barraca, no le quedaba más remedio que tragarse el pan en seco. El verdadero café sería reservado para la oficialidad, los cabos y guardias del SMO, mientras que los cocineros tendrían el privilegio de gozar del precioso néctar. De la borra de esa primera colada que a su vez sería colada de nuevo saldría el “café” que nos darían cada mañana y que estimularía extrañamente nuestras tripas.

Como ya se iba haciendo costumbre, el “a formar” gritado a varias voces, agarró a unos en las barracas y a otros en las letrinas. Y así, algunos subiéndose los pantalones a la vez que corrían, se unían a la formación ya prácticamente en atención. La compañía se preparaba para ir a trabajar. Siempre marchando salimos del campamento con sombrero de guano en lugar de gorra y una cantimplora con agua cuya frescura duraría poco.

No muy lejos, casi enfrente, los cabos sacaron de una choza lo que sería nuestro “armamento”, o sea, las guatacas. Con el motor en marcha un tractor ruso con tres carretas, nos esperaba para llevarnos al pie del cañaveral. Algunos lograron sentarse, la mayoría viajaríamos parados. Poco a poco deveníamos expertos en mantener el equilibrio como Muecke, el testigo de Jehová, quien decía haber trabajado en los trenes en movimiento y se mantenía sin caer como si tuviera ventosas en los pies.

Atrás en el campamento quedaban los llamados “rebajados de servicio”, unos siete u ocho entre los que había sobre todo herniados, pero el que más suscitaba la atención era un pelirrojo de Nuevitas que además de faltarle prácticamente todos los dientes, en una mano le faltaban tres dedos y en la otra dos. Nunca supe si los médicos que les dieron “el apto para el servicio” hicieron alguna vez un buen examen de conciencia y si llegaron al mea culpa. Entre los rebajados de servicio, se hallaba uno apodado “Coco”. Con el número 11, sería el cuartelero de mi barraca, o sea, el encargado del orden y la limpieza. Aquellos que lo conocían sabían que era un delincuente y la revisión de nuestras muy escasas pertenencias en ese momento se hacía obligatoria cada vez que se podía entrar en la barraca. El mismísimo lobo se encontraba en el aprisco.

El trayecto entre el campamento y el cañaveral adonde trabajaríamos no fue muy largo. Los sargentos – que llevaban machetes – tan pronto bajamos de las carretas dieron la voz de a formar en medio de la guardarraya y allí nos dejaron parados. Si alguno tiene ganas de cagar aprovechen porque después no habrá tiempo, gritó el sargento Rodríguez. Ni cortos ni perezosos algunos se adentraron en el cañaveral. Por mi parte aguantaría durante una semana hasta que me acostumbré a hacer mis necesidades como los demás en medio de un surco y a como se pudiera.

A cada uno se nos asignó un surco que limpiar. Para el citadino como yo el campo no pasaba de un buen paseo a caballo, la tarea no sería fácil. A un lado mío se encontraría el no. 26, Montejo, del grupo de los once. Como el 27 trabajaba en la cocina, Ercilio Serrano, el 29, estaría a mi otro lado, quien, como guajiro al fin, el trabajo no lo asustaría. Ercilio, apestaba a orine. Como luego me confiaría con su voz muy pausada, desde niño padecía de incontinencia urinaria y se lamentaba de su suerte. Qué habría hecho Ercilio para que estuviera allí. En todo caso por cuestiones de religión no era.

Los surcos, según le escuché al listero que era haitiano como también el chofer del tractor, eran de 21 cordeles, me hablaban pues en otro idioma. Solo veía a derecha e izquierda aquel océano de cañas que crecían con sus hojas que pasaban de un verde claro a un verde oscuro sobre aquella tierra roja. No sería la dulzura de la caña la que sentiría, sino los embates de sus dientes afilados como serrucho.

A lo lejos avisté al teniente jefe de compañía que avanzaba hacia donde estábamos montado a caballo cual mayoral de otra época. Tumba la caña/anda ligero/mira que ahí viene el mayoral/sonando el cuero, habría tarareado mi padre recordando los tiempos del presidente Menocal.

Apenas salidos los primeros rayos de sol, comenzaríamos a dar los primeros guatacazos, con ellos se irían las ilusiones de una juventud que nunca debió haber estado allí.





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Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog.

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