Saturday, September 15, 2018

Abel González Melo, prolífico y talentoso dramaturgo y escritor cubano (por Baltasar Santiago Martín)


Berlín, 2010. 
Foto: Mehdi Moradpour
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El escritor, director teatral y docente Abel González Melo nació en La Habana el 14 de enero de 1980. En 2002 obtuvo la Licenciatura en Arte Teatral, perfil Teatrología, en el Instituto Superior de Arte de Cuba; en 2011, la Maestría en Teatro y Artes Escénicas, y en 2017, el Doctorado cum laude en Estudios Literarios, ambos por la Universidad Complutense de Madrid. Asimismo, se ha formado en la Residencia Internacional del Royal Court Theatre de Londres; en el Maxim Gorki Theater de Berlín; en el Odin Teatret de Holstebro, y en la Plataforma Internacional de Dramaturgos Panorama Sur, de Buenos Aires.

Ha publicado veinte libros de dramaturgia, el más reciente de los cuales es Fugas de invierno. Trilogía de La Habana clásica, por la Editorial Letras Cubanas, con prólogo de Sergio Blanco. Además, posee volúmenes de narrativa, poesía y ensayo teatral. Ha obtenido múltiples galardones como escritor, entre los que destacan el Premio de Dramaturgia de la Embajada de España en Cuba (2005), el Premio Alejo Carpentier de Ensayo (2009), el Primer Premio Cubano-Alemán de Piezas Teatrales (2009), el Premio de Teatro José Antonio Ramos de la UNEAC (2014), el Premio Nacional de Dramaturgia Virgilio Piñera (2014); amén de haber recibido en tres ocasiones el Premio de la Crítica Literaria, así como el Premio Cultura Viva 2012 en Madrid, otorgado al conjunto de su producción literaria.

Dentro de su amplia obra dramatúrgica, traducida a una decena de lenguas y estrenada en diversos países, destacan varios textos que se han podido ver en los escenarios de Miami en años recientes, como Chamaco, Nevada, Talco, Cádiz en mi corazón, y En ningún lugar del mundo, estrenado por Teatro Avante en el pasado 33 Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami, que se repondrá a finales de enero de 2019 en el Miami Dade County Auditorium. Abel es también guionista de cine.

Junto a Baltasar Santiago  Martín 
Art Emporium. Miami 2018.
Foto: Vivian Pérez
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La Fundación APOGEO tuvo el gusto de tenerlo como invitado en nuestra tertulia del mes de agosto de 2018, celebrada en el Centro Cultural Art Emporium, donde tuvo lugar la siguiente entrevista:

¿Vives feliz en España? ¿Cómo es tu día a día en Madrid?

Llevo ya más de una década viviendo en Madrid, y cada día me siento mejor allí. Es una ciudad que me acogió desde el principio. Me gusta su gente, su clima, su historia, su amplia oferta cultural, su sistema de transporte, su agua… Adoro caminarla, perderme en sus calles… En Madrid he crecido, no solo profesionalmente, sino también como persona. Tengo en esa tierra muchos amigos cubanos y españoles que me han abrazado y que ya son parte inseparable de mí. Vivo en un apartamento en la zona de Cuatro Caminos. Afortunadamente, trabajo en la Universidad Carlos III desde hace ocho años, y ello implica desplazarme con frecuencia hacia sus campus en Leganés y Getafe durante la semana. Voy con frecuencia al teatro y a la filmoteca, o a los cines de versión original. Disfruto escribir en un café o en el Parque del Retiro, montar bicicleta, nadar en la piscina y subir a la sierra con amigos los fines de semana.

¿Todavía mantienes tu casa en La Habana? ¿Cada qué tiempo vas?

Por supuesto que la mantengo. Es una casona construida por mis bisabuelos maternos en el año 1926 y guarda todos mis afectos. En Cuba vive la mayor parte de mi familia, e intento volver cada año al menos en una ocasión.

Hablando de esa Habana tan presente en tus obras, ¿en cuál de sus barrios naciste y creciste? ¿Fuiste un niño “abelardito” o “mataperro”?

En La Víbora, cerca del Parque Córdoba. Ese barrio fue el paraíso de mi infancia y aún sigue siendo un sitio muy entrañable para mí. Sus lomas ofrecen las mejores vistas de La Habana, y también fueron los rincones ideales para las escapadas de adolescencia… Creo que fui un poco de todo, siempre me gustó socializar y la escuela me despertaba tanta curiosidad como la calle.

Háblame de tu familia, de tu árbol genealógico sanguíneo.

Junto a su madre y su hermana
La Habana, 2014
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En la línea materna están mi madre y mi abuela, mis dos Mercedes, ambas filólogas hispánicas: crecí entre los libros y el amor por la literatura, el arte y el español. Junto a mi abuelo, ellas han sido decisivas en mi formación y en mi libertad para escoger en la vida. Mi madre, también escritora, es un ser al que me siento profundamente unido: todo lo que me enseña, lo que compartimos, lo que disfrutamos juntos… Está mi hermana Pilar, que es una gran diseñadora gráfica: aunque le llevo siete años, nuestro amor es infinito y tenemos la suerte de trabajar juntos en proyectos profesionales. Desde hace dos años y tres meses, mi sobrino Ramsés ha llegado para dar luz al mundo. Por otra parte se encuentran mi tío Ninín (Osvaldo de Melo), que es Premio Nacional de Física en Cuba, y mi prima Claudia, también física. De manera que mi línea materna superpone dos áreas que se cruzan en mi teatro: las ciencias y las humanidades.

En la línea paterna, mi padre Osvaldo fue químico, nació en Pinar del Río y murió en México en 2004. A raíz de su muerte escribí Chamaco ese mismo año. Yo lo recuerdo mucho, lo siento siempre conmigo, su alegría, su nobleza, su voluntad… En Villahermosa, Tabasco, vive su otro hijo, mi hermano Osvaldito.

La infancia y la adolescencia te tocó vivirlas en pleno “período especial”. ¿Qué fue lo que más te marcó de esa época, que luego lo incluirías en algunas de tus obras?

Mi estancia como becado en la Lenin durante el bachillerato, entre 1994 y 1997. La separación de casa. Allí descubrí la maravilla y el horror. Es una época dura la adolescencia, pero también hermosa. Te enfrentas a todo: a la libertad y a la sordidez. De esa experiencia nació mi primer libro a mis dieciséis años, que luego obtuvo el Premio Calendario y se publicó en La Habana: Memorias de cera.

En la reseña que escribí sobre tu obra En ningún lugar del mundo, afirmé atrevidamente que “el autor ha incluido algo de teatro del absurdo, como homenaje implícito a Virgilio Piñera y a Tomás Gutiérrez Alea, sus mentores por linaje ascendente (el hielo para que la abuela “aguante” me recordó La muerte de un burócrata, de Titón, y lo del ataúd, Guantanamera, además de ser, por absurdo, muy “piñeriano”). ¿Acerté o me equivoqué?


Adrienne Arsht Center
Miami, 2018. Foto: Raúl Durán
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El absurdo está en el hipotálamo de la idiosincrasia cubana: todo es absurdo en nuestra isla y sus irradiaciones, no hay forma de entender lo que somos si no es desde ahí. Piñera y Titón bordaron esa condición en sus creaciones, pero si te fijas, desde el siglo XIX, en El becerro de oro, Luaces introduce esa urgencia, esa especie de visión desde un caleidoscopio. Sin duda En ningún lugar del mundo tiene mucho de eso. Mario Ernesto Sánchez me permitió trabajar con gran libertad en este proyecto especialmente concebido para Teatro Avante, y el resultado es un texto que bebe de una tradición donde, como decía Piñera, los cubanos entendemos el sentido de lo trágico, pero a la vez, rechazamos cualquier imposición de solemnidad. De esa fricción, que él llamó “la sistemática ruptura de la seriedad entre comillas”, nace nuestro peculiar absurdo diario, nuestro humor.

Entonces, en tu árbol genealógico “teatral” cubano, ¿a quién más incluirías, como influencias y referentes?

José Martí y Joaquín Lorenzo Luaces representan, a mi modo de ver, los dos estilos extremos que nos han conformado: la épica y el costumbrismo. Abdala y El becerro de oro resultan los casos modélicos de esta polarización, que la dramaturgia cubana siempre ha perseguido integrar. Nuestro teatro es una pretensión de altura clásica que el calor del Trópico rebaja de inmediato al nivel de la chancleta: es el ejercicio que pretendo hacer en mi obra Epopeya, por ejemplo. Los autores que más me interesan, dentro de nuestra tradición, son los que han investigado y experimentado con esos cruces de lenguaje: Ignacio Sarachaga, Carlos Felipe, Virgilio Piñera, Abelardo Estorino, Antón Arrufat, Eugenio Hernández, Abilio Estévez, Raquel Carrió, Carlos Celdrán…

Si la poesía es mucho más inspiración que oficio, y la prosa mucho más oficio que inspiración, ¿qué dirías sobre escribir obras de teatro?

La dramaturgia es poesía y narración, lo ha sido siempre. Lleva consigo la inquietud, la síntesis y el enigma de lo poético, junto a la necesidad de fábula, personajes y estructura del relato. Requiere, a partes iguales, esencia y mundo, persistencia e imaginación. Pero a la vez está urgida por tensar el arco del diálogo con ese otro que es el espectador, por mirarle a los ojos, por perturbarlo.

¿Qué tanto de ti hay en tus obras?

Estoy por completo dentro de ellas, hecho fragmentos. Sensaciones, experiencias, desafíos. Uno solo puede escribir desde sí mismo, ¿no?

Chamaco, una tragedia urbana nocturna y postmoderna”, catalogué así esa obra tuya. ¿Es la noche una protagonista más, o solo el marco, el escenario de la tragedia?

La noche siempre me ha incitado y es el marco que envuelve una zona importante de mi escritura. En el caso de Chamaco, no solo la nocturnidad y sus personajes fueron decisivos mientras merodeaba por los alrededores del Parque Central, con poco más de veinte años, sino que la escribí también a lo largo de tres noches, entre un 23 y un 26 de diciembre. En ese sentido, es ámbito protagonista de todo lo que deja ver y también de lo que oculta.

¿Estás de acuerdo conmigo en que tu obra Talco es “teatro de la crueldad”? ¿Por qué te atrajo esa corriente teatral?

Nunca me lo planteé así, como nunca me planteo entrar en una corriente cuando escribo una obra. Sencillamente la historia va surgiendo y dictando sus claves.

De las cuatro obras tuyas que he visto, solo Talco no me agradó, por lo demasiado sórdida, pero elogié mucho Chamaco, Nevada, y ahora En ningún lugar del mundo. ¿Cómo tomaste esa crítica, y en general los comentarios adversos a tus obras, si los hubiera?

Suelo evitar todo lo que sea adverso al fluir creativo. La comunión del teatro es algo muy delicado, requiere un entrenamiento muy específico del equipo y una entrega altamente afinada por parte del elenco para que lo que ocurra en el escenario sea real. Lo que disfruto del teatro es esa artesanía: componer mundos durante el trabajo de mesa, contrastar en los ensayos, habitar el estreno y la temporada, conectar con el público. Los críticos pertenecen a otra galaxia, son harina de otro costal: de pronto aterrizan en la sala y los cables se les empiezan a cruzar. Lo digo con el mayor respeto, y claro que me gusta una crítica que penetre en nuestro discurso y, sobre todo, que invite a ver el espectáculo, que deje en la prensa una huella del trabajo. Pero hablo con bastante conocimiento de causa: estudié una carrera cuyo centro es la crítica teatral y fui, poco a poco, abandonando el oficio al descubrir que no tenía nada que ver con la dinámica interna del teatro.

De todas tus piezas, ¿cuál es la que más amas y por qué?

Amo la que estoy trabajando ahora mismo. Me suele ocurrir con cada nuevo proyecto: me sumerjo demasiado en él. Pero pienso que la que más amo es Chamaco, no solo porque su proceso de escritura fue agónico e imparable (nunca más ha vuelto a ocurrirme algo así), o porque resulta la más traducida y representada a lo largo de estos años, la que más satisfacciones me ha traído. No es la que más amo porque siento, nítidamente y cada vez más, que esa obra es mi padre que me acompaña adondequiera que voy.

¿Qué tema tienes en mente para tu próximo texto?

La censura. La he trabajado muy poco en mis ficciones y la tengo demasiado presente en mi vida.

Sobre tus preferencias:

Libro: La cartuja de Parma, de Stendhal, y La Biblia.

Obra de arte: La vuelta del trabajo, de Leopoldo Romañach.

Película: Dogville, de Lars Von Trier.

Hobby: La playa.

Bebida: Jugo de mango.

Mascota: Yeny, mi perrita.




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