Tuesday, November 14, 2017

Carlos Victoria en su permanencia (por Reinaldo García Ramos)

Nota del blog: Agradezco a Reinaldo García Ramos y a la Editorial Silueta la publicación del presente texto. El mismo fue escrito para presentar en la Feria del Libro de Miami 2017, en el panel "Recordando a Carlos Victoria: entre el desarraigo y el arraigo", que estuvo integrado por José Antonio Évora, Reinaldo García Ramos y Rodolfo Martínez Sotomayor, celebrado el pasado lunes 13 de noviembre.

El texto será incluido en un volumen que prepara la Editorial Silueta en homenaje a Carlos Victoria.

Foto cortesía de Eva M. Vergara
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Carlos Victoria lleva ya diez años ausente, pero su obra nos acompaña ahora más que nunca. Para mí él sigue siendo un ejemplo de nobleza y de ejemplar dedicación a la literatura. Éramos excelentes amigos, nos habíamos visto algunas veces en La Habana, pero empezamos a conocernos de verdad en 1983, después de haber llegado ambos a Estados Unidos. Fue entonces que nos unimos al Consejo de Editores de la revista Mariel, junto a Reinaldo Arenas, Juan Abreu, Roberto Valero y otros colegas que habían salido de la Isla por entonces. La revista propició nuestro acercamiento.

Carlos fue siempre muy amable, pero tímido, y yo soy bastante reservado, pero contar de pronto con un medio donde publicar nos entusiasmó a todos en el grupo y eliminó esas barreras. Pronto se abrió entre Carlos y yo un canal de comunicación que nunca dejó de reafirmarse. Yo residía en Nueva York y él siempre vivió en Miami, así que nuestro diálogo continuó luego por correo (y hablo del correo tradicional, el de estampillas y sobres, pues los mensajes electrónicos no surgieron hasta mucho después y él era muy poco propenso a usar el teléfono). Empezamos a mandarnos cartas entusiastas, minuciosas, hablando de asuntos de la revista, pero también de otros temas. Nos contábamos a menudo nuestras respectivas experiencias de recién llegados a un nuevo país. Para nosotros casi todo era sorprendente y en ocasiones confuso. Después, cuando yo empecé a venir de vacaciones a Miami, nuestro contacto se siguió ampliando en largas conversaciones; nos leíamos lo que habíamos escrito poco antes y comentábamos nuestros temores y secretos. Así se fue creando entre nosotros una especie de complicidad.

Él era un individuo muy celoso de su tiempo, vivía concentrado en reservar la mayor parte de las energías diarias para su ritual predilecto: encerrarse en su casa a escribir. Su labor literaria era el objetivo primordial de su existencia, pero nunca alardeó de su talento ni tomó actitudes de genio ni mucho menos. En una carta que me mandó en febrero de 1995 para agradecerme una reseña que yo había hecho sobre su novela La travesía secreta me dice: “He querido hacerte estas brevísimas líneas, para dejar constancia escrita (como si todo se fuera a desmoronar mañana) de mi agradecimiento.” Y añade que, tras leer mi comentario sobre su libro, había sentido “por primera vez que ya la novela es algo totalmente ajeno a mí, y que todos esos años en que estuve escribiéndola son algo que le oí contar a alguien, o que tal vez soñé”. Como Gustave Flaubert, él aspiraba a que ese mundo que creaba en su narrativa se desprendiera de él y cobrara autonomía permanente. Se dedicó de manera obsesiva a cumplir esa misión; no quiso nunca consagrar demasiados esfuerzos a nada más. En una emotiva semblanza de Carlos que escribió en enero de 2008, Daniel Fernández lo describe así: “Siempre me daba la sensación de que era poco el tiempo que tenía. Como la liebre de marzo en Alicia en el país de las maravillas, siempre se le hacía tarde, siempre tenía otra cosa que hacer, tenía que irse.”

Nunca se cohibió de mostrarse en extremo metódico; planeaba sus días con horarios muy meticulosos. Cuando yo venía a Miami de vacaciones, solíamos encontrarnos para almorzar juntos, pero sobre todo para conversar: él pasaba a recogerme en mi hotel en la playa a una hora que él mismo decidía y que no se debía modificar por ninguna razón repentina. Nos íbamos casi siempre al mismo restaurant de Lincoln Road, donde él pedía ineluctablemente el mismo plato, huevos benedictine. Y después de almorzar se marchaba a toda prisa para iniciar su jornada de trabajo en el Nuevo Herald. Pero esa concepción obsesiva del reloj no le impedía disfrutar del encuentro ni sostener conversaciones sustanciales. Tenía un notable talento para el diálogo pausado (algo poco común en muchos cubanos) y se deleitaba con los pensamientos expresados con máxima pulcritud; sabía escuchar con atención y respondía con las palabras imprescindibles, tras haberlas sopesado en su mente con cuidado. Era un maestro del ascetismo verbal.

En su conducta mostraba esa misma aspiración al rigor y al despojamiento. De la fe pentecostal de su niñez y de su triunfo contra el alcoholismo en su juventud había heredado los principios estoicos que le conferían fuerza. Gracias a esos principios logró mantener su disciplina de trabajo y establecer los múltiples esquemas en que apoyaba su comportamiento. Quizás por haber conocido los demonios del alcohol, sentía horror a salirse de los bordes y a caer en nuevas formas de disolución. Evitaba tener las mismas crisis en que usualmente colocaba a sus personajes. En un texto que publicó tras la muerte de Carlos, Luis de la Paz recuerda que este una vez le comentó: “En la vida cotidiana todos nos protegemos con máscaras y armaduras, y sólo cuando nos hallamos en callejones sin salida esas máscaras y esas armaduras se desintegran, poniendo al descubierto cómo somos, dejándonos en carne viva. A mí me interesan (...) esos momentos de total desamparo.”

La voluntad de no extraviarse, de “portarse bien”, de no caer en errores éticos, marcó su vida y su literatura. En la vida personal le dio inspiración para cuidar amorosamente de su madre, que había enloquecido al ser abandonaba por el padre de Carlos antes de que este naciera. En la literatura, esa búsqueda de pureza le confirió el repudio a los excesos estilísticos y lo hizo preferir las expresiones limpias, estrictas. Esa misma austeridad le permitió mostrar con nitidez a los lectores las carencias, las aspiraciones, las deformidades y los gestos de altruismo de los personajes que conoció o imaginó y que mostraba en su ficción.

Al final, cuando se enteró de su enfermedad, ya yo vivía en Miami. Me pidió muchas veces que lo llevara en mi auto al médico y aproveché esas ocasiones para tratar de inculcarle optimismo, o de hacerle ver su estado de salud en términos menos dramáticos. Él recibía mis comentarios con calma y gratitud, pero se negaba a creer en alguna forma de curación. Tal vez sentía ya ese extraño placer con que algunos afirman que los mártires se somenten al sufrimiento. Después de su cirugía, para facilitarle la labor de seguir escribiendo con cierta comodidad en su convalecencia, le llevé a su casa una computadora portátil, aunque bien sabía que él siempre había detestado esos aparatos. Desde luego, casi no la usó: tenía el hábito de escribir y corregir a mano. Podemos ver en eso, creo, una muestra más de su ascetismo: quería valerse únicamente de los recursos esenciales, los más difíciles.

Su obra nos entrega un paisaje sumido en una serena soledad, un universo atravesado por estallidos de espanto y bruscos intentos de lograr alguna forma de consuelo, pero no se regodea en las abyecciones ni en la depravación. Carlos buscaba otra cosa: quería dejarnos un desfile de personajes hermosos, convincentes, palpables en su ilusión y en su derrota, unos seres humanos que a pesar de todo, a pesar de haber perdido en gran medida su alegría y hasta sus mayores esperanzas, nunca llegaron a perder su dignidad.

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Reinaldo García Ramos nació en Cuba y radica en Estados Unidos desde 1980. Hasta 2001 vivió en Nueva York, donde ocupó un puesto de traductor en las Naciones Unidas durante varios años. Integró el Consejo de Dirección de la revista Mariel (1983-1985). Recibió en 2006 el Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza en Murcia, España. Ha publicado numerosos poemarios, entre ellos El buen peligro (Madrid, 1987), Caverna fiel (Madrid, 1993) y El ánimo animal (Coral Gables, 2008). Su novela testimonial Cuerpos al borde de una isla; mi salida de Cuba por Mariel (2010) ha tenido ya tres reediciones. En 2017 han salido dos libros suyos: Una medida inexacta (ensayos y comentarios), en la Editorial Verbum de Madrid, y Espacio circular, que contiene quince poemas recientes y una extensa entrevista (Ediciones La Mirada, Nuevo México, 2017).

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