Wednesday, November 23, 2016

Lorca con un Vestido Verde, un comentario más (por Jesús Rosado)


Los cubanos somos devotos de la obra de Lorca. En general el público iberoamericano lo es. Nos ata a la cosecha y manera de morir del poeta su sentido dramático, la pasión velada por los tormentos y el alma desgarrada. 

Cuando la trágica muerte de Pedro Infante, decenas de mujeres en plena flor de su vida se suicidaron en Cuba. Ese ha sido uno de los tantos episodios de síndrome lorquiano del que ha sido víctima la sociedad cubana. Jóvenes cuyos corazones de pronto, ante la pérdida del amado ícono del cine mexicano, se llenaron de “alas rotas y flores de trapo”.

Lorca está entronizado misteriosamente en nuestra idiosincrasia. O por premonición medular del poeta o porque supo interpretar como nadie el corazón de la hispanidad.

Por ello es que el hecho curioso de que un dramaturgo como Nilo Cruz, nacido, es verdad, en Cuba, pero crecido y formado en Estados Unidos, haya logrado interiorizar el espíritu de Federico solo se explica si obviamos los gentilicios y aceptamos la sensible capacidad del teatrista para remontarse a sus orígenes.

No de otra manera podemos entender cómo Nilo ha podido plasmar en su Lorca con un Vestido Verde, las esencias de la individualidad laberíntica del poeta granadino. Y que lo haya hecho a partir de la recreación y reflexiones sobre su muerte habla de la mezcla ingeniosa de ciencia y mística en la estética del dramaturgo.

No voy a reseñar en detalles el argumento de la pieza porque ya los críticos en otros medios lo han hecho. Nilo recurre tangencialmente a Goethe para mostrar en escena a través de un Lorca ya fusilado y ahora atrapado en un limbo purgatorio, las múltiples facetas de su personalidad. 

La muerte-espejo, que no está ajena a las obsesiones lorquianas, es el hábil recurso para esbozar en hora y media de licencia dramática el trayecto de vida de este mito de la literatura hispana que se impondrá históricamente a la demolición física.

El Lorca niño, escritor, dramaturgo, polisexual, el de pensamiento liberal y rotundamente español van dibujando la biografía desacralizada del genio andaluz a través del trabajo de los actores que asumen cada porción de intimidad. 

Todos lo logran haciendo gala de energía, talento e intrepidez. Ariel Texidó, con su Federico ensangrentado que se rebela ante la muerte consumada; Irene Benítez, enfundada en una cándida niñez donde las edades y los sueños se funden; la encantadora Yani Martín asumiendo la íntima femineidad de Lorca; Xavier Coronel mostrando al creador en toda su plenitud; Aaron Cobos, cuyo bailaor alude a la sensibilidad inspirada por la visceral españolidad; y el Lorca con un vestido verde de Omar Germenos, el alter ego que transita discretamente entre vida, sensualidad y muerte.

Nilo construye elaboradas contrapartes para redondear el cuerpo de la obra con la ayuda eficaz de dos actores: Carlos Acosta Milián, quien encarna con profesionalismo contundente el rol de inquisidor que evalúa el paso del Lorca difunto a otro plano existencial, y Rosie Inguanzo, repartida soberbiamente en tres papeles – de ellos el más descollante, el excéntrico Dalí - con los que logra imprimir ráfagas de vibra y sarcasmo a la puesta, contrarrestando el peso trágico de su contenido.

Tras el trabajo actoral, no es difícil imaginarse a Nilo Cruz en los arduos ensayos, sentado en el lunetario vacío, calibrando el lenguaje preciso de los gestos, conteniendo el desborde histriónico, concediendo el aporte, corrigiendo la lectura de los desplazamientos, marcando la dinámica que alcanza a mantener después en vilo al espectador. 

Es un Nilo que hay que imaginárselo con los ojos marchitos de tanto Lorca leído bajo la lámpara. Absorto en las motivaciones de la luna y de la sangre. Reflexionando cada palabra, cada texto como lo habría hecho el poeta vestido de verde enfrentando a sus verdugos.

La escenografía de la puesta es sobria como un tablao. Apenas unas maletas anunciando el alma del Federico viajante con sus tramos recorridos en vida y post-mortem, para después, en algún momento mostrar el vuelo ubicuo de los manuscritos manoseados del poeta. Luego, finalmente, la escalera al cielo, una alegoría que ha cruzado los tiempos desde el medioevo hasta la balada de rock para expresar la exorcizante ascensión definitiva.

La pieza se ubica, sin dudas, entre las mejores obras vistas en las tablas de Miami este año, a la par de Antígonon, un continente épico, de Carlos Díaz. Por su logrado balance, merecería, además de Estados Unidos, plazas en La Habana, México o Madrid. Y en cualquiera de esos sitios sería difícil concebir que un cubanoamericano que vive entre Miami y New York haya escrito y dirigido una pieza de Lorca tan incontenible. Para un espectador cosmopolita ya es motivo de asombro. Para el público español lo sería aún más.

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