Tuesday, March 24, 2015

El desafío del límite en el universo de Carlos Pintado (por Gustavo Aritto)

 Alfredo Triff retrata a Carlos Pintado
 Foto /Blog Gaspar El Lugareño
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Confieso que me es un gran desafío el razonar unas notas (aun siendo tan modestas y apocadas como éstas) sobre lo que en nuestra macropatria lingüística hispanoamericana no cejan, felizmente, de crear los hermanos poetas y narradores de hoy. Me falta, sin duda, contacto más profundo y más amplio de la producción actual en romance castellano; puede echárseme en cara, sin titubear, el desconocer las tendencias, los tópicos, las primicias que todo frisson nouveau trae consigo escamoteando las señas de identidad que miran al futuro no sin antes haber hecho las paces con la tradición. Tampoco estoy seguro de que tengan –ni deseen tener- una entidad reconocible, ni que esa falencia me obstruya el paso al aventurarme en el universo poético de Carlos Pintado. Lo cierto es que se trata de un poeta cubano, y Cuba es aún un misterio histórico y humano para mí; cubano y también joven, pero morador milenario de un tiempo cuya siega Saturno elige (sigue eligiendo) realizarla sin prisa y sin pausa en Europa. Porque, más allá de alguna sesgada impronta vernácula, de algún guiño a la urbanidad autobiográfica de Florida (EE. UU., donde el autor reside), su cosmos imaginario, su sensibilidad y sus relieves artísticos hunden sus raíces en el mediterráneo heleno-romano, las tumultuosas landas de Odín y de los celtas, y el torrente de la modernidad literaria anglosajona. El resto es su propio abismo personal, él y el arduo comercio con lo Otro y sus reflejos merced al portal siempre entreabierto del sueño. A despecho de todas las vanguardias, de los muchos y esforzados caminos de experimentación formal que han intentado pasar su testimonio al siglo XXI, Pintado no oculta su natural disposición a cultivar el verso mensurado, tomando distancia no sólo de modos aleatorios o minimalistas, sino también de la unidad libre y/o blanca. A variedades rítmicas del endecasílabo –en ocasiones muy poco frecuentadas- entrega, salvo excepciones, la materia de sus poemas. La anáfora, la “enumeración caótica” y la pregunta retórica son en él recursos formales asiduos. Poco le cuesta violentar la normalidad sintáctica; como también aprovechar aspectos no previstos de habla hasta entonces neutralizada por el uso ordinario. Su trabajo parece movido por la preocupación formal y la fruición musical oriundas del barroco profundo mejor entendido, e imbuido de un culto por esa pureza esquiva a contaminar el texto con cualquier sustancia extralingüística defendido y practicado por el fundacional movimiento simbolista francés. Prójimo de Verlaine, por la intensidad de su lirismo íntimo, de Rimbaud, con quien podría compartir la creciente incomodidad del mundo contemporáneo, algo de amargo escepticismo y la perplejidad conciente del Yo escindido en una vana ilusión de identidad, o acaso del mismo Baudelaire, al que pareciera hermanarlo la exploración del “mal” y los barrios condenados de la realidad; su tribu no admitiría las espectaculares ceremonias verbales de Mallarmé ni la fría deificación de los símbolos perpetrada por Valéry. Por el contrario, no faltan síntomas de contenido espíritu romántico, el menos apologista del ego, el más comprometido con “el misterio de las cosas”, reconocible en las huellas de la poesía inglesa que avizoró con equilibrada sensibilidad la Weltanschauung del siglo XIX. Afortunadamente (al menos en opinión de quien escribe estas líneas), nada debe a las derivaciones que, de los presupuestos estéticos surgidos en el París decimonónico, ejercitó el modernismo. Quizás la presencia de cierto idiolecto y ciertos motivos afines al orbe obsecuente de J. L. Borges pase por ser el único punto tangencial con la curva más tardía de la doctrina de el arte por el arte consumado en América, aunque inestable y absorbido por el carácter inequívoco de sus texturas: su voz es suya, y sólo suya.

Distante, ajeno, fugaz y en penumbras. Tal parece el saldo cualitativo de la experiencia del poeta en el mundo, resignado a no gozar de otro derecho que el de vivir –hasta el fondo- la gracia o la desgracia de cada instante inasible. El pasado, ese lugar incierto de donde todo proviene, no difiere del futuro, otro nombre alternativo para el Origen. Como haciendo pie en el vórtice ilusorio del “aquí-y-ahora”, lo humano es el punto en que se intersecan el tiempo guardado por Khronos y la cima del famoso cono invertido de Bergson, memoria más y más comprimida que se desprende de algún deus ex machina para llegar a ser un sujeto único, irrepetible, de caliente sangre y predestinado a producir sentidos. Somos las percepciones que nos han sido permitidas: lo demás es nuestro incógnito flujo de visiones y recuerdos anhelando retornar al gran sueño del que partieron: “Pero el recuerdo vuelve con las cosas / que sin saberlo están como esperándonos.”(“Cosas que aún no conocemos”); y “Un apellido tengo que pintado / me recuerda el origen de los nombres. / De Asturias y Canarias ya los hombres / mi historia conformaron. He soñado / con un guerrero. El nombre ya no importa. / Adivino su mano en la penumbra. / Sé que me sueña. Alguna luz alumbra / la oscuridad del cuarto. No soporta / saberme entre sus cosas. Sólo sabe / que vengo de otro tiempo. Soy extraño.” (“Origen de los nombres”) Cualquier comienzo es señal de algo que de algún modo ya pasó, ya se ha despedido de nosotros consubstanciado con su ocaso; así son aquí los dos crepúsculos, una epifanía más de los temidos límites de lo “real”: “Amanecer que siempre estás llegando… / […] Todo está suspendido y muy distante / en la tela, en el tiempo, en el instante.” (“Un tapiz donde el bosque se ilumina”); “Una rosa que enciende las tinieblas, / un fuego que desciende de la noche, / un alba silenciosa y ya lejana, / un parque en donde estamos tan unidos…” (“La belleza”); “¿Qué letras ya borradas han surgido / del alba tan eterna, tan distante?” (“Palimpsesto”); “… todo aquello que ha visto y va quedando / Lejos de sus orillas, cual tardío / Amanecer que siempre está llegando.” (“Viendo cómo las cosas permanecen”). Retenidos por un universo onírico en perpetua y despiadada expansión, nuestra aventura no es sino cruzarnos rumbo a infinitos que divergen, despiertos en la inalterable trama que nos aleja del mundo, del Otro, de quien ignoramos en nuestro interior: “Lejos de toda luz nombro mis sombras. / Me abrazo a mi dolor como quien sabe / que ningún reino tendré. Sólo olvido. / No habrá sino las huellas que otros dejan […] A mi imprevista sombra me he abrazado. / Nadie puede salvarme de la noche / ni de esas playas breves donde fuimos / de algún modo el amado y el amante. […] Recorro las estancias donde he puesto / a beber a mi sombra de tu sombra / sobre mi huella. Lejos ya de todos…” (“Acaso ni la luz puede salvarme”) Todo nos confunde en la oscuridad con su propia sombra; la luz es una difícil conquista a un universo de bordes evanescentes o umbrales clausurados allende los cuales late el vacío que pueblan los espectros: “Descanso ante la antigua puerta oscura. / Miro sus suaves bordes, su madera / que tan paciente guarda la certera / oscuridad que su interior procura. / Rozo la aldaba en vano. Nadie viene. / Escucho sus lejanas voces solas / entrar en el silencio como olas / sin las aguas del mar que las sostiene… Descanso ante el umbral. Acaso un hondo / y perdurable horror yo sufro en vano: / mi mano en la penumbra no es mi mano.” (“Ante una puerta”); “Y al final sólo queda el breve humo / perdiéndose en la sombra. Cada hora / me acontece fatal y muy distante: / cada hora en que ardo y me consumo.” (“Carpe diem”). A la manera del perturbador caballero de capa que sesgadamente nos vigila desde el fondo donde se precipitan seres, espacio y luz en "Las Menina"s, Pintado nos instiga a cuestionar nuestra entidad física, nuestra propia materialidad tan confiada en su solidez y su volumen. Sin embargo, no será la mina plástica del Barroco la que moverá versos de acendrada especulación metafísica, sino la del ecléctico esoterismo tardomedieval. En la acucia del poema “La Epifanía”, sobre la pintura singular homónima de El Bosco, advienen sus hondas inquietudes en torno a la índole paradojal de lo divino y su relación con el hombre. Copio abajo el texto completo:

La Epifanía

El pájaro posado en la ventana
(o más bien en lo negro del cuadrado,
para ser más exactos), ¿qué hace allí?.
Y aquellos dos señores, alejados
de todos y de todo, ¿de qué hablan?.
Y las bestias que están como no estando,
solas, en el establo, quejumbrosas,
¿qué milagro no entienden?.
El paisaje,
en tanto, se oscurece o entra al sueño
de otro paisaje menos habitable.
Pero el pájaro sigue en la ventana
o en el cuadrado negro (que es lo mismo),
y los señores siguen muy distantes,
y las bestias persisten en ser bestias.
Un aspecto de la composición -regida por un firme esquema de evocación e inquisición resuelto en un movimiento de bucle diseminativo-recolectivo- se me impone frente al resto del conjunto. Si aceptamos que el título tiene el doble registro, de alusión (al cuadro homónimo) pero también de introductor del itinerario de lectura, el texto parece refractar el sentido, omitiendo cualquier referencia al centro simbólico de la escena: la “Epifanía” de Dios ante los Sabios Reyes llegados de Oriente, es decir, el Cristo encarnado en el pesebre. Como suele acaecer en el propio cosmos de Hieronymus Bosch, otras figuras, dispersadas en los diversos márgenes que acechan el corazón de la representación desde distancias igualmente diversas, se insinúan inexplicablemente cargadas de connotaciones y fuerza dramática. Así ocurre también en el poema. Las imágenes en primer plano textual de “lo negro del cuadrado”, “el establo”, “el paisaje” y “sueño de otro paisaje” capturan nuestra imaginación, con una eficacia aun mayor si no conocemos o no recordamos la tela. Una suerte de “heterotopía religiosa” se abre paso: el Misterio se ha mudado a otra parte. La incógnita no enunciada por la voz se disemina en tres preguntas que no esperan dilucidación alguna pero que tampoco son meramente “retóricas”; antes, funcionan como expresión de tensiones no resueltas, claves de un Orden que no se intenta descifrar sino activar. Nada se propone descubrir el escrito. Al igual que el interminable oleaje musical de "Tristán e Isolda", de R. Wagner, que nunca da con ninguna playa, su fin radica en aceptar que, como en la vida, muchas veces la belleza más intensa y la verdad más liberadora necesitan permanecer en la gracia de no haber sido develadas. Acaso los milagros sólo tengan significado para quienes estaban aguardándolos. Ya no existe Centro ni estamentos visibles de la realidad: el mundo de los extraños fenómenos se va erigiendo según lo contemplamos. Tales fueron los modos de la mentalidad gótica. Las bestias que “están como no estando” y “persisten en ser bestias” disimulan (junto con el poeta) su convicción de que no hay nada que entender. Mientras tanto, algo importante está sucediendo: “otro paisaje”, no previsto por nadie, abre las puertas de un sueño “menos habitable” en el que no podremos entrar. ¿Qué imponderable “epifanía” estará por consumarse allende ese límite, en el territorio que, a espaldas de nosotros, Dios sí debe conocer? ¿A quién le hará falta ese otro Milagro? Inexorablemente, también lo humano persiste en ser humano…

La antigua discordia entre cambio y permanencia, entre la multiplicidad agobiante de lo fenoménico y el reposo insondable de los númenes, encuentra en Pintado otros registros metafóricos. Por ejemplo, la desolada visión del vacío que se cierne sobre la búsqueda frustrada del Otro: “Sé que el dolor persiste / más allá de mis manos: / la calle permanece en su costumbre, / -al norte Lincoln Road, al sur la nada / de otras calles ajenas-; / sólo ella persiste / como el fantasma insomne de tus pasos.” (“Euclid Avenue”) O evocando de nuevo la existencia impune de lo que existe al amparo del arte: “Nada perturba el cuadro; la agonía / la sentimos nosotros; la agonía / de él no existe. La silla tan perpleja / sigue en su tiempo inconmovible y sola. / Poco importa la pipa que figura / inaccesible al humo que no puede/ alzarse del dibujo.” (“Habitación de Arlés”) Una atención similar recibe el motivo en los versos de algunos de sus más logrados haiku; leemos: “Bajo la luna, / eterno, fluye el río / sobre guijarros.”; o “Sigo las sombras; / mis pasos ya resuenan / en otro tiempo.”. Es inherente al Destino del hombre la agónica superación de esa tensión, y su disputa conlleva una disputa igualmente inevitable: la de eros y thanatos, “el amor y el dolor en todo unidos”, el dictamen de “Finales de diciembre, 1989”. A diferencia de cualquier otro reino, el de la experiencia erótica no escamotea sus fronteras; cruzar supone tener que pagar el gravamen de arriesgar el cuerpo, hasta ahí reservado a la helada mirada de los espejos. El salvoconducto serán la sombra reanimada a solas, la válvula de escape del pasado irrecuperable, el desquite sublime de la escritura: “Me han concedido el fuego del pecado. / Sólo el fuego; el amor jamás ha sido / en mí sino una sombra.” (“Cuartetas de otoño”), aunque “Sin casa, sin amigo y sin amante, / frente al espejo que castiga, a solas, / en la breve quietud que dan los años.” (“En la breve quietud que dan los años”). La instancia solipsista común al placer de escribir y el de soñar aplazan o desechan los placeres vedados, los que exigen negociar con los mercaderes del deseo. El hacedor capaz de tocar “a veces, con sosiego, / el corazón secreto de los hombres”, confiesa, no obstante, con la vindicación de Cernuda, “Con qué placer me abismo yo al vacío / de la página en blanco que sombrío / me vuelve para siempre.” (“Placeres prohibidos”). A la fatal duplicación narcista de todo ejecutor de una cosmogonía le es impuesto el antídoto de la soledad autodestructiva en alguna torre condenada; de ahí que “Mi rostro me persigue en los espejos. / Soy como un rey dormido en alta torre…”. El precio de su osadía es el encierro, y el del encierro, como bien lo sabe el desdichado demiurgo de Nerval, la redención de la soledad: “Yo soy el tenebroso, el desdichado, / el príncipe, el mendigo, el rey, el santo, / Soy el vivo y el muerto y el espanto / de la noche y de un astro que he soñado. / Una tumba la noche me ha ofrecido… Soy esa página donde él escribe / el Aqueronte, el Hada, y la serena / lira de Orfeo, y soy muerte en su vaso, / que ningún labio amante bebió acaso.” (“Gérard de Nerval”). Entre la gozosa evocación de las palabras y la experiencia en la inmediatez terrible de la physis la realidad aguarda inútilmente ser redimida: “Si de morir viviendo yo padezco / terrible suerte, incertidumbre, brasa, / tal vez en la penumbra me traspasa / todo el horror de un mundo que aborrezco.” (“El día”). La indolora muerte onírica, magistralmente presentada en otro de sus haiku, nos exime con dignidad de haber tenido que sobrellevar la pesadilla del deseo: “Sueño mi muerte –dice-: / los clavos, la madera. / Cuelgo del sueño.” Haber burlado “mesiánicamente” al amor bien vale la metonimia.

Tal vez, como suerte de reminiscencia atávica de los Nibelungos caros a su fantasía, el umbral mienta el simbólico himen de esa embustera deidad femenina que llamamos Inconsciente. Deudor de la oscuridad de esas aguas, puede que Carlos Pintado se observe y nos observe detenido con un pie en cada lado. No hay torre que no se desmorone ni rayo que no se descuelgue a tiempo. En la caída de ojos abiertos está inequívocamente la promesa de renovación. Su presente literario (harto auspicioso) empezará seguramente a reclamarle a la segunda etapa de su vida, la que -si damos crédito a Jung- toma impulso hacia los cuarenta años, una decisión dramática: o continuar alimentando su talento poético con las sombras fugaces de este mortificante feudo del Sol, o aventurarse para siempre sola sub nocte per umbras en las orgiásticas marismas iluminadas por la conciencia áurea de su dios interior. Todo parece indicar que optará por lo segundo; al menos eso creo oír en dos versos suyos que mucho le hubiese gustado declamar a Sigfrido a orillas de su Rhin: “He soñado mi muerte como un país lejano, / como un anillo de oro hundiéndose en el agua.”. Salvo que “mi muerte” será entonces, al fin, un inagotable lugar sin límites, la celosa landa vacante que espera la nueva semilla. Pero no lo olvidemos: su voz nos susurra que “De sucesivas muertes estoy hecho. / A solas me contemplo: soy terrible.” Estamos de acuerdo: el poeta es terrible, aunque, paradójicamente, porque escribe.


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GustavoAritto (Buenos Aires, Argentina). Escritor, poeta y crítico. Autor del libro “La espiral del fuego. Sietepalimpsestos del caos”.




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