Wednesday, January 22, 2014

En Memoria de Mons. Carlos Manuel de Céspedes (por Carlos A. Peón-Casas)

Foto/Araceli Cantero-Archdiocese of Miami
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Mons. Carlos Manuel de Céspedes, el último cubano ilustrado.
 Remembranzas y cercanías personales. In Memoriam.


por Carlos A. Peón-Casas


La reciente partida a la Casa del Padre de Mons. Carlos Manuel de Céspedes y García Menocal, de la que supimos tardíamente, enmarcados todos en el bullicio de las fiestas del cambio de año en Cuba, me ha dejado empero una sensación ambivalente de agridulce sabor: el de la pena por el fallecimiento de un hombre de Dios, sacerdote de ley, intelectual de sobrada prosapia, dueño de esa ya poco frecuente facultad del conversador inteligente, del orador cabal, del cubanazo en suma a la hora de adornar sus sapientes palabras con la sabrosura de nuestras raíces más populares y a la vez más profundas; pero a su vez, con esa sobrada convicción de que su partida, como la de todos los que tenemos fe, no es final, sino meta y premio preciados, por una vida de entrega a los suyos y de recto obrar en su prolífico actuar en el mundo que le toco vivir.

Conocí a Mons. Carlos Manuel por intermedio de otro amigo suyo, al que unía una amistad entrañable: Mons. Adolfo Rodríguez, por entonces obispo de Camagüey. Le fui presentado casi que con cartas credenciales y todo, cuando principiaba mis estudios universitarios en la benemérita Universidad de La Habana, y el motivo de aquella introducción, era motivado por mi interés de ser parte de un curso emblemático de Cultura Cubana, con todos los hierros como diríamos en buen cubano, que bajo los auspicios del propio Carlos Manuel y del por entonces Rector del Seminario San Carlos, se ofrecía, con cupo limitado en aquellos espacios tan ancestrales y caros a la nacionalidad nuestra donde el Padre Varela “nos enseñó a pensar”.

Monseñor Carlos Manuel me recibió muy solícito una tarde del casi otoño de aquel 1986, en sus oficinas del Arzobispado de La Habana, donde por entonces habitaba, recuerdo que la entrevista fue muy breve, pero entrañable, venía de cumplir ciertos compromisos oficiales con no sé que alto funcionario del gobierno, como era y siguió siendo su costumbre, y tenía pocos minutos para su misa vespertina en la cercana Iglesia del Ángel, en la que prestaba entonces sus servicios pastorales. 

De inmediato me otorgó su beneplácito para aquel mi deseo. A partir de aquel instante disfruté la cercanía de su presencia, y de sus agudos comentarios, y de su enjundiosa conversación; en aquellas magistrales conferencias que con frecuencia semanal dictaban los intelectuales más preclaros de la Cuba de entonces: Manuel Moreno Fraginals, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Fina García Marrúz, Odilio Urfé, entre otros, y que con su sola mención, dan la idea de la valía de aquellas pláticas en las que se hacía la luz sobre el decursar de nuestras raíces más ancestrales. 

Luego, en mi curriculum formativo, volvería a recibir una asignatura parecida, pero que comparada con aquella experiencia iniciática, no era más que un pálido barniz, como en definitiva corresponde a un exiguo Panorama de la Cultura Cubana. Para suerte mía yo había tenido la dicha de ver y tocar esa cultura de primera mano en la voz de sus propios hacedores.

Ya de regreso a mi terruño, tuve la oportunidad de seguir frecuentando a Mons. Carlos Manuel. Su presencia en tierras camagüeyanas fue asidua, sobre todo en las ediciones de los Encuentros Nacionales de Historia: Iglesia Católica y Nacionalidad Cubana, que principió organizando aquí nuestro amigo Joaquín Estrada Montalván. 

En aquellas sesiones, dejó sentir su presencia esclarecedora en más de un debate sobre nuestras realidades: las de la nación , de la que sin dudas constituía una parte sustancial, por su gallarda prosapia familiar y por sus vivencias; y la de nuestra Iglesia, a la que servía desde los tempranos y controvertidos años sesenta.

Hoy su recuerdo nos queda en más de una crónica, apostillas, memorias, y hasta un par de volúmenes con sus escritos sabiamente editados un poco antes de su partida. De todos ellos, sigo empero prefiriendo con un gusto singular, unos textos impresos muy precariamente en 1995: Me sorprenden las sorpresas, comentarios suyos según su propio decir “a algunas reacciones provocadas por mi ponencia Promoción humana, realidad cubana y perspectivas”(1), que había leído en ocasión de la Segunda Semana Social Católica en noviembre de 1994. 

Son siete “sorpresas” que abarcan con fruición los temas más caros a su leal saber y entender: el pluralismo, la valía del cubano, el mestizaje, la Constitución del 40, la Enmienda Platt, las relaciones con Estados Unidos y la eticidad de José Martí. 

Leerlos hoy, es volver a revisitar las esencias más caras de nuestro propio discurso como matria profunda, y hacer cumplida justicia a aquella bella metáfora que nos legó Mons. Carlos Manuel, la de la necesaria e imprescindible Casa Cuba, “con todos y para el bien de todos”. Que sean sus propias palabras conclusivas en aquel texto las que nos sigan iluminando en la consecución de ese propósito:
(…) He indicado algunas pistas y nada más; no soy capaz de otra cosa (…) añado la pluralidad de visiones y de opciones(…) Pluralidad inevitable y enriquecedora que exige, por parte de todos los cubanos, la formación de una cultura de la tolerancia y del diálogo, concertador efectivo de voluntades en el mundo pluralista en el que vivimos que reclama, con urgencia, esa cultura de la civilidad y de la mesa de negociaciones; no la cultura de los campamentos militares(…) Tengo confianza en la persona cubana, en su capacidad de buena voluntad y de talento y hasta de generosidad heroica, pero no ignoro su capacidad de simulación, de mentira, de oportunismo, de estupidez y de pecado, como sucede con las personas humanas de cualquier pueblo de nuestro cada vez más pequeño mundo(2).

En Camagüey, a los 8 días del mes de Enero de 2014.

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Citas

[1] Me sorpenden las sorpresas. La Habana, 1995
[2] Ibíd. p. 60 


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