Wednesday, November 13, 2013

De trincheras, invernaderos y esperanzas (por Carlos A. Peón-Casas)

Foto archivo blog Gaspar, El Lugareño
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De trincheras, invernaderos y esperanzas(1)
(Una experiencia en la vida de la fe católica en Cuba)


por Carlos A. Peón-Casas


(…) Beauty, strenght, youth, are flowers but fading soon;
Duty, faith, love are roots and ever green”(2)
George Peele.


En una reciente celebración eclesial de la Diócesis camagüeyana, que conmemoraba la ordenación sacerdotal de un grupo de presbíteros hace ya más de cuarenta años, el celebrante tuvo a bien indagar, sí entre los presentes habían testigos de aquella primera vez. Muy pocas manos, no más de una decena, se alzaron en respuesta. 

En el lapso de esas cuatro décadas, mucha agua ha corrido bajo el puente, y realmente muy pocos de los que fueron testigos de acontecimientos en esa vida de fe, están entre nosotros. Las comunidades actuales son espacios fluctuantes donde el número de los fieles sufre esporádicos aumentos y contracciones. 

De aquellos primeros testigos, la gran mayoría ha emigrado a latitudes diversas, principalmente a los Estados Unidos, y en específico al sur de la Florida, allí ya se va haciendo costumbre, que esa parte numerosa de la grey que empezó a practicar su fe en Cuba, junto a sus descendientes, reciban con euforia a los pocos pastores que los apacentaban en sus comunidades de origen, cuando visitan con cierta regularidad los predios de esa diáspora.

En aquella Iglesia dónde hube de nacer, hace ya casi cinco décadas, transcurrió una parte importante de la vida de todos esos laicos que hoy son parte de esa égida. Aquella Iglesia, a la que ahora miro no sin nostalgia, tenía entonces muchas limitaciones; pero igualmente, era poseedora de muchas bendiciones, venidas como por añadidura, como para paliar las primeras citadas, porque dice el refrán que Dios aprieta, pero no ahoga.

Aquellas primitivas comunidades, fueron la génesis inevitable de una resistencia bien entendida, con un pie afincado en la realidad social, en el entorno por entonces abrumador, y otro, salvadoramente apoyado en la infinita Providencia Divina; el único sostén del que nos podíamos y aún nos podemos fiar.

Porque vivir entonces nuestra fe católica, podía ser muy desgastante, máxime si tal práctica era vista como algo retrogrado, ajeno a aquella efervescente realidad social de las tres primeras décadas de la Revolución, lo que por ende la convertía, casi, como una experiencia de las primeras catacumbas, sin signos visibles de algún hálito esperanzador. 

Vivir entonces la fe, como debe cuadrar a todo cristiano, era igualmente un acto lo suficientemente exigente, como que no eran muchos los que podían tener el valor de perseverar en ella. Las familias católicas eran entones “bichos raros”; y no ha que dar muchos ejemplos que son harto conocidos, pero todos sabemos de las practicas non sanctas que sufrieron los católicos de entonces.

Eran aquellos infaustos tiempos, y que no conviene que se nos olvide, donde cualquier asomo de una práctica religiosa bien entendida, era siempre mal vista, un verdadero lastre en los tiempos del llamado “hombre nuevo”.

Fueron los años “de la Iglesia del silencio”, denominador que muchas veces le escuchamos a nuestro obispo diocesano, el inigualable Monseñor Adolfo Rodríguez, para calificar aquella experiencia; y que ciertamente conceptuaba muy bien la realidad eclesial, constreñida entonces mínimamente a la vida intra-eclesial, sin asomos de nada más que la asistencia al culto, y a una vida comunitaria de muy pocos, nucleadas alrededor de los escasos sacerdotes que atendían las parroquias. 

Realmente, las nuestras, eran comunidades mínimas; pero eso sí, y allí estaba precisamente su fuerza, marcadas al fuego de las terribles circunstancias de aquellos tiempos de ateísmo desbordante, o que pretendía imponérsenos -sin ningún éxito-como luego la historia lo demostró.

Por ende, aquellos espacios eclesiales de mi primera infancia y temprana adolescencia, eran sitios verdaderamente auténticos; como aquellas trincheras que ya se esbozaban en el título, donde con igual analogía con la vida en campaña, se resistía hasta el final, y se esperaba contra toda esperanza…

Recuerdo que aquella imagen, la de la trinchera, nos las explicaba un por entonces joven sacerdote jesuita que atendía nuestra parroquia; quien nos alentaba a la firmeza de nuestras convicciones, y a no caer en la inercia o la tibieza espiritual, que el mismo conceptuaba con otra figura, no precisamente retórica: la de un invernadero, donde la vida de la fe se tornaba más fácil, al amparo de la cubierta protectora que nos evitaba el inevitable disgusto de la desafiante realidad exterior.

Las comunidades católicas volvieron a menguar en número, a raíz del éxodo de los 80 del pasado siglo, un hecho que sería norma hasta el año 1998; luego de la explosión de fieles que se acercaron a la Iglesia a raíz de la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba.

Para entonces, las cosas ya habían comenzado a cambiar, y el tema de la fe católica tenía entonces otra “lectura” más potable. De cualquier modo, la tendencia a la dispersión de los cubanos, católicos o no, hacia cualquier espacio de la geografía mundial, siguió y sigue siendo una tendencia imparable que las nuevas regulaciones migratorias estimulan y favorecen.

Sin embargo, hoy todo puede parecer más fácil en el tema de la vida de fe al interior de la Iglesia cubana. Los roces han disminuido; pero la práctica de la caridad cristiana sigue siendo tan exigente como siempre, y a muchos les entusiasman solamente algunas facetas de la vida eclesial, de manera que su vivencia suele ser algo así como un catolicismo light, o descafeinado, y el compromiso de una vida de fe auténtica, cede a una práctica exterior, o de “domingo”.

Pero realmente para los que vivimos aquella primera experiencia de fe, y hoy es parte de nuestras más sentidas añoranzas, el asunto tiene otra connotación. Ciertamente nuestra fe sufrió los embates del terrible vendaval, y en muchos casos se resintió, y muchas veces casi se despedazó, como frágil barquilla, en el violento choque contra los acantilados de la vida. Sobreviviendo, acaso como aquella, en la bella alusión poética: “sin velas desvelada/ y en entre las olas sola”(3)

Muy a pesar de todo, la barca sigue surcando los mares procelosos, y va llena de esperanzas en pos del inefable puerto; las mismas que resuenan todavía, siempre consoladoras en aquellas palabras inspiradas de Mons. Adolfo Rodríguez en el discurso de apertura del ENEC:
“Tenemos una esperanza y queremos dar palabras de esperanza a los que las pidan, a los que las necesiten, a los que han fijado sus miras sólo en lo terreno como límite a sus aspiraciones humanas y sienten como que les falta algo. No tenemos ni la primera ni la última palabra de todo, pero creemos que existe una primera y una última palabra de todo y esperamos en Aquel que la tiene, el Señor. En Él miramos con cercana confianza el futuro siempre incierto, porque sabemos que mañana, antes que salga el sol, habrá salido sobre Cuba y sobre el mundo entero la Providencia de Dios(4).


Citas y Notas

  1. (Artículo presentado en la reciente edición del Concurso de Periodismo de la Revista Palabra Nueva.)
  2. La Belleza, la fuerza y la juventud son flores que se marchitan pronto/El deber, la fe y el amor son raíces que siempre perduran.)
  3. “Pobre barquilla mía”. Lope de Vega. Poesías Líricas. Espasa Calpe Argentina. 1942. P. 150
  4. . DOCUMENTO FINAL E INSTRUCCIÓN PASTORAL DE LOS OBISPOS. LA HABANA, 1987.p.12.

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