Monday, November 19, 2012

Fragmento de la novela "La sangre del tequila" (por Félix Luis Viera)

Nota del blog:  Los lunes de este mes de noviembre Félix Luis Viera publicará cuatro nuevos fragmentos de  "La sangre del tequila", novela en proceso de creación. En el mes de agosto Viera presentó, en este mismo espacio, cuatro fragmentos correspondientes al plano Verónica

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por Félix Luis Viera

Lucía Luévano vivió segura de que el “tronido” que le había hecho sentir El Sombras en todo resquicio de su cuerpo —el físico y el otro, el que sueña—, que luego ningún otro varón, animal, planta, flor, atardecer, noche o cosa le habían hecho sentir, aquel erizamiento de esa primera vez que El Sombras le tomara las manos, el fuetazo en el bajo vientre cuando él la acariciara desde la primera hasta la última vez... Eran el recuerdo de lo irrepetible que moriría con ella... 

El Sombras sería para ella la huella del Amor y del Odio, la bestia que la infectara de algo que la arrimó a morir por mano propia al sobrestimar la pegada de la trichomoniasis cuando comenzara a brotar por su sexo el derrame amarillento, maloliente, espumoso; la vulva le ardiera, le picara, le picara, le ardiera, le picara todo un día y la noche de ese día y el otro día todo, y le punzara, con intermitencia y saña, algún estilete en la parte baja del vientre.

No encontró una manera de suicidio que le resultase llevadera. La que mejor le pareció fue la de la barranca. Desde párvula, sabía de personas que para morir se lanzaban hacia la barranca que se hallaba al fondo de la colonia. Comprendió que tenía miedo de matarse. Cada variante suicida que se le ocurría se la imaginaba demasiado dolorosa; el ahorcamiento: debería ser excesivamente angustioso sentir la cuerda partiendo el cuello, la nuca, esos huesitos; el envenenamiento con detergente, con tinta de lustrar zapatos: estimaba, por lo que había escuchado, que llevaba a dolores espantosos en el estómago y metía hacia la boca espumarajos horrorosos, no, no era muerte que ella quisiera, que pudiese resistir. Un cuchillo en el abdomen sería un buen trámite, rápido, vaciándose la sangre del cuerpo; pero se figuró su mano indecisa antes de clavarse el cuchillo, el primer miedo, y luego, el segundo miedo, la hoja partiendo sus tripas, el hígado tal vez, y en fin todo lo que había explicado la maestra de Anatomía que había allá dentro.

“Tan joven que era”, exclamaban los curiosos esa mañana en que entre cuatro o cinco personas traían al suicida de la barranca. Era un muchacho quizás de la edad que ella tenía ahora; solo vio parte del cuerpo, el tronco, la cabeza; estaba magullado, sucio de cara, de ropas; grisáceo todo lo que pudo ver del muerto.

“Tan joven que era”, podrían decir, dirían de ella cuando la trajeran de la barranca, muerta, con su sexo quizás aún destilando ese flujo amarillento, ese olor.

Finalmente comprendió que, si bien no tenía valor para matarse, que temía a la diligencia dolorosa, sucedía también que se amaba, amaba a su cuerpo, no quería dañarlo.

“Se me está amolando el bizcochito”, le dijo a la Madre, entre sollozos. Había salido del baño dando ayes, gritando para todos y para sí; había comprendido que se encontraba entre dos barajas: la muerte rápida por suicidio a la cual tanto temía, y la lenta, cuando su sexo, el bizcochito, fuera infectando todo su cuerpo, llenándolo de dolores, de mal olor, de secreciones, hasta llegar a sus ojos, de modo que ella ni siquiera podría ver cómo su cuerpo se corrompía día tras día; solo sentir que se iba desintegrando, convirtiéndose en agua sucia. 

La Madre, que entonces se dedicaba a acopiar, clasificar, “reparar” las frutas y legumbres para las ventas del Abuelo, vería la foto de su sexo en el sexo de la hija: también ella había sufrido lo mismo cuando aquel, El Maese, el padre que Lucía Luévano no había visto jamás ni en fotografías, la contagiara. Lucía seguía llorando allí en la sala abrazada a la Madre y no aceptaba que la solución, como le aseguraba la Madre, fuera tan simple como tomar unas tabletas y aplicarse unas curaciones que le indicaría el médico de Salubridad. Entonces la Madre le contó a la hija, a la otra Lucía, a la otra Lucía Luévano, sus propias vivencias, su misma desesperación, su propósito de suicidarse por igual causa años atrás, hasta que le confió al Abuelo que su “bizcochito” estaba muriéndose y el Abuelo, siempre el Abuelo, cargó con ella para urgencias de Salubridad y ambos, la Madre y el Abuelo, dejaron de llorar cuando el médico les dijo que no había nada mortal en el caso, mientras salía del cubículo de reconocimiento amparándose la nariz con un pañuelo perfumado. 

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Félix Luis Viera (Santa Clara, Cuba, 1945). Poeta, cuentista y novelista. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la Uneac*, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba), Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba) y La patria es una naranja (Ediciones Iduna, Miami, EE UU, 2010, Ediciones Il Flogio, Italia, 2011); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2002, Editorial L´ Ancora del Mediterraneo, Italia, 2005), la noveleta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2003 y 2005) y El corazón del Rey (2010, Editorial Lagares, México). Su libro de cuentos Las llamas en el cielo es considerado un clásico de la literatura de su país. Sus creaciones han sido traducidas a diversos idiomas y forman parte de antologías publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal recibió varias distinciones por su labor en favor de la cultura. Fue director de la revista Signos, de proyección internacional y dedicada a las tradiciones de la cultura. En México, donde reside desde 1995, ha colaborado en distintos periódicos con artículos de crítica literaria, de contenido cultural en general y de opinión social y política. Asimismo, ha impartido talleres literarios y conferencias, y se ha desempeñado como asesor de variadas publicaciones.

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