Monday, November 1, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 4. Capítulo 1. Otra vez la selva, la memoria



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)





Volvimos a la casa, al barrio, al pueblo, al lugar donde una vez hubo una Virgen, y de nuevo lanzamos el sombrero que estaba viejo y mohoso, y ganamos y perdimos, y volvimos a ser tristes y descreídos. Y otra vez fuimos Pirolo, y Manet, y Omar y Marcelito y Rony, y Santiago, que ahora, y según se lo advirtiera el libro de los Rosacruces, padecía de epilepsia, y había dejado la construcción, y tenía un hijo rubio, de ojos verdes, futuro soldado de la patria.

A veces Santiago y Manet hablaban de la borrachera del día anterior, o Pirolo nos leía algún escrito, casi todos de tipos que se iban a vivir a la montaña.

Pero Pirolo fue dejando de venir. Sus historias no eran tan malas, pero ya no las escribía para nosotros. Empezó a darnos de lado, a juntarse con unos tipos raros que hablaban con decencia, que se creían finos, especiales, medio maricones.

—Pirolo ha cambiado mucho.

—Ya no es el mismo.

—Ya no se da un trago con nosotros.

Decíamos.

Pero Santiago saltaba enseguida.

—Déjenlo quieto. No tiene tiempo para estar comiendo bolas.

—Porque se cree importante.

—Mejor que nadie.

—¡Cállense! —volvía a saltar Santiago—. ¿No vieron el periódico…? Se está haciendo famoso. Un día va a escribir sobre nosotros. Un día vamos a salir en algún libro.

—¿Y eso para qué sirve? ¿Para qué diablos sirve salir en algún libro?

—Para nada.

—Para que se vayan al diablo.

—Para que nos dejen tranquilos.

—En paz.

Pero a veces también salía con nosotros, y aunque se había vuelto un poco taciturno, era capaz de darse unos tragos, como en los tiempos de la Secundaria, y de fiestar, y conseguir una muchacha:

Una noche estábamos bailando con una de esas tipas pálidas que a veces no tienen qué hacer y bailan una pieza con uno, una mínima pieza y no una pieza colosal, cuando sentimos un relámpago, algo que nos pasó por la vista, como la luz de unos ojos y perdimos el conocimiento; seguimos bailando, pero sin conocimiento como si aquellos ojos nos hubieran absorbido en un viaje vertiginoso hacia la luz:

¿Nos pasaba algo…?

—No, nada.

Pero al poco rato miramos de nuevo, entre las demás parejas, y esa vez no fue que hiciéramos un viaje, sino que la sangre se nos fugó del cuerpo, Virgencita, fue un súbito mareo y nos sentimos morir, allí mismo, flotando en el patio de la Colonia Española. Algo pasaba porque seguíamos mirando y mirando y siempre estaban allí aquellos ojos, hasta que en un momento fueron las doce de la noche, y ella, como Cenicienta, desapareció sin respondernos quién eres, de dónde vienes, para dónde vas, sin dejarnos un zapato en la escalera, ni el más mínimo indicio.

Entonces nos citaron del Ministerio, había que trabajar, nos llenaron un Acta de Advertencia, nos podía coger la Ley del Vago, la de Newton, la de la Peligrosidad, que eran cuatro años presos porque estábamos a punto de cometer un delito, de asaltar un banco o robar una bodega, y nos ponían tras las rejas antes de delin-quir, como una vacuna que previene la llegada de la enfermedad, de la rabia, y evitar así que uno mordiera y contagiara, y hubiera tragedias y muchas desgracias más que lamentar.

Ya éramos un peligro. Tigres peligrosos.

Y volvimos a la Construcción, otra vez al cemento, a las concreteras, al pico y a la pala.

Y se nos fueron aplacando las ganas de buscar a Cenicienta para que no nos viera así, con aquel pelo horrible del cemento, y tener que decirle que éramos peones de la construcción, que aquí no se llaman peones, sino cooperarios aunque sea lo mismo. Y poco a poco se fue apagando aquella llamita. Pero seguimos yendo a la Virgen porque allí mismo nos recogía el camión a las cinco de la mañana, y seguimos tirando el sombrero, y pidiéndole que hiciera algo por nosotros, que nos cayera una viga de concreto en la cabeza, Virgencita, que explotáramos, que nos ahogáramos, que nos arrollara el tren, pero que no sufriéramos, que fuera rápido, como un sueño, como no despertarse, como no haber nacido.

La presa Cocosolo iba a tener muchos millones de metros cúbicos de agua el día que estuviera terminada, pero ahora lo único que había era polvo y polvo, y excavaciones y fundiciones, y el ruido de los martillos neumáticos rompiendo nuestros oídos, y los domingos había Trabajo Voluntario, que era el menos voluntario de todos los trabajos porque íbamos en contra de nuestra voluntad. Y había que llegar a la obra de noche y salir de noche porque la presa estaba considerada Obra de Choque, como si estuviera predestinada por los Rosacruces a chocar con algún astro o un meteorito, y volvíamos a casa con los ojos cerrados del cansancio. Queríamos irnos de allí, pero no teníamos para dónde. Podían mandarnos al Ministerio, y de ahí a un juicio por vago, por no querer trabajar, directo para el sur del Jíbaro, o seis meses para la cárcel de Nieves Morejón, la vieja matándose para poder llevarnos algo a la visita: mira, hijo, pan con tomate, y congrí, y una lata de leche condensada que conseguí. No me dejaron entrarte ni el budín, ni los cigarros, porque pueden contener drogas o alguna cuchilla, los presos inventan mucho, hijo, pero te dejé veinticinco pesos para que ellos te den la fuma, por tu madre, pórtate bien a ver si pasamos el fin de año juntos.

Una tarde Santiago tiramos el pico y la pala: no trabajaba más en la cons-trucción, estaba harto de la presa, del cemento, de ganar cuatro pesos, de pasar necesidades, que lo metieran preso, que lo trancaran, que lo fusilaran. Que lo acribillaran. Todo.

No le dijimos nada.

A la semana siguiente fue el juicio: Nosotros allí de acusado, con el público, con Maribel, con la vieja, los amigos a nuestra espalda, con los ojos del mundo clavados allí donde nos picaba la nuca, como en los tiempos de la Primaria cuando la maestra nos sentaba delante por hablar, por reírnos, por no atender, por casos perdidos. Éramos casos perdidos que ya no tienen remedio, ni brújula ni orientación, nacimos sin orientación, sin norte ni brújula como barcos que barquean a la deriva, que derivan…

Acusado, se pusiera de pie. Este tribunal le designaba como abogado al doctor Morúa Delgado, que estaba a nuestra izquierda haciendo una pequeña reverencia, casi imperceptible, mientras miraba al público con esa mirada falta de expresión con que miran los gatos cuando no tienen hambre ni sed, ni deseos de otra cosa que mirar sin expresión.

Y presentaron a la Parte Acusatoria, que estaba a nuestra derecha: reverencia similar. Era un tipo exacto al abogado de la defensa, como una gota a la otra, como dos gatos.

—Acusado, responda a las preguntas de la parte fiscal…

¿Era cierto que el día 9 del corriente había abandonado la Presa Cocosolo, de una forma descompuesta arrojando los instrumentos de producción, entre paréntesis, un pico y una pala, en un gesto antiproductivo y antisocial y antipatriótico, delante de sus compañeros de trabajo…?

Era verdad.

La defensa preguntó lo mismo.

Era verdad.

El fiscal solicitó 6 meses para una granja. El abogado defensor dijo que 180 días.

Los jueces se marcharon, vino un silencio y después un murmullo contenido, como cuando sonaba el timbre en el aula y nos poníamos de pie para salir del encierro, profesora, de las paralelas y las perpendiculares, director, de los gerundios y los participios, Virgencita, pero esta vez nos quedamos allí, sin saber qué hacer con el tiempo, con las horas que no transcurrían, con los ojos de Maribel y de la vieja: ay, hijo por Dios, pórtate bien, hasta que por fin aparecieron los señores de negro y se sentaron y volvió el silencio.

Probada la gravedad de los hechos y la forma nociva que actuó el acusado, dando un mal ejemplo a sus compañeros y a la sociedad, aquel tribunal consideraba…

Y Santiago salió con seis meses para una granja, para las arroceras del sur del Jíbaro, y lo despedimos el día que vinieron dos policías a buscarlo, y le pusieron las esposas, Maribel llorando: qué se iba a hacer ahora, Dios mío.

En Santiago los Tigres nos habíamos casado y habíamos sido padres por primera vez, y en Santiago también fue la primera vez que los Tigres caímos presos. El Sur del Jíbaro estaba lleno de bandoleros, y Santiago no tenía ni veinte años, y había un gigante alias Dienteperro, con el puño del tamaño de una lata de pera: llegó Cara de Niña, acércate, pipo, déjame verte las nalguitas, pero Cara de Niña no era fácil, y Dienteperro tuvo que golpearlo hasta el cansancio, hasta dejarle el cuerpo como un bulto inerte escupiendo la sangre, qué se creía ese blanquito, y vinieron los guardias, y se lo llevaron al hospital. Y como a los quince días volvimos a la granja, todavía con las marcas y las cicatrices y con dos dientes de menos, y una tijera de más metida en la bota, y el Dienteperro cayó al suelo sin decir ni un ladrido; y la algarabía, y el corre corre, y se llevaron al herido al hospital y a Santiago lo pasaron para la prisión de mayor rigor, donde estaban los criminales y los asesinos. Y nos acordamos de Martín, que trabajaba allí en el Puesto Médico y que había hecho la Facultad Obrera con nosotros, que seguramente nos recordaba todavía: Martín, por favor, tenemos un problema, tienes que ayudarnos, vea, se trata de un amigo, de un hermano, está preso, incomunicado, sin visitas, sin cartas, sin aire, sin nada; pero es buena persona, está ahí porque no se dejó templar, problemas de hombre, Martín, te lo garantizamos, hace falta que lo ayudes, de alguna forma, por tu madre, mira que su mujer se está consumiendo como un diente de ajo, y tiene un niño, y otro más por venir, y padece de epilepsia, de ataques, de convulsiones, se queda en blanco, echando espuma por la boca, Martín, haz algo, por Dios, cualquier cosa, si sigue allá adentro se va buscar más problemas, él no aguanta mucho, entendiera, lo van a matar; o mejor no hagas nada, total, que se pudra, que se joda, que se muera a ver si descansa de una vez. Y Martín se rascó la cabeza, necesitaba un ayudante de enfermería, tal vez pudiera… ¿Ese muchacho sabía algo de enfermería…? Sí, Martín, cómo no, era un experto, sabía inyectar, poner sueros, coger la vena, enyesar, dar suturas, en un aprieto podía sacar muelas o extirpar alguna apendicitis. Mentira, Martín, no sabía nada, absolutamente nada, siempre fue un poco bruto; pero era nuestro hermano, qué se le iba a hacer.

Y Santiago pasó al poco tiempo para la enfermería, con pacientes, con trabajadores civiles, con gente buena, y ¿ves Maribel, ves Elsa…?, no se aflijan más, ahí no va a tener problemas, no lloren, miren, llévenle estas cosas a la visita, y estos libros, y esta cartica: querido hermano: no te desesperes, estamos contigo, conseguimos dos saquitos de cemento, y el sábado vamos a echarle el piso a la Villa Maribel, y más alante, si podemos, le arreglamos el techo y la pintamos, tranquilo, que todo pasa, verás que todo pasa…, pero mierda, sabíamos que era mentira, que no pasaba, que nada pasaba, ni siquiera el tiempo, que la vida seguiría igual por los siglos de los siglos, que la presa no se iba a acabar nunca, que no podíamos irnos. O La Presa o El Preso: ésas eran las opciones. El país estaba lleno de presas y de presos, existía una relación entre ambas cosas. La población penal aumentaba en la misma proporción que la capacidad de embalse. Podían crearse dos conjuntos: conjunto A: Población Penal; y conjunto B: Capacidad de Embalse. Así podía decirse que para cada elemento Reclusos del conjunto Población Penal, existía uno o varios elementos Metros de Agua, del conjunto Capacidad de Embalse, por lo que la relación no era inyectiva ni biyecti…

—Eh, tú, agarra la manguera, ¿en qué estás pensando…?

Era el jefe, Pancho, alias No Se Puede:

—Permiso, Pancho, mire yo quería hablar con usted, resulta que estoy haciendo otro cuarto, la verdad es que ya no cabemos en la casa, y vaya, como esas cabillas oxidadas ya no se usan en la presa, y se están echando a perder…

—No se puede.

—Permiso, Pancho, mire, necesito dos saquitos de cemento, aunque sean prestados. El problema es que mi niño es asmático y el piso de tierra, usted sabe…

—No se puede.

—Permiso Pancho, necesito unas puntillas ahí, aunque sea de esas jorobadas.

—No se puede.

—Permiso Pancho, nos vamos al carajo.

—No se puede.

Y pudimos. Primero nos fuimos Ronaldo, que resolvió en otra brigada de construcción en Sancti Spiritus. Era un grupo pequeño y no había que trabajar todos los sábados ni hacer tanto Trabajo Voluntario. Y después nos fuimos Marcelito, Juan Ramón, Pirolo y Manet. Y el jefe de aquella brigada era un negro medio haitiano que no pronunciaba las erres: Tú, pada la adena, tú, tú y tú en las cadetillas, Ugenito pada la cocina, Juan Damón pa’l cemento, ah, y el Guajado y Madcelo pa’ la piedda.

Un día el camión se desvió de su ruta habitual y llegamos a las afueras de Sancti Spiritus, donde había un solar yermo, y donde nos esperaba el técnico de la obra estudiando algunos planos.

Primero rebajamos una loma a pico y pala y después empezamos a abrir huecos donde iba a ser la casa del negro. Y empezó a llegar cemento, y arena y hormigón y cabillas, y el negro no se movía de allí, mirando cómo su casa iba surgiendo de la tierra, creciendo cada día. Le ronca el mango, nosotros haciéndole la casa al jefe con los materiales del pueblo, y yo no tengo ni un buche de cemento para tapar un hueco, dijo alguien una vez. Pero peor estábamos en la presa, ¿no nos pagaban, y no estábamos en la ciudad, y no podíamos ir a merendar al bar de la esquina…?

El jefe no era empachado, nos dejaba salir, coger un diez, pero quería una casa especial: Yo quiedo que cuando esté tedminada se padezca un cabadet. Y esa paded hay que tumbadla y hacedla pod aquí, y tumbábamos la pared y hacíamos los cimientos por donde él decía: y no me ahoden cemento que esto no es pada el Estado.

Y el 5 de diciembre, Día del Constructor, cuando ya habíamos pintado la casa, con el primer cuarto de rojo, como un cabaret, fuimos a la asamblea, con le-chón asado y cervezas, y la brigada recibió la medalla XX Aniversario, y el negro subió a la tribuna y tomó la bandera y lo abrazaron. Y nosotros allí, sin decir nada, furiosos, tragándonos las palabras, para no ser acusados de traidores y venales y chinos espurios y espías de los tártaros.


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1 comment:

Teresa Dovalpage said...

¡La mejor deficnición de lo anti definible!
"Trabajo Voluntario, que era el menos voluntario de todos los trabajos porque íbamos en contra de nuestra voluntad."
Y los tigres se están haciendo honbres. (a cárcel es para lso hombres...) Y ya también son padres. Pobres tigres, padres trigres sin sus tigritos, encerrados en la jaula, o en la Presa, o presos... Espero el próximo capítulo...

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