Tuesday, July 27, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 7: Cambiar de cabeza


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)

El primer lío en la Secundaria fue con Melibea, la profe de Español. Quién diablos habría inventado la literatura para darle el premio del aburrimiento con tanto enredo del Cid Campeador, que si entraba o no a Burgos con su caballería, o si quería vengarse por el asunto de un león. Nosotros, para darle un poco de sentido a la clase, golpeábamos el piso con los pies, rítmicamente, como si fuera una caballería, como si viviéramos en la ciudad de Burgos, como si allí estuviera el Cid Campeador, que quería vengarse por el asunto de un león, que era lo único que no estaba. Aunque se podía ir al zoológico de Sancti Spiritus y traer un león viejo que hay allí, con esa mirada triste que tienen los leones en cautiverio. Debe ser muy lamentable para un rey vivir noche y día entre barrotes.

Nos llevaron a la Dirección, nos levantaron un acta para el Expediente, que es una de las pocas cosas que hacen bien los directores, fuera de copiar gráficos y decir que la promoción fue muy buena, excelente, superior al año anterior como tiene que ser siempre todos los años. A la próxima mandaba a buscar a nuestros padres, ¿entendíamos? Dijimos que sí con la cabeza, firmamos, asustados, de allí a ir presos no faltaba nada, una reunión con los padres y para el Reformatorio, para la prisión de menores, y después para la de mayores, a podrirnos tras las rejas como el león de Sancti Spiritus, por indisciplinados, incorregibles, malas cabezas. Nosotros somos unos tipos malas cabezas. Pero nadie nos preguntó nunca qué cabeza queríamos, ni siquiera sabemos quién nos puso estas cabezas. Si encontráramos algunas mejores, seguro que ya la hubiésemos cambiado. Tal vez un día exista algún mercado de cabezas para la gente como nosotros que no está conforme con la suya. A nosotros nos gusta una cabeza tonta, más tonta que la nuestra, que sirva únicamente para saber el nombre y la dirección, para firmar cuando nos levanten algún acta, y para estar de acuerdo siempre con lo que piensan las otras cabezas. Con una cabeza así seríamos campesinos, agricultores, felices trabajando la tierra sin preocuparnos jamás por un Cid Campeador que entraba a Burgos. No sabríamos que existe una ciudad que se llame Burgos, ni siquiera sabríamos que existe una ciudad. Trabajar, comer, dormir, y mirar de noche las estrellas. Y luego conseguir una novia y llenarla de hijos cabezas huecas, que crecerán campesinos, y se casarán a su vez con algunas muchachas similares cabezas, de padres como nosotros. Los matrimonios entre cabezas huecas y cabezas llenas no fructifican. Y pueden tener hijos de ambas cabezas diferentes que se maltratan entre sí porque nunca llegan a un acuerdo. O lo que todavía es peor: un hijo mitad buena cabeza y mitad cabeza hueca, que se cree inteligente cuando piensa su mitad cabeza buena y se celebra a sí mismo con el resto de su cabeza. Un hijo así puede llegar a cometer los más increíbles disparates.

Nos levantaron el acta y durante una semana nadie se metió más con Melibea; y el Cid Campeador campeaba por su respeto y entraba a Burgos y a La Habana y a Sancti Spiritus.

Pero entonces llegó Electroaguaje, un profesor que vino a darnos Educación Laboral, Electricidad, y Circuitos, y cuando terminaba de explicar y preguntaba si entendíamos, decíamos que no, porque era verdad que no entendíamos, y después de preguntarlo como cinco veces y oír que le decíamos que no, y tener que repetir lo que había dicho y decirle que no, y volver a repetir, parece que se cansó de preguntar, y nosotros levantamos la mano, todos al mismo tiempo.

¿Qué ocurría?

—Nada, profe, que no entendemos.

¿Qué parte no entendíamos?

—Nada, profe, no entendemos nada, ni siquiera entendemos que no entendemos, y a veces nos parece entender.

Y Electroaguaje explotó y los cabecillas fuimos a parar a la Dirección.

—¿Otra vez allí…? —exclamó el director, que seguramente estaba dándole los últimos retoques a algún acta.

Otra vez allí, pero no éramos reincidentes. Podía preguntarle al que quisiera, a Melibea o al Cid Campeador. Esta vez era diferente, director, viera, se fijara, estábamos allí por no entender, por brutos no más.

Y ahora era él quién no entendía, como si de pronto fuera un cabeza hueca como nosotros. No entendíamos la clase y el director no entendía por qué no entendíamos, lo cual era bastante difícil de entender.

—Yo lo único que entiendo es que ustedes no quieren entender —dijo, como si entender fuera un acto voluntario.

—Uno entiende o no entiende porque sí y no porque uno quiera, director.

Y eso último tampoco quiso entenderlo. Y decidió levantarnos otra acta y mandar a buscar a nuestros padres. Nadie quiso preguntarnos si entendíamos esa decisión, pero juramos portarnos bien. El director redactó un juramento donde decía todo lo malvados que habíamos sido hasta ahora, y lo arrepentidos que estábamos, y firmamos y nos comprometimos, con lágrimas en los ojos, y nos fuimos olvidando del Cid, y de Melibea y Electroaguaje porque así de pronto nos fijamos que en el aula estaba Ella, un Sol, un resplandor que nunca habíamos visto como si de pronto el Sol hubiera entrado allí a calentarnos, a quemarnos, a encandilarnos de tal modo que estábamos todo el tiempo con los ojos cerrados, mirando a través de las pestañas. Nosotros somos unos tipos que no nos importan las novias. Habíamos tenido unas cuantas, pero no le hacíamos caso ni le prestábamos atención como debe ser uno con las mujeres para que luego no se imaginen que nos morimos por ellas. Lo de nosotros era salir con nosotros, vagabundear, ir a la cervecera y tomarnos unas cuantas jarras de cerveza fría, espumosa, y luego ir al Gallito y echarnos unos tragos de ron, o de menta, o de anís o crema café, o un pomo de alcohol de noventa que venden en la farmacia. Un día descubrieron que la gente se estaba bebiendo el alcohol de noventa que venía para inyectar a los enfermos, o curar las heridas y empezaron a mezclarlo con rojo aseptil y con timerosal pensando que así nadie lo iba a tomar, y cogíamos una borrachera roja y aseptílica que nos daba por cantar hasta las tres de la mañana, sin que tuviéramos ningún motivo para hacerlo.

En fin, que nunca nos importaron las novias hasta que vimos a Ella, al Sol, o más bien la Luna, lo único que era una luna brillosa, del color de la miel de abejas, Virgencita. Al principio sólo se trataba de su pelo recogido con una hebilla y un pedazo de la nuca donde apoyábamos los ojos como un astrónomo que vislumbra un nuevo astro, hasta que un día giró la cabeza y vimos una parte de su cara con la cual imaginamos la cara oculta de la luna, y regresamos a la casa temblando, alegres como un pastel de cumpleaños y nos paramos ante el viejo espejo de la familia: no éramos tan feos nada, ni tan desgraciados, en realidad podíamos pelarnos un poco, y afeitarnos aquella sombra que teníamos donde debía salir el bigote, y cepillarnos los dientes, y llegarnos al dentista y empastarnos todas las caries y hacernos una profilaxis y una limpieza, y enjabonarnos bien, y estregarnos, y peinarnos, y buscáramos la forma de conseguir un pantalón nuevo, y una camisa, y arreglarnos, y limpiar los zapatos y entonces podía decirse que éramos tipos bien parecidos, casi lindos, que podíamos llegar a la escuela, y hablarle, y resistir aquella cosa que tenían sus ojos.

—Pero no podemos hablarle, señor Espejo.

—¿Por qué no…?

—No sé, se nos traba una cosa aquí, en la garganta, ¿a usted nunca le ha pasado eso?

—No, nunca, qué cosas se le ocurren, pero esté tranquilo. Eso siempre pasa las primeras veces. Confíe en usted. Sea valiente.

—También hay otro problema…

—¿Cuál problema…?

—Vea, somos bastante orejones, y el pelo no se nos amolda, y tenemos los dientes un poco botados. Algunas veces nos da pena reírnos mucho…

—Eso no es problema. Todos tenemos algún defecto, hasta yo. Los defectos son cosas que nos identifican, que nos hacen diferentes. Váyase tranquilo, y ríase todo lo que quiera. La risa es un buen remedio para el corazón.

—Es que…, existe otra dificultad, Señor Espejo.

—¿Otra más…?

—Sí… Yo creo que vamos a tener líos con las muchachas.

—¿Con las muchachas…?

—Sí.

—¿Por qué razón?

—Porque quizás no le… Bueno, el asunto es que no nos crece.

—¿Qué cosa?

—Eso…

—¿El qué…?

—La pinga, Espejo, no nos crece nada, mire, vea qué chiquita.

—No, está bien así, ¿qué es lo que quiere? ¿No le crece cuando se empina?

—¿Cuando qué…?

—¿Cuando se pone… erecta?

—¿Cuando se para…? Claro. Pero todos los días la miramos y la vemos igual. No la vemos crecer.

—No se preocupe. Mastúrbese diariamente, y váyase por ahí por los campos, y relaciónese con los animales, chivas, puercas, carneras (dicen que las carneras son muy buenas), y verá cómo le…; perdón, qué cosas estoy hablando, por Dios, usted no tiene que pensar en eso ahora, vaya a ver a su chica y olvídese del sexo, lo que usted está sintiendo es otra cosa más importante y más bella y más hermosa. ¡Ni siquiera usted mismo sabe qué le pasa!

—Sí, señor Espejo, muchas gracias.

Y nos acercamos a Ella. Y un día en el receso le preguntamos qué hacía la luna por estos lares, tan llena y tan menguante, y la luna sonrió. Y al día siguiente empezamos a darle vueltas como si ella, la luna, tuviera a su vez otro satélite. Éramos eso: satélites de la luna. Y la invitamos a formar un eclipse total de todos los astros a la vez porque empezó a dolernos la idea de perder la luna, y quedarnos vacíos en el espacio sideral, sin menguantes ni crecientes como estábamos antes, y volver a ser indisciplinados. Ya no faltábamos a la escuela, ni molestábamos a los profesores ni hablábamos con nadie, solamente mirar a la luna, que tenía dos cráteres profundos, del color de las avellanas, redondos como nueces, brillosos como espejos: queremos hablar contigo, avellana estupenda, pedazo de corazón, somos cabezas huecas, pero tú eres como la luz, como el sentido de algo que puede llenar nuestras cabezas, eres tan diferente y especial, que nos estás poniendo diferente y si quieres nos haces especial con una sola palabra, una sílaba, con dos letras, con una consonante y una vocal. Pronuncia esa palabra mágica y el mundo también será diferente, y ella lo pensó un día y dos y tres, hasta que abrió los labios y dijo la palabra que estremeció a la escuela, a los árboles, al espacio sideral, al universo, como si todo estuviera naciendo de sus labios. Y empezamos a estudiar, a salir bien en las pruebas, a cambiar de cabeza, a saludar a los viejos, a las personas mayores, a hacernos pajas, a templar chivas, puercas y carneras, y cerramos el trimestre con buenas notas: felicidades, dijo el director, yo sabía que iban a cambiar, nuestro sistema educacional es de los mejores de mundo, nos sentimos orgullosos de ustedes porque para nosotros no hay nada más importante que un niño, ustedes son el futuro de la patria, el futuro del país, el futuro del futuro…; y creíamos que sí, que era verdad, que todo era verdad, que se podía creer en palabras de directores.

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1 comment:

Teresa Dovalpage said...

Ay, pero qué bueno está este capítulo! Especialmente el diálogo con el Espejo (señor Espejo, nada de compañero Esperjo, creo que este muchachito tenía problemas ideológicos, jejeje...) Y los maestros con nombres que ni mandados a hacer...¡Felicidades, Sindo!

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