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Tuesday, July 27, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 7: Cambiar de cabeza


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)

El primer lío en la Secundaria fue con Melibea, la profe de Español. Quién diablos habría inventado la literatura para darle el premio del aburrimiento con tanto enredo del Cid Campeador, que si entraba o no a Burgos con su caballería, o si quería vengarse por el asunto de un león. Nosotros, para darle un poco de sentido a la clase, golpeábamos el piso con los pies, rítmicamente, como si fuera una caballería, como si viviéramos en la ciudad de Burgos, como si allí estuviera el Cid Campeador, que quería vengarse por el asunto de un león, que era lo único que no estaba. Aunque se podía ir al zoológico de Sancti Spiritus y traer un león viejo que hay allí, con esa mirada triste que tienen los leones en cautiverio. Debe ser muy lamentable para un rey vivir noche y día entre barrotes.

Nos llevaron a la Dirección, nos levantaron un acta para el Expediente, que es una de las pocas cosas que hacen bien los directores, fuera de copiar gráficos y decir que la promoción fue muy buena, excelente, superior al año anterior como tiene que ser siempre todos los años. A la próxima mandaba a buscar a nuestros padres, ¿entendíamos? Dijimos que sí con la cabeza, firmamos, asustados, de allí a ir presos no faltaba nada, una reunión con los padres y para el Reformatorio, para la prisión de menores, y después para la de mayores, a podrirnos tras las rejas como el león de Sancti Spiritus, por indisciplinados, incorregibles, malas cabezas. Nosotros somos unos tipos malas cabezas. Pero nadie nos preguntó nunca qué cabeza queríamos, ni siquiera sabemos quién nos puso estas cabezas. Si encontráramos algunas mejores, seguro que ya la hubiésemos cambiado. Tal vez un día exista algún mercado de cabezas para la gente como nosotros que no está conforme con la suya. A nosotros nos gusta una cabeza tonta, más tonta que la nuestra, que sirva únicamente para saber el nombre y la dirección, para firmar cuando nos levanten algún acta, y para estar de acuerdo siempre con lo que piensan las otras cabezas. Con una cabeza así seríamos campesinos, agricultores, felices trabajando la tierra sin preocuparnos jamás por un Cid Campeador que entraba a Burgos. No sabríamos que existe una ciudad que se llame Burgos, ni siquiera sabríamos que existe una ciudad. Trabajar, comer, dormir, y mirar de noche las estrellas. Y luego conseguir una novia y llenarla de hijos cabezas huecas, que crecerán campesinos, y se casarán a su vez con algunas muchachas similares cabezas, de padres como nosotros. Los matrimonios entre cabezas huecas y cabezas llenas no fructifican. Y pueden tener hijos de ambas cabezas diferentes que se maltratan entre sí porque nunca llegan a un acuerdo. O lo que todavía es peor: un hijo mitad buena cabeza y mitad cabeza hueca, que se cree inteligente cuando piensa su mitad cabeza buena y se celebra a sí mismo con el resto de su cabeza. Un hijo así puede llegar a cometer los más increíbles disparates.

Nos levantaron el acta y durante una semana nadie se metió más con Melibea; y el Cid Campeador campeaba por su respeto y entraba a Burgos y a La Habana y a Sancti Spiritus.

Pero entonces llegó Electroaguaje, un profesor que vino a darnos Educación Laboral, Electricidad, y Circuitos, y cuando terminaba de explicar y preguntaba si entendíamos, decíamos que no, porque era verdad que no entendíamos, y después de preguntarlo como cinco veces y oír que le decíamos que no, y tener que repetir lo que había dicho y decirle que no, y volver a repetir, parece que se cansó de preguntar, y nosotros levantamos la mano, todos al mismo tiempo.

¿Qué ocurría?

—Nada, profe, que no entendemos.

¿Qué parte no entendíamos?

—Nada, profe, no entendemos nada, ni siquiera entendemos que no entendemos, y a veces nos parece entender.

Y Electroaguaje explotó y los cabecillas fuimos a parar a la Dirección.

—¿Otra vez allí…? —exclamó el director, que seguramente estaba dándole los últimos retoques a algún acta.

Otra vez allí, pero no éramos reincidentes. Podía preguntarle al que quisiera, a Melibea o al Cid Campeador. Esta vez era diferente, director, viera, se fijara, estábamos allí por no entender, por brutos no más.

Y ahora era él quién no entendía, como si de pronto fuera un cabeza hueca como nosotros. No entendíamos la clase y el director no entendía por qué no entendíamos, lo cual era bastante difícil de entender.

—Yo lo único que entiendo es que ustedes no quieren entender —dijo, como si entender fuera un acto voluntario.

—Uno entiende o no entiende porque sí y no porque uno quiera, director.

Y eso último tampoco quiso entenderlo. Y decidió levantarnos otra acta y mandar a buscar a nuestros padres. Nadie quiso preguntarnos si entendíamos esa decisión, pero juramos portarnos bien. El director redactó un juramento donde decía todo lo malvados que habíamos sido hasta ahora, y lo arrepentidos que estábamos, y firmamos y nos comprometimos, con lágrimas en los ojos, y nos fuimos olvidando del Cid, y de Melibea y Electroaguaje porque así de pronto nos fijamos que en el aula estaba Ella, un Sol, un resplandor que nunca habíamos visto como si de pronto el Sol hubiera entrado allí a calentarnos, a quemarnos, a encandilarnos de tal modo que estábamos todo el tiempo con los ojos cerrados, mirando a través de las pestañas. Nosotros somos unos tipos que no nos importan las novias. Habíamos tenido unas cuantas, pero no le hacíamos caso ni le prestábamos atención como debe ser uno con las mujeres para que luego no se imaginen que nos morimos por ellas. Lo de nosotros era salir con nosotros, vagabundear, ir a la cervecera y tomarnos unas cuantas jarras de cerveza fría, espumosa, y luego ir al Gallito y echarnos unos tragos de ron, o de menta, o de anís o crema café, o un pomo de alcohol de noventa que venden en la farmacia. Un día descubrieron que la gente se estaba bebiendo el alcohol de noventa que venía para inyectar a los enfermos, o curar las heridas y empezaron a mezclarlo con rojo aseptil y con timerosal pensando que así nadie lo iba a tomar, y cogíamos una borrachera roja y aseptílica que nos daba por cantar hasta las tres de la mañana, sin que tuviéramos ningún motivo para hacerlo.

En fin, que nunca nos importaron las novias hasta que vimos a Ella, al Sol, o más bien la Luna, lo único que era una luna brillosa, del color de la miel de abejas, Virgencita. Al principio sólo se trataba de su pelo recogido con una hebilla y un pedazo de la nuca donde apoyábamos los ojos como un astrónomo que vislumbra un nuevo astro, hasta que un día giró la cabeza y vimos una parte de su cara con la cual imaginamos la cara oculta de la luna, y regresamos a la casa temblando, alegres como un pastel de cumpleaños y nos paramos ante el viejo espejo de la familia: no éramos tan feos nada, ni tan desgraciados, en realidad podíamos pelarnos un poco, y afeitarnos aquella sombra que teníamos donde debía salir el bigote, y cepillarnos los dientes, y llegarnos al dentista y empastarnos todas las caries y hacernos una profilaxis y una limpieza, y enjabonarnos bien, y estregarnos, y peinarnos, y buscáramos la forma de conseguir un pantalón nuevo, y una camisa, y arreglarnos, y limpiar los zapatos y entonces podía decirse que éramos tipos bien parecidos, casi lindos, que podíamos llegar a la escuela, y hablarle, y resistir aquella cosa que tenían sus ojos.

—Pero no podemos hablarle, señor Espejo.

—¿Por qué no…?

—No sé, se nos traba una cosa aquí, en la garganta, ¿a usted nunca le ha pasado eso?

—No, nunca, qué cosas se le ocurren, pero esté tranquilo. Eso siempre pasa las primeras veces. Confíe en usted. Sea valiente.

—También hay otro problema…

—¿Cuál problema…?

—Vea, somos bastante orejones, y el pelo no se nos amolda, y tenemos los dientes un poco botados. Algunas veces nos da pena reírnos mucho…

—Eso no es problema. Todos tenemos algún defecto, hasta yo. Los defectos son cosas que nos identifican, que nos hacen diferentes. Váyase tranquilo, y ríase todo lo que quiera. La risa es un buen remedio para el corazón.

—Es que…, existe otra dificultad, Señor Espejo.

—¿Otra más…?

—Sí… Yo creo que vamos a tener líos con las muchachas.

—¿Con las muchachas…?

—Sí.

—¿Por qué razón?

—Porque quizás no le… Bueno, el asunto es que no nos crece.

—¿Qué cosa?

—Eso…

—¿El qué…?

—La pinga, Espejo, no nos crece nada, mire, vea qué chiquita.

—No, está bien así, ¿qué es lo que quiere? ¿No le crece cuando se empina?

—¿Cuando qué…?

—¿Cuando se pone… erecta?

—¿Cuando se para…? Claro. Pero todos los días la miramos y la vemos igual. No la vemos crecer.

—No se preocupe. Mastúrbese diariamente, y váyase por ahí por los campos, y relaciónese con los animales, chivas, puercas, carneras (dicen que las carneras son muy buenas), y verá cómo le…; perdón, qué cosas estoy hablando, por Dios, usted no tiene que pensar en eso ahora, vaya a ver a su chica y olvídese del sexo, lo que usted está sintiendo es otra cosa más importante y más bella y más hermosa. ¡Ni siquiera usted mismo sabe qué le pasa!

—Sí, señor Espejo, muchas gracias.

Y nos acercamos a Ella. Y un día en el receso le preguntamos qué hacía la luna por estos lares, tan llena y tan menguante, y la luna sonrió. Y al día siguiente empezamos a darle vueltas como si ella, la luna, tuviera a su vez otro satélite. Éramos eso: satélites de la luna. Y la invitamos a formar un eclipse total de todos los astros a la vez porque empezó a dolernos la idea de perder la luna, y quedarnos vacíos en el espacio sideral, sin menguantes ni crecientes como estábamos antes, y volver a ser indisciplinados. Ya no faltábamos a la escuela, ni molestábamos a los profesores ni hablábamos con nadie, solamente mirar a la luna, que tenía dos cráteres profundos, del color de las avellanas, redondos como nueces, brillosos como espejos: queremos hablar contigo, avellana estupenda, pedazo de corazón, somos cabezas huecas, pero tú eres como la luz, como el sentido de algo que puede llenar nuestras cabezas, eres tan diferente y especial, que nos estás poniendo diferente y si quieres nos haces especial con una sola palabra, una sílaba, con dos letras, con una consonante y una vocal. Pronuncia esa palabra mágica y el mundo también será diferente, y ella lo pensó un día y dos y tres, hasta que abrió los labios y dijo la palabra que estremeció a la escuela, a los árboles, al espacio sideral, al universo, como si todo estuviera naciendo de sus labios. Y empezamos a estudiar, a salir bien en las pruebas, a cambiar de cabeza, a saludar a los viejos, a las personas mayores, a hacernos pajas, a templar chivas, puercas y carneras, y cerramos el trimestre con buenas notas: felicidades, dijo el director, yo sabía que iban a cambiar, nuestro sistema educacional es de los mejores de mundo, nos sentimos orgullosos de ustedes porque para nosotros no hay nada más importante que un niño, ustedes son el futuro de la patria, el futuro del país, el futuro del futuro…; y creíamos que sí, que era verdad, que todo era verdad, que se podía creer en palabras de directores.

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Tuesday, July 20, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 6: Habíamos llorado

por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)

Y otra vez éramos Pirolo, y Omar, y Juan Ramón, y Santiago, y Juanco, que ya estaba pasando el desarrollo y no se había muerto, y lo iban a operar allá en La Habana, a abrirle el pecho en dos tapas, a ponerle una vena, una válvula, una arteria, una aurícula y un ventrículo, pero valía la pena arriesgarse, valía la pena operarse, morirse, que seguir así, con los labios morados, azules, muriéndose un poco cada día, claro, Juanco, así era, no te lo habíamos dicho para que no te amargaras, adiós, cuídate, todo iba a salir bien.

La Habana es un misterio, una meta, un mundo impresionante de elevados edificios y anchas avenidas, y semáforos, y rutas de guaguas que recorren la ciu-dad, y túneles donde los carros cruzan bajo el agua. Es la puerta por donde llegan los adelantos y las modas. La gente de La Habana es muy distinta, más lista, más inteligente. Tenemos primos que alguna vez nos hacían la visita. Eran locuaces y expresivos, tan orgullosos de vivir en La Habana, que llamaban campo al resto del país. Ya desde la Primaria habían tenido montones de novias, muchas más que cualquiera de nosotros. Cambiaban de novias todas las semanas. Lo cambiaban todo, el modo de vestir, de caminar, de hablar: cambiaban las palabras: Decían cappintero, Packe Mattí, aeropuetto.

Nadie les creía que fueran de La Habana hasta que le miraban el pelado, y las ropas, y los zapatos extravagantes, y luego les preguntaban por el Capitolio, y por El Morro y por la esquina de Tejas.

Ir a La Habana era un acontecimiento, la alegría de ver algo distinto, de co-nocer, de disfrutar.

Pero Juanco no iba a pasear, su viaje era distinto, la ciudad lo iba a marcar de otra manera. Fuimos hasta su casa a despedirlo. Llevaba una camisa a listas, mangas largas, y un pantalón negro muy bonito. Sonrió para darnos confianza, para darse confianza a sí mismo, como si sólo se tratara de pararse en el cajón de bateo con el equipo perdiendo el partido decisivo. Umbelina estaba fuerte; su her-mano Jorge, fuerte, nosotros fuertes, con fe, con ánimos, con ganas de llorar.

Y la operación fue buena, un éxito, una maravilla, un milagro de la Ciencia; pero de pronto vinieron complicaciones, hemorragias, y se puso grave, muy grave, gravísimo, coqueteando con la muerte, Virgencita, que no se muera; y no podíamos imaginarlo en la funeraria, en el carro, en el cementerio, con los Tigres a su alrededor llorando al primer Tigre muerto; no podíamos imaginar el terreno de pelota sin Juanco en Primera Base; ni siquiera podíamos imaginarlo tendido en un salón de operaciones, Virgencita, entubado, con mangueras en la boca, en la nariz, en los oídos, con aparatos electrónicos como un extraterrestre, como un marciano, como un pedazo de carne, con cuatro focos alumbrando sus entrañas, porque lo habíamos visto salir caminando de su casa, no tenía que operarse nada, ni haber ido a La Habana, por lo menos aquí vivía, un poco mal, con el corazón cansado, pero con su cuerpo intacto, como había venido al mundo, total, qué más daba, el que no padecía de una cosa padecía de otra. Y allí estaba Secundino, el bodeguero del barrio, que ya le habían quitado la bodega, y terminaría yéndose al Norte, prendido del teléfono, de la Pública del Correo, cómo está Juanco, cómo sigue, cómo come, cómo respira, que no se muera, coño, y Secundino, que era grande y gordo, y viejo ya, lloraba como una mujer, y nosotros llorábamos viendo llorar a un viejo grande y gordo, y como a las tres de la tarde Juanco se murió, y nos quedamos en silencio, sin mirarnos, con los ojos pegados a la pared del Correo; pero a las tres y cuarto de nuevo estaba vivo, guapea Juanco, guapea y no recojas cabos, tienes que vivir, coño, pero a las y media avisaron que venía su cadáver; y los Tigres le mandamos a hacer una corona de girasoles amarillos y hojas de laurel, que no decía como todas las coronas: A Fulano, de su hermano, ni A Mengano, de su esposa, sino solamente: Juanco, Primera Base; pero al día siguiente rompimos la corona porque Juanco trataba de vivir, guapea Juanco, guapea, no te mueras, no seas malagradecido, acuérdate de Los Tigres, acuérdate del equipo, tenemos dos pelotas nuevas y ya conseguimos una guantilla para Primera Base, y un bate de majagua, y una careta de verdad, acuérdate de Cheíto y de Muñoz, acuérdate de Huelga, de nosotros, de la mata de almendras, acuérdate de todo, esfuérzate, cojones, haz memoria, maricón, hijo de puta, nos cagamos en tu madre, en Umbelina, en toda tu familia, no seas mierda, coño, anoche le ganamos a los americanos, Marquetty la botó de jonrón, la desapareció, y hasta Fidel lo llamó por teléfono.

Y pasó aquel día, y luego otro, y otro, y Juanco empezó a mejorar. Y el pe-riódico sacó su foto en primera plana. Otro logro de la Medicina Cubana, de la Re-volución Cubana, que había llevado la Salud gratis a todos los rincones de la isla, porque en cualquier país capitalista aquella operación costaba no sé cuantos miles, y salió por Bohemia, por Granma, por Juventud Rebelde, por Radio Sancti Spiritus, por Radio Habana Cuba, por Radio Moscú y por Radio Francia Internacional, hasta que un día salió también del hospital, blanco de no coger sol, y con los labios y las uñas normales y con una herida que le atravesaba el pecho como la costura de una pelota, déjanos ver, déjanos tocarte la herida, Juanco, qué sentiste, ¿te dolió mucho?, ¿es verdad que te pusieron otro corazón?, eres un valiente, Juanco, un tipo cojonudo, Primera Base de Los Tigres, y él sonreía, era un cobarde, nada de guapo, había tenido mucho miedo, temblaba de miedo, nos dijo, y pensaba en nosotros, y lloraba por las noches, y le rezaba y le pedía a la Virgen. No importaba, Juanco, eras un valiente de todas formas, los Tigres también habíamos llorado.

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Capítulo 4: Eramos un hombre
 

Tuesday, July 13, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 5: La escuela iba a sufrir


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Salíamos del área de la escuela a respirar el aire puro, y luego entrábamos como buzos que se sumergen en las profundidades. Pero nuestra capacidad pul-monar disminuía, por lo que necesitábamos respirar más a menudo, salir a la su-perficie, a los campos, los ríos, la ciudad…, y nos levantaron las primeras actas, y las segundas y las terceras; y cada vez nos faltaba más el aire, sargento, viera, ya no nos han robado más nada, lo de ahora es el aire que se nos acaba, nos están robando el aire, nos ahogamos, sargento Antía, teniente Capote, capitán Rosabal.

El aire de la escuela se había vuelto rancio y viscoso. Cuando salíamos de Pase, la gente en la calle nos mostraba simpatía, nos imaginaban felices en una escuela ideal. Pobres gentes. Tan gentiles y tan equivocados. Ya no sopor-tábamos ni el traje de gala con su gorra de plato, ni la comida, ni los albergues, ni los enormes edificios. Todos los meses había algunos que se iban de Baja a pesar del expediente manchado. Entonces se organizaban turbas de alumnos que los perseguíamos arrojándole piedras por toda la escuela, y gritándole rajado, blandengue, traidor, pendejo; y los blandengues no hallaban dónde meterse, porque las turbas salíamos de todas partes. Nosotros vimos ese terror en los ojos de Julio Mantequilla. Ese día recorrió toda la escuela, los dormitorios, los edificios de lavandería, las aulas, los laboratorios. Lo hicimos correr por detrás de los campos de gimnasia, y por el campo de tiro, y Mantequilla caía al suelo, y se incorporaba y seguía, y los oficiales sonreían al ver cómo el patriotismo nos había calado tan profundo. Pero Mantequilla se fue de Baja, se esfumó. En el albergue y en el aula, se notaba el aire de su ausencia. Una mañana volvió a buscar los papeles para matricular la Secundaria. En pocos días Mantequilla había cambiado hasta de aspecto. Y los mismos que lo habíamos perseguido, ahora hablábamos con él: ¿cómo le había ido, qué le había pasado por desertar de la escuela…? ¿Cómo estaba la calle, la Secundaria, era verdad que ya tenía hasta una novia…? Y sentíamos envidia de él, de sus ropas civiles, de su pelo que ya le iba creciendo, de su libertad.

Un fin de semana el sargento le suspendió el Pase a toda la compañía y Fran Caballero, Rony y Pirolo fuimos a parar a una represa: Subimos a un bote, y remamos hasta unos cayos que tenía el embalse, enorme como un lago. Allí per-manecimos dos días comiendo lo que podíamos hallar, que era bien poco, ci-ruelas verdes y unas cuantas guayabas cotorreras. Pero nos sentíamos tan felices sin disciplina ni tenientes, que habíamos decidido construir una cabaña y quedarnos allí para siempre, cuando los responsables del bote vinieron a buscarnos, nos devolvieron a la orilla y llamaron a la Policía. Tuvimos que escapar a través de los bosques de teca y eucaliptos. Entonces se nos ocurrió a Frank Caballero ir al Sandino a ver el juego entre Azucareros e industriales, y llegamos al estadio oscureciendo, con una caña en la mano, que simbolizaba a nuestro equipo. En las gradas ya no cabía ni un alma, allí estaban Radio Rebelde y las cámaras de la televisión, y en la escuela nos habían reportado desaparecidos, seguramente ahogados, muertos, asesinados, y habían ordenado una moviliza-ción buscando nuestros cadáveres por los alrededores, por los ríos y por los cerros, cuando esa noche, en el momento en que Muñoz la desapareció por la banda opuesta, y el público se volvió como loco, y nosotros también, en ese momento la cámara que estaba haciendo un pase por el graderío, nos enfocó a los tres, agitando la caña, y el sargento Antía y los demás que seguían cada jugada por la televisión nos vieron allí disfrutando del partido. El sargento pegó un grito, y nos apuntó con su pistola.

Por poco le mete un tiro a la pantalla.

Eso decía todo el mundo al día siguiente, burlándose del sargento.

De modo que aquello sí que no se podía soportar. Y para dar el ejemplo a los demás, nos expulsaron por Mala Conducta. Nadie nos tiró una piedra. Los ami-gos nos abrazamos y nos llevamos papelitos de recuerdo, con la dirección de cada uno como si fuéramos a escribirnos muchas cartas, porque habíamos sido como hermanos, como hijos de un mismo tipo de orfandad.

Cuando habíamos caminado un buen pedazo volvimos la vista hacia la es-cuela. Parecía igualita, con sus edificios relucientes y su polígono y sus instalacio-nes, y hasta el sol detrás, rojizo, como la yema de un huevo, pero sabíamos que la escuela iba a sufrir. Pobre escuela. Qué sería de ella sin nosotros.

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Capítulo 4: Eramos un hombre

Tuesday, July 6, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 4: Eramos un hombre


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)

Un día regresamos del terreno de pelota, luego de haber apabullado a los Ratones, cuando así de pronto nos íbamos para los Camilitos.

—¿Quieres ir para los Camilitos?

—¿Para los Camilitos…?

—Sí, para los Camilitos.

Los Camilitos era una escuela militar donde podíamos hacernos teniente o capitán o mayor, para decirle un día a la vieja que ya no tenía que seguir cosiendo tanta ropa, y ya nos veíamos por la calle, saliendo de Pase, con aquel traje de gala verde olivo y la gorra de plato con el Escudo al frente y la camisa mangas largas, y un cinto ancho de hebilla brillante con la figura de Camilo Cienfuegos.

Claro que sí, que queríamos ir para los Camilitos: Juanco, Santiago, Ale, Juan Ramón: nos vamos para los Camilitos.

Y papi nos acompañó hasta Santa Clara, y nos reconocieron en el Hospital Militar y nos pusieron dos inyecciones en la espalda y nos empastaron las muelas, y luego nos dieron la ropa y los zapatos y la gorra, y nos pelaron al cero y nos mandaron un tiempo a cortar marabú y a sembrar café a las montañas.

Era un lugar muy intrincado. Los albergues consistían en naves abiertas, de techo de guano y piso de tierra, por donde corría la lluvia durante los largos aguaceros de septiembre, y hacía frío, y teníamos que levantarnos de noche, y trabajar todo el día y bañarnos al aire libre, y enfermarnos y seguir trabajando porque allí podíamos practicar la Emulación Socialista; y los más destacados recibíamos un sello muy bonito de vanguardia del día o de la semana o del mes, hasta que por fin un día nos trajeron a la escuela.

No éramos ni Frank Caballero, ni Rony, ni Pirolo, ni Quiroga ni Amarante Reyes. Éramos el 13 y el 43 y el 57 y el 58 y el 90, y el sargento Antía, y el cabo Bernabé, y el teniente Capote. Había que hacerlo todo rápido, todo estaba medido como si viviéramos adentro de un reloj. Levantarse de un salto, de pieeee, disciplina militar, cinco minutos para el Aseo Personal, tender la cama, vestirse, y salir a formar.

—Permiso, sargento, para incorporarme.

—Incorpórese, tiene un reporte 57 por Llegar Tarde a Formación.

—Pero sargento…

—Tiene otro por Réplica.

—Es que, mire…

—Réplica Continuada.

—Sí, sargento.

—Compañía Atencioooón, derechaaaa, derec, de frenteeee, march, un/ dos/ tres/ cua/ troun/ dos/ tres/ cua/ troun/ dos/ tres/ cua, compañíaaaa: pelotón, alt.

Y marchando para las aulas, para los campos deportivos, para las clases de infantería, de tiro, para el comedor, para los albergues:

—Permiso sargento, nos robaron las medias, y el overoll, y el traje de gala, y la gorra, y el tubo de pasta.

Y el sargento se pone de pie de un salto, como un resorte, y sale para el albergue:

—De pie, Atencioooón, todos al lado de sus camas, los escaparates abiertos.

Aquello era una escuela militar y si había un ladrón tenía que aparecer, no se moviera nadie de sus puestos.

Pero no apareció el ladrón, ni la ropa, ni el tubo de pasta:

—Aquí tiene, alumno 57, todo nuevo. Mire a ver si la próxima…

—Lo sentimos, sargento, los escaparates no tienen candados.

—El candado hay que llevarlo aquí, 57 —y se tocaba la cabeza—. Al ladrón lo atraparemos, ya verá usted, puede retirarse… Ah, y tiene un reporte por faltarle un botón.

—Pero sargento…

—Otro por Réplica.

—Sí, sargento.

Y cada reporte equivalía a dos o tres deméritos o hasta nueve o diez según fuera el reporte, y a los diez deméritos nos suspendían el Pase. Uno veía las guaguas que se llevaba a la gente, vestidos de gala, con la alegría de ver a la familia, a los amigos, de salir del sargento por dos días, mientras uno se quedaba allí como un huérfano, por hablar en formación, por llegar tarde, por Réplica, por Réplica Continuada. Los viernes que tocaba Pase, por la mañana, nos hacían la Corte, aula por aula:

—Alumno 57.

—Aquí.

—Acá.

Un dos, un dos, alt.

—Alumno 57 listo para responder las preguntas de la Corte.

—Póngase cómodo. 57, usted fue reportado el día 9 del corriente a las cero ochocientas por Llegada Tarde a Formación, ¿responsable o no responsable?

—Responsable.

—Tiene cuatro deméritos… Usted fue reportado el día 10 a las mil y quinientas por Uso Indebido del Uniforme, entre paréntesis camisa abierta, ¿responsable o no responsable?

—Responsable.

—Tiene tres deméritos.

Cuatro y tres siete, faltaban tres para tumbarnos el Pase, para quedarnos allí encerrados; el Pase es lo más importante, lo más grande que uno tiene en esta escuela, Virgencita, más que la comida, que la ropa, más que el agua.

—57, tiene otro reporte el día 12 del corriente a las dos mil y cuarenta por Terminología Inadecuada.

—No responsable.

—Nadie le ha preguntado si es o no responsable. Tiene un reporte por contestar sin haberle preguntado.

—Sí, sargento.

—Terminología Inadecuada, ¿responsable o…?

—No responsable.

—¿Qué tiene que alegar?

—No estamos de acuerdo, sargento, lo único que hicimos fue decirle a Rony…

—A Rony no, al compañero 43.

—Sí, sargento, al compañero 43, que se callara, que ya habían dado la voz de silencio.

—Cabo Bernabé.

—Aquí.

—Acá.

Un dos un dos, alt.

—Usted fue quién le puso el reporte, ¿qué tiene que alegar?

—Sí, sargento, esa noche yo iba entrando al albergue cuando oí que el alumno 57 le decía a su compañero: cállete, asere, que por ahí viene el cabo Bernabé, y como usted sabe, sargento, esa palabra de asere es una terminología inadecuada en nuestras Fuerza Armadas.

—Muy bien, puede retirarse.

Un dos un dos.

—Alumno 57, es declarado responsable, tiene 4 deméritos y otro reporte más por Mentir en Corte, ¿responsable o no responsable?

—No responsable.

—Tiene otro reporte más por Insubordinación, ¿responsable o no responsable?

—No responsable.

—Otro por Falta de Respeto a un Superior, ¿responsable o no responsable?

—Responsable, sargento.

—Bien… En total son tres… y cuatro, siete…, once, dieciocho, veintinueve deméritos que van a su Expediente Acumulativo. Tiene suspendido el Pase, 57. Puede retirarse.

—Sí, sargento.

—Alumno 58.

—Aquí.

—Acá.

Un dos, un dos, alt.

Y reportes por esto y por aquello, por jugar de manos, por hablar, por reír, por llegar tarde, por coger mal la cuchara, por no cuidar la Propiedad y dejarse robar.

—¿Otra vez aquí?

—Sí, sargento, nos robaron la toalla.

—Pues mire a ver lo que inventa, no quiero saber más de otro asunto de robo.

—¿Qué vamos a hacer, sargento?

—No sé nada, ya le dije que invente.

—¿Qué cosa, sargento…?

—No sé, retírese. Tiene un reporte por No Cuidar la Propiedad.

—Pero sargento…

—Otro por Réplica

—Sí, sargento.

Y llegamos hasta el escaparate del compañero Pérez Pérez, pero nos detuvimos en el acto: el sargento sabe que nos falta la toalla y cuando Pérez Pérez vaya a denunciar que a él también le han robado la suya, el sargento mandará a formar, inspección, y verá la toalla en nuestro escaparate:

—Alumno 44, ¿es ésta su toalla?

—Sí, sargento.

Y nos declararán ladrón y pagaremos por todos los robos y nos harán un juicio, y nos pararán delante de toda la escuela, y nos arrancarán las insignias, el escudo de la camisa y de la gorra, y nos expulsarán deshonrosamente: papi, mami, Juanco, Omar, Umbelina: nos expulsaron por ladrones… No, mejor nos secamos con un trapo, o con el aire, o seguimos mojados todo el día, toda la semana, seremos tipos resfriados, con catarros crónicos, incurables.

Pero la próxima vez no será igual: no, sargento, no nos han robado nada, más nada, estamos cuidando mejor la Propiedad, vea, hizo bien en ponernos aquel reporte. La próxima vez que nos roben, se forma la inventadera; basta ya de reportes por no cuidar la Propiedad, nos llamen en la Corte, alumno 57, aquí, acá, y nos tumben el Pase y nos quedemos prisioneros en esta cárcel tan enorme y tan fría.

Y la otra quincena nos robaron dos camisas y tres pares de medias que recuperamos, mediante una pequeña inventiva, y no recibimos más que dos reportes. Teníamos tantas ganas de ir al pueblo, de ver a los amigos, de ver aunque fuera a Juanco o a cualquiera de Los Tigres, a la familia, a mami, a papi: Papi, no vamos más para esa escuela, nos maltratan, nos humillan, no nos consideran, no nos oyen, no valemos nada, somos unos tornillos, unas tuercas, somos unos muñecos de papel, peor que si fuéramos de palo, peor que Pinocho.

Papi abrió mucho los ojos, ¿estábamos locos? De allí no nos iríamos, cómo iba a pasar esa vergüenza de tener hijos rajados.

Y lloramos toda la noche y todo el día siguiente. Y tío Ignacio y tía Aleja y prima Nila se compadecieron de nosotros: déjalo que venga para acá, pobrecito; pero mi padre no podía permitirlo, de ninguna manera, no era culpa suya, él estaba en la Revolución, y leía a Lenin, y a nuestro primer hermano le había puesto Pedri por San Pedro, pero al segundo le puso Vladimir Ilich, y recibía la revista Cuba Socialista, y Literatura Soviética, y quería ser Yuri Gagarin. Ya desde chiquitos nos llevaba a las marchas de apoyo, a las manifestaciones, miles y miles de gente desfilando y cantando por la calle Masó, todos parecidos a Fidel, con el mismo rostro de Fidel; nuestro padre era invencible como si fuera Fidel, y cruzábamos la calle Céspedes, y la calle Libertad, y nosotros dentro del tumulto, marchando vamos hacia un Ideal sabiendo que hemos de triunfar, en aras de paz y prosperidad; y tomábamos por la calle Valle, junto al parque La Palmita, y cruzábamos por El Gallito, por La Francia, por la Colonia Española, y no importaba que nos pisotearan porque nuestros padres eran muchos fideles con el paso largo cantando la Internacional, y ya no caminábamos, sino que íbamos montados en una canción, sobre una melodía que nos impulsaba, que recorría las calles con nosotros encima, repletos de energía; y llegábamos hasta el parque José Martí, donde estaba la concentración: arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan; y enarbolando consignas: Fidel, seguro, a los yankis dale duro, o, candela candela, la ORI es la candela, no le digan ORI, díganle candela, candela candela … Por eso no podía sacarnos de aquella escuela, pero seguimos llorando, y un día no pudo resistir más aquel dolor del hijo, qué cosa no hace un padre por su hijo, y fue a solicitarnos la Baja, nada importaba en su vida más que su hijo, la felicidad de su hijo, la alegría de su hijo, su hijo era su hijo; y lo quisimos como antes, más que antes, porque sabíamos que era muy duro para él tener un hijo rajado, ser padre debía ser algo tan grande, y ya habíamos recogido la ropa para entregarla, y nos habíamos vestido de civil, con una camisa a cuadros muy bonita:

—Permiso capitán. Yo soy el padre de mi hijo.

Y el padre le explicó todo al capitán que lo escuchó en silencio y le brindó café, y se fumaron un tabaco. Y luego se acercó bien a él como si estuviera diciéndole un secreto a una persona muy entrañable:

—¿Sabe lo que pasa, papá…? Ésta es la mejor escuela del país. Estos niños son unos privilegiados, son los hijos ricos de un pueblo pobre. Buena comida, buenos dormitorios, buena educación, buen futuro: nada menos que Oficiales de nuestras Fuerzas Armadas, ¿usted me entiende…?

—Sí, capitán.

—Pero como comprenderá, compañero Paquito, la Revolución emplea muchos recursos en la formación de estos niños, y de aquí no puede salir nadie así por la libre, ¿comprende…?

—Sí, capitán.

—El que se vaya de esta escuela es como si fuera desertor, traidor a la patria, ¿sabe?, se queda con su Expediente manchado para toda la vida. De aquí como único se sale es expulsado deshonrosamente o por un accidente fatal, que pierdan un brazo o una pierna o un ojo, ¿me comprende?

—Sí, capitán.

—Pero si usted quiere…

—No, capitán.

Y el papá no le contó eso a nadie sino que se acercó bien a su hijo, y le puso la mano en la cabeza:

—Hijo, aguanta un tiempo a ver qué pasa. Ya tú eres un hombre.

Y el hijo tragamos en seco y pestañeamos rápido para que el padre no viera las lágrimas, porque así de pronto, tan chiquito, todavía sin pelos, ya éramos un hombre.

—Sí, papi, vete tranquilo.

Nos besó, nos dijo adiós muy lentamente. Y lo vimos alejarse, encorvado, con el paso muerto, como un fantasma a la luz del mediodía, con aquella cara de fideltriste, porque esta vez dejaba al hijo por detrás.

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Tuesday, June 29, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 3:  Los Ratones y Los Tigres


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Por el camino ya íbamos pasando la bola, calentando el brazo, practicando, cogiéndole el peso al bate de majagua para estar bien en forma y no perder ni un solo minuto.

Ardíamos en deseos de llegar al terreno, y que el umpire cantara el play ball y empezar a meter líneas por todas las bandas y robarnos las Bases y sacar unos cuantos double play.

Desde lejos vimos a algunos Ratones: Piro, y Andrés, y Rigo y Renecito el Cojo, y Emerio y Nelsito, y Roberto el enano, y Arielito el cabezón, que estaba calentando el brazo. Arielito lo que tira para el home son chícharos, y cuando viene descontrolado le da un bolazo en la cabeza a cualquiera, pero no hay que acobardarse y pegarse bien a la goma, y hacerle un swing fuerte a todo lo que se parezca stray, no vaya a ser que algún umpire medio ciego nos cante el tercero con alguna bola afuera. Supimos que sería un juego difícil porque era el juego final, el que iba a decidir el campeonato y determinar quiénes éramos tigres y quiénes ratones, pero de esa forma saborearíamos mejor las mieles del triunfo. Nosotros no éramos unos tigres agresivos, que nos gustara abusar ni ganar esos juegos de alto carreraje veinte carreras por una o dieciocho por cero. Nos gustaba el partido apretado, reñido, que se decidiera en el octavo o el noveno ining cuando llenamos las Bases y nos situamos en el cajón de bateo y la bola viene hacia nosotros y de pronto hay un instante en que se detiene, el tiempo justo para hacer el swing, para darle en la misma semilla y sentir ese relámpago, ese corrientazo fugaz que se trasmite de la madera a los brazos, de los brazos al pecho, al corazón: carajo, le dimos en el alma; y vemos la bola elevándose, elevándose, un jonrón, o por lo menos un tubey, que impulse tres o cuatro carreras para el home, y los Ratones se queden desanimados, sin energías para decir que es foul ni nada por el estilo porque el batazo picó a más de veinte metros de la raya, y se llevó en claro a Nelsito, el Jardinero Izquierdo, tanto que si por ejemplo, Salamanca estuviera allí describiendo el partido, no tuviera otro remedio que decir se va elevaaaando, se va elevaaaando, y adiós Lolita de mi vida, que es como nos gustan oír los jonrones. 

El problema de nuestro equipo era que no tenía director, es decir, que tenía muchos directores. Todo el mundo jugábamos y todos éramos directores. Mandábamos a tocar la bola, a batear duro, bateo y corrido, robo de base, todo al mismo tiempo. Y producto de eso teníamos que sacar el extra para no perder algunos juegos importantes. 

Por nosotros abrimos lanzando Juan Ramón, que en el primer ining ponchamos a dos Ratones y no nos batearon de hit.

Fuimos a la carga, y luego de dos outs, Pirolo metimos un tubey, y Ale el gordo sacamos una línea detrás de primera base, que picó en zona buena y se abrió hacia un lado, y anotamos la primera carrera del encuentro.
Hasta el quinto ining estuvo la cosa una por cero. Allí mismo los Ratones conectaron su primer hit, y Juan Ramón nos descontrolamos y empezamos a dar bases por bolas. Trajimos a Omar para lanzarle a Héctor el zurdo y sacamos bien los dos primeros outs, pero Andrés bajó un cepillazo por Tercera que parecía un trueno. Frank Caballero cerramos bien la bola que nos dio en el pecho y se fue hacia el Siol, pero Manet la recuperamos, y tiramos a Primera Base un poco bajito por el apuro y por la tensión del juego, y a Juanco se nos fue la bola entre las piernas. Y los Ratones anotaron una carrera, y dos carreras, y hombre en Segunda: Juanco eres un malo, una tiñosa, un cobarde, no cerraste la bola, embarcaste el juego. Podíamos expulsarlo allí mismo por vendido y por traidor, pero éramos nueve y no había más nadie en el Banco.

Omar sacó el tercer out, y seguimos lanzando un buen juego. Y llegamos así al noveno ining: Ratones 2; Tigres 1. 

Juan Ramón abrimos con toque de bola y se embasó por error del Primera Base. Pirolo nos ponchamos con una bola afuera, y los Ratones se pusieron a dos outs de la victoria; pero Ale colocamos bien la bola entre Primera y Segunda. Santiago nos pusieron out en flay al Cácher, y tiró el bate con genio, y los Ratones, envalentonados, empezaron a burlarse: batea pa’lante y no pa’atrás; pero Rony le callamos la boca con un flaicito que picó detrás de Tercera. Bases llenas, dos outs, noveno ining, Frank Caballero saca un roletazo entre Tercera y Siol y se empata el juego en medio de la gritería, casi en el momento de recoger los guantes. Y vinimos Juanco a batear, que enseguida se puso en dos stray sin bolas. Las Bases seguían llenas, pero Arielito el cabezón estaba tirando unas rectas de humo. Dale Juanco, acábate de ponchar

Embarcaste el juego.
Tiñosa.
Amarillo.
Papalote.
Eres un muerto.
Un Out vestido de pelotero. 

Así decían algunos Ratones, que tiraron los guantes al suelo, y se quedaron a mano limpia en señal de superioridad.

No, Juanco, no les hagas caso.
Concéntrate.
Límpiate el error.
Mete una línea.
Saca el bate a tiempo.
Tírale a todo.
A todo lo que se parezca.
Y vino el lanzamiento en la esquina de afuera, Juanco hizo swing, y foul la bola.
Pégate a home.
Sepárate un poco.
Abre bien los ojos.
No le quites la vista.
Tú le das a una sola.
Coge el bate más corto.
Coge el bate más largo.
Pégate a home.
Sepárate un poco.
No le tires a la mala.
Tírale a todas.
Abre los ojos.
Corre duro para Primera.
Levanta más el bate.
Bájalo un poco.
Abre más las piernas.
Alza el codo.
Cierra las piernas.
Cuidado con la curva.
Cuidado con la recta.
Con la bola afuera.
Con la lenta.
Con la tenedor.

Arielito hizo los movimientos, se impulsó y… una bola pegada, bien pegada, Juanco se queda quieto, lo van a golpear, un bolazo duele como caballo, pero más duele que los Ratones nos ganen, así Juanco, no te muevas, eres una estatua, un monumento, una pintura en la pared, un muerto, la bola le pega en el brazo, en el codo, en la misma punta del dolor. Juanco caemos sentado en la tierra, lívido, azul, con los labios morados y los ojos en blanco, pero le damos masaje, ganamos el juego, lo arrastramos hasta primera base, y otra vez los Ratones al campo, discutiendo, recogiendo los guantes, amarillos que son, papalotes, cobardes. 

Llegamos al barrio cantando la canción de Los Tigres que dice que somos invencibles, decididos; campeón entre los campeones; y que jamás los Ratones; nos ganarán ni un partido.

Esa noche era el juego final del play off entre Las Villas y Pinar del Río. Las Villas es nuestro equipo favorito, es un equipo tigres como nosotros, que decide los juegos en el octavo o en el noveno ining y que tampoco le gusta apabullar a nadie, ni ganar con esos marcadores abultados. Nos bañamos, comimos, y fuimos a ver el juego a casa de Juanco. Porque si nosotros no vemos bien el partido, jugada por jugada, para darle aliento a Las Villas, puede ser que a Jova, que las coge todas, se le caiga un flaicito, o que le canten el tercer stray a Muñoz con una bola afuera o suceder cualquier desgracia impredecible. Juanco tenía un yeso en su mano izquierda, producto del bolazo, pero estaba feliz porque había decidido el partido. Ahora le esperaban dos meses sin jugar pelota, sin pararse en el home ni hacer un swing al aire aunque sea, sin robarse una Base ni sacar un double play. Y allí mismo lo declaramos director del equipo para toda la vida, y ahora no se llamaba más Juanco, sino Servio Borges, y había que obedecerlo, y hacer todo lo que él dijera en el terreno de juego. Juanco es pálido y larguirucho, y tiene los ojos grises y un problema del corazón, los labios y las uñas azules, apenas puede correr porque se cansa enseguida, le falta el aire, las energías, la vida, y se va a morir cuando llegue al desarrollo, pero todavía le faltan como dos años. 

Nos limpiamos bien los zapatos porque Umbelina tiene obsesión con la limpieza y se pasa la vida con la escoba y el trapeador vigilando cualquier churre, y nos acomodamos frente al televisor desde que estaba el Noticiero hablando de la ayuda de la Unión Soviética y de todas las fábricas que Fidel iba a inaugurar ese día.

Por fin pasaron al estadio. El Himno Nacional. Nosotros comiéndonos las uñas y las yemas de los dedos.

Éramos Juanco, Santiago, Rony, Ale el gordo y Umbelina, la mamá de Juanco, que no entendía nada de Pelota, pero que había encendido una vela a la Virgen del Cobre para que Las Villas ganara y Juanco no se pusiera más triste, y se le olvidara un poco que se iba a morir.

El estadio Latinoamericano en La Habana estaba que no le cabía un alma. Era un terreno neutral para que ninguno tuviera ventaja. Se veían cientos de letreros: Pinar del Río campeón, Las Villas campeón. Había uno de los villareños que decía: Muñoz, Cheíto y Olivera se la botan a cualquiera; y otro de los pinareños: Pin pon fuera, Rogelio poncha a cualquiera. 

Bajamos el volumen del televisor al máximo y pusimos a Radio Rebelde para escuchar la descripción de Salamanca cuando dijera: azúuucar abanicando, tres golpes de mocha y pa’ la tonga. Para oírlo clarito cuando anunciara a Muñoz, el Gigante del Escambray. Muñoz era un guajirito de monte adentro, del mismísimo Escambray, que no sabía nada que se podía jugar pelota de noche. Y a batazo limpio se fue abriendo camino y ganándose al público que lo ovaciona cada vez que viene a batear. Y todos nosotros queremos ser como Muñoz. No éramos tipos grandes para ser Primera Base y estirarnos y coger los tiros afuera como hacía él, pero empezamos a batear a la zurda para que nuestros jonrones se parecieran cada vez más a los jonrones de Muñoz: se impulsa el pícher, ahí lanza, le tira y conecta un batazo largo por el Jardín Derecho, la bola se va elevaaando, se va elevaaando…, y adiós Lolita de mi vida: jonrón de Antonio Muñoz.
Todo eso queríamos, ver el batazo, oírlo, sentir ese júbilo en el corazón, pero Rogelio estaba intransitable y había ponchado como a diez. Pinar del Río ganaba por una carrera cuando Muñoz recibió boleto para Primera y Cheíto, que batea a la derecha, bien agachado y bien pegado al home, como cualquiera de Los Tigres, conectó el batazo decisivo, que se fue alejando, perdiéndose entre las luces de las torres, por el mismísimo Jardín Izquierdo. Empezamos a brincar, a dar saltos, a abrazarnos. Umbelina vino corriendo de la cocina: ¿qué pasó, qué pasó…?; y se dio cuenta que Cheíto es de los nuestros, como si fuera del equipo Los Tigres y empezó a brincar con nosotros y Arelia la vecina oyó la algarabía y pensó que Juanco se había muerto, pero al ver a Umbelina con aquel regocijo de vivir, de ser gente, de estar en el mundo, en Cuba, en Las Villas, en Cabaiguán, en el Reparto Obrero, en la calle Masó, en el número 138, en la sala frente al televisor, mirando el televisor, dentro del televisor, en el estadio Latinoamericano, se sumó también, y después vinieron Coro Carmona y Nena y Zeida y el marido y todo el barrio y dos perros, y la gente del televisor corrían por el terreno y por la casa como si fueran gnomos, o duendes de cartulina, saludando al público, a nosotros, al mundo, y la mata de almendras que nunca se había movido de su sitio entró a la sala llena de curiosidad, y Umbelina la miró seria porque iba dejando un reguero de hojas amarillas y rojas sobre los mosaicos, pero nosotros prometimos recogerlas y nos abrazamos, y todos éramos una sola cosa viva vibrando. Umbelina le dio gracias a la Virgen, a la televisión, a la Unión Soviética, a San Lázaro, y después llevamos la mata a su lugar y barrimos las hojas del piso, y era esa noche estrellada, con la luna llena en el cielo, como si allí también pudiéramos jugar pelota de noche. 

Y otra vez volvimos a batear a la derecha, a ser derechos como Cheíto, a enfrentarnos a los Ratones, que todas las semanas hacían cambios en su alineación, y no hallaban un pícher que ponernos, a no ser Arielito el cabezón que siempre perdía en el noveno ining.


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Tuesday, June 22, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

El Trago de los Tigres.
Capítulo 2: Panchita tiene problemas

por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Se enderezó, se puso de pie con movimientos lentos, pero nerviosos. Esta vez era distinto, no era ilusión, imaginación de primeriza. Era nuevo este dolor, este impulso, este desprendimiento interior que le removía las entrañas, la vida: Melchor, Natalia, Alejandrina, corrieran. Ella lo presentía, la criatura era impaciente, intranquila, siempre se había movido demasiado, tenía prisa, deseos de nacer; y en aquella habitación no había ni donde caerse muerto, nada quedaba de los siete pesos, por mucho que los ahorró ya no tenía ni un centavo, ni un kilo prieto; y ahora qué iba a hacer, allí no había clínicas de maternidad, un pueblo tan grande y que no hubiera un lugarcito donde parir en paz, Virgen Santa; había que ir a Sancti Spiritus, o a Placetas, veinte o treinta kilómetros: Melchor hiciera algo, por favor, aquello dolía mucho, le apretaba el pecho, el corazón, los pulmones; no se pusiera nervioso, pero hiciera algo rápido, se moviera, no se quedara allí mirándola, por Dios; y Melchor sudaba como un machetero al sol: tranquila, Panchita, eso le pasaba a todas, siempre era así, no llorara, iba a ver qué podía hacer, algo encontraría, aguantara un poco, no se pusiera más nerviosa; y Melchor se puso el sombrero y llegó hasta la Piquera de Alquiler: somos pobres, Armando, pero buena paga, eso sí, usted sabe que somos buena paga, por su madre, llévela a Placetas, la semana que viene le pagamos, mire que tiene muchos dolores, no deje que vaya a parir tirada ahí en su camastro, y vea, el marido está trabajando en Camagüey, el dinero no va a faltar, voy a pasarle un telegrama para que mande el dinero, pero ahora estamos pelados, Don Armando, ni un pesito, Filiberto, ni un kilo, Don Eustaquio, por favor, Bienvenido, haga algo, se lo vamos a agradecer, Dios aprieta, pero no ahoga, la garantía del pobre es su trabajo, has bien y no mires a quién, el ojo del amo engorda el caballo, muchas gracias, Bienvenido, verá, quedaremos bien, no se va a arrepentir, sí, por aquí, doble a la derecha, en la próxima, Bienvenido, allí, en la casita verde, la que se está cayendo, pero este año, si Dios quiere, la arreglamos: ¡Panchita, Natalia, corran, aquí está la máquina! Y Panchita recogió un bulto pequeño con dos pañales, y una toalla que había comprado en dos plazos, que todavía le faltaba un pago que hacer, y subió al carro con Natalia, que llevaba un peso treinta y cinco centavos protegidos con siete nudos en el fondo de un pañuelo: se apurara, por su madre, no podía aguantar; y Melchor y Aleja las despidieron: mucha suerte, se acordara Panchita de pujar bien duro, todo iba a salir bien, y de pedirle a Nuestro Señor, y cerraron las puertas, y de leer el ensalmo, y la máquina rechinó las gomas, y de encenderle una vela a la Virgen; y Melchor fue al correo a pasarle el telegrama a Paquito, que estaba a cientos de kilómetros con su hermano Ignacio, que no lo dejaba ni respirar en los cañaverales: arriba Paquito, arriba Paquito, arriba Paquito, y la caña iba engordando las pilas, limpia y jugosa, y ellos se derretían, sudando guarapo a más no poder, y el cañaveral era una masa vegetal que no tenía fin: Paco, corre, que tu mujer está de parto, apúrate, que debe estar al parir, vuela, que ya debes ser papá; y Paquito soltó la mocha y leyó el telegrama: ese vejigo se había vuelto loco, antojarse de nacer antes de nacer, cómo iba a salir de este rollo; permiso patrón, Panchita estaba de parto, mirara el telegrama, necesitaba unos días, necesitaba apoyarla, necesitaba un adelanto, unos pesitos ahí; y el patrón se quitó el sombrero y se rascó la cabeza: caramba, Paquito, ¿no oía las noticias?, no había plata, el país era una ruina, un desastre; pero viera, patrón, con diez pesos él tenía, mirara que la madre tuvo problemas, complicaciones, el niño vino adelantado, antes de tiempo, comprendiera, era su hijo, su primogénito, lo habían hecho como sin querer, templando encima del camastro como se hacen los niños, pero ya lo quería, desde que estaba en el vientre lo quería, patrón, desde que se movía, como si quisiera revelar algún secreto desde allá adentro, y por eso no tenía un centavo, porque todo lo mandaba a la casa para que la mamá se alimentara bien, para que el niño naciera fuerte, bien dotado, con mucha energía y resistencia y pudiera cortar mucha caña el día de mañana…, gracias patrón, no hallaba cómo agradecerle, sabía que podía contar con él, y de paso…, ¿no tenía unos zapatos que le prestara, aunque fueran viejos?, mirara cómo andaba, sentía pena entrar así a la clínica, que el niño fuera a ver a su padre, con los zapatos tan rotos el día de su nacimiento, ser padre es una cosa muy grande, ¿comprendía…? Y el papá se puso las botas y una muda de ropa de su hermano, que le quedaba chiquita, y se fue hasta las Terminales, y subió a un ómnibus La Flecha o Santiago-Habana, que devoraba la Carretera Central, y llegó a su casa sin sacudirse el polvo del camino: ¿ya parió…? Está pariendo, le dijeron, desde ayer está pariendo, y fletó una máquina que se adentró de nuevo en el paisaje, y llegó a la Clínica Obrera de Placetas cuando la criatura asomaba la cabeza, o más bien los ojos, porque era puro ojos: ay mi madre, dijo la mamá, había parido un fenómeno: doctor, doctor, parí un fenómeno; tranquila, mujer, nada de fenómeno; sí, doctor, mire, fíjese en los ojos, no le caben en la cara, doctor, en vez de un hijo, parí unos ojos, Virgen Santa; el niño no tenía problemas, Panchita, se calmara, solamente quería mirar, viera cómo miraba, cómo contemplaba el mundo, estaba un poco asombrado, eso era todo. Pero pasaron los días, le dieron el alta, y el niño seguía con aquel par de carambolas: 

—Queremos bautizarlo, Padre, ¿usted cree que haya problemas?, lo digo porque está un poco rarito, vea, mire qué feito es, puro ojos nada más, y mire qué débil, qué raquítico. 

Todos nacíamos débiles, mamá, hasta los animales, las fieras, hasta los tigres nacían débiles, ese angelito…

—Sí, pero no hace más que gritar, día y noche gritando, yo creo que tiene algún problema, Padre, me va a volver loca.

No se preocupara, las lágrimas eran buenas para el corazón. 

Y le echaron el agua bendita en el nombre del Padre y del Hijo, y el hijo cerró los ojos, y del Espíritu Santo, y el espíritu escupió la sal y lloró su primer trago amargo, y se quedó con aquel recuerdo en la punta de la lengua. Y el papá regresó al Camagüey: este país era una mierda, Santo Cielo, se iban a morir. Y mandaba los siete pesos para que la mamá se alimentara bien: querida Panchita: haorra el dinero, toma mucha leche de chiba y come maní y sagú, y mucha zopa de berdúras y de cabesas de pezcádo, no valla ha ser que te siga faltando la leche. Y el niño iba creciendo con ojos y todo. Y un día la mamá se metió con él debajo del camastro y lo apretó bien fuerte contra su pecho, y se oyeron estampidos, y gritos, y zambombazos: los rebeldes, los barbudos, que tomaban el pueblo, los otros pueblos, las ciudades, Santa Clara, La Habana, el país, el mundo. Y el papá se enteró allá en Camagüey, con su hermano Ignacio que le trajo la noticia al cañaveral: arriba Paquito, arriba Paquito, arriba Paquito; y Paquito agarró la mocha y la hizo girar sobre su cabeza como una hélice, y luego la soltó, y la mocha se elevó como un planeador, buscando el cielo por encima de las flores de los cañaverales. 

—¿Estás loco, Paquito, estás loco? 

No cortaba más caña, estaba harto, ésta era la oportunidad de los humildes.

Y volvió al pueblo, y se dejó crecer bien la barba, y se consiguió una gorra verde olivo, y un collar de santajuanas, y unos libros de Marx y Engels; y enderezaron la casa, y la pintaron, y más tarde la abandonaron para irse a otra más amplia y cómoda que se había desocupado, con muchas habitaciones, y agua corriente y baño sanitario, y garaje y terraza, como iban a ser, Panchita, todas las casas de todos los proletarios de todos los países uníos para el próximo quinquenio, que estaba ahí, al cantío de un gallo; y compraron una máquina de coser soviética, y Panchita se hizo costurera: ropa de hombre y de mujer, todo tipo de ropa, se forran botones, se forran libretas, se forran los forros; y poco tiempo después estaban en la tribuna, cuando inauguraron el hospital de maternidad, para que más nadie tuviera que ir tan lejos a parir: ¿viste Panchita, qué cosa más linda, qué habitaciones, cuántos equipos, camas nuevas, todo que brilla…?: te juro que hasta a mí me dan ganas de parir.

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Tuesday, June 15, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Comienza hoy una nueva sección en el blog Gaspar, El Lugareño, gracias a la cortesía de Sindo Pacheco, quien ha aceptado la invitación a compartir cada martes un capítulo de su novela inédita El Trago de los Tigres.

Las otras secciones fijas que tiene actualmente el blog son: La Luz Reconciliada (Lunes); Con la Verdad a Cuestas (Miércoles), Cubanos (Jueves), Ley en el blog (Viernes), Oikos (Sábado) y Damas de Blanco (Domingo)

También, se estuvieron publicando de manera sistemática: Orígenes (Martes), Camagüey visto por Reynier (Miércoles) Fotos de Ninon Lavallee (Jueves) y Estampas Camagüeyanas

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El Trago de los Tigres.
Capítulo I: Donde una vez hubo una Virgen

por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Éramos Pirolo, y Rony, y Santiago y Manet, y alguno más que no me acuerdo.

Íbamos allí, donde una vez hubo una Virgen. Antes fue un sitio luminoso: una fuente circular cuyas luces coloreaban el agua que llovía sobre ella como si estuviera lloviendo lluvia de colores. Muchas veces los niños echábamos centavos que se hundían titilando en mil brillos, hasta caer entre las otras monedas, tapizando de círculos el fondo de la fuente. Era una forma de ayudar a los pobres, decían, y así la Virgen a su vez nos ayudaba a nosotros, Virgencita, que no nos arrolle un carro, que no nos inyecten, que no se nos parta un pie, Virgencita, que no nos ahoguemos en un río.

Estábamos allí, bajo el techo que sostenían seis columnas. Ya no había Virgen, ni fuente, ni luces de colores; pero aún quedaba la base de cemento donde siempre se apoyaba, y sobre ésta, la punta de acero que la sostuviera.

Hacia allí lanzábamos un sombrero que surcaba el aire, y se enganchaba del metal como si fuera una argolla.

Ya nos habían botado de la escuela, y del grupo, casi de la familia.

No teníamos novias ni nos importaban.

Tirábamos uno a uno el sombrero y llevábamos la cuenta: de cinco cuatro, de seis cinco, de ocho seis. Y ganábamos, y perdíamos, y matábamos el tiempo. Eso era lo que más nos dolía: el tiempo. Nos dolía que fueran las nueve, o las diez, o las dos de la tarde, cuando debían ser las doce o la una o las cincuenta de la noche. Siempre nos estaba doliendo eso, que fuera tan temprano. Queríamos tener cuarenta, o sesenta o cien años, Virgencita, y estar muertos.

Hubo un tiempo en que no fue así. Entonces éramos Juanco en primera base; Frank Caballero en tercera; en segunda, Santiago; Juan Ramón, Rony y Marcelito en los files; Manet en el siol; y Ale, que era el cácher. Así gordo y sin careta era el cácher del equipo, y cerraba el home y no dejaba pasar a nadie, aunque lo picaran con los spikes. Entonces nos importaba jugar, nos importaba ganar, y éramos invencibles. Queríamos que la semana tuviera no más que cinco días, o tal vez cuatro como los puntos cardinales, o que siempre fuera domingo, y enfrentarnos a los Ratones del Pedro Pena, que a veces no eran tan ratones nada y nos ganaban, o nos hacían pasar un buen susto; o sucedía que nos confiábamos demasiado y podían darnos una buena paliza, ganarnos un doble juego que ya era demasiado, y oír a Juan Ramón: nos ganaron el primero y perdimos el segundo, porque no le importaba tanto el equipo, o la vergüenza de perder se le pasaba enseguida; no como a nosotros que nos duraba la vida, y cambiábamos el orden al bate, y pasábamos a Juanco para tercera, y poníamos a Omar a pichar, que tenía buen control y no daba base por bolas… La vez que perdimos el doble juego, el luto nos duró una temporada. Era algo que nos impedía mirarnos a los ojos, como un dolor muy hondo que nos hacía desgraciados, pero después cerramos bien la bola con el pecho, con los brazos, con las rodillas, con toda la vergüenza, y recuperamos aquella normalidad de vencedores que siempre nos acompañaba.

Lo que más deseábamos entonces era llegar al noveno ining empatado a cinco o a seis carreras, y embasarnos por un Toque de Bola o por un Error o una Base, y seguidamente robarnos la segunda base y la tercera y tirarnos de cabeza en el home, casi junto con la bola y dejar al campo a los ratones, para que supieran de una vez quiénes eran los tigres.

Ahora no teníamos equipo. La gente se había ido dispersando; unos nos quedamos allí en el pueblo, sin saber qué hacer con los días, con las horas que no pasaban como si el mundo se hubiera detenido; otros nos fuimos a estudiar, a graduarnos en cualquier mierda y nunca más jugar pelota; y al resto nos botaron de la Secundaria y nos citaron para el Servicio Militar.

Pero antes, un día, se aparecieron dos buldózer y arrancaron la media luna, la segunda base, el césped, removieron la tierra; y el terreno de juego fue llenándose de hoyos, de orificios, de materiales de construcción, de feos edificios de viviendas que iban creciendo, rompiendo el aire por donde único había pasado la pelota, y los pájaros, y nuestras exclamaciones de alegría o de tristeza, según el momento del partido.

Y decidimos irnos a estudiar:

Técnicos en Contabilidad: llevaríamos la cuenta de todo, del Debe y del Haber, y de todo lo que debe haber y tiene que haber. Pero luego nos asustó la idea de ponernos viejos, y obesos y todo barrigones haciendo cálculos detrás de un escritorio; y calculamos que debía haber o tenía que haber algo menos aburrido.

Técnicos de Refrigeración quizás podíamos ser, y enfriaríamos todas las cosas que hacía falta enfriar. Y llegamos a Santa Clara donde quedaba la escuela, pero ya había empezado el curso y no nos quisieron admitir. El director era un tipo tieso y refrigerado que ni siquiera nos prestó la más mínima atención.

Y nos fuimos poniendo descreídos y desconfiados, con muchos problemas de disciplina, hasta que un día por fin nos expulsaron de la Secundaria. Allí estaba la mamá de Manet, la de Santiago, el papá de Pirolo, el de Frank Caballero, el de Rony, el tío de Ale el gordo, y alguno más que no me acuerdo. Todos tristes, avergonzados, casi arrepentidos de haber tenido hijos como nosotros. Faltábamos mucho. No atendíamos a clases. No nos importaban las asignaturas. No participábamos. Molestábamos a los demás, a los que sí tenían interés. Casos perdidos. Todo.

Y vinimos a parar aquí, donde una vez hubo una Virgen.
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Gaspar, El Lugareño Headline Animator

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