Saturday, April 23, 2016

El Ballet en Cuba y los Estados Unidos: una herencia cosmopolita (por Miguel Cabrera, Historiador del Ballet Nacional de Cuba)

Alicia Alonso & Fernando Alonso.
American Ballet Theater production of "Undertow."
 New York, 1947
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El Ballet en Cuba y los Estados Unidos: una herencia cosmopolita



por Miguel Cabrera
 Historiador del Ballet Nacional de Cuba (cortesía del autor)
Texto publicado originalmente en la Revista Caritate, Abril-Mayo 2016




Pocas artes poseen una prosapia tan cosmopolita en sus orígenes y en su posterior desarrollo como el ballet, la más antigua de las formas de la danza espectacular en el llamado “mundo occidental”. Porque si bien es cierto que el entonces llamado “balleto’’nació en la Italia renacentista, como fruto de toda la herencia del baile popular creado durante el Medioevo y llevado a los salones cortesanos por los maestros de danza, no fue hasta el siglo XVII que en Francia alcanzó rango profesional.

Allí, en 1661, el Rey Luis XIV creó la Academia Real de la Danza, donde se estableció el vocabulario técnico académico, se le dio nomenclatura a los pasos y poses y se fijaron las cinco posiciones básicas de piernas y brazos, vigentes hasta hoy día. El desarrollo de ese nuevo “ballet” fue el resultado de una continua interrelación entre maestros, coreógrafos, bailarines, compositores y diseñadores procedentes de diferentes países. Italianos y franceses, encabezados por Vincenzo Galeotti y Antoine Bournonville, sentaron las bases para la aparición de la tercera escuela, la danesa, fruto de la obra creadora posterior de Augusto Bournonville, hijo del maestro francés antes mencionado.

Representantes de esas tres escuelas lo llevaron a la Rusia zarista, donde desde 1734 se sentaron las bases para el surgimiento de una nueva: la escuela rusa, que tuvo como gestores principales al austriaco Franz Hilferding, el italiano Gasparo Angiolini y el francés Charles Louis Didelot, líderes del ballet de acción, y como arquitecto supremo al marsellés Marius Petipa, quien guió sus destinos entre 1869 y 1903.

En el siglo XX surgiría la quinta, la inglesa, con nombres claves como el de Ninette de Valois, quien, como todos los anteriores, se dio a la ardua pero patriótica tarea de darle autoctonía a una herencia fundamentalmente cosmopolita.

La historia del ballet cubano no escapa a esa universalidad de influencias, pero gracias a la clara visión de su tríada fundadora: Alicia, Fernando y Alberto Alonso, se supo asimilar lo foráneo valioso sin renegar de la rica savia de sus raíces, sino aireándolas y enriqueciéndolas, en universal vibración, como les aconsejara el sabio Don Fernando Ortiz, en los albores mismos de la fundación de nuestra primera compañía profesional, sesenta y ocho años atrás.

La semilla de nuestro ballet fue abonada, como sucedió en casi todos los países, por aportes foráneos, especialmente los provenientes de compañías y figuras francesas y españolas y por el estrecho vínculo con los Estados Unidos que, por su ubicación geográfica, devino punto de escala para renombrados exponentes del ballet europeo, que se dieron a la tarea de conquistar los públicos del Nuevo Mundo.

El Papel Periódico de La Habana nos dejó la primera prueba documental de un ballet escenificado en la Isla: Los leñadores, estrenado en el Teatro El Circo, el 28 de septiembre de 1800, que tuvo como intérprete a Mr. Anderson, un bailarín y coreógrafo norteamericano, del cual no poseemos otra información.

De los Estados Unidos llegarían a la Cuba colonial figuras relevantes, como el francés Jean Baptiste Francisqui, quien, en 1803, escenificó en el Teatro Principal de La Habana obras de Noverre y Dauberval, con el mismo éxito obtenido en teatros de Charleston y Nueva York.

Cuba comparte con los Estados Unidos la gloria de ser los únicos países de América visitados por la célebre austriaca Fanny Elssler, quien diera a conocer en ambos países el estilo romántico y el baile en puntas. En la goleta paquebote y correo Hayne llegaría el 14 de enero de 1841, procedente de la ciudad de Charleston, para su primera temporada habanera, pues en marzo de 1842 regresaría desde allí, donde había permanecido cosechando éxitos clamorosos y la admiración de los estadounidenses, entre ellos el presidente Martin van Buren. De Filadelfia, centro principal de ballet en el país norteño, arribó en 1843 el bailarín francés Paul Phillippe Hazard, fundador de la primera gran escuela de ballet en esa ciudad, donde se formaron las tres figuras claves en el romanticismo balletístico de ese país: Augusta Maywood, Mary Ann Lee y George Washington Smith. El legado francés y las experiencias acumuladas en Estados Unidos las trasladó Hazard a Cuba, durante sus temporadas en el Gran Teatro Tacón, donde dio a conocer un amplio repertorio, en el que figuraron obras tan célebres como El dios y la bayadera y Roberto el diablo, ambas de Filippo Taglioni, el más importante de los coreógrafos de la Ópera de París.

Otras figuras y compañías importantes, como Los Ravel (entre 1838 y 1865), llegaron de tierras norteñas para producir grandes acontecimientos, entre ellos, el estreno en Cuba de la versión completa de Giselle, el 14 de febrero de 1849, protagonizado por Enriqueta Javelli-Wells, afamada figura del Park Theatre de Nueva York. Los Monplaisir —Adele e Hippolite—, este último estrella de la Ópera de París y partenaire de la célebre María Taglioni, nos visitarían con su compañía, jubilosos todavía por los éxitos alcanzados en Nueva York y Nueva Orleans, ciudad de la cual arribaron en el bergantín Titi, en febrero de 1848 y regresarían para una segunda temporada en 1851.

En el periodo colonial nos visitaron también la exótica compañía de Las Cuarenta y Ocho Niñas de Viena y la bailarina franco-alemana Augusta Saint James, establecida en tierras norteñas desde 1837, quien llevó su arte al teatro habanero El Circo y a otros en las ciudades de Cienfuegos, Trinidad y Puerto Príncipe, el actual Camagüey.

Luego de la independencia de España, la cultura danzaria de los cubanos se enriqueció con las visitas de la gran diva rusa Ana Pavlova, en 1915, 1917 y 1918, quien tuvo como centro a los Estados Unidos para su conquista de los públicos de Centro y Sudamérica.

Sin embargo la relación más trascendente del ballet cubano y el norteamericano se inició en 1937, cuando Alicia y Fernando Alonso viajaron a Nueva York para enriquecer sus conocimientos e iniciar una carrera como bailarines profesionales.

Llegaban cuando en ese país se daban los primeros pasos para la creación de un ballet auténticamente norteamericano, hecho que se gestó con la participación de ellos, en las comedias musicales, en la Escuela y el Ballet Modkin, la School of American Ballet, el American Ballet Caravan y el Ballet Theatre, donde a partir de 1940 nuestra ilustre compatriota cimentó su estrellato mundial.

Su exitoso debut en Giselle, el 2 de noviembre de 1943, en el Metropolitan Opera House neoyorkino, forma parte indisoluble de la historia del ballet en los Estados Unidos, con el mismo brillo de los aportes fundacionales y creativos hechos por figuras tan claves como Lincoln Kirstein, Balanchine, los hermanos Christensen, Eugene Loring, Lucía Chase, Nora Kaye y Jerome Robbins, con los cuales trabajó de manera directa.

Los Alonso, incluyendo a Alberto, quien actuó también con Ballet Theatre de Nueva York e incursionó en comedias musicales y filmes de Hollywood junto a Fred Astaire y Ginger Rogers, visionaron con sus colegas norteamericanos la posibilidad de crear una compañía profesional de ballet en Cuba, sueño que se materializó el 28 de octubre de 1948, con la colaboración decidida de un grupo de figuras tan relevantes como Melissa Hayden, Bárbara Fallis y Royes Fernández, así como de los directores de orquesta Max Goberman y Ben Steinberg, los cuales compartieron durante años con los cubanos las vicisitudes de nuestro ballet en el período anterior a 1959.

Durante su órbita norteamericana, en la que fue proclamada “la más grande Giselle contemporánea, primera dama del ballet” y “máxima bailarina estrella de los Estados Unidos”, Alicia fue la primera figura de la danza del continente americano invitada a bailar en los principales teatros de la antigua Unión Soviética, en la temporada de 1957-1958, honor que recibió como representante del arte de Cuba, su patria, y de los Estados Unidos, su cuna profesional.

La entrañable relación balletística Cuba–Estados Unidos, tuvo un hito supremo el 28 de julio de 1975, cuando Alicia obtuvo una de las más cálidas y atronadoras ovaciones escuchadas en el New York State Theatre, durante su retorno a los escenarios de los Estados Unidos, después de 15 años de injusta prohibición de visado para entrar en ese país. Esa noche, de los balcones del gigantesco coliseo fue desplegada una gran banderola blanca con la inscripción: “Alicia, bienvenida nuevamente a tu casa”, texto que sintetizaba una hermosa historia de arte y amistad, justo reconocimiento que cuatro años más tarde se ratificaba al ser nombrada Miembro del Comité Artístico del Kennedy Center para las Artes Escénicas, en Washington, que agrupaba a figuras que han dado un aporte superlativo a la cultura norteamericana, ocasión en que fue recibida en la Casa Blanca por el presidente James Carter.

El contacto de pueblo a pueblo, del que tanto se habla ahora, no se ha roto nunca entre los representantes de los movimientos danzarios de ambos países. 

En 1974 tuve el honor de presentar ante el público cubano a Cynthia Gregory y a Ted Kivitt, primeros bailarines estadounidenses en actuar en Cuba después de la ruptura de relaciones diplomáticas entre nuestros países.

Recuerdo la cálida ovación con que fueron recibidos esa noche y las siguientes, durante sus actuaciones en el IV Festival Internacional de Ballet de La Habana, evento que desde entonces ha contado con la presencia de lo más valioso del ballet en los Estados Unidos, entre ellos los elencos completos del American Ballet Theatre (ABT), el Ballet de Washington y un conjunto de primeros solistas del New York City Ballet.

El Ballet Nacional de Cuba ha realizado diez giras por 38 ciudades de los Estados Unidos con ferviente acogida, y diversos coreógrafos, entre ellos Jerome Robbins, William Forsythe, Al vin Ailey y Karole Arrmitage, han creado o cedido generosamente sus obras para el repertorio del Ballet Nacional de Cuba o las programaciones de los Festivales habaneros.

Durante tres lustros José Manuel Carreño, primer bailarín nuestro y del ABT, ha sido aclamado como “el máximo danseur noble de la escena norteamericana” y numerosos bailarines nuestros han prestigiado y prestigian hoy los elencos de las principales compañías del ballet estadounidense y se han hecho acreedores de los más altos galardones en eventos competitivos, como los concursos internacionales de Ballet de Nueva York y Jackson.

Recientemente fui honrado con una invitación a impartir conferencias sobre la historia del ballet en Cuba en universidades de Texas y Princeton, y a compartir experiencias con representantes del Ballet de Texas, el American Ballet Theatre y el Ballet Hispánico, en Nueva York; del Miami City Ballet y el novel Ballet New Generation, de Tampa, y en todos ellos pude sentir la vigencia de una admiración compartida, durante más de medio siglo, por el fenómeno único que encierra la Escuela Cubana de Ballet, la más joven de las seis surgidas en casi un milenio y altamente conocida en los Estados Unidos. Una histórica relación, que en los nuevos tiempos, reafirma su proyección de futuro.



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