(Fragmento de la primera novela que está escribiendo Elena Tamargo, leídos por primera vez, esta noche, en Agartha Galería. La escritora agradece al amigo Joaquín Estrada -Montalván esta primicia en su blog Gaspar, El Lugareño.)
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Cada vez que me siento en un sillón dejo una mancha de sangre. Se que he perdido tantas cosas que no podría contarlas, sólo el que ha muerto es nuestro de verdad, sólo lo que he perdido es mío, no hay otro paraíso. También es nuestra suerte saber convalecer.
Mis mayores me hablaron de la sangre, del apellido y los abuelos, pero nunca de ésta que pierdo y pierdo en los trenes, las camillas y los cines.
Nunca encontré tristeza en la carne. El cielo que iría a buscar lejos lo tengo sobre la cabeza. Se me queman los labios por decirlo.
Mi figura es un mar que asoma desde el pequeño muro encalado de una iglesia de pueblo y sólo lo ve la otra muchacha a quien el viento le levanta el vestido, y yo lucho con el consuelo que dan unas palabras griegas. He ahí la pequeñísima esterilla en la que puede bordarse el ideograma de mi vida. Por lo demás, no es la claridad sino el peligro de la claridad que conforme avanzamos hacia el norte y conforme nos acercamos a nuestra época aumenta sin cesar, ese secreto que en nuestra tradición contuvo la mano del poeta para que nunca insultara. Una vez consumada la ruptura con todo mito divino el poeta ha sido llamado a actuar el papel principal.
Tengo miedo. Camino por una costa y nadie siente a nadie. Vuelvo a mi manuscrito y mientras llega el rocío que nada ocurra, que nada se mueva, por si acaso de pronto sale el sol y me deslumbra. No quería llegar sin temblar hasta ahí donde la carne acumula la sangre y hunde en el corazón un apresurado reloj. Cuando el amor y el rencor están ausentes todo se vuelve claro. Sigo caminando aunque no haya lugar a donde llegar.
Qué les ocurrió a los hombres que les dio por combinar las palabras de tal modo que no dijeran lo que decimos cotidianamente. En las canciones con que me criaron jamás me vino algo semejante a la cabeza. Pero ahí, en la edición facsimilar alemana que tenía en las manos, había otra cosa que no entendía porque, claro, no entendía el griego clásico, y eso seguramente explicaría el modo especial de la escritura. Intento expresar con palabras actuales la sensación que tenía en aquella época y que volví a encontrar en una sola cosa; en los conjuros que con sobrecogimiento y admiración sin reserva le veía hacer al mismo hombre al que quise besar en los labios.
Al mundo se entra admirándolo, me decía a mí misma. Imaginé mi obra destruida y encontrada por fragmentos. Veinticinco años de mis dones me dejan perdida de mi muerte. Pero mirando al hombre de los conjuros en los labios había aprendido esa misma mañana, que si uno tiene la belleza delante y no la ve comienza a empobrecer, entonces el tiempo sin acaecimientos me empezó a resultar más franco; así sin arabescos, me parecía el misterioso refugio que andaba buscándole a mi miedo.
Porque la palabra vacío me asustaba todavía, no era capaz de darle fe a esa sugestión de vastedad que tenía el vacío, donde antes había arrojado la voluntad.
“La vieja verdad --decía Goethe—aférrate a ella”; y yo la buscaba en los sueños, porque en el día no la hallaba. Sabía que habían existido y existirían siempre hombres excelentes a quienes dirigirles una buena palabra, decirla y dejarla escrita sobre el papel. Esa era la comunión con los santos que entonces profesaba.
Era importante la escritura; con los labios no es suficiente la palabra, siempre hay alguien que oye algo completamente distinto a lo que dices, aunque tal vez eso también sirva. Ambas cosas las pensaba antes. Después supe que las grandes verdades que uno busca se escriben en el cielo, con letras de oro, que es como se escribe en el cielo. Ese misterio lo había aprendido y era mi tesoro.
Elige un norte para tu afán, me había dicho una vez el hombre en manto blanco. A los muertos les decía amigos ocultos a sus amigos por las nuevas colinas, y los llamaba por su nombre y los levantaba de abajo de aquellos sellos ya borrados donde yacían tendidos. Todo eso se me confundía con Goethe y con Fichte y con Schleiermacher. Pero buscaba seres que se parecieran a mí en ese sentido. La profesión más deseada, mi única ambición era anticiparme, era encontrar el ideal de la comunidad con las personas animadas de los mismos sentimientos. Buscaba espíritus en los que la oscuridad era vencida por la luz y la claridad serena se había impuesto sobre la confusión. La divinidad que ansiaba alcanzar es la que actúa en lo vivo no en lo muerto, en lo que transforma y deviene, no en lo que ya ha sido y ahora es una piedra.
Porque al mundo lo encontraba viejo, y marcada por mi tiempo como estaba, la tradición y lo antiguo no los consideraba clásico por viejo sino por su vigor. La fe tenía que ser una revelación eterna.
Ahora, febrero sepulta mi paisaje, pero todo respira nuevamente, el mantel volverá a ser blanco. La constancia es más fuerte que el destino. Me dio seguridad aquel tablero, y un signo resumió lo que seguía: la tierra se pudrió pero no se murió, dijo con voz nerviosa el adivino.
En una sala de hospital empezó la historia. Puede ser cáncer, y yo dije, es cáncer, porque las palabras eternas, duras, únicas, cuando se pronuncian ya van siendo, también lo había aprendido con Goethe, quien al contemplar unas caracolas en una playa de Sicilia exclamó: “so wahr, so seiend”, “tan verdadero, tan siendo”. Así son las palabras como cáncer, si la dices ya es. El médico mexicano, en ese pueblo del volcán a donde había ido a vivir con el poeta, para escribir libros por encargo, me dió la noticia. Me viró boca abajo en una camilla, “baje las manos y levante los gluteos”, y al poeta, le dijo, “usted me tendrá que ayudar”, y mirando aquellas nalgas, que en alguno de sus poemas, ya clásicos, él había calificado, como cola de pez, y unas manos que eran alas y unas piernas y un cuello como cisne lento en el estanque y la cintura de mujer pero más fina y pronunciada y unos dientes de conchas y los labios abriéndose en un rictus amargo, como el que prueba sal, los ojos, grandes de pez y pájaro, se abrían como el mundo en su día inicial, pero ya aquellos versos no podían seguir resonando, porque aquello que pasó en la camilla, no era una lluvia lenta, cayendo dulcemente desde el cielo del alma, como una melodía, aquello era el acto de dolor más grande que habríamos de experimentar los dos juntos, un corte con tijera del tumor, y “abra el frasco”, que el poeta aguantaba temblando entre sus manos. “Lleven al laboratorio esa muestra para una biopsia”. El pomo con el pedazo mío estuvo algunos meses por ahí guardado y un día lo boté, de todos modos la palabra ya estaba pronunciada.
Las palabras son mis amuletos, creía en el pensamiento, en la cabeza, en los ritos que las religiones le hacían a la cabeza. El bautizo, agua en la cabeza sobre la pira, y ya está la criatura bendecida. Y los yorubas, sangre caliente de animal en la cabeza, sin pira, sobre el santo, que es una piedra, no es cualquier piedra, sino la que se convirtió ya en santo, y el animal sin cabeza ahí presente, sufriendo, pataleando sin cabeza un buen rato, eso se llama rogarse la cabeza.
Yo entonces explicaba el asunto africano como mímesis, y decía que la única y verdadera rogación de la cabeza era la que le hacía la madre al hijo al nacer, porque cuando iba a salir le dejaba caer unas goticas de sangre de su sexo, ahí, en la cabecita, y por eso los niños nacen con la cabecita embarrada, es decir, rogada; lo demás es una repetición muy cruel, porque hay que ver el dolor que siente un animal sin cabeza, para aquellos que creen que el dolor es solamente racional.
Entonces me volqué a buscar sanaciones, diversas, todas, de donde vinieran, pero si eran con palabras mejor, si eran con la cabeza mejor, y en ese pueblo del volcán junto al poeta, empecé a recordar las palabras más viejas de mi vida: rosario, lechón, fermin, cabañas, pide perdón, se dice gracias, gaseosa, dios, plátano macho, vaca, historia, novio, nube, piedad, buñuelo, prohibido, tristeza, hija mía, negro y blanco, francisco, abedul, ceniza, libélula, camino real, purita izquierdo, la primera maestra, escoba, espada, menta, leyenda, cuchillo, lengua, carne, golondrina, desierto, desnudez, abanico, columpio, piano, tamargo, leche, leche, leche, y algunas se quedaban goteando; busqué palabras en la tierra, en la mesa, en la escuela, en la cama, en la noche, en el mar, en el potrero, en el amor, en la poesía, y estas últimas eran las más viejas. Sabía que podía sanarme con palabras, y por eso no estaba triste con el pomito que guardaba la sentencia. Era valiente, porque todavía era feliz.