Wednesday, September 17, 2025

Los primeras lecturas de Enrique José Varona en su raigal Puerto Príncipe. (por Carlos A. Peón-Casas)



Interesante resulta para este escribidor el tema que sugiere el crítico cubano Medardo Vitier, estudioso de la vida y obra del conocido hombre de luces: nuestro coterráneo Enrique José Varona y de la Pera.

Dice Medardo en un abundoso estudio sobre el intelectual camagüeyano: La Lección de Varona, que gracias a la magia de los recursos digitales, tenemos a nuestra vista, que la ciudad Principeña, tuvo muchísimo que ver con su primera y fúndante formación como hombre de letras.
En Camagiiey, la vieja Santa María de Puerto Príncipe, ciudad interior, muy atrasada, con escasas comunicaciones a mediados del siglo XIX, nació Varona en 1849. Atraso en cuanto a notas de vida urbana moderna. Por lo demás, perduraban allí buenas esencias hispánicas, en la hidalga condición de los moradores, en las costumbres, en el uso del idioma. Además, había bibliotecas privadas de considerable número de obras escogidas. Varona leyó allí los clásicos españoles siendo un adolescente, y de muy joven, libros europeos fundamentales. Hasta bien pasados sus veinte años reside en su ciudad natal... De modo que no exageraríamos al afirmar que cuando se trasladó a la capital se había formado ya, en líneas muy sustantivas de su hechura.
La abundancia de aquellas raigales bibliotecas, principiando por la de su padre, y la de tantos patricios y hombres de incesante afán por el conocimiento, en los años formativos de su infancia y primera juventud, dan una pista muy sugeridora de la que nos sigue referenciando Medardo Vitier:
Volviendo a lo de las bibliotecas, se sabe que algunas familias las poseían; pero es punto de historia local (interna, no de peripecias ruidosas), y está por esclarecer y fijar la medida en que contribuyó a aquel nivel de cultura la inmigración dominicana. En Santiago, en Camagiiey, en Matanzas se avecindaron no pocos dominicanos distinguidos en la primera mitad del siglo, a causa de turbulencias políticas bien conocidas. Lo testifican todavía descendientes de los Lavastida, Pichardo, Campuzano, Heredia...

El autor citado, nos sigue proponiendo cuales pudieron haber sido aquellas sugerentes lecturas, contenidas en tantos volúmenes de sapiencia y cultura, que aquel jovencito llamado a disfrutar de los gozos del conocimiento más perdurable, pudo leer en el tranquilo silencio del scriptorium de la casa paterna de la antigua calle Contaduría:
De los clásicos espafioles no hay duda. No he podido saber que libros fuertes leyó Varona en Camagiiey, fuera de disciplinas literarias. Todo parece indicar que encontró alñí algunos y encargó otros a La Habana o al extranjero. No es mera curiosidad, ya que el dato iluminaría un momento de los más fecundos en la vida intelectual cubana…

Medardo Vitier apunta con igual signo a la incontrastable evidencia de conocimientos, que aquel joven pupilo bebió de fuentes tan prístinas como la de esa memoria y tradición vivas en la ciudad, trasunto de otros tiempos y otros nombres de hombres y mujeres, llamados ya en aquel minuto a las mayores consideraciones y a una obra de largueza y consagración:
Era Camagiiey, señora en la llanura, y de economía pecuaria y forestal, ciudad de tradiciones, en sus ferias, en el aliento católico de sus numerosos templos, en leyendas de la fundación española. Más las otras, esto es, las tradiciones específicamente cubanas, existían hacia 1850. De modo que de niño, por 1860, pudo el futuro pensador y patricio escuchar en las veladas del hogar el relato de heroicos episodios y enterarse de la acción civilizadora de El Lugareño, otro gran prócer camagüeyano, a la vez que aprendía de memoria los versos de la Avellaneda. Ella también, cuando a sus veintidos afios deja la arcaica ciudad, estaba sustancialmente formada, al menos en lecturas españolas y en el sesgo lírico de sus cantos.
Del joven Varona, que a los veinte años de edad deja el paterno lar, para hacerse y curtirse como voz de potente resonancias en la cultura de su época, nos deja Vitier una semblanza muy peculiar que ahora comparto al lector como atinado cierre para esta semblanza de hoy:
Camagiiey, deciamos... Pues bien, al viajero que visite por primera vez la ciudad, lo impresionan las vetustas torres de iglesias seculares. Cada templo guarda sus tradiciones. Hay calles tortuosas, plazas abandonadas, casonas coloniales, rincones silenciosos. Antaño la hombría de los coetáneos de Varona era proverbial y se ejemplifican, de una vez, en figuras como la de Ignacio Agramonte. La devoción católica era signo camagüeyano. Sin embargo, ni por el camino de la acción brava ni por el de la religiosidad se orientó nuestro hombre. Ni combatiente ni creyente. De su Camagiiey natal parece haber asimilado -eso si- la consistencia, esa voluntad de ser (más que de vivir), que hasta hoy comunica fisonomía a esa región de Cuba.

Sabemos poco de la operación que efectuan en nosotros las fuerzas del medio: las cósmicas y las sociales… El caso de Varona no es único. La reciedumbre de la región caló en otros compatriotas suyos preocupados por otra forma de servicio. Veremos como ni los vaivenes de la política ni el ambiente mundano de la capital, ni los reveses personales quiebran la hermosa solidez moral de don Enrique José. Ni combatió con las armas -aunque fue revolucionario- ni creyó en realidades extraterrenas. Modelo, custodio en sí, la imagen de lo humano que le fueron dibujando su ancestro hispánico, su medio natal, sus vastos estudios, los tipos de sociedad (cubana y universal) de su tiempo, y su individualidad peculiar. No se si habíia que buscar algo fuera de esos cinco factores. Cuando desapareció el viejo, fluía no ya de su espíritu sino de su misma figura toda blanca, la lección de serenidad más bella que ha recibido una generación cubana.




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Casa natal de Enrique José Varona,
 antes de las reformas que se le hicieron 
en la primera mitad del siglo XX. Foto año 1905.
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Foto actual.
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