Agradezco a Roberto Méndez Martínez que comparta, con los lectores de Gaspar, El Lugareño, este fragmento de su más reciente novela.
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Puerto Príncipe, 8 de agosto de 1851.
Martina querida:
La casa se ha quedado en silencio a mediodía. Papá se ha levantado de la mesa para irse directamente a la Comandancia. Va todos los días a procurar que le permitan entrevistarse otra vez con Adolfo. Habitualmente lo dejan pasar y sentarse en un banco del vestíbulo. Los centinelas y los escribientes se han acostumbrado a verlo allí, lo saludan y le preguntan por la familia, pero ni el Mariscal ni los altos oficiales bajo su mando se preocupan por él. Pasan por su lado como si fuera invisible y si él intenta dirigirse a ellos apresuran el paso y le dicen que espere, que tal vez mañana, cuando concluya el Consejo de Guerra, pero este no concluye…
Yo he venido al patio, al rincón tras el pozo y me he sentado a escribir aquí escondida, sin temor a que el musgo manche mi bata de hilo o las hormigas trepen por mis piernas. No quiero pensar en Adolfito encerrado en el cuartel e interrogado por hombres que buscarán confundirlo con sus preguntas, para que sus respuestas parezcan bien culpables y condenarlo a muerte o encerrarlo por muchos años. Tampoco quiero que otros sepan cuánto me ha afectado la muerte de mi Antonio. Por eso, Martina querida, en vez de escribir de esas cosas, que son las más importantes para mi corazón, prefiero jugar al juego de conocernos. Es como si estuviera frente al espejo, pero la que veo allí no es totalmente yo, o yo no soy exactamente ella, porque cada una vive en su lado y no sabe todo sobre la otra. Por eso voy a contarte mi vida, o las pocas cosas que valen la pena en ella. Así pasa el tiempo y llegan noticias y no enloquezco.
Comienzo por lo más lejano. Mi padre, Simón de Pierra y Ruiz del Canto, natural de La Florida y de profesión militar vino al Príncipe con su regimiento hace un poco más de veinte años y acá conoció a Francisca de Agüero y Arteaga, mi futura madre. La cortejó por breve tiempo y aunque él careciera de bienes de fortuna y su pretendida tuviera una posición más desahogada, le fue concedida su mano y se casaron en el templo consagrado a Nuestra Señora de la Caridad, al cual estaban vinculados los Agüero desde tiempos remotos como benefactores, una fresca mañana de enero de 1829. Desde entonces se establecieron en esta calle del Cristo 9, donde nació su primer hijo, Adolfo, el 11 de octubre de 1829 y yo fui la segunda, pues vi la luz el 3 de febrero de 1833, al día siguiente de la fiesta patronal de La Candelaria, cosa que a casi nadie pareció significativa, salvo a la esclava Narda, mi criandera, que lo recordaba siempre que yo hacía una de mis trastadas. “Esta niña es candela. Como que nació con la señora del fuego sobre su cabeza”. Narda, la pobre, que me alimentó de su pecho porque mamá, siempre enferma, no podía hacerlo y después siguió conmigo, me hizo fuerte con platos que encargaba a la cocinera solo para mí, especialmente carne de res guisada por horas con quimbombó y plátanos maduros, que me daba por cucharaditas mientras me contaba cuentos de los tatas, los negros viejos, como aquél del joven ingenioso que pudo derrotar a la serpiente gigante, no con fuerza sino con astucia, o el otro del dios guerrero que tenía encerrado en su hacha el poder del rayo, pero cuando lo persiguió su rival, otro dios celoso, se escondió entre las mujeres, disfrazado como una más. Ella jugaba conmigo a las escondidas, me peinaba con paciencia infinita, procuraba disimular mis estropicios o intercedía para que el castigo por ellos fuera más leve. Ella sabía cuándo había luna llena, a qué hora cortar cada flor del patio para que durara más y conocía cientos de tisanas y remedios para los males del cuerpo y del alma. Cuando crecí me repetía: “Niña, no te dejes tocar por hombre, porque esa puede ser tu desgracia” y yo no la entendía.
Con las monjas – las Madres Ursulinas- estuve varios años. Entonces me parecían frías y harto severas, hoy creo que si no hubieran sido así no podrían haber educado a tanta muchacha caprichosa, desde las niñas de ciudad llenas de melindres y siempre listas para una alferecía si las contrariaban, hasta las pupilas traídas del campo, con sus ojos desconfiados y a las que casi había que enlazar como terneras para que se disciplinaran. No eran de almíbar las madrecitas pero habían aprendido a ser tenaces, a disimular sus afectos y aversiones y a mantener siempre los ojos secos. Nunca vi una monja llorona. Hay quienes aseguran que recibieron allí tirones de orejas y hasta bofetadas, pero eso nunca lo vi, aunque sí puedo dar fe de que no dejaban pasar ciertas rebeldías: ojos torcidos, muecas, réplicas a destiempo, podían ponerte en un rincón mirando a la pared, el tiempo de rezar cien Avemarías, o traer escritas mil líneas para el día siguiente, lo más extremo era cuando se te aproximaban, con aquel rostro inexpresivo y, sin que se les despeinara un cabello o se les arrugara la toca, te daban un pellizco en el antebrazo, pequeño, furtivo, pero inolvidable. Era peor que el picotazo de un gallo. Supongo que las entrenaban para eso y un pellizco de monja era lo suficientemente persuasivo como para no descuidar los deberes.
Con ellas aprendí esa caligrafía inglesa y la otra, la común redonda, que me salvaron la vida hace pocos días, un poco de aritmética – no saberse de corrido las tablas provocó hartos pellizcos-, algo de dibujo, costura y bordado, sin olvidar las lecciones de Lengua castellana, con sus lecturas ejemplares y las interminables preguntas y respuestas del Catecismo. Lo otro eran las buenas maneras: caminar derecha y con la cabeza alta, y sin embargo, responder a las preguntas de las madres con la mirada baja, sentarse con modestia, con el torso erguido, sin abrir las piernas y con las manos juntas en el regazo. Para todo había maneras establecidas, hasta para matar mosquitos, porque ellas aseguraban que una joven educada no podía eliminar los insectos a manotazos como un carretero, sino que debía esperarse que se posara alguno sobre nosotros y aplastarlo con solo un dedo. Mi padre se reía a carcajadas cuando se enteró de aquello, decía que era imposible capturar a esos bichos de tal forma, pero si uno ponía empeño lo lograba y hasta podía ganar competencias secretas en el aula por el número de bichos ultimados en silencio.
La gente nacía, tenía hijos, se enfermaba y moría, siempre guiada por el calendario de fiestas religiosas. El 6 de enero, Día de Reyes nos íbamos en romería al leprosorio de San Lázaro y el 2 de febrero había misa y procesión al amanecer para celebrar la festividad de la patrona de la Villa. Los vecinos podían asistir o no a estas, pero no olvidarían podar las plantas de su patio para que crecieran más frondosas y cortarse las puntas del cabello las mujeres, por razones semejantes. El 19 de marzo no solo era el santo de los numerosísimos Josés de la familia y la ciudad, sino que la tradición mandaba que se quemara la hierba de los campos, para que brotara otra nueva con las primeras lluvias de primavera. La Semana Santa se celebraba con toda solemnidad y desfilaban entre los templos de La Merced. La Mayor y La Soledad, las procesiones del Santo Sepulcro, la de la Soledad y la del Encuentro el día Pascua. En junio, entre los días de San Juan y San Pedro, cuando ya se había vendido el ganado, había carreras de jinetes, fiestas bajo las enramadas que se colocaban en cada barrio, disfraces y bromas no siempre felices. A fines de agosto comenzaba el novenario de la Virgen de la Caridad y con él, la célebre feria que desplazaba a muchísimas personas a la barriada cercana al templo donde había juegos de azar, rifas y bailes. El 2 de noviembre, Día de fieles difuntos, estaba dedicado a recordar a los muertos, para ello se limpiaban y engalanaban los panteones en el cementerio y las familias pasaban casi todo el día junto a los despojos de aquellos que los habían precedido en el camino a la eternidad. Cuando se marchaban dejaban farolillos encendidos que daban un aire misterioso y extraño al camposanto. El 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción la celebración principal era en La Soledad y después de la procesión de las muchachas solteras en la tarde, se celebraba en cada hogar la Nochebuena Chiquita, que era como un anticipo de la cena mayor del 24 de diciembre, antes de la Misa de Gallo y los villancicos con panderos y matracas… A todo esto habría que sumar otras devociones aquí muy arraigadas como las de San Francisco, Nuestra Señora de los Dolores, Nuestra Señora de la Merced, Santa Ana y San Ramón Nonato, patrono de los niños, las embarazadas y las personas calumniadas. A él habría que rezar mucho por estos días, cuando tanto oprobio cae sobre tío Joaquín y todos los que hemos querido el bien para esta tierra.
La vida acá ha sido y es bastante rústica y aunque hay gente próspera, no hay la costumbre de llamar la atención sobre sus riquezas. Las casas de los vecinos principales son amplias, pero la mayoría de sus fachadas son semejantes, pocas resaltan del conjunto y casi ninguna puede ser llamada con justicia palacio, como cuentan algunos jóvenes que han sido enviados a estudiar a La Habana que allá abundan, ni teatro que merezca el nombre de tal y solo en años recientes se han fundado algunas sociedades de recreo en las mismas casas que habitualmente tienen corta vida.
Tengo algunos recuerdos muy lejanos, el más antiguo ocurre en la villa de Trinidad, donde vivimos entre 1835 y 1837, porque el regimiento de papá había sido destacado allá. Nada recuerdo del paisaje, ni siquiera de la casa donde vivíamos, apenas tengo una imagen dolorosa, aunque mamá asegura que no puedo recordar eso porque era demasiado pequeña. Estoy en el zaguán con Narda y ella me dice que viene papá, yo logro zafarme de su mano y corro a abrazarlo, paso el umbral, pero la calle está empedrada con cantos desiguales y disparejos y antes de llegar a donde él estaba, tropecé, caí y me lastimé la rodilla. Mi nana voló a socorrerme, pero él me alzó del suelo y me entró en brazos en la casa, mientras procuraba consolarme. En realidad ninguno de los adultos recuerda tal cosa, quizá porque para ellos no tuvo demasiada importancia, pero yo puedo asegurar que puedo describirlo al detalle como si hubiera sucedido ayer.
El segundo recuerdo es posterior. Un 6 de enero nos fuimos, como era costumbre, a la romería de San Lázaro. Ese día nos levantábamos antes de amanecer e íbamos en coche por la calle Santa Ana, hasta pasar el puente sobre el río Tínima y allí estaba el leprosorio. Mi familia llegaba muy temprano, a diferencia de otras, porque mamá era insistía en entregar temprano la cesta con provisiones para los asilados, que dejábamos en el atrio de la capilla y entrábamos a escuchar la misa. Quizá esto ocurrió hacia 1840, porque yo estaría a punto de cumplir siete años. Como el templo estaba de bote en bote, mamá y papá nos acomodaron a Adolfo y a mí en un sitio y ellos en otro cercano. Nana no estaba en esta ocasión. Hacía calor, aunque fuera invierno, por la multitud abarrotada y la ceremonia resultaba larga y aburrida, de modo que, pasados unos minutos, me escurrí sin que Adolfo se diera cuenta, salí de la capilla y comencé a vagar. Yo había oído en casa que ese hospital había sido edificado por un fraile de San Francisco que era un santo, tanto que ni siquiera tocaba con sus manos el dinero de las limosnas y dormía por las noches sobre unas tablas y teniendo como almohada un simple ladrillo. Ese ejemplar varón había fallecido al año siguiente de mi nacimiento, pero se conservaba su celda, visitada con devoción por los peregrinos y yo quería ver con mis propios ojos aquel rústico lecho. En vez de preguntar, crucé el amplio patio y llegué a una galería que caminé casi hasta su extremo, busqué a alguien que me inspirara confianza para preguntarle, pero vine casi a tropezar con un hombre y una mujer vestidos con ropas muy rústicas, su piel me parece que era de un blanco rojizo pero moteada de manchas y dos detalles me impresionaron vivamente: el hombre, en vez de nariz, tenía apenas un par de agujeros, mientras que a la mujer le faltaba toda una oreja y casi la mitad de otra. Sentí pánico y ni siquiera atiné a regresar sobre mis pasos, sencillamente comencé a gritar. Entonces apareció junto a mí una vieja enlutada y con mantilla, de esas que siempre han poblado las sacristías del Príncipe. Tiempo después supe que era una de las solteronas Betancourt de la calle San Pablo, que era benefactora del asilo. Ella me tomó del brazo y me dijo con sequedad algo así como: “Niña, no puedes estar aquí. ¿Quiénes son tus padres y dónde están”. Respondí ambas cosas entre sollozos y ella me acompañó hasta el atrio. La misa había concluido y mis padres indagaban con sus conocidos si me habían visto pasar. Cuando mamá me divisó, atinó a frenar uno de esos ataques de nervios que le daban con frecuencia, dio las gracias a la anciana y tuvo que escuchar con paciencia las quejas de esta, porque aquel no era sitio para dejar a los niños sueltos y que romería no quería decir desorden… Adolfito se reía, a pesar de que lo habían regañado por no saber vigilarme y me pedía que fuera a mostrarle al hombre sin nariz. Mamá cambió su registro dramático por otro malhumorado. “Simón, a esta niña hay que ponerla en un cepo para que aprenda a comportarse”. Y papá, como era frecuente, me miraba y no decía nada, para tratar de abreviar aquella escena, que ya era pasto de los mirones.
Mi vida era por entonces la de cualquier muchacha: ir al colegio, hacer deberes en la casa y una que otra diablura como desatar una chiva lechera de su pesebre y encerrarla en el cuarto de mis padres, donde estos la hallaron a la hora de la siesta, cuando ya había dado cuenta de parte de una sobrecama de encajes que formaba parte de la dote matrimonial y del ruedo de un vestido de domingo. Esa vez ni la Narda pudo librarme de los azotes y del largo período de reclusión en mi cuarto.
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Roberto Méndez Martínez (Camagüey, 1958). Poeta, novelista y ensayista. Tiene publicado medio centenar de volúmenes, que incluyen libros de poesía, novelas, ensayos literarios e históricos, así como textos críticos sobre arte y literatura. Ha dado a la luz las novelas: Variaciones de Jeremías Sullivan (Letras Cubanas, 1999), Callejón del infierno (Letras Cubanas, 2010), Ritual del necio (Premio Alejo Carpentier 2011, Letras Cubanas, 2011), Música nocturna para un hereje (Premio Ítalo Calvino 2014, Ediciones Unión, 2015), El fuego de Ruán llueve sobre La Habana (Editorial Letras Cubanas, 2016), Y después de este destierro (Ediciones Universal, 2023) y Martina querida (Ediciones Sequoia, 2025). Actualmente reside en Extremadura, España.