Showing posts with label Novela El Trago de los Tigres. Show all posts
Showing posts with label Novela El Trago de los Tigres. Show all posts

Tuesday, November 30, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 4. Capítulo 5:
El trago de los tigres


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Hacíamos la tertulia para sobrellevar la pena de habernos quitado el corazón, y cubríamos con ella el vacío de las noches. Uno llevaba un poco de vino, o de ron para mezclar con hielo y jugo de limón. Rosa María traía una rosa, como la rosa de su nombre, y la ponía a presidir la velada. 

Pero nos pusieron un agente para que nos atendiera de cerca, y lo primero que hizo fue ver al Director de Cultura para que le explicara lo que nosotros escribamos, y el hombre no hallaba qué hacer, cómo averiguar lo que uno componía en la soledad de la vigilia, a altas horas de la madrugada, con un mocho de lápiz en unas hojas de segunda, y presentó su renuncia por enfermedad, y la tertulia siguió creciendo. 

Y designaron otro Director de Cultura y la tertulia siguió creciendo.

Y otro agente: qué era aquello de una felicidad falsa y mentirosa, por qué se decía: ese yo que guarde las verdades a la sombra, le explicáramos bien eso de un hombre caracol, y eso otro de el humo de los creadores sosteniendo mi cielo; y esa historia de las bolsas blancas y de las bolsas negras ¿tenía algo que ver con el contrabando?, ¿qué queríamos decir?, habláramos claro porque allí no podía haber confusión; y quién nos dijo a nosotros que éramos poetas o escritores, le enseñáramos el carné; si no teníamos ningún papel que nos acreditara, podíamos ser encarcelados por fraude; lo sentía mucho, pero lo mejor que hacíamos era dedicarnos a algo útil, miráramos bien que todos teníamos familias porque la próxima vez no sería igual. 

Y nos acordamos de la canción Pueblo Blanco: coge tu mula, tu hembra y tu arreo / sigue el camino del pueblo hebreo: Lunamía, nos asfixiamos, nos morimos, nos reventamos, nos vamos.

—¿A dónde?

Estabas muy asustada.

—No sabemos. 

No había muchas opciones.

Y nos miraste, y supiste que era cierto, y una lágrima rodó por la luna que era tu mejilla.

Para entonces habíamos empezado a ser respectivamente. Maribel y Santiago, respectivamente, María y Ale, Zenaida y Rony, Sol Alicia y Marcelito, respectivamente. Nos íbamos a casar, respectivamente; y respectivamente tendríamos hijos que se llamarían José y Julián y Celia y Fernanda, respectivamente, pero de pronto y respectivamente, fue como si todo hubiera estallado a nuestro alrededor, y empezara a fragmentarse. 

Habíamos llegado a la plenitud y bebimos con serenidad el trago reservado a los Tigres: 

Algunos nos quedamos con las escuelas, las fábricas, las casas, con el cielo, el mar, y el olor de los cañaverales, con la pobreza eterna de la gente, con la Ley de la Peligrosidad, y con el derecho de aplaudir, de aprobar, de estar de acuerdo…

Otros nos fuimos al Monstruo a conocerle las entrañas, a vivir de otra manera, a pensar de otra manera, a hablar de otra manera: tú, que dejaste la Tierra responde tú, que tu Lengua olvidaste, responde tú, y el interior del Monstruo no era oscuro como El Monstruo de aquellas postalitas de la infancia, sino que era un mons-truo luminoso como un haz de luz —las Mc Donald’s, los Burger King, las gasolineras— donde la creación brillaba tanto que tampoco allí podían verse las estrellas; y todo estaba hecho, inventado, sellado, empaquetado, excepto las cartas a la familia, que no podían comprarse en los mercados: querido hermano: tenemos comida y bebida y automóvil, ¿okey?, pero hay algo tremendo que nos falta, que está en falta, que no existe en estas tierras, algún remedio que nos saque el frío de adentro de los huesos… 

Al resto nos tocó el sino reservado a los bravíos: pelear y morir por la patria, que es vivir. Nos apuntamos, firmamos y partimos a la desavenencia como si fuéramos a un juego, y agotamos los vados calientes del páramo y la algaba, huyendo de las fieras, Lunamía, de las enfermedades, cuidándonos del oponente, que por el día era de los nuestros y en la sombra negra nos alanceaba por la espalda, engañando aquel presente con el perplejo albur de resurtir, ilesos de la furia de los cíclopes, de los maleficios, las cábalas y otras nigromancias. Y Marcelito gemía en las noches como la cuerda triste del arpa de Príamo, porque añoraba ciertos áridos ne-gros, y el cielo de Ítaca, y el calor de Ítaca y toda la piltrafa de Ítaca; y siempre nos pedía ayuda para componerle oficios a Sol Alicia, que lo esperaba destejiendo las luengas noches de la patria, y cuya estampa llevaba siempre en su pecho, y le hicimos una esquela bonita, del tiempo, la nostalgia, y del turbio destino del infante, y luego otra y otra, montones de cartas que recibían respuestas, que siguieron llegando a nuestras manos después de aquella noche, Marcelito, mucho después que te enterráramos, con más agujeros que un chinchorro, y con la chapilla de aluminio como moneda de alcancía en tu boca, como una hostia pertinaz en el nombre del Padre y del Hijo, para que algún día se supiera que aquel puñado de huesos con el número 1047 habías sido el guerrero Marcelito, del equipo Los Tigres, que llorabas por las noches y extrañabas a tu doncella, y al cielo hermoso de Ítaca; y nosotros no hallábamos qué hacer con las cartas de Sol Alicia que seguían llegando de la ínsula: cuídate mucho, Marce, por Dios, mira que ya estás terminando, todavía no he conseguido el apartamento, pero ya compré un juego de cuarto, y el colchón de muelles que nos hizo un amigo por ochenta pesos. Ahí te mando unas cositas, unos ojos de Santa Lucía, y una Virgen de la Caridad del Cobre para que siempre esté contigo y te proteja, escóndela bien no sea que te busques un problema.

---------------------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link: 

Monday, November 22, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 4. Capítulo 4:
 El triste camino


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)




1

Lunamía y nosotros por encima de las piedras de las calles y de los cascarones de huevos que chirriaban a nuestro paso, dispuestos a renovar los hechos de la semana anterior, a ver cómo estaban las hojas de los álamos y los nidos de los gorriones, y la Terminal de Ómnibus, y la vida. Cruzamos por entre los grupos que lanzaban huevos y más huevos como si el pueblo fuera una tortilla gigantesca cocinándose al sol, gracias al heroísmo de nuestras gallinas ponedoras, cuando en-contramos a Juan Ramón, que se iba a apuntar como Escoria. El Mariel estaba lleno de barcos, de gente que venía a buscar sus familiares, pero primero tenían que llevarse los delincuentes, los ladrones, los rateros, la escoria, y la Oficina estaba abierta, y lo acompañamos. Y Lunamía tenía mucho miedo: la niña está sola, vamos, pero nosotros la apretamos fuertemente.

—Buenas, capitán, vengo a apuntarme…

Pasara adelante, le dijera sus antecedentes.

—¿Cuáles antecedentes?

¿Cómo que cuáles?, si no tenía Antecedentes Penales no se podía ir.

Antes para irse del país no se podía tener Antecedentes, ahora todo estaba al revés. No te vayas, Juan Ramón, no te vayas, mira que vas a extrañar, que vas a dejar a un hijo, a tu mamá, que está vieja y flaquita, mira que se descompletan Los Tigres.

No le importaba.

—No te vayas, Juan Ramón, fíjate que Santiago no se fue, le avisaron en la cárcel y no se fue, y ahorita seguro que lo sueltan, y hubo un montón más que tampoco se fueron: hasta los presos quieren a su patria.
No le importaba.

—No te vayas, Juan Ramón, por el camino triste de los que se alejan…

No le importaba, se iba, se iba, se iba de todas formas, estaba cansado de la Construcción, de vivir amenazado, estaba harto de comer huevos mañana, tarde, y noche:

—En el año setenta, capitán, tuve un juicio por Escándalo Público:

¿Por qué…?

—Por Escándalo Público, capitán.

Ah, no se preocupara, podía irse a su casa, eso no era Antecedente Penal.

—Espere…, en el 72 me robé una bicicleta.

¿Una bicicleta…?, tampoco, tampoco eso era Antecedente.

—Vea, capitán, también me escapé del Servicio y estuve seis meses en el Batallón Disciplinario.

¿Tenía los papeles?

—Bueno, no, se me perdieron, capitán.

Entonces tampoco era Antecedente, y mirara, si no tenía algo más grave, lo mejor que hacía era irse, se fuera a su casa tranquilo.

—No, no, espere, capitán, por su madre, mire, no quería decirlo, pero, ¿se acuerda del robo del Club…?, ése fui yo, yo soy un especialista, fíjese que nunca me han echado el guante; y robé en el Gallito, y en el Merendero y en Los Paragüitas; y además soy religioso, Testigo de Jehová, Pentecostés y Adventista del Séptimo Día, y del Segundo (yo no trabajo los lunes ni los sábados); y me gusta la melena y los pantalones campana y las canciones de Los Beatles y las de Camilo Sesto y José Feliciano y todos los cantantes que aquí están prohibidos, y…

¿Tenía pruebas de eso que estaba diciendo…?

—No, pero déjeme terminar, una última cosa, capitán, me da un poco de pena, pero soy homosexual, vaya…, maricón por así decirlo, es triste, pero no puedo hacer nada, uno no es maricón porque quiera, qué voy a hacer si no me gustan las mujeres, por bonitas que sean no me gustan, ni siquiera las artistas, capitán, y cuando veo un hombre buenazo, me arrebato, me vuelvo loco, se me quiere salir el corazón, por ejemplo me encanta Robert Redford, y Paul Newman, ¿nunca ha visto a Paul Newman, capitán? Es una maravilla, qué barbaridad de hombre…, pero quiere saber una cosa, el macho que me gusta, capitán, que me desquicia, que me hace temblar como una hoja, es un imposible, capitán, pero ¿sabe quién es…?: Louis de Funes, el de Fantomas se desencadena.

Y el capitán le tomó el nombre y los apellidos, y la dirección del Centro de Trabajo. Y Juan Ramón, en una semana se fue por El Mariel, y le tiraron huevos, y nos abrazó por el Equipo, que esta vez se quedaba descompleto, y aquel Tigre lloró antes de irse y lloró por el camino, y sabíamos que después también iba a llorar, aunque no comiera más huevos mañana, tarde y noche.

2

—Siéntese, recluso…

El teniente nos acercó un papel y un bolígrafo.

—Bien, Doscientosséis, firme aquí que usted desea ir a los Estados Unidos.

—¿Adónde…?

—A los Estados Unidos de Norteamérica.

—No, teniente…

No queríamos irnos a ninguna parte. Mucho menos a Estados Unidos. El que se va de Cuba nunca más puede volver, ni ver a su familia, ni a sus amigos; se queda en un limbo para siempre y envejece lejos de los suyos, lejos de todo, en un paisaje extraño y remoto.

—Mire, Santiago —la voz del teniente era amable—, yo le recomiendo que no desaproveche la ocasión. Esto se da una sola vez en al vida. Allá puede tener un futuro, ganar mucho dinero. Ya Carter dijo que los recibiría a todos con los brazos abiertos.

—De ninguna manera, teniente.

El teniente cambió la expresión de su rostro.

—Doscientosséis, usted está aquí por un delito de Vagancia, y tiene pendiente otra causa por Lesiones Graves. Por lo menos le quedan tres años y medio. Es demasiado tiempo y se puede complicar aún más. Aquí los hay que entraron por seis meses, y ya llevan veinte años tras las rejas; y ¿sabe…?, ahora vamos a establecer el sistema ruso de prisiones: cero Pase, cero visitas, cero jabas de comida… Y suponiendo que un día logre salir de aquí, ya no será como antes. Tendrá que realizar los trabajos peores, los que nadie quiere, y a la primera que haga, vuelve para acá otra vez, ¿qué le parece…? ¿Se va a decidir o no?

—Es que…, a lo mejor nos ponen presos allá, teniente, sin familia ni nada…

El teniente volvió a ponerse amable.
—No, Santiago, ya llegaron los primeros reclusos, y hasta les brindan ayuda y empleo. No sea desconfiado, no se trata de ninguna trampa, ¿no ha leído los periódicos…? El Mariel está lleno de barcos. No se ponga bruto, ésta es su gran oportunidad.

—Tampoco sabemos ni hablar Inglés, teniente, casi que no sabemos Español. La profe de Español siempre nos suspendía.

—Eso es lo de menos, Santiago, el Inglés es muy fácil de aprender —nos acercó un paquete—, podemos resolverle estos libros de Inglés. Son unos cursos muy buenos. Y gratis. Usted sabe que la Educación aquí es gratis, un derecho del pueblo.

—Es que…, teniente, vea, ayer recibimos una carta de la vieja. Hace tres noches que no duerme. Por el pueblo pasaron tres guaguas de presos. Iban gritando que se iban al Norte, y que viviera Carter y eso. La vieja está muy asustada, dice que no nos vayamos, por Dios. Usted sabe cómo son las madres; y nuestra esposa anda como una loca también, y le ha puesto montones de velas a La Virgen, ella tiene mucha fe en la Virgen, teniente.

Afuera de la oficina se sentía el alboroto. El teniente se puso de pie y abrió la persiana. Los presos estaban vestidos de civil, y daban vivas y sonreían.

—Mire, Santiago, mire lo que es la libertad. No pierda este chance. Esto aquí va a quedarse vacío. Acabe de decidirse de una vez.

—No, teniente.

—Está bien, recluso, puede retirarse.

Nos pusimos de pie. Afuera seguía la algazara, cada vez con más intensidad.

—¿Usted está seguro que no nos van a meter preso?

—Segurísimo, muchacho.

—¿Y que podremos vivir en paz allá?

—Por supuesto.

—¿Y que nos van a conseguir hasta un trabajo?

—Claro. Los americanos tienen mucho dinero.

—Está bien, ¿dónde hay que firmar?

Nos sentamos de nuevo.

El teniente nos alargó la hoja, pero rápidamente la retiró.

—Espera, es tu gran oportunidad, pero esta decisión es totalmente volunta-ria, no quiero que vayas a sentirte presionado.

—No, teniente.

—¿Estás seguro…?

—Bueno, sí.

—¿Y el Inglés?

—Puedo aprender si me lo propongo.

—¿Y tu mamá?

—Voy a hacerle una carta, teniente. Luego le mandaré alguna ropa y todo lo que yo pueda. Peor estoy aquí, haciéndola sufrir.

—¿Y qué me dices de tu mujer…?

—Trataré de reclamarla, teniente.

—Las reclamaciones pueden tardar diez años y hasta más.

—No importa, no somos tipos que se mueran por una mujer. Mujeres hay en todas partes. Dicen que hay más mujeres que hombres.

—Así se habla.

El teniente nos alargó la hoja de nuevo.

Había una euforia, un brillo de alegría en sus ojos de sapo, pero era un brillo extraño, que daba miedo, y sentimos una bola de hielo que nos subía por la espalda.

—El nombre ahí y abajo la firma.

Ya íbamos a firmar cuando de pronto la planilla rodó hasta la punta del escritorio y cayó al suelo, planeando como un ala.

—¿Qué pasa?

—No podemos irnos, teniente.

El teniente dio un puñetazo contra el escritorio.

—¡Por fin qué!, ¿usted está jugando o qué diablos le pasa?

—Perdone, teniente, es que tenemos un niño de dos años.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que cuando lo traen a vernos, nos reconoce de lejos y luego no quiere despedirse.

—¿Y qué?

—Bueno, que nos dice papá, teniente, y nos abraza, y nos mira lindo, con los mismos ojos de su madre.

-----------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Tuesday, November 16, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 4. Capitulo 3: El miedo a tener miedo


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)




El cachorro sintió el impacto encima de la oreja, se estremeció, las piernas se le doblaron, cayó a la lona, que olía a quemado, a suelas de zapatillas, a sudor, a algún tipo de analgésico. Los focos que colgaban encima del ring lo encandilaron y miles de voces llegaron al mismo tiempo, miles de formas de un solo sonido vasto y desigual. Escuchó el conteo del referee, que marcaba los segundos, el tiempo mínimo para ponerse de pie, para seguir combatiendo: uno, dos, tres…

Había llegado su hora del ring de boxeo, como un augurio del otro ring más amplio y silencioso. Cuando había cartelera de boxeo todo se suspendía en el pueblo. Ni siquiera en carnavales el público dejaba de asistir. Se ponía a seguir la conga detrás de las comparsas y las carrozas por toda la calle Valle, con las pergas de cerveza en la mano, chorreando la espuma blanca: uno dos y tres, qué paso más chévere, qué paso más chévere, pero cuando llegaban a la esquina del Crispín, la masa humana abandonaba las carrozas y la estrella del carnaval y los luceros, y la luna y el cielo con todos sus astros, y tomaba a la derecha hacia la sala de boxeo Pincho Gutiérrez.

Habían transcurrido varias peleas cuando apareció la voz de Suárez. Suárez es un viejo gordo, que usa una gorra con un broche en la visera, y una voz potente que escuchábamos antes de llegar al terreno de pelota anunciando a los jugadores: Alfredo Acosta: Segunda Base.

Suárez anunció al cachorro en la esquina roja, con un short rojo que había comprado para la ocasión, y a su oponente el tigre en la azul. Una mitad aplaudió al tigre y la otra al cachorro. El referee fue a cada esquina y revisó los guantes, abrieran los brazos, las axilas, todo bien, y sonó la campana, y los rivales caminaron hasta el centro del ring, chocaron los guantes, e inmediatamente vino el golpe y el cachorro cayó contra la lona.

Cinco, seis, siete… El cachorro se incorporó, las luces giraban a su alrededor, la bulla de la gente parecía un alarido salvaje, Virgencita. Caminó unos pasos, buscando a su rival, se pegaron uno a otro, golpe por golpe, arriba, abajo, en la cara, en el abdomen, en la mandíbula, en la frente, en las piernas, en las sogas, entre las sogas, en los gritos. Y sonó la campana y fueron cada uno a su esquina, el cachorro se sentó en el banquito, su entrenador subió haciendo girar una toalla como un ventilador, como el aspa de un molino, le hacía falta aire, estaba ahogado, sin fuerzas, abriera la boca, y le pasó una esponja húmeda por la lengua, le apretó el estómago, respirara profundo, por la nariz, botara por la boca, así, eso era, cogiera aire, talán, la campana, arriba, guapeara y no recogiera cabos. Y otra vez frente a frente, otro golpe y el cachorro vuelve a besar la lona, beso triste y amargo el beso de la lona, y los gritos, y las luces girando, uno, dos, tres…, qué paso más chévere, guapeara cojones, gritaba Juanco, que todavía no había muerto, y el cachorro se apoya en las rodillas, se pone de pie, se limpia los guantes en el short, se acerca a la masa borrosa que es el tigre, golpe por golpe, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, cuidado con el gancho, con el jab, no metiera la cabeza, no agarrara, no se le pegara tanto, sonó la campana, y volvió al banquito y volvió a aparecer el entrenador, la toalla, la esponja y la lengua, y el cachorro lo que tenía era hambre, un hambre como de cien años, porque estaba sin fuerzas ni energías, le hacía falta un pan con bistec; pero se fijara bien, atendiera a su entrenador; o si no un pan con tomate; se cuidara del swing de derecha, le estaba haciendo daño, no se metiera en el cuerpo a cuerpo, sino en la riposta, entrando y saliendo de la zona de impactos; una pizza de jamón, chorreando el queso; se agachara un poquito, apretara bien los puños y metiera el upper cut al hígado, a los planos bajos; o un par de croquetas metidas en un pan; y luego la derecha recta al mentón, y saliera con la izquierda en forma de jab, y después que le hicieran el conteo de protección, le conectaba la derecha recta, una, dos veces a la mandíbula, y otra vez la izquierda y lo liquidaba de una vez, ésa era su táctica, su estilo; o aunque fuera un refresco de limón, o un poco de agua con azúcar; su estrategia, ¿entendía…?; talán, la campana de nuevo, izquierda derecha upper cut, izquierda derecha upper cut, arriba, abajo, izquierda derecha upper cut, y el tigre cae por vez primera, uno, dos, tres, la gente gritando sorprendida, el tigre se incorpora, dispuesto a terminar de una vez, pero el cachorro se agacha y conecta y vuelve a conectar, y por algún lugar siente la voz de los otros cachorros, y alza los guantes, que ya no pesaban como bolsas de arena, porque era como si los cachorros estuvieran allí en su puño derecho, y en su puño izquierdo, y en sus pulmones, en su corazón: arriba, guapea, arriba guapea, y el cachorro arriba, abajo, y el tigre otra vez besando la lona, y el conteo de protección, y la algarabía, pero se incorpora, sacude los guantes y no da tregua, y la gente gritando y ellos en el centro del cuadrilátero, tú por tú, izquierda contra izquierda, derecha contra derecha, pecho con pecho, arriba, abajo, las piernas girando a un lado y a otro, con los movimientos, con los impactos, doblándose y estirándose, y el asalto no se acababa, el tipo de la campana estaba allí mirando embobecido, y se olvidó del tiempo y del espacio: arriba, abajo, derecha, izquierda, y el público empezó a preocuparse, estaba bueno ya, bastaba ya, y alzaban las manos los que tenían relojes de pulsera, la campana, la campana, borracho, tocara la campana, se iban a matar, hasta que el hombre reaccionó y tocó la campana bien alto para que todos la oyeran, talán, excepto el cachorro y el tigre que seguían allí pegados, izquierda y derecha, arriba y abajo, sordos a todo y al mundo, y tuvo que intervenir el referee y separarlos, y el cachorro se fue para la esquina azul y el tigre para la roja, hasta que se dieron cuenta y rectificaron. Y los jueces se demoraban con la decisión, y sumaban y restaban y sacaban raíz cuadrada, y el público ya había empezado a silbar, impaciente, y los rivales fueron llamados hacia el centro, ya sin guantes, con las vendas blancas colgando de las manos. Y Suárez por el alto parlante: El vencedor…, el vencedor… Amables aficionados…, pero no había ni vencedor ni vencido, la pelea era declarada tablas de acuerdo con la puntuación, y el público ya estaba gritando, suelten la botella, tanto golpe por gusto, qué se creían esos jueces, borrachos, descarados, sinvergüenzas, y un aficionado se subió al ring y levantó la mano del tigre en señal de triunfo, y la mitad del público empezó a aplaudir y la otra mitad a silbar, hasta que subió uno de los que silbaba y le alzó la mano al cachorro, y los que silbaban rompieron a aplaudir y los que aplaudían a silbar, y los dos aficionados se miraron con furia desde cada una de las esquinas, y se acercaron al centro del ring, y se fueron arriba, izquierda, derecha, izquierda, derecha, y comenzó a subir gente que silbaba y gente que aplaudía, y el mundo entero era el ring de boxeo que no estaba hecho para soportar al mundo y se hundió por el centro como una novela que se cierra, con los personajes allá adentro dándose golpes, y llegó la policía: tres disparos al aire, suábana, suábana, suábana, y con el primer disparo los personajes se quedaron inmóviles como muñecos de cera, y con el segundo, se abotonaron las camisas y fueron saliendo de la novela, y con el tercero la novela se abrió en la página del ring que era al principio, cuando no había empezado la cartelera, y los boxeadores tuvieron que echar de nuevo las peleas, y volvieron a subir el cachorro y el tigre, y repitieron el combate, arriba, abajo, izquierda, derecha, y cuando Suárez dijo que era tablas, ni vencedor ni vencido, nadie se subió al ring a fajarse porque allí estaba la policía dispuesta a tirar tiros al aire, y el ring no se hundió más, ni se dobló como una novela, y el cachorro y el tigre pudieron llegar por fin hasta los camerinos donde estaban los demás cachorros, y las pizzas calientes y el refresco, como una bendición, pero el cachorro fue a masticar y sintió un dolor muy fuerte allí donde se unen las mandíbulas, y cerró la boca despacito, sin decir nada, y le regaló la pizza a los demás, no tenía hambre, solamente quería el refresco, y el tigre abrazó al cachorro, y el cachorro al tigre: ganaste, dijeron al mismo tiempo, y se levantaron las manos, ganaron los dos, dijeron los cachorros, vivan los cachorros; cuáles cachorros, dijo el tigre, allí no había cachorros, solamente tigres, y los cachorros se miraron, era verdad, solamente había tigres, y nunca más iban a pelear, los tigres no podían pelear contra los tigres. Y cuando salieron los esperaba una muchacha un poco mayor para ser novia de alguno de ellos, y le dio un beso al cachorro, que le borró todo el sinsabor de los besos de la lona: así eran los valientes, le dijo, y aquel fue un golpe tan bajo y tan imprevisto, que al cachorro se le doblaron las rodillas y cayó al suelo: uno, dos, tres, y los demás lo ayudaron a pararse, qué le pasaba, tenía la cara roja como un tomate, y mirara, viera, habían juntado un dinero para celebrar: dos refrescos y un pan con mantequilla, no había alcanzado para más, pero era suficiente. Y brindaron por la victoria, por la valentía del cachorro: ¿qué sintió allá arriba, con tanta gente, cómo era eso, no le había dado ningún miedo…?

—¿Cómo miedo…, un cachorro con miedo…?

Pero mentira: había tenido mucho miedo, un miedo raro, extraño, un miedo al miedo, a tener miedo, a no ser tigre, a no haber salido tigre.

--------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Tuesday, November 9, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte Cuatro. Capítulo 2:
La niña está sola, vamos


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)



Un domingo apareció ella, aquella visión o relámpago que había cruzado por nosotros como un rayo de luz o el recuerdo de una buena noticia: la encontramos cuando nos parecía morir, y el corazón era una fruta seca, una pasa, un viejito que se nos consumía como una vela en el pecho, Cenicienta; y mira cómo se ha puesto, se volvió loco, se hinchó, se agigantó: toca aquí para que veas, para que sientas cómo palpita, cómo relampaguea, cómo se nos quiere salir. Ella tenía una familia, un hogar, una perrita, la mirada pícara y la voz suave, qué bueno que apareciste, aunque tengamos muy poco que ofrecerte, salvo estas manos y estos ojos; pero eso ahora no importa, ¿verdad?, ¿verdad que no importaba, que lo importante eras tú, y nosotros, que por fin nos habíamos al fin? Y vieras que sí, siempre teníamos algo que ofrecerte, te ofrecemos la vida, esta aventura de caminar un camino, un poco difícil, Cenicienta, Sulamita mía, porque nos esperan contratiempos, enredos y separaciones, y llantos y alegría, y podían encontrarte los centinelas, que andan de ronda por la ciudad, los guardias de las murallas pueden golpearte y herirte, pero no te asustes, que todo saldrá bien, y un día voy a escribir un cuento que hable de ti y del Paseo y de la vida, y de los ojos tristes de los aeropuertos, y sabíamos que era así porque no podía ser de otra manera; y ella tenía el alma de los niños buenos, y era alegre, y risueña, y espontánea, y feliz, y tenía brillo en los ojos y la juventud en la palma de la mano, y su pelo era cálido y suave como el atardecer de la isla, y llevaba en sus mejillas la luna entera de marzo, y sus labios eran jugosos como frutas tropicales, y sus pechos eran palomas asustadas: puros panales mellizos de miel de abejas sus pechos, y sus manos eran una caricia que nos limpiaba las llagas allí, en los recodos insondables, y podían curarnos del dolor y de la enfermedad y de la muerte, y sus piernas como dos troncos gemelos de los mangos del Caney, y olía a jazmines, a guayaba, a mariposas, y a flor de caña, y toda ella tenía un nombre, porque tampoco podía ser de otra manera: LLUVIA/ FLOR/ ESPUMA/ LUNA/ LUNAMÍA, así, como una sola palabra, como un verso: Que me bese con los besos de su boca. Y besamos su boca, su piel, toda la geografía de su cuerpo, que era una costa de arenas blancas, una playa infinita, con entrantes y salientes, y exuberantes ensenadas, y marejadas violentas, y bahías de bolsa cuyas aguas eran un espejo de luces y de sombras, donde encallamos muchas veces a capear la tempestad y el mal tiempo. Y el amor tenía prisa, y tuvimos que hacerlo una vez, y luego rehacerlo, y volverlo a inventar, renovarlo cada día. Y su sexo era húmedo y suave, con lugares secretos, profundamente misteriosos, donde vibraba una música de terciopelo que no podía tocar ninguna orquesta porque brotaba del manantial más dulce de su corazón. Hasta allí bajamos muchas veces, y nos sumergíamos en su música divina, y cada vez era como si fuera la última, como una premonición de que iba a haber un último día, como si estuviera próximo, como si lo supiéramos todo, Lunamía. Y entre una vez y otra íbamos hasta el Paseo a contemplar la noche, Lunamía, mira el Paseo, los álamos, mira la Terminal de Ómnibus, el Correo, la fábrica de tabacos, mira las viejas casas de madera, el garaje, el Parque Infantil, El Sevilla, la Colonia Española, el cielo, ¿te acuerdas…, Lunamía, qué azul estaba el cielo, qué azul estaba todo, la Carretera Central, la Estación de Policía, los pajaritos, la vida…?: ay Neruda: su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos. Todo latía allí porque estábamos nosotros, porque éramos la casa del amor donde no podía entrar más nadie, lindo comienzo, dijiste, dijimos al mismo tiempo: lindo comienzo el de nosotros. Pero entonces escuchamos un ruido, un murmullo de voces del otro lado de la calle, como si hubiera una pelea, una discusión, un accidente, y vimos al viejo Secundino, perseguido por una multitud que le gritaba; fíjate bien, Lunamía, escucha a ver qué dicen; que se fuera, que se fuera, que se fuera la escoria, y Secundino era la escoria porque su hermano había venido a buscarlo de Miami en un barquito, y corría casi sin fuerzas y no se podía ir, y la gente tenía odio en los ojos y huevos en las manos, Lunamía, y la ropa de Secundino chorreaba huevos, Lunamía, y la cabeza de Secundino chorreaba huevos, Lunamía, y todo Secundino era un viejito que estaba naciendo de un gran huevo, Lunamía; sí, pero no te metas no te metas, y nos apretó la mano, y sentimos un calor muy hondo, y no sé por qué nos acordamos de Martí niño y de la madre de Martí, cuando fue a buscarlo aquella noche para que no lo mataran cerca del teatro Villanueva: la niña está sola, vamos. Y había unos pioneros que iban para la beca, para la Nueva Escuela: casas y escuela nuevas, esperando la guagua en un portal, con sus trajes azules y sus corbatas, y se incorporaron al coro, y agarraron piedras de la calle, y una piedra golpeó al viejo Secundino en las piernas, Lunamía, y otra más veloz hizo diana en su espalda, y Secundino se dobló, profirió un quejido, cayó al suelo, Lunamía; y a Ronaldo Santana, compañero, lo botaron de la Universidad y nosotros no lo defendimos, Lunamía, y Secundino antes no era un viejo, y nos daba caramelos y dulces, Lunamía, y ya no pudimos aguantar más: hijos de puta, abusadores, qué se creían; nada, nada se creían, y me quitara del medio si no quería que…; y no escuchamos bien lo que no queríamos que, porque una piedra nos dio en la frente, y el zumo en el corazón, y Lunamía se metió y nos haló por un brazo: vamos, vamos; y un huevo le dio a ella en el pelo y empezó a chorrear; hijos de putas, y cogimos una piedra, y ella nos apretó fuerte: la niña está sola, vamos; y Secundino aprovechó para incorporarse, y siguió su carrera lenta y fatigosa, y la multitud detrás de él: que se fuera la escoria, que se fuera; y los gritos fueron apagándose, y Lunamía y nosotros quedamos en silencio, y a ella no le gustó una rosa ni a nosotros un clavel, sino que ella nos limpió la sangre y nosotros la clara de huevo: bonito comienzo el de nosotros, dijimos, y nos besó, con los besos de su boca, todavía con sangre y clara de huevo entre los dientes, y le dimos la mano y la acompañamos a su casa, y nos cepillamos los dientes con el mismo cepillo y tomamos café y refrescos, y nos sentamos en los sillones del portal, y la noche estaba negra y triste como nunca antes la habíamos visto, y empezó a llover una llovizna fría; y teníamos prisa, como si supiéramos todo, y en una noche así, poco después, nos casaríamos, lloviendo desde el amanecer, con Juanco, que todavía no se había muerto (pero que pronto dejaría de vivir: le habían aplicado una transfusión de sangre contaminada de hepatitis, qué se le iba a hacer, te jodieron, Juanco, un error lo tiene cualquiera, te curaron el corazón y te rompieron el hígado, cosas de la vida), y unos pocos invitados; y soñábamos con una casita de madera con árboles frutales, mangos, guayabas, y la sombra de un tamarindo, y con una niña impaciente y animosa, para que Lunamía nos sacara de todos los peligros tomándonos del brazo: la niña está sola, vamos.

--------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Monday, November 1, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 4. Capítulo 1. Otra vez la selva, la memoria



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)





Volvimos a la casa, al barrio, al pueblo, al lugar donde una vez hubo una Virgen, y de nuevo lanzamos el sombrero que estaba viejo y mohoso, y ganamos y perdimos, y volvimos a ser tristes y descreídos. Y otra vez fuimos Pirolo, y Manet, y Omar y Marcelito y Rony, y Santiago, que ahora, y según se lo advirtiera el libro de los Rosacruces, padecía de epilepsia, y había dejado la construcción, y tenía un hijo rubio, de ojos verdes, futuro soldado de la patria.

A veces Santiago y Manet hablaban de la borrachera del día anterior, o Pirolo nos leía algún escrito, casi todos de tipos que se iban a vivir a la montaña.

Pero Pirolo fue dejando de venir. Sus historias no eran tan malas, pero ya no las escribía para nosotros. Empezó a darnos de lado, a juntarse con unos tipos raros que hablaban con decencia, que se creían finos, especiales, medio maricones.

—Pirolo ha cambiado mucho.

—Ya no es el mismo.

—Ya no se da un trago con nosotros.

Decíamos.

Pero Santiago saltaba enseguida.

—Déjenlo quieto. No tiene tiempo para estar comiendo bolas.

—Porque se cree importante.

—Mejor que nadie.

—¡Cállense! —volvía a saltar Santiago—. ¿No vieron el periódico…? Se está haciendo famoso. Un día va a escribir sobre nosotros. Un día vamos a salir en algún libro.

—¿Y eso para qué sirve? ¿Para qué diablos sirve salir en algún libro?

—Para nada.

—Para que se vayan al diablo.

—Para que nos dejen tranquilos.

—En paz.

Pero a veces también salía con nosotros, y aunque se había vuelto un poco taciturno, era capaz de darse unos tragos, como en los tiempos de la Secundaria, y de fiestar, y conseguir una muchacha:

Una noche estábamos bailando con una de esas tipas pálidas que a veces no tienen qué hacer y bailan una pieza con uno, una mínima pieza y no una pieza colosal, cuando sentimos un relámpago, algo que nos pasó por la vista, como la luz de unos ojos y perdimos el conocimiento; seguimos bailando, pero sin conocimiento como si aquellos ojos nos hubieran absorbido en un viaje vertiginoso hacia la luz:

¿Nos pasaba algo…?

—No, nada.

Pero al poco rato miramos de nuevo, entre las demás parejas, y esa vez no fue que hiciéramos un viaje, sino que la sangre se nos fugó del cuerpo, Virgencita, fue un súbito mareo y nos sentimos morir, allí mismo, flotando en el patio de la Colonia Española. Algo pasaba porque seguíamos mirando y mirando y siempre estaban allí aquellos ojos, hasta que en un momento fueron las doce de la noche, y ella, como Cenicienta, desapareció sin respondernos quién eres, de dónde vienes, para dónde vas, sin dejarnos un zapato en la escalera, ni el más mínimo indicio.

Entonces nos citaron del Ministerio, había que trabajar, nos llenaron un Acta de Advertencia, nos podía coger la Ley del Vago, la de Newton, la de la Peligrosidad, que eran cuatro años presos porque estábamos a punto de cometer un delito, de asaltar un banco o robar una bodega, y nos ponían tras las rejas antes de delin-quir, como una vacuna que previene la llegada de la enfermedad, de la rabia, y evitar así que uno mordiera y contagiara, y hubiera tragedias y muchas desgracias más que lamentar.

Ya éramos un peligro. Tigres peligrosos.

Y volvimos a la Construcción, otra vez al cemento, a las concreteras, al pico y a la pala.

Y se nos fueron aplacando las ganas de buscar a Cenicienta para que no nos viera así, con aquel pelo horrible del cemento, y tener que decirle que éramos peones de la construcción, que aquí no se llaman peones, sino cooperarios aunque sea lo mismo. Y poco a poco se fue apagando aquella llamita. Pero seguimos yendo a la Virgen porque allí mismo nos recogía el camión a las cinco de la mañana, y seguimos tirando el sombrero, y pidiéndole que hiciera algo por nosotros, que nos cayera una viga de concreto en la cabeza, Virgencita, que explotáramos, que nos ahogáramos, que nos arrollara el tren, pero que no sufriéramos, que fuera rápido, como un sueño, como no despertarse, como no haber nacido.

La presa Cocosolo iba a tener muchos millones de metros cúbicos de agua el día que estuviera terminada, pero ahora lo único que había era polvo y polvo, y excavaciones y fundiciones, y el ruido de los martillos neumáticos rompiendo nuestros oídos, y los domingos había Trabajo Voluntario, que era el menos voluntario de todos los trabajos porque íbamos en contra de nuestra voluntad. Y había que llegar a la obra de noche y salir de noche porque la presa estaba considerada Obra de Choque, como si estuviera predestinada por los Rosacruces a chocar con algún astro o un meteorito, y volvíamos a casa con los ojos cerrados del cansancio. Queríamos irnos de allí, pero no teníamos para dónde. Podían mandarnos al Ministerio, y de ahí a un juicio por vago, por no querer trabajar, directo para el sur del Jíbaro, o seis meses para la cárcel de Nieves Morejón, la vieja matándose para poder llevarnos algo a la visita: mira, hijo, pan con tomate, y congrí, y una lata de leche condensada que conseguí. No me dejaron entrarte ni el budín, ni los cigarros, porque pueden contener drogas o alguna cuchilla, los presos inventan mucho, hijo, pero te dejé veinticinco pesos para que ellos te den la fuma, por tu madre, pórtate bien a ver si pasamos el fin de año juntos.

Una tarde Santiago tiramos el pico y la pala: no trabajaba más en la cons-trucción, estaba harto de la presa, del cemento, de ganar cuatro pesos, de pasar necesidades, que lo metieran preso, que lo trancaran, que lo fusilaran. Que lo acribillaran. Todo.

No le dijimos nada.

A la semana siguiente fue el juicio: Nosotros allí de acusado, con el público, con Maribel, con la vieja, los amigos a nuestra espalda, con los ojos del mundo clavados allí donde nos picaba la nuca, como en los tiempos de la Primaria cuando la maestra nos sentaba delante por hablar, por reírnos, por no atender, por casos perdidos. Éramos casos perdidos que ya no tienen remedio, ni brújula ni orientación, nacimos sin orientación, sin norte ni brújula como barcos que barquean a la deriva, que derivan…

Acusado, se pusiera de pie. Este tribunal le designaba como abogado al doctor Morúa Delgado, que estaba a nuestra izquierda haciendo una pequeña reverencia, casi imperceptible, mientras miraba al público con esa mirada falta de expresión con que miran los gatos cuando no tienen hambre ni sed, ni deseos de otra cosa que mirar sin expresión.

Y presentaron a la Parte Acusatoria, que estaba a nuestra derecha: reverencia similar. Era un tipo exacto al abogado de la defensa, como una gota a la otra, como dos gatos.

—Acusado, responda a las preguntas de la parte fiscal…

¿Era cierto que el día 9 del corriente había abandonado la Presa Cocosolo, de una forma descompuesta arrojando los instrumentos de producción, entre paréntesis, un pico y una pala, en un gesto antiproductivo y antisocial y antipatriótico, delante de sus compañeros de trabajo…?

Era verdad.

La defensa preguntó lo mismo.

Era verdad.

El fiscal solicitó 6 meses para una granja. El abogado defensor dijo que 180 días.

Los jueces se marcharon, vino un silencio y después un murmullo contenido, como cuando sonaba el timbre en el aula y nos poníamos de pie para salir del encierro, profesora, de las paralelas y las perpendiculares, director, de los gerundios y los participios, Virgencita, pero esta vez nos quedamos allí, sin saber qué hacer con el tiempo, con las horas que no transcurrían, con los ojos de Maribel y de la vieja: ay, hijo por Dios, pórtate bien, hasta que por fin aparecieron los señores de negro y se sentaron y volvió el silencio.

Probada la gravedad de los hechos y la forma nociva que actuó el acusado, dando un mal ejemplo a sus compañeros y a la sociedad, aquel tribunal consideraba…

Y Santiago salió con seis meses para una granja, para las arroceras del sur del Jíbaro, y lo despedimos el día que vinieron dos policías a buscarlo, y le pusieron las esposas, Maribel llorando: qué se iba a hacer ahora, Dios mío.

En Santiago los Tigres nos habíamos casado y habíamos sido padres por primera vez, y en Santiago también fue la primera vez que los Tigres caímos presos. El Sur del Jíbaro estaba lleno de bandoleros, y Santiago no tenía ni veinte años, y había un gigante alias Dienteperro, con el puño del tamaño de una lata de pera: llegó Cara de Niña, acércate, pipo, déjame verte las nalguitas, pero Cara de Niña no era fácil, y Dienteperro tuvo que golpearlo hasta el cansancio, hasta dejarle el cuerpo como un bulto inerte escupiendo la sangre, qué se creía ese blanquito, y vinieron los guardias, y se lo llevaron al hospital. Y como a los quince días volvimos a la granja, todavía con las marcas y las cicatrices y con dos dientes de menos, y una tijera de más metida en la bota, y el Dienteperro cayó al suelo sin decir ni un ladrido; y la algarabía, y el corre corre, y se llevaron al herido al hospital y a Santiago lo pasaron para la prisión de mayor rigor, donde estaban los criminales y los asesinos. Y nos acordamos de Martín, que trabajaba allí en el Puesto Médico y que había hecho la Facultad Obrera con nosotros, que seguramente nos recordaba todavía: Martín, por favor, tenemos un problema, tienes que ayudarnos, vea, se trata de un amigo, de un hermano, está preso, incomunicado, sin visitas, sin cartas, sin aire, sin nada; pero es buena persona, está ahí porque no se dejó templar, problemas de hombre, Martín, te lo garantizamos, hace falta que lo ayudes, de alguna forma, por tu madre, mira que su mujer se está consumiendo como un diente de ajo, y tiene un niño, y otro más por venir, y padece de epilepsia, de ataques, de convulsiones, se queda en blanco, echando espuma por la boca, Martín, haz algo, por Dios, cualquier cosa, si sigue allá adentro se va buscar más problemas, él no aguanta mucho, entendiera, lo van a matar; o mejor no hagas nada, total, que se pudra, que se joda, que se muera a ver si descansa de una vez. Y Martín se rascó la cabeza, necesitaba un ayudante de enfermería, tal vez pudiera… ¿Ese muchacho sabía algo de enfermería…? Sí, Martín, cómo no, era un experto, sabía inyectar, poner sueros, coger la vena, enyesar, dar suturas, en un aprieto podía sacar muelas o extirpar alguna apendicitis. Mentira, Martín, no sabía nada, absolutamente nada, siempre fue un poco bruto; pero era nuestro hermano, qué se le iba a hacer.

Y Santiago pasó al poco tiempo para la enfermería, con pacientes, con trabajadores civiles, con gente buena, y ¿ves Maribel, ves Elsa…?, no se aflijan más, ahí no va a tener problemas, no lloren, miren, llévenle estas cosas a la visita, y estos libros, y esta cartica: querido hermano: no te desesperes, estamos contigo, conseguimos dos saquitos de cemento, y el sábado vamos a echarle el piso a la Villa Maribel, y más alante, si podemos, le arreglamos el techo y la pintamos, tranquilo, que todo pasa, verás que todo pasa…, pero mierda, sabíamos que era mentira, que no pasaba, que nada pasaba, ni siquiera el tiempo, que la vida seguiría igual por los siglos de los siglos, que la presa no se iba a acabar nunca, que no podíamos irnos. O La Presa o El Preso: ésas eran las opciones. El país estaba lleno de presas y de presos, existía una relación entre ambas cosas. La población penal aumentaba en la misma proporción que la capacidad de embalse. Podían crearse dos conjuntos: conjunto A: Población Penal; y conjunto B: Capacidad de Embalse. Así podía decirse que para cada elemento Reclusos del conjunto Población Penal, existía uno o varios elementos Metros de Agua, del conjunto Capacidad de Embalse, por lo que la relación no era inyectiva ni biyecti…

—Eh, tú, agarra la manguera, ¿en qué estás pensando…?

Era el jefe, Pancho, alias No Se Puede:

—Permiso, Pancho, mire yo quería hablar con usted, resulta que estoy haciendo otro cuarto, la verdad es que ya no cabemos en la casa, y vaya, como esas cabillas oxidadas ya no se usan en la presa, y se están echando a perder…

—No se puede.

—Permiso, Pancho, mire, necesito dos saquitos de cemento, aunque sean prestados. El problema es que mi niño es asmático y el piso de tierra, usted sabe…

—No se puede.

—Permiso Pancho, necesito unas puntillas ahí, aunque sea de esas jorobadas.

—No se puede.

—Permiso Pancho, nos vamos al carajo.

—No se puede.

Y pudimos. Primero nos fuimos Ronaldo, que resolvió en otra brigada de construcción en Sancti Spiritus. Era un grupo pequeño y no había que trabajar todos los sábados ni hacer tanto Trabajo Voluntario. Y después nos fuimos Marcelito, Juan Ramón, Pirolo y Manet. Y el jefe de aquella brigada era un negro medio haitiano que no pronunciaba las erres: Tú, pada la adena, tú, tú y tú en las cadetillas, Ugenito pada la cocina, Juan Damón pa’l cemento, ah, y el Guajado y Madcelo pa’ la piedda.

Un día el camión se desvió de su ruta habitual y llegamos a las afueras de Sancti Spiritus, donde había un solar yermo, y donde nos esperaba el técnico de la obra estudiando algunos planos.

Primero rebajamos una loma a pico y pala y después empezamos a abrir huecos donde iba a ser la casa del negro. Y empezó a llegar cemento, y arena y hormigón y cabillas, y el negro no se movía de allí, mirando cómo su casa iba surgiendo de la tierra, creciendo cada día. Le ronca el mango, nosotros haciéndole la casa al jefe con los materiales del pueblo, y yo no tengo ni un buche de cemento para tapar un hueco, dijo alguien una vez. Pero peor estábamos en la presa, ¿no nos pagaban, y no estábamos en la ciudad, y no podíamos ir a merendar al bar de la esquina…?

El jefe no era empachado, nos dejaba salir, coger un diez, pero quería una casa especial: Yo quiedo que cuando esté tedminada se padezca un cabadet. Y esa paded hay que tumbadla y hacedla pod aquí, y tumbábamos la pared y hacíamos los cimientos por donde él decía: y no me ahoden cemento que esto no es pada el Estado.

Y el 5 de diciembre, Día del Constructor, cuando ya habíamos pintado la casa, con el primer cuarto de rojo, como un cabaret, fuimos a la asamblea, con le-chón asado y cervezas, y la brigada recibió la medalla XX Aniversario, y el negro subió a la tribuna y tomó la bandera y lo abrazaron. Y nosotros allí, sin decir nada, furiosos, tragándonos las palabras, para no ser acusados de traidores y venales y chinos espurios y espías de los tártaros.


--------------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Tuesday, October 26, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 3. Capítulo 7: Ronaldo Santana, compañero



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)





El Teatro de la Facultad estaba repleto. En la mesa presidencial, Marta Miriam, dos profesores, y un invitado especial, todos con los rostros graves, solemnes: silencio, atendieran allá, por favor, ya iban a empezar…: bien compañeros, todos sabíamos, compañeros, el momento histórico que estábamos pasando, compañeros, y el esfuerzo que hacía nuestro gobierno para garantizar la educación y el bienestar, y no podíamos permitir, de ninguna manera, compañeros, que elementos ajenos al Proceso, invadieran los Centros de Estudios; y sin más preámbulos, empezaríamos analizando el caso de José Matías, que se pusiera de pie el compañero. Y José Matías estaba pálido, y miraba hacia todas direcciones como si buscara algo, como si hubiera perdido algo importante, las tablas de la ley; los que desearan opinar del compañero, levantaran la mano; usted, compañera Alicia, qué tenía que decir; y la voz de Alicia era viril, Matías estaba grave, frito, liquidado, era un antisocial, contrarrevolucionario, homosexual; eras eso, Matías, un compañero homosexual, maricón, que le gustan los machos, y había que limpiar el Centro, higienizarlo, hacerle una pofilaxis, Matías, y fíjate bien, analiza que tú lo ensucias, lo cagas, lo llenas de vergüenza, compañero; sin embargo, esta asamblea era tan democrática, compañeros, que aún así, le concedía a Matías el derecho a la defensa: ¿deseaba alegar algo el compañero…? Y Matías negó con la cabeza y siguió mirándose los zapatos, nada tenía que alegar, solo el silencio, ese silencio que otorga; y ante aquellas evidencias irrefutables, la asamblea proponía su expulsión: los que estaban de acuerdo en contra los que se abstenían…, unanimidad; gracias, compañeros; podía sentarse, José, no tenía que irse ahora mismo, se sentara, viera que no era el único, y escuchara que Carlos Beltrán —favor se pusiera de pie— era un compañero que no asistía a las reuniones ni a la guardia ni a las actividades de su colectivo estudiantil, compañeros, y que había tenido manifestaciones incompatibles con un compañero revolucionario, por lo que también pedían su expulsión.

Y Carlos Beltrán no estaba de acuerdo, claro que no, a él nadie, ni siquiera el Estado podía quitarle el derecho a la educación, compañeros, él había nacido en Cuba como todos; pero viera, compañero, a él no lo expulsaba la Universidad ni el Estado Cubano, que era demasiado generoso, lo expulsaban los estudiantes, la Federación de Estudiantes, es decir, la FEU, los propios compañeros, así que mirara bien, compañero, cómo hablaba del Estado, se midiera bien no fuera a ser, compañero, que tuviera consecuencias peores: La Universidad era para los compañeros, compañeros (aplausos, aplausos prolongados, ovación); y fueron llamando a más compañeros, algunos eran revolucionarios, pero tenían novios o novias o amistades, o se juntaban con otros compañeros de dudoso comportamiento, que iban a las Iglesias o a los Templos, y levantaran la mano los que tenían algo que decir, y los que estén de acuerdo, y en contra; y se fue Matías, compañero, y Beltrán, compañero, y Ronaldo Rony Santana, compañero, que ya no estaría más en el aula y lo extrañábamos, y era como si una cosa completa le cercenaran un pedazo: Susana nos estamos muriendo, nos estamos ahogando, sentimos vergüenza de quedarnos callado, de no defenderlos, y sentimos mucha rabia de toda esta mierda; no te dijimos nada de aquel asco, de las ganas de irnos de este mundo para no entristecerte; sólo queríamos tener a alguien que nos comprendiera, que nos dijera: piénsalo bien, y luego decide por ti mismo, para irnos sin remordimientos, para tener el valor de decirle a Panchita y a Paquito: viejos, nos fuimos al carajo, quítense esos humos de su hijo ingeniero, profesional, hombre de bien; esta vez no nos botaron, nos fuimos solos, solitos, con buenas notas y el curso aprobado. Adiós Susana. Tal vez llores por cuarta vez, o tal vez lloremos juntos, gracias por confiar en nosotros, toma el corazón y no lo entregues a cualquiera, no te olvidaremos, vendremos a verte, te escribiremos, estaremos en tu graduación, mucha suerte. Nos despedimos así, como el que piensa verse al día siguiente o en la próxima encarnación, como si ella fuera ésa, la mujer que un día iba a pasar por nuestras vidas sin saber que pasaba.


------------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Monday, October 18, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 3. Capítulo 6: ¿La queríamos así, de esa manera?



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)



Susana allí, donde había un parquesito y una brisa ligera y seca que movía los gajos de los pinos y las hojas amarillentas de las majaguas.

—¿Qué vas a hacer esta tarde?

—No sé, ¿por qué…?

—Para salir.

—¿Adónde…?

—Donde tú quieras. A Coppelia, a cualquier sitio. Me siento un poco mal aquí adentro.

Susana no contestó. Ella casi nunca contestaba las preguntas cuando se referían a salir con nosotros a un paseo.

—Tú nunca contestas las preguntas cuando se refieren a salir con nosotros a un paseo.

Sonrió.

—¿Por qué te empeñas…?

—Por dos Lugares Comunes: nos gusta estar contigo, saber cosas de ti. Te hablamos de nosotros, pero tú nunca hablas de ti. Eres tan callada, tan… hermética, pareces una santa. ¿Cuándo nos vas a contar algo de ti?

—Siempre dices lo mismo. Algún día… Tal vez algún día… —Susana se incorporó—. Vamos.

—¿Adónde…?

—A Coppelia, o donde tú quieras.

—¿Ahora mismo…?

—Ahora mismo.

Ella era así: imprevista.

Cruzamos a través de una ancha acera en cuyos bordes crecían pequeños arbustos de majagua. Subimos a la ruta 3, y llegamos a la ciudad, y luego subimos a la 7, y llegamos al Arco Iris, allá en las afueras, y comimos pizzas y tomamos cervezas y nos tomamos las manos, y oscureciendo ya, un poco mareados, nos sentamos al borde del arroyo; y allí, poco a poco, nos fue contando de su vida, de su familia, de su Primaria, de su Secundaria becada, de cuando llegó aquel profesor nuevo, alto, elegante, y ella hacía unas pausas como si le diera trabajo sacarse la palabras.

—Sigue —dijimos, porque sabíamos que aquello le hacía bien.

Nada, casi todas estaban enamoradas de él. Un día la invitó al Privado para que le ayudara a actualizar el Registro de Asistencia. Eran las ocho o las nueve de la noche, pero la escuela estaba muy oscura. Ella fue porque no pensaba que Julito estaba solo, pero aquella vez no pasó nada.

Nosotros respiramos aliviados.

—Sigue —repetimos, pero ya sentíamos el temor de que la historia no tendría un final feliz.

Luego Julito la mandaba a buscar a cada rato, y se fue acostumbrando, y muchas veces no tenía nada qué hacer y se ponía a caminar por los pasillos a ver si él la llamaba. Aquella vez era cerca de la medianoche: entra, le dijo, y cerró la puerta. Ella estaba de espaldas cuando de pronto sintió que unas manos le acariciaban el pelo, se estremeció, sintió un miedo muy hondo, pero no podía moverse. Luego él la besó por el cuello, por la nuca. Ella se puso de pie, nerviosa, se iba, se iba, pero Julito la retuvo, la obligó a volverse, la atrajo.

Nosotros le apresamos la mano a Susana, que estaba fría y sudaba un sudor de muchos años:

—Ya eso pasó, ¿para qué me lo cuentas?, vas a sufrir.

—No ha pasado, todavía no ha pasado: ¿no querías que te hablara, no querías que la santa te hablara de su vida…? —dijo, y se quitó la rosa roja del pelo y la colocó suavemente sobre la hierba.

Era verdad, queríamos eso, ahora no teníamos deseos de oírla:

Allí, contra la pared del Privado la fue desnudando, no sabía si gritar, si quería o no gritar, cerró los ojos, pensó en su madre, que venía todos los miércoles a verla…, a mimarla, a traerle comida de la casa, cayeron al piso, fue brusco, doloroso… Aquella fue su entrada en el amor, sobre las losas frías de un Privado, en la intimidad de un miedo que la ahogaba. Estuvo más de una semana llorando. Cuando todas dormían, o soñaban, su almohada se iba tragando cada una de sus lágrimas.

Nosotros nos pusimos de pie:

—Vamos, Susana, es de noche.

—No, todavía falta más —dijo, y se quitó los aretes y el reloj de pulsera y los colocó junto a la rosa roja.

Como a los quince días volvió a caer en sus brazos, putas que eran las mujeres, y se hizo rutina, y todos los miércoles cuando él tenía guardia, Susana se escurría hasta el Privado. Luego se fue enfriando todo, muriendo, y Julito la cambió por Alina, y por Mercy y por las jimaguas, las dos…

—Esa escuela era un desastre —dijimos, pero Susana ya no nos oía:

Fue muy triste… porque Julito le contaba a todo el mundo sus “hazañas”. Y empezaron diciéndole Julita a ella, y luego a Alina, a Mercy, a las jimaguas. Y todas las que se acostaban con los profesores les ponían sus nombres: las Julitas, las Franciscas, las Armandas… Allí mismo en Arquitectura había uno que todavía le decía Julita.

—Hijo de puta, dinos quién es para ponerlo en su lugar, para partirle la vida —y tragamos en seco, coño, le roncaba la madre—; pero bueno, ya todo eso pasó, Susana, vamos, no te quites la blusa, vámonos al diablo.

—No, hay más, todavía hay más:

Al poco tiempo se curó de aquello —o creyó curarse porque nosotros sabíamos que no se había curado—, y conoció a Omar, esa vez sí se enamoró de verdad, pero tenía miedo que Omar la rechazara y nunca le contó lo de Julito. Con Omar había sido tan feliz que sentía un pánico terrible de perderlo, y pasó lo que tenía que pasar: se acostó con él, por primera vez se entregaba de forma voluntaria, y por primera vez sintió placer.

Nosotros estábamos apenados y al mismo tiempo celosos, y un poco molestos:

—¿Fueron muchas veces?

Sí, montones de veces, lo hicieron por el día, por la noche, en el campo, en casas deshabitadas, en la playa, en hoteles… Pero él era muy machista, nunca le perdonó su himen roto, y un día por fin la abandonó, Esa fue la segunda vez que ella lloró:

—Me sentí la mujer más desdichada del mundo, perdí el control, la seguridad en mí, me acosté con diez o doce más, con cualquiera, con gente que apenas conocía… Luego me aparté de todo, y me encerré en mí misma. Pensé que jamás podría ser alegre, y juré que si alguna vez me enamoraba, lo primero que iba a hacer sería contar toda esta historia.

Nos quedamos callados mientras ella se quitaba la saya, el ajustador, el blumer, y los iba doblando muy despacio, junto al reloj de pulsera, los aretes y la rosa roja, y su cuerpo era del color de la canela, y brillaba en la penumbra como una lámpara de aceite. Por último se quitó el corazón y nos lo puso en la palma de la mano:

Lo sentía, sabía que no nos iba a gustar, pero tenía que sacarse eso de adentro, y ahora: ¿la queríamos, nos atrevíamos a quererla así, de esa manera…?

Fue la tercera vez que ambos lloramos.

--------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Monday, October 11, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 3. Capítulo 5. Lo más alto y lo más profundo


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño) 


Cuando venían los Caballitos al parque La Palmita, cambiaba la vida de nosotros. Ya desde las cinco de la tarde se llenaba todo de gente, y luego de luces que giraban con el carrusel, o con la Estrella, o parecían péndulos siguiendo el recorrido de los barcos, que se mecían como un columpio impulsado con dos gruesas sogas cruzadas como una equis. A veces se elevaban altísimo, y se quedaban un instante allá arriba, nosotros de cabeza, viéndolo todo al revés, hasta que reiniciaba su recorrido, y las mujeres nos miraban y se llevaba una mano a la boca, alarmadas, y el encargado tenía que ponerle los frenos porque nos podíamos matar. También nos gustaba el Sacatripas, que corría a toda velocidad por una especie de vía férrea llena de elevaciones, y uno tenía que apretar bien los dientes para que no se nos saliera el corazón. Pero lo que más nos gustaba era la Estrella, que tenía montones de pies de altura. Era la primera vez que subíamos tan alto. Desde allá arriba se podía divisar casi todo el pueblo, la calle Valle, las dos iglesias con sus altas torres, los barrios, la loma de La Campana, la Refinería de petróleo, sus enormes tanques pintados de aluminio; y si era de noche se veían las luces de los postes, y de las casas, y las luces de los vehículos que iban por el Paseo o por la Carretera Central. Había además Tiros al Blanco, y Tiros de Argollas que se enganchaban en un tubito como haríamos tiempo después con el sombrero en La Virgen, y vendían caramelos y dulces y algodón de azúcar. La música sonaba por los altoparlantes y casi siempre cantaban la canción de Marcelino Pan y Vino, todo pan y todo vino. Y nosotros vivíamos embriagados de un vino especial como no lo habíamos probado nunca. Luego, un día, se iban. Los veíamos marcharse con los aparatos hechos piezas, como hierros abandonados encima de los camiones. Era la tristeza. Y aunque siempre volvían la siguiente temporada, una vez ya nunca regresaron, y no queríamos mirar el parque La Palmita, tan oscuro, y la palma allí, tan solitaria.

Entonces íbamos al Charco de Pedro, allá por la Refinería, a darnos algunos buenos chapuzones y zambullir, y jugar a los Agarrados. No tuvimos que aprender a nadar pues como buenos cachorros, sólo nos bastó caer al agua. El Charco lo abrían a los ocho de la mañana, que era la hora exacta de llegar. Nos quitábamos la ropa, la ocultábamos en algún lugar seguro, y luego de un breve calentamiento, empezábamos el juego que consistía en que uno de nosotros siempre perseguía a los demás. Si lograba atrapar a alguien, éste se convertía en su sustituto, y así se libraba del castigo ese de perseguir. No había opciones: Perseguidos o Perseguidores, como si fuéramos a ser eso en el futuro. Preferíamos ser perseguidos que perseguidores, a pesar de tener que huir, sin descanso ni tregua por el agua, fuera del agua, debajo del agua, y por todos los caminos; entonces no sabíamos que la vida, los caminos de la vida, podían llevarnos por el triste camino de los que se alejan y no vuelven más. Éramos Juan Ramón, Pirolo, Ale el Gordo, Omar, Renecito el Cojo, Santiago, Frank Caballero y Cheo Coyunte, que después un día se fue por el triste camino. Muchas veces estuvimos a punto de ser atrapados y convertidos en perseguidores, pero entonces cogíamos aire y zambullíamos. Con la Estrella habíamos subido a lo más alto, y en el Charco de Pedro bajamos hasta lo más profundo, y así, por debajo del agua, bien pegados al fondo, raspándonos el pecho contra las lajas, y ya sin aire en los pulmones, lográbamos escapar hasta una orilla y sacar la cabeza medio ahogados por entre los bejucos y las hojas de las malanguillas.

Salíamos del charco con los dedos de las manos y de los pies arrugados de tanto tiempo en el agua. Entonces nos regábamos tierra por los brazos y por todo el cuerpo para que los padres no nos pasaran la uña por la piel haciéndonos la raya blanca, chismosa ella, y descubrieran que habíamos ido al arroyo: bandoleros, sinvergüenzas, hoy tampoco fueron a la escuela.

Pero a esa hora, ya medio vestidos, Renecito el Cojo no encontraba su ropa, y parecía un loco en cueros dando vueltas y más vueltas, porque ya nos íbamos y no podía quedarse allí solo. Frank Caballero empezó a burlarse y a imitar la voz de Suárez, el narrador del boxeo: A Renecito Paredes, se le acaba de perder el pan-talón. A Renecito Paredes

—Caballero, el que escondió la ropa, que se la dé, que ya está oscureciendo.

Pero nadie la habíamos escondido. Nosotros éramos perseguidos y perseguidores, pero nunca habíamos sido esconderropas: busca bien, Renecito, dónde la pusiste, haz memoria… Nada. No aparecía. Podíamos prestarte una camisa, pero así no te podías ir, René, con el camisón arriba, y abajo nada, como si fueras una mujer en bata de casa con las piernas afuera y el rabito guindando, y pasar toda la calle Céspedes y la calle Masó. Y algunos Cachorros querían marcharse, porque ya era casi de noche, y en cualquier momento llegaba Pedro el Loco, que vivía por esos alrededores y era el dueño del charco de su nombre, y podía matarnos y echarnos en un saco, y botarnos por ahí por cualquier sitio.

—Espera, René, no llores, no vamos a dejarte solo.

Renecito era de los Ratones, pero un Tigre nunca puede abandonar a nadie a su suerte, ni siquiera a un ratón. Además, Renecito era casi un Tigre, porque con una pierna más corta que la otra, bateaba como cualquiera, y corría muchísimo de home a Primera Base, y nunca estaba lamentándose de la vida por ser cojo ni nada de eso. También se fajaba a los piñazos en una cuarta de tierra, y excepto a Pedro el Loco, y a dos o tres ahí, no le tenía miedo a más nadie.

Y mandamos a Juan Ramón a su casa, a conseguir una ropa suya, y allí nos quedamos los cachorros: nadie se iba para su casa aunque viniera Pedro el Loco o el que fuera, ¿entendido? Y se hizo de noche, y nos ocultamos cuando lo vimos acercarse, la gorra hasta las orejas, barbudo, el machete al cinto, con su enorme saco a las espaldas:

—Eh, tú, Pedro el loco. Los Tigres no te tenemos ningún miedo…

Y salimos del escondite:

—Eh, tú, Pedro el Loco, quienquiera que seas, aquí estamos Los Tigres…

Y Pedro el Loco soltó el saco lleno con la ropa de Renecito hecha trozos, y con pedazos de cartón, y dos libretas y un gato muerto, y salió corriendo a toda velocidad:

—Espera, tú, Pedro el Loco…

Pero él se perdió en la noche, entre las palmas del arroyo, y lo dejamos ir porque no éramos perseguidores.
Y ya estábamos celebrando, cuando por fin apareció Juan Ramón con una ropa que le quedaba bien larga y bien ancha a René, y que él se remangó y se amarró con un arique de Palma Real, de lo más feliz por no seguir allí en cueros, pero de pronto empezó a llorar:

—Y ahora…, ¿qué voy a decir allá en mi casa…?

Y nos quedamos sin fuerzas, sin palabras:

A veces los cachorros solíamos ser muy poca cosa.

-------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Monday, October 4, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 3. Capítulo 4. Todo estaba hecho


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


El comedor quedaba a un extremo del recinto universitario, casi al final de una pendiente, y era amplio y ventilado. Estábamos recostados a un pino, mirando hacia el edificio de las muchachitas que le decían el Novecientos, en alusión a su capacidad. Había sido construido mucho después que las demás instalaciones, y era notable que el cambio de arquitectura desentonaba con el resto del conjunto, lo mismo que ella, Susana, también desentonaba con el resto, porque era distinta, recogida en sí misma, y tenía como algo triste en los ojos. Siempre la buscábamos o la esperábamos allí, y entrábamos juntos como si fuera una coincidencia, como si nos hiciera falta para la digestión, para que la comida nos cayera bien, y volvimos a mirar el reloj, un Raqueta soviético, y nos sentíamos molestos, porque habíamos quedado en salir aquella tarde y ella había desaparecido, y ya se nos había quitado el hambre, y nos íbamos cuando la vimos surgir detrás de unos arbustos, y cruzamos la distancia que nos separaba, y el mundo empezó a arreglarse y nosotros a tener apetito.

—¿Qué pasó…?

—Nada.

Y sonrió. Ella no era una muchacha discutiona, que le gustara siempre ganar. Era incapaz de sostener una polémica más allá de dos o tres intervenciones. Llegamos al mostrador. Tomamos las dos bandejas y nos fuimos hasta el salón de la izquierda. Siempre que podíamos nos sentábamos en la misma mesa, y así era como si estuviéramos en la misma casa y ocupáramos los mismos puestos. La mesa quedaba junto a una ventana de cristales por donde podía verse un césped muy verde y algunos álamos, y al fondo el arroyo entre las palmas reales. Colocamos las bandejas y nos sentamos.

—Fui a buscarte al albergue y no estabas —fue lo primero que dijimos.

—Tuve una reunión.

—¿Cuándo?

—Toda la tarde.

—¿Toda la tarde?

—Sí —Susana tragó en seco, y nos pareció que tenía algo que decirnos.

—¿Qué pasó?

—Nada, hijo.

Estaba nerviosa y fue la primera vez que nos decía hijo. Suspiró. Se fue poniendo seria.

—No sé si deba decirlo… van a expulsar a Ronaldo, lo quieren expulsar.

—¿A Rony…?

—Sí…, en la Asamblea. Van a expulsar a unos cuantos.

—Pero, ¿por qué…?

—Qué sé yo… No van a las reuniones, no participan en los actos, en los mítines…

Susana cambió la vista y se puso a mirar hacia afuera.

—Susan.

Pero ella no escuchó.

—Susan… —Susana alzó la cabeza. Tenía el pelo recogido hacia arriba en un moño, coronado con una rosa roja, que siempre cambiaba y siempre parecía la misma—. ¿Qué te pasa…?

—Nada, hijo… No tengo hambre… ¿Quieres…?

—No, yo tampoco tengo hambre.

Hicimos silencio, un silencio como de luto, como si Rony fuera a morirse. Ella volvió a mirar hacia afuera.

Nos pusimos de pie. Llevamos las bandejas, y salimos. La noche había descendido, una noche de marzo en que el aire batía intermitentemente. Ella se alejó y nosotros subimos las escaleras del Bloque 2 hasta el tercer piso, doblamos por el pasillo que terminaba en una puerta, tun tun; ¿quién es?; nosotros, Rony, quién va a ser, abre rápido, comemierda, no te asustes, pero te van a botar de la escuela.

Rony abrió. El cuarto de Rony quedaba en un extremo del edificio. Entramos. Había dos literas separadas por un estrecho pasillo, y más acá, una salita con una tabla ancha adosada a la pared, que servía de escritorio. Nos sentamos sobre una litera.

—¿Oíste bien…?, te van a botar de la Universidad.

Rony estaba blanco o azul, medio parecido al hada madrina de Pinocho, pero con los colores pálidos y desleídos. No entendía nada, no entendía por qué.

—Nada, Rony, no hay nada que entender, las universidades están llenas, sobramos ingenieros y sobramos médicos y quiénes van a sembrar en este país, quiénes van a trabajar la tierra, a edificar, a defender la patria…; tú, Ronaldo, irás a la Agricultura, otra vez a la Construcción, a trabajar de sol a sol, el sol de Cuba no quema.

Y Rony estaba triste porque había estudiado mucho para llegar hasta allí, ¿verdad, Rony, que habías estudiado mucho, como un caballo, noches completas en la Facultad Obrera, medio dormido en los pupitres, para que ahora así te fueras?, porque te ibas a ir, Ronaldo, eras apático al Proceso, no participabas en las reuniones, ni en los actos políticos, usabas ropas extranjeras, Rony, ropa de afuera, pitusas de afuera, gafas de afuera, no importa que nos hubieras prestados tus camisas para salir con Susana, ni usáramos tu jabón, y tu pasta Colgate, ni que ahora usaras lágrimas de adentro, y tuvieras los ojos llenos de agua: viejos: me botaron de la Universidad, ya no voy a ser ingeniero, ni técnico, ni obrero, ni persona, soy un miserable, un basura, un mierda.

¿Qué se podía hacer?

Nada, Ronaldo. No se podía hacer nada, todo estaba hecho.

-------------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:

Monday, September 27, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 3. Capítulo 3. La altura del momento


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)





Entramos a la Universidad como el que llega a La Gloria.

Fue lo mejor que nos ocurrió entonces, o por lo menos eso creímos: la Universidad, la meta, graduarnos, ser profesionales, gente útil. Todo.

Era hermosa la instalación: áreas verdes, edificios de cristales…

Una tarde cualquiera, así de pronto, empezaron las Asambleas por la Educación Comunista para analizar los casos de Fulano, y de Mengano, cuyas actitudes habían dejado mucho que desear…

El aula estaba iluminada; y nosotros en la primera fila de pupitres, en silencio, casi sin movernos, con esa quietud de desolado que siente uno cuando está en un juicio, cuando van a condenar a alguien que es su amigo, aunque no participe en las asambleas ni en los actos políticos, aunque fuera un individuo abominable, que hiciera ostentación de los productos capitalistas; aunque estuviera hablando Marta Miriam, la Delegada de la FEU en el aula, elegida por unanimidad: (era necesario sacar un Delegado rapidito rapidito, todo el mundo podía proponer democráticamente, pero era tarde ya y teníamos hambre, y ellos la FEU del Centro, la Juventud, para agilizar el proceso, para irnos a almorzar enseguida traían su propuesta, si todos estaban de acuerdo nos íbamos ya, la propuesta era Marta Miriam Ramos, favor se pusiera de pie, tenía condiciones, buena conducta, buena actitud, todo, los que estaban de acuerdo en contra los que se abstenían unanimidad), junto a Evaristo, el secretario de la Juventud, porque el caso de Ronaldo era grave, gravísimo, tan grave como los anteriores, y debía aplicársele una medida severa, bien severa de acuerdo con el momento histórico por el que estaba atravesando el país. (Nosotros éramos un país que siempre estaba atravesando momentos históricos y nunca matemáticos ni biológicos).

De algún lugar llegaban voces apagadas e ininteligibles. Otras veces era el ronquido de algún vehículo que transitaba por la carretera o dentro del perímetro universitario. El resto era calma: Los arbustos que crecían junto a las edificaciones proyectaban una sombra fija e invariable sobre las áreas verdes y sobre los vidrios de las persianas. Había un ambiente de tragedia, de final desgraciado.

—Esta asamblea propone que Frank Caballero y Ana María, sean los encargados de desenmascararlo en la asamblea de la Facultad. Consideramos que am-bos poseen la suficiente moral revolucionaria para esa tarea. ¿Los que estén de acuerdo…?

Fuimos alzando los brazos. Todos estábamos de acuerdo, de acuerdo con todo, los brazos eran para levantarlos, para estar de acuerdo, Marta Miriam, y para aplaudir, y tomar las armas si era preciso. Ya lo habíamos hecho muchas veces desde que nacimos, desde que crecimos, desde que estábamos en esa asamblea según la cantidad de tipos que hacía falta desenmascarar. El mundo estaba lleno de enmascarados, pero nosotros, Marta Miriam éramos eso: desenmascaradores.

—Unanimidad.

Frank nos pusimos de pie. Estábamos de acuerdo, pero no podíamos evitar un sentimiento de culpa. No era limpio que aquello ocurriera a espaldas de los acusados, que ni siquiera sabían que iban a ser parados ante toda la Facultad, que se habían sacrificado para llegar hasta allí: seis años de Primaria, tres de Secundaria, becados, pasando necesidades, luego, el preuniversitario o la Facultad Obrera por la noche…

—Diga…

—Vea, aceptamos esa tarea. Si el Comité de Base así lo decide, pero…

—Pero qué…

—Bueno que…,

—¿Qué?

—Que a lo mejor, creemos que a lo mejor…

—A lo mejor, ¿qué?

—Que a lo mejor, Marta Miriam…

—¿Qué quiere decir…? Explíquese.

—No, que nada…, que a lo mejor…

—¿Qué cosa?

—En fin…, nada, se nos olvidó, nos está fallando la memoria. Mucha matemática, y cálculo y geometría analítica…

—Y poco espíritu crítico —casi gritó Evaristo.

¿O qué pensábamos, que estas decisiones no habían sido analizadas ya al más alto nivel…? ¿Qué tipo de militantes éramos? No olvidáramos que nuestra organización era una organización combativa. Y él había observado allí que muchos no habíamos abierto la boca. A ver, usted, ¿cómo se llamaba…?

Se llamaba Susana.

—Bien, Susana, usted no ha hablado una palabra… A ver, ¿cuál es su opi-nión de la asamblea?, ¿le ha parecido buena?

—Sí…

—¡Sí…! ¿Usted cree que ha sido suficientemente combativa…?

—No…

—De modo que la reunión no ha sido combativa, pero ha sido buena, ¿cómo se explica eso, Susana?
Susana bajó la cabeza.

—Conteste. Estamos pidiendo su opinión.

—Bueno…

—¿Usted no levantó la mano?

—Sí…

—¿Entonces…? A ver, ¿alguien más tiene otro tipo de opinión?

Nadie nos movimos de los asientos. Todos teníamos el mismo tipo opinión, habíamos levantado la mano, no hacía falta opinar.

—Puedes sentarte.

Evaristo habló algo bajito con Marta Miriam, y ésta tomó la palabra: a pesar de la pobre participación la asamblea había cumplido su cometido, y estaba convencida, claro que sí, que cada uno de nosotros, cómo no, iba a estar a la altura del momento.


---------------------------------------------------------
para leer los capítulos anteriores haga click en el link:
Click here to visit www.CubaCollectibles.com - The place to shop for Cuban memorabilia! Cuba: Art, Books, Collectibles, Comedy, Currency, Memorabilia, Municipalities, Music, Postcards, Publications, School Items, Stamps, Videos and More!

Gaspar, El Lugareño Headline Animator

Click here to visit www.CubaCollectibles.com - The place to shop for Cuban memorabilia! Cuba: Art, Books, Collectibles, Comedy, Currency, Memorabilia, Municipalities, Music, Postcards, Publications, School Items, Stamps, Videos and More!