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Saturday, March 16, 2019

Alarma de combate (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


A pesar de la tranquilidad aparente que acompañaba la rutina diaria desde hacía ya unos cuatro o cinco meses meses y el hecho de haber cortado cercas y adornado el campamento, nada garantizaba que fuéramos considerados de otra manera que simples confinados sometidos al trabajo agotador y mal pagado. Por siete pesos se laboraba duramente de sol a sol, con buen o mal tiempo. El mal llamado gobierno revolucionario había encontrado un filón en nosotros y lo explotaba como mejor le parecía. No obstante, tenían la poca madre de llamarnos combatientes o soldados.

Las noches seguían con su ritmo de lecturas ya fueran políticas o del código penal militar que se blandía como amenaza suprema. Tampoco estábamos lejanos del risible discurso de la invasión imperialista en el que pocos o casi ninguno de nosotros creía. El enemigo imperialista puede atacar en cualquier momento y debemos estar preparados para hacerle frente, repetía con frecuencia el sargento Rodríguez. Muchos nos mirábamos cuando como disco rayado repetía sus sandeces y muchos disimulábamos más mal que bien alguna sonrisa burlona. El sargento tapón nos caía decididamente muy mal.

Una de esas madrugadas en que dormíamos después de habernos disparado la consabida monserga revolucionaria, fuimos despertados bruscamente. Volvían los improperios acompañados de gritos de alarma de combate, recojan todas sus pertenencias. Serían entre las 3 y las 4 de la madrugada, justo cuando Morfeo te abre los brazos, cuando ya ni los ronquidos de otros compañeros te molestan y piensas a través de los sueños que estás en otro mundo.

No paraban de gritarnos. ¡Arriba, arriba, muévanse! Apenas atinamos a recoger nuestras escasas pertenencias incluidas las hamacas. No nos quedó más remedio que correr hacia el lugar de formación acostumbrado.

Algo pasaba y la cosa no estaba para bromas. Ya formados vimos varios camiones militares fuera del campamento con soldados armados que no eran reclutas del SMO sino del servicio regular. Aquello intrigó a más de uno, pero no podíamos decir nada. Al cabo de un rato se nos ordenó subir a los camiones. Había también un par de jeeps rusos que precedían los camiones en los que íbamos. Se nos dio orden de no hablar, comunicábamos con la mirada y con ella combatíamos entre angustia e interrogación.

Como siempre, no sabíamos adónde nos llevaban, muchos pensamos que se trataba de un simple traslado, pero todo se hacía de manera tan callada y metódica que imaginábamos más de un escenario posible. Habían llamado aquello alarma de combate, pero los únicos armados eran los soldados porque ni machetes teníamos. ¿A quién íbamos a combatir desarmados como estábamos?

Después de una media hora aproximadamente los camiones pararon en una guardarraya delante de un campo de caña cortado desde hacía días si nos fiábamos a la paja que estaba bien seca. Nos dieron la orden de bajar de los camiones y ya formados se nos dijo seguidamente que avanzáramos hacia el medio del campo. Una vez allí hicieron que nos sentáramos. Lo curioso era que los cabos de la UMAP estaban con nosotros como otros confinados más. Aquellos grados de cabo de color azul que algunos llevaban con cierto orgullo, no les servían de nada. Ahí estábamos todos metidos en el mismo saco.

Cada vez que alguno de nosotros se movía o trataba de susurrar algo a un compañero, nos mandaban a callar. El grupo de soldados y oficiales que nos vigilaba se mantenían a cierta distancia y nos rodeaba prácticamente. Los oficiales iban y venían, hablaban entre ellos y nosotros sin enterarnos de nada. ¿De qué hablaron? Nunca lo supimos, pero la situación más que absurda no dejó de inquietarnos. Estábamos rodeados por soldados armados para la guerra con cascos, cananas y fusiles. Indiscutiblemente no era para cortar caña.

Eran pasadas las doce del mediodía cuando se nos formó para subir a los camiones una vez más. Sin darnos explicación alguna nos llevaron de vuelta para el campamento. La alarma de combate dizque para la guerra había servido única y exclusivamente, creo yo, para meternos miedo. Temible arma la del miedo.

Vaya el lector a saber qué le había pasado por la mente a aquellos que tenían el mando y que podían avasallarnos como mejor les conviniera. Sigo pensando cincuenta años más tarde que la hipótesis de eliminarnos en una situación determinada y de forma expedita, era probable. Para ellos nosotros no significábamos nada, salvo quizá la mano de obra esclava tan necesaria para trabajar en el campo.

Regresamos al campamento con el estómago pegado al espinazo. No dejé de recordar aquel triste día del 24 de junio cuando había llegado por primera vez a ese campamento. Para colmo, el almuerzo preparado a toda velocidad, fue una lata de sardinas y plátano verde hervido. Con la barriga algo llena terminamos aquella tarde inundados en todo tipo de elucubraciones. Nuestros verdugos de pacotilla podían sentirse satisfechos una vez más. Si algo lograron en aquel “combate” fue que en lo adelante nos fuéramos a dormir pensando siempre en que las noches podrían ser cortas, muy cortas. Éramos enemigos de la revolución y como tal había que tratarnos.

Saturday, March 9, 2019

Corte de caña... y corte de tendones (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP. 

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


La limpieza de la caña tocaba a su fin. No dejo de recordar cómo era de fácil entrar con la guataca por aquellos surcos por los que habíamos pasado más de una vez para eliminar la mala yerba. El verdor de las hojas de esa planta magnífica que ya alcanzaba una altura respetable, resaltaba aún más en aquella tierra roja en la que a veces se tropezaba con aquellas piedras de origen calizo, filosas como cuchillo comúnmente llamadas diente de perro, los gusanos meones y algún majá que pasaba a peor vida luego de un machetazo propinado gratuitamente por alguno de los sargentos.

Las noches empezaban a ser más frescas en aquel mes de noviembre de 1966. Afortunadamente nos habían suministrado unas colchas azules con unas listas grises que nos protegían de cierta manera del comienzo de nuestro invierno tropical. Lejos estaba de pensar en aquella época que un día viviría inviernos nevados y con temperaturas de hasta -25°C y más.

Nuestra rutina del guataqueo cambiaría un buen día en el que la guataca desaparecía para cederle sitio al machete. Y si de guataca o azadón nunca había sabido, tampoco sabía de machete.

Para estrenarme en aquellas lides me pusieron de compañero a un nuevitero mucho mayor que yo de apellido Morgado cuya edad debería rondar entonces por los 30 años. Era un flaco musculoso que le gustaba hablar y que al parecer ya había cortado caña anteriormente. Llegada la hora de entrar en el surco, entre él y Segundo el político me explicaron cómo tenía que hacer y así me estrené como cortador de caña.

Entre el abajo y de un solo tajo como rezó una vez cierta propaganda, con un guante en la mano izquierda y el machete en la derecha corté mi primer plantón que hizo reír a Segundo, quien no muy lejos, me seguía con la mirada. 28, si la zafra dependiera de ti, estaríamos muy jodíos, me había dicho sonriendo. Aun suenan en mis oídos esos chasquidos característicos de cuando se corta la caña y el ruido que produce el movimiento de nuestros pies sobre el cogollo que se acumula. Nunca sería buen cortador de caña, pero algo siempre se pegaba como pelar una caña y saborear su dulce néctar.

Con Morgado la conversación no era agradable, no porque fuera mala persona sino porque veníamos de dos mundos diferentes. Salvo raras excepciones, Morgado solo hablaba de sus proezas sexuales.

En una de esas mañanas de corte, Morgado me había contado, dando todo tipo de detalles, como había violado a una mujer. Tan inocente era con mis dieciséis años que me había tomado tiempo comprender que aquel encuentro suyo con una mujer no tenía nada de romántico y sí mucho de crimen. Por suerte, no fue mi compañero de corte por mucho tiempo.

Tampoco tardó mucho para que el corte de caña deviniera tragedia. El primero en cortarse los tendones de la mano izquierda de un machetazo fue el confinado Alberto Mohimenta Sotolongo. Y bueno, cortarse, se puede cortar cualquiera, pero para que a un guajiro como Mohimenta se le fuera el machetazo de esa manera era porque algo había detrás.

El correo-corre fue grande y cogió desprevenido a todo el mundo, empezando por los sargentos. Cuando Mohimenta pasó delante de mí, caminaba ayudado por dos confinados que lo sostenían, con el brazo izquierdo en alto y la manga de la camisa empapada en sangre. Poco fue lo que se laboró ese día, la imagen de Mohimenta ensangrentado daba miedo y pena a la vez.

Dos días más tarde Mohimenta estaba de regreso en el campamento con su brazo enyesado y en cabestrillo. Según decía le dolía, pero sus ojos brillaban cuando contaba que para empezar lo habían rebajado de servicio durante 30 días. El machetazo le había cortado parcialmente los tendones de su mano izquierda y según él recuperaría la movilidad.

Mohimenta nunca dijo que se había cortado a propósito, pero a muchos nos asaltaba la duda. Curiosamente, apenas habían transcurrido un par de semanas que ya otro confinado se había cortado más o menos de la misma manera. Aquella zaga apenas comenzaba y se iría multiplicando por todos los campamentos de las UMAP. Con tal de no trabajar en el campo muchos se mutilaron. Al final hubo compañías completas con rebajados de servicio por esta causa. Me tocaría conocer posteriormente a confinados que habían perdido parcialmente el uso de una de las manos.

Debo reconocer que me pasó por la mente, y de haber sido así lo más que hubiera conseguido habría sido una buena contusión porque tampoco mi machete estaba amolado como se debía. Fue una locura que a muchos le debe haber pesado años después. ¿Valía la pena? No lo creo, aparte de no trabajar, tenías que quedarte en el campamento y en muchos casos realizar labores con la mano que te quedaba libre. La desesperación era a veces muy mala consejera.

Saturday, March 2, 2019

Lázaro Laborí Kindelán (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP. 

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Como el pirata con su botín así regresamos satisfechos a nuestras respectivas barracas luego de aquella visita familiar. Gracias a la maleta con su correspondiente candado que me habían traído mis padres, aquel tesoro consistente en cremitas de leche, mermeladas, dulce de fruta bomba en almíbar, yemas dobles, galletas, etc. podría satisfacer el hambre vieja acumulada. Sí, mucho dulce que nos sacaría de la rutina del agua con azúcar prieta con que calmábamos el hambre hasta ese momento. El preciado botín alimentaba también las conversaciones y cada cuál quería saber qué le habían traído al otro. Algunos alimentos podían a lo sumo durar un par de días y eso nos llevó a hacer intercambios. Ya al día siguiente la consecuencia de algunos atracones no se había hecho esperar, pero era el precio a pagar.

Algo cambiaba, los estudiosos del gobierno ponían mano a la obra y un domingo, sin que nadie se lo imaginara, llegaron varios vehículos con algunos oficiales, entre los que se encontraban sociólogos, psicólogos y otros entendidos en ciertas materias. La mayor parte no portaba armas y tenían cara de gente instruida y educada, algo raro por aquellos lares entre la familia verde oliva.

A formar nos llamaron como cada vez que había algo extraordinario y ya en posición de descanso, se nos dijo que aquellos oficiales venían a hacer un estudio y que todo consistiría en responder a un cuestionario. Al frente de esa tropilla instruida venía el sargento de primera Lázaro Laborí Kindelán, un mulato con cara llena de baches quien fungía como jefe de personal del batallón.

Gracias una vez más a Segundo fui escogido para ayudar a llenar el cuestionario de marras intitulado Análisis Sociológico de las UMAP. El cuestionario estaba impreso en papel amarillo y contaba de por lo menos cuatro páginas con un sinnúmero de preguntas que iban desde el color de tu piel a tu color preferido; si creías en Dios, a qué religión pertenecías; si tus padres eran casados o divorciados, tu escolaridad, etc. En algunos casos había que detallar la respuesta como en el caso de “¿Qué piensa usted de las UMAP? Sé que cuando me tocó mi turno respondí, si mi memoria no me traiciona, que con eso no iban a rehabilitar a nadie.

Todo transcurrió en santa calma, los sargentos y otros oficiales del campamento, guardaban cierta distancia, creo que estaban asustados al ver tanto profesional uniformado.

Recuerdo que en una oportunidad el Sargento Laborí me había pedido buscar algo. Para gran asombro mío, cuando regresé con lo pedido, me había dado las gracias, a lo que respondí con el correspondiente “por nada”.
- Usted sí sabe hablar, me dijo.
- ¿Ah? ¿Y por qué?
- Porque lo correcto es “por nada” y no “de nada” como dicen algunos.
Para mí ambas formas eran lo mismo, y de hecho lo son, pero para él era sinónimo de que yo sí sabía hablar.
- ¿Le gusta Vicentico Valdés? Me preguntó.
- Lo conozco poco.
- Es el mejor cantante que ha dado Cuba.
Algo perplejo por aquel pequeño intercambio, me cuadré, saludé, di media vuelta y volví para el comedor, lugar escogido para llenar los cuestionarios. El sargento Laborí hablaba de un cantante que se había marchado de Cuba cuya fama era ya conocida en el exterior. Recuerdo que desde ese día se me quedó pegado ese vals peruano que empezó a tararear el sargento a medida que retornaba a sus cosas. No se estila/yo sé que no se estila/que me ponga para cenar/jazmines en el ojal…

Fue domingo feliz porque no fue rojo, y para mí el lápiz siempre me venía mejor que el azadón. Para el resto de los confinados consistió en desahogarse y contar un poco su vida a aquellas personas que siempre nos trataron con respeto a pesar del uniforme.

¿De qué sirvió todo ese material de estudio? Me sigo haciendo la pregunta al cabo de los años. Posiblemente sirviera como apoyo para ir desmantelando poco a poco aquello que ya venía siendo ignominia. ¿Fue hecho en todos los campamentos? Tampoco tengo idea. Sé que se habían hecho estudios más profundos en aquellos campamentos destinados únicamente a los homosexuales. Además de limpiar y cortar caña, servíamos de cobayos.

Al Sargento Laborí le debería después algunos pases de 24 horas para ir a ver al médico. En más de una oportunidad me cogía 48 más presentándole luego una falsa justificación gracias a un amigo de mi padre que le facilitaba un papel con el cuño del hospital provincial. Del resto se encargaba alguna amiga a quien le dictaba que poner y yo mismo firmaba prácticamente con un garabato. Una vez de regreso en el batallón, Laborí miraba el papel, me miraba, volvía a mirar el papel para terminar diciéndome a la vez que esbozaba una sonrisita burlona: 28, 28, aprovecha que esto no se da todos los días.

La hora del desmantelamiento del campamento de Méjico comenzaba a sonar, se avecinaban cambios.





Saturday, February 16, 2019

Paul Kidd (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP. 

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Gracias a los buenos contactos que habíamos hecho con los reclutas del SMO que cuidaban el campamento, podíamos enterarnos de muchas cosas. Así, un buen día supimos que tendríamos derecho de visita antes de los tres meses. Hasta ese momento los comentarios eran de visita a los tres meses y pase de diez días a los seis. Algo pasaba y si era para mejorar nuestra suerte le dábamos la más calurosa de las bienvenidas.

De la noche a la mañana, si por un lado el trabajo duro y la comida mala mantenían el ritmo, por otro, se notaban cambios, al menos cosméticos. Y un buen día se solicitaron a aquellos que eran carpinteros o conocían algo de ese oficio, mientras que los rebajados de servicio serían puestos a contribución para “embellecer” el campamento. Para nosotros, esa gota de agua que se atisbaba en el desierto se igualaba con un manantial.

De troncos de árboles cortados no sé dónde se hicieron unos bancos rústicos para que pudiéramos sentarnos tanto dentro como fuera a la entrada del campamento en previsión de la visita. Como decía Osvaldo Betancourt Sanz, “se serrucharon las cercas, aquellas cercas de las que el llamado comandante en jefe, en el discurso para concluir una graduación en la escuela inter armas Antonio Maceo había hecho una prudente y oportuna aclaración ya que para él las cercas en algunos campamentos militares eran solamente para impedir la entrada a los mismos de carneros, cabras, perros, terneros, etc. Nunca con el fin de mantener a los reclutas confinados en un espacio dado, ya que nuestros reclutas son dignos, honrados, patrióticos, revolucionarios”. En el arte de mentir Fidel Castro siempre sería el campeón en cualquier categoría.

Nuestro campamento se vestía de limpio. Pequeños jardincillos brotaban en cada esquina del campamento decorados con piedras pintadas con agua de cal. La misma lechada se les dio a los postes de las cercas ya cortadas cuyos pelos de alambres de púas en “Y” habían desaparecido como por arte de magia. Sin duda alguna, algo pasaba. Había llegado el momento de aparentar al menos que la cosa no era tan mala como se pintaba.

Lo cierto es que las UMAP empezaban a conocerse a nivel internacional y no precisamente por su buena reputación, gracias sobre todo a la labor de un periodista inglés establecido en Canadá que trabajaba en aquella época para el Southam Newspapers of Canada. Paul Kidd, (1932-2002) logró visitar y fotografiar un campamento de la UMAP en la localidad de Céspedes. Expulsado de Cuba, fue posiblemente el primero en denunciar las condiciones y la opresión que se vivía en los campamentos de la UMAP. Basta con leer la introducción de su artículo The Price of achievement para darse cuenta del riesgo tomado por el fallecido periodista: “Cuba ahora tiene igualdad racial, programas de salud pública, educación rural, rentas bajas, armarios vacíos, mercados negros, una prensa controlada por el Estado y campos de trabajos forzados”. El periodista resumía de esa manera la existencia de las UMAP tratándola de mano de obra casi esclava. Para la jerarquía comunista aquello debió ser un bombazo y para nosotros el comienzo de ver la luz al final del túnel.

Y un buen o mal día de esos que conformaban nuestras vidas de confinados, luego de entregarnos sin tanto rigor como antes el correo siempre esperado, nos anunciaron la fecha para la visita familiar que sería, por supuesto, un domingo. Negar que no hubo alegría a partir de ese momento sería absurdo. Todos o casi todos, veíamos llegar el momento de poder abrazar a nuestros familiares, saber de los amigos, recibir buenas y también malas noticias. Sin olvidar la llegada de lo que yo llamaba pertrechos de guerra que no eran otra cosa que comida que pudiera conservarse y así variar nuestro nada excelente menú cotidiano.

A partir de allí, el entusiasmo y la esperanza opacaban el resto. No era raro el momento en que alguien escribiera una carta para comunicar la fecha de visita a los familiares. Los analfabetos, porque los había, se las ingeniaban para que alguien escribiera por ellos. Nunca faltó un alma caritativa que lo hiciera. Eran momentos de gran gozo y una expresión de alegría podía verse en cada rostro.

A la mal llamada revolución no le quedaba más remedio que empezar a poner parches en los agujeros de sus perversas ideas. Todo terminaba por saberse. Mientras que la revista Verde Olivo contraatacaba con artículos ditirámbicos sobre las UMAP, los demás periodistas, sobre todo los de Camagüey, no se quedaban atrás a la hora de elogiar nuestros campamentos emborronando las páginas de sus diarios con fotos y textos dignos de la peor propaganda del III Reich.

Gracias a Paul Kidd, el mundo conocería la verdad acerca de los campos de trabajo forzado, las llamadas UMAP. Mucho le debemos.

Saturday, February 9, 2019

De aquí no se fuga nadie (por Víctor Mozo)


Si de algo se enorgullecía el sargento Rodríguez era de la disciplina militar que imponía a base de marchas y de lecturas del código penal militar haciendo hincapié sobre todo en el párrafo y correspondientes incisos que trataban los casos de fuga. A falta de tratar nuestro campamento de fortaleza inexpugnable que a fin de cuentas solo era atacado por hormigas y otras alimañas, se complacía en mencionar que de allí no se fugaba nadie, y si por casualidad alguien lo intentaba iría directo para una compañía disciplinaria, algo que no dejaba de infundir temor. Si en la nuestra se sufría, cómo sería pues en una compañía disciplinaria, comentábamos a veces.

El sargento tapón, como algunos lo habían apodado a causa de su físico había disminuido el ritmo de sus “patria o muerte” que nos daban el merecido pase al descanso nocturno. Nunca supimos si era porque también estaba cansado o quizá harto de repetir lo mismo y ver nuestras caras de “ya sabes por donde puedes meterte tu patria o muerte”.

Fue un día entre semana. El de pie dado bruscamente como de costumbre a las 5 de la mañana, nos sacó de buenos o malos sueños quizás y cada cual, con humor bueno, malo o regular entró en la rutina habitual hasta que empezó el pase de lista.

Todo transcurrió bien entre los pelotones 1 y 2, todos habíamos gritado “aquí” al mencionar nuestros respectivos números. No sería así en el pelotón 3, precisamente el pelotón dirigido por el sargento Rodríguez, alias Tapón. Faltaban dos confinados. El “aquí” reglamentario no se escuchaba cuando se mencionaban los números y el nerviosismo del sargento Rodríguez se hizo latente cuando ordenó a los cabos buscarlos por todo el campamento Nosotros no dejábamos de mirarnos y de murmurar aquella frase que nos regocijaba porque alguien lo había logrado “se fugaron”.

Toda la compañía se mantenía en formación y el nerviosismo se había amparado de toda la oficialidad. Veíamos a los cabos y soldados del SMO que iban y venían sobre todo con cara de desconcierto. Eee-esto se-se va a-a po-po-ner malo, se apresuró en comentar el gago Montejo. Con lo rodeao de hijoeputas que estamos no van a ir lejos, comentó pesimista Manolo, el 24, otro camagüeyano. Lo que nos va a caer encima va a ser de tranca, murmuró Castillo, el 20.

A la voz de atención, se dio la orden de conducirnos al comedor para desayunar el acostumbrado remedo de pan y café. Se nos ordenó guardar silencio hasta que salimos y entramos en las barracas donde las lenguas pudieron soltarse no sin cierto temor. ¿Por dónde carajo se escaparon? ¿Cuándo lo hicieron? Eran algunas de las preguntas que nos hacíamos a la vez que nos preocupaba el hecho, al menos a algunos de nosotros, de lo que les pasaría si los agarraban. Los fugados no eran de nuestra barraca.

Si bien los sargentos gritaron un poco más de costumbre, la faena del campo transcurrió como un día cualquiera, excepto con más vigilancia. Segundo, mi ángel de la guarda, nunca estaba lejos y eso me tranquilizaba.

Al regreso del trabajo, después de haber conversado con uno de los reclutas del SMO que nos cuidaba, nos enteramos de que los fugados, del pelotón 3, eran holguineros, uno se llamaba Denis y el otro Roberto. El recluta del SMO a quien conocíamos por el científico porque le gustaba la química, nos dijo que ellos también tenían miedo si no los agarraban porque el muerto se lo iban a echar a ellos, sobre todo al que estaba de guardia esa noche un negrito de apellido Cárdenas que no era mala gente.

La fuga de Denis y Roberto no pasó de las 72 horas. Al domingo siguiente después de habernos formado una vez más vimos llegar a los dos confinados en un camión escoltados por seis soldados armados más los oficiales venidos expresamente del batallón para presentarnos la captura de los ya mencionados y lanzarnos de paso la severa advertencia de lo que nos esperaba si alguien más intentaba fugarse.

Puestos delante de todos nosotros para que los viéramos bien, pude por primera vez ponerles rostros a los nombres. Denis, de apenas unos 20 años era un guajirito con cara de jodedor y sonrisa contagiosa. Me dio la impresión al verlo que todo le importaba un comino y que aceptaba su suerte. Roberto, más serio era un mulato también joven y al parecer amante del boxeo. En fin, no eran criminales y estaban en la UMAP, vaya Ud. a saber por qué, como muchos de nosotros.

No recuerdo el nombre del capitán jefe del batallón, pero sí que hizo énfasis en el hecho de que no valía la pena fugarse porque tarde o temprano seríamos atrapados. Razón tenía, con la ayuda de los haitianos conocedores del lugar que vivían cerca, todos milicianos y algunos de ellos participantes en la llamada lucha contra “bandidos”, fugarse era prácticamente imposible.

No pudo faltar la consabida arenga revolucionaria para terminar con aquel show de mal gusto. La revolución es muy generosa con ustedes, no lo olviden, había dicho el capitán antes de gritar el consabido patria o muerte y que respondiéramos venceremos. Nosotros los carneros gritábamos venceremos frente a aquel par de jóvenes corajudos que nos daban ejemplo de rebeldía. Eran ellos los vencedores.

Los vi partir en un camión escoltados por soldados armados como si fueran criminales de guerra. Meses más tarde compartiríamos la misma barraca en otro campamento y un Denis sonriente me daría detalles de la fuga, pero nunca me hablaría de su paso por la compañía disciplinaria.


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Saturday, February 2, 2019

Muecke, Lázaro y Marino (por Víctor Mozo)


De todas formas, esto no va a durar mucho porque el Armagedón se anuncia para el año 1970, me dijo Tomás Muecke Serrano para cerrar una conversación que habíamos empezado en uno de esos escasos momentos dominicales en que podíamos estar un poco más libres. Muecke siempre trataba de llevar la conversación adonde él quería, o sea, a lo suyo, a su verdad única vehiculada exclusivamente por los Testigos de Jehová. Muecke, era cabezón y yo también. A veces se unía a la conversación Lázaro, pero solo para escuchar. Lázaro tenía el sufrimiento y la aceptación reflejados en la cara. Era de poco hablar y muy trabajador. No era cazador de posibles adeptos como esos que vemos a menudo de puerta en puerta. Completaba el trío de los Testigos de Jehová del campamento, Marino, un guajiro rubio, casi albino, bajo de estatura y con físico acostumbrado a la fuerte labor.

Quiso la suerte que cayeran en un campamento donde no los llevarían tan mal, en otros lugares los Testigos de Jehová sufrirían mucho. En la mayor parte de los campamentos de la UMAP orden había sido dada de sacarles el jugo, de torturarlos y vejarlos. Si por una parte la mayoría de los confinados los tildaba de locos, por la otra se les respetaba probablemente porque eran los únicos que de cierta manera se rebelaban.

Mi amigo Osvaldo Betancourt Sanz, en otra parte de sus escritos me narraría la suerte que corrieron tres de sus compañeros testigos de Jehová en un campamento que llevaba el irónico nombre de La Fortuna. “…Tuvieron durante 72 horas a tres testigos de Jehová en condiciones inhumanas. Luego de haber trabajado todo el día, fueron obligados a pasar sin abrigo toda la noche de pie en el patio del campamento. Así estuvieron tres días hasta que uno el más alto terminó por desmayarse. Esa noche despertaron al sanitario quien después de haberle tomado el pulso constató que estaba vivo. El jefe de compañía, cual chacal al lado de su presa, ordenó que lo medicaran. El practicante le contestó que eso no se arreglaba con medicamentos y que lo que sufría era de un agotamiento extremo. Nuestro siniestro oficial, ex combatiente de la Sierra Maestra ordenó al escolta que vigilaba a los tres infelices para que estos cumplieran con el suplicio de mantenerse de pie y que despertara al que estaba en el suelo, lo cual fue imposible porque no respondía a los estímulos nada delicados que le propiciaron terminando la noche en el suelo”.

Pedro Manuel Bencomo Sarmiento otro de mis compañeros del batallón 30 me narra lo siguiente: “Sobre los Testigos de Jehová te diré que teníamos 3 en mi compañía del Bon 24 en la granja Ramiro Echemendía, cerca de Sola. El tratamiento que les daban era básicamente el de no personas. Todos los días les preguntaban si querían trabajar, decían que no, y les levantaban un acta, creo que al cabo de un tiempo debían tener cada uno un expediente del grueso de la guía telefónica de NY. A la hora de la comida eran dejados para últimos y si quedaba comida comían, si no, ayunaban. Eran 3 muchachos de La Habana, y no les permitían recibir paquetes, correspondencia o darle pases o visitas familiares. Teníamos la suerte de que nuestro sanitario, Joaquín, un señor bajito en los 40 más o menos, era enfermero titulado y había trabajado en el célebre hospital de Mazorra. Un día, aproximadamente a las 10 de la noche, uno de los Testigos de Jehová, un muchacho de unos 20 años, era asmático. Por lo que aprendí después, como terapista respiratorio, su condición era bien avanzada pues tenía una malformación pectoral llamada cifosis, con una deformación del esternón que le producía una concavidad en el pecho. Una noche se le presentó una crisis asmática que tenía los bronquios bien contraídos e inflamados, apenas estaba oxigenando y recuerdo que los ojos casi se salían de las órbitas. No había nada para tratarlo y lo único que podíamos hacer era abanicarlo y verlo retorcerse tratando de respirar. Joaquín le pidió al Teniente Sablón que llamara una ambulancia para llevarlo al hospitalito del Central Senado a lo que Sablón se negó sin siquiera ir a mirar al muchacho. Pues la crisis de asma continuaba, ya el muchacho estaba cianótico y por lo que sé ahora posiblemente en etapa inicial de acidosis metabólica. Un grupo fuimos a ver a Sablón y le rogamos le prestara atención al caso. Sablón, inamovible, nos amenazó con levantarnos acta por insubordinación, motín, y que sé yo cuantas cosas más, como si estuviéramos en un ejército de verdad. Pero bueno, al fin mandó al segundo al mando, un viejo sargento de 2da veterano de la Sierra cuyo nombre no recuerdo, pero buena persona obligado a tratar mal a gente que él sabía no lo merecía, quizá tan víctima del sistema como nosotros mismos. Regresó casi enseguida y le dijo a Sablón que el muchacho está bien malo de verdad y se nos va a morir aquí. Bueno, al fin lo montaron en un jeep y Joaquín se fue con él al central Senado, donde nos dijo Joaquín que lo habían entubado y dejado ingresado. Nunca más supimos de él, así que puede haberse salvado o puede haber muerto, con lo que sé en retrospectiva tengo una visión pesimista del asunto”.

El tercer testigo de Jehová de mi campamento, Marino, cuando llegó la zafra se volvió machetero de vanguardia y renegó a los Testigos de Jehová. El gobierno le dio amplia publicidad al asunto publicando incluso su foto. Siempre he pensado que aquello fue puro teatro desde el principio, Marino formaba parte del elenco.

La gran mayoría de los testigos de Jehová confinados en las UMAP fueron condenados posteriormente a penas de cárcel de diez años. Tomás Muecke vive actualmente en los Estados Unidos y sigue esperando el Armagedón.


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Saturday, January 26, 2019

La rutina (por Víctor Mozo)


Al cabo de un par de meses el conformismo empezaba a echar sus raíces. Se había instalado una suerte de rutina y aunque dura, la vida del campamento se aceptaba, aunque fuera a regañadientes. No quedaba otro remedio. Nuestro confinamiento disfrazado de servicio militar era como el mal tiempo al que había ponerle buena cara y hacerse así la idea de que el tiempo correría lo más rápido posible. Mientras tanto nos íbamos conociendo entre nosotros y conociendo mejor a nuestros verdugos de ocasión. Reírnos de ellos, al menos para mí, era una forma de vencerlos. Para ellos éramos un número, un elemento indeseable que había que reformar. Para nosotros eran ellos los manipulados del momento.

Parte de esa rutina era el número 15 cuyo nombre no recuerdo, un guajiro flaco de unos veinte y tantos años. Tenía una voz fina y decía a menudo que le gustaba trabajar siempre y cuando le pagaran. No puedo trabajar mucho por siete pesos al mes, decía. Esa era la suma que nos pagaban por trabajar de sol a sol incluyendo aquellos domingos que se apellidaban rojos y en los que nos hacían sudar un poco más de lo debido.

El 15 era experto en detectar el guao, no para huirle sino para restregarse las hojas en sus brazos y por mucho que se les enrojecieran y picaran, no lo rebajaban de servicio. Para su mayor desgracia o ventura, sus brazos sanaban de un día para otro.

El 14, otro guajiro de mi edad llamado Alberto Cabrero, se pasaba el tiempo hablando de gallos, pollos y gallinas. Era trabajador, pero de pocas luces. Tiempo después, en otro campamento, se convertiría en jefe del gallinero que tenía el jefe de compañía.

El 3 era un cuarentón bajito de Nuevitas, barbero de profesión más conocido por “mafia” aunque de mafioso no tuviera nada. Solo hablaba de mujeres y de la noviecita que tenía que era una niña de dieciséis años.

José Pereda Ratón, el 4, era también barbero. Venía de Minas. Él, “mafia” y el batiblanco del Bando evangélico de Gedeón, conformaban el trío de barberos del campamento. Recuerdo que entre pelado y pelado se tomaban su tiempo en aquellas sesiones de barbería improvisada a la sombra de unos de los dos árboles con que contaba el campamento.

Mi amigo Miguel Ángel Montejo Lamas, el 26, siempre que entraba en un surco entonaba la misma ranchera que otrora cantaba en la televisión cubana el famoso charro Miguel Aceves Mejías. “Ya me voy/ya me voy con mi derrota/a darle mi amor a otra/que me sepa comprender”. El gago Montejo, como así lo llamábamos, era aficionado a la música mejicana, pero siempre cantaba lo mismo.

Había de todo, hasta uno que se improvisó dentista y le sacó una muela con un tenedor a un confinado que ya no aguantaba más el dolor. Al parecer, Dios nos cubría con su manto porque estábamos sujetos a todo tipo de infecciones y nada pasaba. Por extraño que parezca, enfermarse podía ser visto como un placer.

Cerca del campamento se encontraban varios bohíos habitados por haitianos y todos ellos colaboraban de cerca o de lejos con los militares, al punto, según me confirmaron, de conseguirle haitianitas a los oficiales para que pasaran el rato los fines de semana. La revolución de los humildes para los humildes, se daba aires de lupanar en la campiña camagüeyana. Gracias a los reclutas del SMO que nos cuidaban, todo terminaba por saberse. A fin de cuenta, ellos tampoco querían estar allí.

Momento patético era aquel cuando llegaba correspondencia y se distribuían las cartas. El encargado de la distribución era siempre el sargento Rodríguez. Regularmente, se hacía después del trabajo y la ducha. Nos formaba, nos hacía marchar unos quince minutos hasta que nos dejaba en formación. Un cabo traía las cartas y empezaba a llamarnos por nuestros nombres. Según el sargento Rodríguez esta distribución y recepción debía hacerse militarmente dando lugar a una escena verdaderamente grotesca.

- ¡Víctor Mozo Adán!
- ¡Aquí!
- ¡Acá! Gritaba el cabo.
- Compañero sargento, el recluta número 28 se presenta ante usted para recibir carta familiar. Decía yo a voz en cuello, parado en atención y saludando militarmente.

Seguidamente, el cabo me entregaba la carta que yo debía recibir extendiendo mi mano derecha llevándola seguidamente a mi mano izquierda que se abriría para recibirla ejecutando siempre movimientos parecidos a los de un soldadito de cuerda. Siempre en atención daría media vuelta y marcharía para reintegrar las filas. Para más fastidio en vez de entregarte las cartas de una vez, te llamaban según las cartas que recibías lo que ocasionaba cierto malestar más que justificado. Cuando te escribía el papá, la mamá, el abuelo, el padrino, la novia, la esposa, los hijos y habías hecho el mismo gesto diez o más veces, lo menos que tenías al final eran ganas de leer cartas, pero una vez leídas y releídas, las penas se olvidaban y daban paso a un bienestar espiritual inmenso, aunque a veces hubiera notas de tristeza. La carta más escueta valía su peso en oro.

Las cartas, sobre todo las que salían, podían ser leídas, lo que nos obligaba a tener mucho cuidado. La desconfianza era parte íntegra de nuestras vidas.


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Saturday, January 19, 2019

Segundo (por Víctor Mozo)


Ya andaba contento por el tercer surco que hacía en aquella mañana. Hasta el momento nada de mala yerba ni de bejuco atravesado. ¡Me había tocado trabajar en un campo casi limpio! Al sargento Nodarse no lo había visto ni oído desde el pase de lista mañanero por lo que me dije que, dentro de lo malo, aquello era un alivio. Duró poco, como alegría en casa de pobre. Al quinto surco de una norma de diez se me presentó una maleza delante como muro infranqueable. Miré aquello diciéndome que de allí no saldría hasta el anochecer y poco a poco empecé a tirar mis guatacazos luego de escupir un buche de agua que supuestamente debía refrescarme. Por mucho que protegía mi cantimplora, el agua se mantenía tibia.

¡28! ¡28! Oí que me llamaban, pero no era la voz del sargento Nodarse. Cuando me viré tenía detrás a Segundo, uno de los llamados políticos. Esperando ya la andanada de insultos e improperios, Segundo se limitó a decirme, préstame la guataca, 28. Miró el palo de la guataca como aquel que conocía verdaderamente el apero de marras, miró la cuña que servía para encavarla, pasó los dedos por donde se suponía que algo afilado debía haber, me miró a la vez que sonreía y me dijo: Coño 28, con esto te vas a podrir aquí. Esto no sirve pa ná, diciendo esto último a la vez que trataba de desherbar algo. Coja un diez que voy a tratar de arreglar esto, añadió mientras lo veía alejarse buscando la guardarraya.

El “diez” que cogí me pareció largo agachado en un plantón tratando de protegerme del sol. Al rato apareció Segundo con otra guataca. Cuando tendí la mano pare cogerla, me dijo. Fíjese bien como yo hago, 28. Y exhibiendo aquella guataca como una maravilla, añadió. Mire, 28, la encavé como se debe, la amolé y ya verá que ahora sí corta. Con razón no avanzaba, aparte de que era torpe en ese tipo de faena, no sabía ni qué era amolar ni que era encavar una guataca. No había terminado de explicarme la buena técnica para desherbar que ya Segundo había limpiado una buena parte de lo que a mí me habría tomado horas. Con su cantaito oriental y con aire de triunfo me entregó la guataca. De ahí palante no etá tan malo. Haga lo que pueda que no etoy muy lejo. Segundo era un hombre de campo; Segundo no decía malas palabras ni tampoco blasfemaba. Así era de sencillo, así era de caballero.

Contrariamente al otro comisario político, que prácticamente no hacía nada, a Segundo se le había encomendado la tarea de adoctrinarnos mediante ciertos cursos de historia mezclada con dosis de comunismo primitivo. Los cursos se daban de noche en la barraca que servía de comedor bajo la tenue luz que proporcionaban las chismosas diseminadas encima de las mesas.

Dio la casualidad que la primera noche de adoctrinamiento me hallara sentado en el extremo de una de las mesas y que Segundo escogiera ese sitio para colocar su manual de historia y una libreta, justo a mi lado. Luego de hacer una penosa introducción, Segundo abrió el libro y se puso a leer. Leía con tanta dificultad que pensé que era tartamudo. No lo era, Segundo sabía apenas leer y escribir. No había terminado de leer el primer párrafo que espontáneamente le dije: Me gusta leer en voz alta, ¿quiere que lea? Un poco asombrado me contestó: Bueno, si usted quiere. Así, durante varias noches, con Segundo a mi lado, leía aquellas páginas que nada tenían que ver con la verdadera historia de Cuba y que a fin de cuenta a nadie interesaba.

De esa manera, porque siempre vi en Segundo un hombre bueno, le servía de bastón en aquellos menesteres que ni él mismo comprendía. Segundo formaba parte de muchos de aquellos campesinos que habían sido alfabetizados pero que a duras penas podían leer o escribir un par de líneas. Segundo había combatido en la Sierra Maestra y era el guajiro más sencillo que había visto en mi vida. En mí había visto una persona que lo trataba con respeto y desde aquella noche, siempre que podía me ayudaba a desherbar o a mantener mi guataca bien afilada. Cuando había bejucos pasaba delante y me facilitaba grandemente la tarea. El sargento Vicente Nodarse veía con malos ojos que me ayudara, pero ante Segundo, un negro imponente en sí por su fortaleza física que además había combatido en la Sierra Maestra, tenía prácticamente que postrarse. Con la llegada de Segundo, Vicente Nodarse dejaría de molestarme.

Luego vinieron ciertos cambios y con estos los traslados de un campamento a otro. Dejé de ver a Segundo hasta un día ya estando en Camagüey en el batallón 30. Dicho batallón de la UMAP era también lugar de paso para militares que pasaban a retiro. Así, un buen día, al regreso del trabajo de Kilo 7, alguien me llamó por mi antiguo número. De lejos veía a varios militares, hasta que al fin estuve enfrente de aquel que me solicitaba. Ayudado por un palo que le servía de bastón, Segundo, el bueno de Segundo, me había reconocido y venía a mi encuentro. Aún lo recuerdo sonriente, como recuerdo su abrazo y aquel “Coño 28, creí que no te iba a ver más”. Al parecer tenía cierto problema en la columna y se le dificultaba caminar. No obstante, su sonrisa escondía cualquier dolor físico. Esto nunca debió ser así, 28, me dijo algo triste. Me dio pena verlo disminuido físicamente. Me habló de su familia, de sus hijos y de una pequeña estancia que tenía para cultivar. Estaba cansado de rodar de un lado para otro.

Al día siguiente me acerqué al lugar donde lo había visto para conversar de nuevo con él pero ya no quedaba nadie. Desde ese día nunca he olvidado su cara y cada vez que recuerdo su nombre, pienso en José Martí, aquel que decía en sus versos, “con los hombres de la tierra quiero yo mi suerte echar…” Segundo era uno de ellos.



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Saturday, January 5, 2019

El primer surco (por Víctor Mozo)


Con mi primer surco empezarían los problemas. Llegado casi a la mitad y creyéndome ya tan experto como cualquier guajiro me sentía feliz de poder avanzar porque cada confinado tenía una norma que cumplir. ¡Me cago en Dios y en la Virgen puta, 28! Me gritó de repente el sargento Vicente salido de no sé dónde. ¡Esto es una mierda, 28! ¿Y qué hice mal, le pregunté inocentemente? ¡Me cago en Dios, coño! ¡Te vas a podrir aquí hasta que no lo hagas bien! ¡Hay que cortar el bejuco de raíz, 28! ¡Te tengo echao el ojo, 28 pa que lo sepas! ¡Dale p’atrás y empieza desde el principio!

Dicho en buen cubano, el tipo se había encarnado en mí, no sé si era porque era católico o porque sencillamente no le caía bien. Solo me gritó, no me enseñó cómo debía hacerlo, y, de hecho, nunca aprendería a guataquear un surco como se debía. No era guajiro y por mucho que me salieran callos en las manos, nunca lo sería. El trabajo era duro y para guajiro experto. Limpiar un cañaveral con la hierba a veces hasta la cintura más los dichosos bejucos era tarea casi imposible para muchos de nosotros.

Hubo al principio quien se rebeló como el negrito Valero, conocido allí por el 18. Era contestón y como yo muchas veces vio llegar la carreta alrededor del mediodía con unos calderos llenos de potaje de chícharo y algún boniato o plátano verde que cuando tocaban la boca ya estaba frío, sin podernos mover del surco porque el sargento Vicente nos decía que no nos habíamos ganado el almuerzo. Valero no quería entender que estábamos allí castigados por puro capricho de una dirigencia inepta y estúpida y siempre argumentaba con frases revolucionarias como si estas fueran a aliviar el problema. Al sargento Vicente le importaba un carajo la revolución y se regocijaba cuando nos dejaba sin comer. Como todo buen guardián de la revolución su comida siempre estaba asegurada.

No sé cuántas veces me quedé sin almorzar, pero siempre recordaré que en una oportunidad me desmayé. Ese día había hecho un calor espantoso y para colmo el agua de las cantimploras se calentaba en cuestión de minutos convirtiéndose en purgante. Cuando volví en sí tenía a mi lado al cabo de la UMAP Eric, un guajiro de alguna parte de las Villas que me repetía sacudiéndome, ¡despierta 28, despierta! No sé cómo llegué a la carreta, lo que sí recuerdo es que tenía mucha hambre y gracias a un par de boniatos cocidos que se robó de la cocina el 27 pude continuar el día. Por la noche, el cabo Eric, a quien nunca olvidaré, me dio a escondidas una lata de leche condensada que para desgracia mía me la bebí en un santiamén ocasionándome idas más que rápidas a las letrinas.

Los días pasaban con más penas que alegrías y entre las penas vi llorar a moco tendido a Valero, el 18. El sargento Vicente lo había llevado ante el teniente jefe de compañía para quejarse de su bravuconería. De regreso, al entrar en la barraca, rodeado por Peix, Castillo, Montejo y yo que estábamos inquietos por su ausencia, nos dijo entre sollozos que el teniente le había dicho que si no cambiaba de actitud lo iba a trasladar a la compañía de los maricones. Aquello nos erizó a todos. Chantajear a un niño de 16 años como yo, era criminal. Peix siendo el más viejo, lo consoló como pudo. Cierto es que desde ese día Valero cambió, pero más tarde se convertiría también en uno de los tantos chivatos que pululaban en las UMAP.

Dos días más tarde hubo traslados, y los homosexuales, algunos menos tapiñados que otros fueron trasladados a la compañía 2 mientras que algunos fueron reemplazados por presos de La Cabaña. Pedro Valero Caballero, el 18, se había salvado en tablita.

Entre los presos de la Cabaña se encontraba, Rey Domínguez García connotado ladrón, al que le dieron el número 15. Cosa curiosa, parece que el 15 nunca le robó a nadie en la barraca, quizá por aquello de respetar cierta ética que solo él conocía. Se hizo conocer en el campamento porque cuando el calor apretaba en medio del surco se exclamaba diciendo: ¡sopla ventilador de los pobres que me estoy muriendo, coño! Por esas casualidades de la vida, conocí más tarde a una de sus víctimas, un habanero, católico, por cierto, al que le habían robado su maletín mientras esperaba transporte en Esmeralda para regresar de pase al campamento. Recuerdo el detalle porque el 15 se jactaba de haber “encontrado” un maletín con ropa, que a fin de cuentas no le servía y la semejanza con el maletín de mi nuevo amigo, según la descripción que me había hecho, así como su contenido era notable.

El hecho de trasladar delincuentes comunes de la prisión de la Cabaña, confirmaba una vez el objetivo de las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción. La situación era más que clara, éramos considerados igual que ellos, éramos presos, no reclutas y como tal había que tratarnos.


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Saturday, December 29, 2018

El pan, como la esperanza, o con una ilusión (por Víctor Mozo)


En estos días de escasez de pan en Cuba, recuerdo los días de hambre que fueron muchos durante aquellos primeros seis meses en el campamento de Méjico. La comida era escasa para aquellos que trabajábamos de sol a sol. Entre el mendrugo de pan que nos daban por la mañana y en el almuerzo y la comida la carne rusa más algo dentro de unas latas chinas que decían en la etiqueta que era pato y donde el más mínimo huesecillo era triturado por nuestras mandíbulas hambrientas, no había mucho que escoger. Si vi un día plátano maduro frito siempre fue en la bandeja del sargento segundo al mando de la compañía. Tampoco le faltaba a menudo la carne de res y así era su dieta. Era un negro fornido, de pocas palabras, pero en honor a la verdad, nunca se metió con nadie. Uno de los tantos que allí estaba porque no le quedaba más remedio.

Días alegres serían aquellos en que en medio de un surco nos encontrábamos un melón gigantesco que los sargentos cortaban con sus machetes para agarrar las primeras tajadas, el resto se compartía entre todos a pedacitos y cada uno de ellos sabía a gloria. Nos sentíamos como niños desesperados a la hora de la merienda. El hambre tenía la cara fea, muy fea.

Y repitiendo siempre aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga, nos cayó el maná del cielo el día que vimos llegar un guajiro cargando en su mula dos grandes alforjas de guano llenas de pan. Sin exageración alguna aquello podría haberse interpretado como un espejismo, pero era verdad. La llegada de aquel personaje, afable quizás porque quería vender su mercancía fue una bendición. Ese día, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, dejamos caer las guatacas y avanzamos sin pedirle permiso a nadie para comprar al menos una flauta de pan. La compañía entera devenía ráfaga de hambrientos. Fue tan inesperada la forma en que lo hicimos que los sargentos solo se contentaron en decir nada más que nos apuráramos.

Ya con en aquel tesoro en mis manos, aprendí gracias a Ercilio a exprimir la caña encima del pan y darle así un gusto azucarado. Sin saberlo, hacía guarapo artesanal y aquel pan embebido en aquel jugo se volvía el néctar de los néctares. A Ercilio no le hizo falta machete para arrancar de cuajo un par de cañas, que, si bien no habían alcanzado su madurez, Ercilio sabía que en los canutos más cercanos a la cepa se encontraba el dulce que necesitábamos para nuestro pan.

Había quien había abierto la flauta a la mitad y una vez rociado el interior con el jugo de la caña se comía aquel pan como si fuera un bocadito, pensando quizás que aquello le sabía a jamón con queso o imaginando también unas lascas bien finas de puerco asado. Alberto Cabrero, el 14, otro que no debía estar allí porque a todas luces se notaba que no estaba bien de la cabeza, era quien babeaba como un niño ante un helado de chocolate comiendo aquel bocado gigantesco.

Desgraciadamente, nuestro amigo el vendedor de pan no venía todos los días. Me imagino que con la cantidad de confinados que nos encontrábamos en la zona, no daba abasto para satisfacer tantas barrigas hambrientas, pero cuando volvíamos a verlo el regocijo y la algarabía eran algo grande.

Gracias a ese guajiro portador de ese maná, maté el hambre muchas veces o al menos la entretuve. De cada flauta siempre guardaba celosamente en mi maleta un pedazo y así lo consumía poco a poco a medida que cada día se iba poniendo más duro. Un pedazo podía durarme una semana y al final debía convertirme en roedor para no desperdiciar hasta la mínima migaja. Como reza bien el refrán, cuando hay hambre no hay pan duro.

A veces por las noches, ya antes de dormir, Peix, Montejo y yo organizábamos una pequeña tertulia en torno a un viejo pedazo de pan, recordando tiempos pasados y aquellas panaderías como la Espiga de Oro que nos deleitaba con especialidades como pastelitos de carne todos los días y de pescado, solo los viernes, porque era día de guardar abstinencia de carne. Ah, sin olvidar los palitroques. Así entre acemitas y otras delicias que en otra época deleitaban los paladares camagüeyanos, íbamos conciliando el sueño en espera de un día mejor terminando ese como acostumbraba a decir desde el principio nuestro amigo Castillo: Señores, un día más que le rompimos a la UMAP.

Nunca me pareció tan verdadero aquello escrito por Juan Ramón Jiménez en Platero y yo: “A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo entero empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el pueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come un gran pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo, en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como la esperanza, o con una ilusión... »


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Saturday, December 22, 2018

Cuando el verdugo fortalece la Fe (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Mis primeros tiempos, en aquel campamento de Méjico, no fueron fáciles. El sargento Vicente Nodarse Pérez, aquel mismo que había acogido a los once de Jaronú entre los que yo me encontraba, había decidido, por obra y gracia de no sé quién, hacer de mí su cabeza de turco.

¡Me cago en Dios y en la puta Virgen, 28! ¡Me cago en Dios y en todos los santos, 28! Cada vez que me tropezaba con él mi número siempre iba precedido de una palabrota, de una blasfemia. Ni el 34, Carlos Balseiro, ni Luis Peix, el 33, siendo tan católicos como yo eran tratados de esa manera. Aquel sargento, al que nunca le vi los grados, de apenas unos 20 años, rubio, bajito y de ojos azules tenía una mirada que destilaba odio. Lo que no sabía él susodicho sargento era que mientras más maldecía más me sentía yo reconfortado en mi fe. En la época en que ya muchos comenzaban a darle la espalda a la religión cualquiera que fuese esta, siempre me mantuve firme en mis convicciones. No faltaban tampoco las burlas y las indirectas de otros confinados que se jactaban de no creer en nada y cuyas bocas eran a veces émulas de hasta las mismas letrinas.

Peix, Balseiro y yo aprovechábamos cada vez que podíamos para intercambiar sobre todo tipo de temas y la religión siempre estaba presente. Estábamos allí porque éramos perseguidos por nuestra religión y por ella estábamos dispuestos a dar la vida. Por eso, cuando el pase se acercaba, ya nos veíamos de nuevo en nuestras respectivas parroquias compartiendo, participando, y saboreábamos aquella espera que nos daba fuerza para seguir.

Recuerdo con especial atención el pase de las Navidades de 1966. Las Navidades, esas santas y tradicionales fiestas olvidadas por el calendario revolucionario. Para los capataces y verdugos el pase era algo magnánimo que se nos daba para conmemorar un año más de la mal llamada gloriosa revolución. Era un pase de unos diez días. El tiempo para dejar atrás voces de mando y sobre todo improperios. Una semana para olvidar y para perdonar también. Entre cercas y guardias armados vivíamos el Adviento.

Una vez llegados a nuestros hogares, tanto Peix como Balseiro y yo, sin ponernos de acuerdo, nos dábamos como primera opción ir a la iglesia y hacer como si nada hubiera pasado. Una parte de nuestras vidas estaba centrada allí.

Con mucha alegría me recibieron en la Catedral tan pronto puse los pies en ella. El P. Villafuerte, quien en más de una ocasión iría a visitarme al campamento a pesar de las veces que se atascaba con su VW, o cucarachita como le decíamos entonces, no sabía cómo complacerme. “Villilli”, como le decía el Dr. José Benito, un abogado muy conocido, tenía entre sus pocos defectos hablar demasiado en las homilías y amonestar a los fieles por cualquier cosa, pero era un alma noble y a mí me lo probó varias veces.

No faltaba el momento para compartir con los buenos amigos de infancia y adolescencia, pero todas mis noches y una gran parte del día la pasaba en la iglesia y el entonces obispado. Recuerdo que en esa época el coro de la catedral entre una “Noche de Paz” y un “Adeste fideles” cantaba una versión en español de villancico “Joy to the world”, que en un par de ensayos me aprendí y canté con ellos.

Esos escasos días de pase fueron para mí como el nombre del villancico “Gozo en el mundo”. No falté a la misa de gallo y participé en todo lo que podía en esa iglesia que prácticamente me había visto nacer. Y a pesar de las escaseces que se vivía en mi casa como en muchos hogares, la Navidad, al menos, en nuestros corazones, fue Navidad, no gozo revolucionario.

El domingo 2 de enero, día en que regresaría al campamento, no dudé un minuto en ponerme mi uniforme, aquella camisa gris y aquel pantalón verde oliva que significaba esclavitud, para ir a misa. Ese día me sentí más que honrado de vestir el uniforme de la UMAP. Allí estaba en la Catedral, en la iglesia mayor, como decían los viejos, en plena misa. A escasos metros del comité militar les mostraba una vez más que a pesar de los gritos, los malos tratos y las injurias que mi fe estaba intacta y que mi menosprecio por la llamada revolución estaba muy lejos de atenuarse.



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Saturday, December 15, 2018

El cañaveral (por Víctor Mozo)


La madrugada fue de esas que se desean olvidar para siempre. Desgraciadamente las venideras serían iguales o peores. Serían apenas las 4 cuando sonó el nunca bienvenido de pie. Los sargentos habían entrado más belicosos que de costumbre en la barraca y en menos de lo que cantaba un gallo ya estábamos formados y en atención. Una vez realizado el pase de lista en el que cuando se mencionaba nuestro número debíamos gritar a voz en cuello “aquí”, los nuevos cocineros se nos acercaron con un cubo lleno de un líquido que olía a café poniendo apenas unos escasos dos dedos en nuestros jarros. Otro cocinero lo seguía dándonos un mendrugo de pan. Todo se hacía como si fuéramos autómatas. Un brazo se estiraba para que echaran el “café” y otro para coger el pan.

Así, con las manos ocupadas protegiendo aquel tesoro que nos sustentaría durante media jornada, marchamos en paso de camino hacia el comedor. Si por desgracia alguien olvidaba su jarro en la barraca, no le quedaba más remedio que tragarse el pan en seco. El verdadero café sería reservado para la oficialidad, los cabos y guardias del SMO, mientras que los cocineros tendrían el privilegio de gozar del precioso néctar. De la borra de esa primera colada que a su vez sería colada de nuevo saldría el “café” que nos darían cada mañana y que estimularía extrañamente nuestras tripas.

Como ya se iba haciendo costumbre, el “a formar” gritado a varias voces, agarró a unos en las barracas y a otros en las letrinas. Y así, algunos subiéndose los pantalones a la vez que corrían, se unían a la formación ya prácticamente en atención. La compañía se preparaba para ir a trabajar. Siempre marchando salimos del campamento con sombrero de guano en lugar de gorra y una cantimplora con agua cuya frescura duraría poco.

No muy lejos, casi enfrente, los cabos sacaron de una choza lo que sería nuestro “armamento”, o sea, las guatacas. Con el motor en marcha un tractor ruso con tres carretas, nos esperaba para llevarnos al pie del cañaveral. Algunos lograron sentarse, la mayoría viajaríamos parados. Poco a poco deveníamos expertos en mantener el equilibrio como Muecke, el testigo de Jehová, quien decía haber trabajado en los trenes en movimiento y se mantenía sin caer como si tuviera ventosas en los pies.

Atrás en el campamento quedaban los llamados “rebajados de servicio”, unos siete u ocho entre los que había sobre todo herniados, pero el que más suscitaba la atención era un pelirrojo de Nuevitas que además de faltarle prácticamente todos los dientes, en una mano le faltaban tres dedos y en la otra dos. Nunca supe si los médicos que les dieron “el apto para el servicio” hicieron alguna vez un buen examen de conciencia y si llegaron al mea culpa. Entre los rebajados de servicio, se hallaba uno apodado “Coco”. Con el número 11, sería el cuartelero de mi barraca, o sea, el encargado del orden y la limpieza. Aquellos que lo conocían sabían que era un delincuente y la revisión de nuestras muy escasas pertenencias en ese momento se hacía obligatoria cada vez que se podía entrar en la barraca. El mismísimo lobo se encontraba en el aprisco.

El trayecto entre el campamento y el cañaveral adonde trabajaríamos no fue muy largo. Los sargentos – que llevaban machetes – tan pronto bajamos de las carretas dieron la voz de a formar en medio de la guardarraya y allí nos dejaron parados. Si alguno tiene ganas de cagar aprovechen porque después no habrá tiempo, gritó el sargento Rodríguez. Ni cortos ni perezosos algunos se adentraron en el cañaveral. Por mi parte aguantaría durante una semana hasta que me acostumbré a hacer mis necesidades como los demás en medio de un surco y a como se pudiera.

A cada uno se nos asignó un surco que limpiar. Para el citadino como yo el campo no pasaba de un buen paseo a caballo, la tarea no sería fácil. A un lado mío se encontraría el no. 26, Montejo, del grupo de los once. Como el 27 trabajaba en la cocina, Ercilio Serrano, el 29, estaría a mi otro lado, quien, como guajiro al fin, el trabajo no lo asustaría. Ercilio, apestaba a orine. Como luego me confiaría con su voz muy pausada, desde niño padecía de incontinencia urinaria y se lamentaba de su suerte. Qué habría hecho Ercilio para que estuviera allí. En todo caso por cuestiones de religión no era.

Los surcos, según le escuché al listero que era haitiano como también el chofer del tractor, eran de 21 cordeles, me hablaban pues en otro idioma. Solo veía a derecha e izquierda aquel océano de cañas que crecían con sus hojas que pasaban de un verde claro a un verde oscuro sobre aquella tierra roja. No sería la dulzura de la caña la que sentiría, sino los embates de sus dientes afilados como serrucho.

A lo lejos avisté al teniente jefe de compañía que avanzaba hacia donde estábamos montado a caballo cual mayoral de otra época. Tumba la caña/anda ligero/mira que ahí viene el mayoral/sonando el cuero, habría tarareado mi padre recordando los tiempos del presidente Menocal.

Apenas salidos los primeros rayos de sol, comenzaríamos a dar los primeros guatacazos, con ellos se irían las ilusiones de una juventud que nunca debió haber estado allí.





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Saturday, December 8, 2018

Entre cercas (por Víctor Mozo)


El campamento de Méjico tenía historia, y muy triste. Los del primer llamado que nos habían precedido sufrieron construyéndolo y algunos de ellos fueron vejados de forma inhumana. “…el campamento estaba rodeado por una cerca cuyos postes de madera eran de caiguarán de unos 3 metros de alto, que llevaban en la punta una Y de cabillas, para poner por ambos brazos de ella 3 pelos de alambre de púas. Para cercar se usó tela metálica de cuadros que se superpusieron en número de tres”. Así lo describe muy bien mi amigo de muchos años y también compañero de las UMAP Osvaldo Betancourt Sanz, hoy médico retirado en España.

Contrariamente a otros campamentos, en el nuestro no había garitas elevadas con sus respectivos guardias armados. Según el sargento Rodríguez, era imposible fugarse y en sus arengas no dejaba de recordarlo. Aquel cercado no era el de un campamento militar normal, sino el de un campo de trabajo forzado, una suerte de mini gulag. No éramos reclutas, éramos confinados, éramos sencillamente mano de obra barata.

A solo 48 horas de nuestra llegada, los militares nos organizaban la vida, de formación en formación y de marcha en marcha. De las filas salieron los que serían cocineros, barberos ocasionales, el sanitario y un oficinista que sería Luis Peix Riverón con el número 33. En los escasos tiempos de descanso, algunos cabos de la UMAP, dando razón al refrán de que no hay peor cuña que la del mismo palo, unían sus voces a las de los sargentos utilizando siempre un vocabulario soez para pararnos en atención por cualquier cosa y verificar si había un botón desabrochado, una gorra mal puesta. Eran momentos de provocación constante. Los 45 primeros días a partir del lunes que ya asomaba a toda velocidad serían consagrados al trabajo por la mañana y a la marcha, que los sargentos llamaban entrenamiento militar, por la tarde.

Llamaba la atención no lejos del comedor un espacio cercado en lo que parecía haber sido una cochiquera. Una vez más Osvaldo Betancourt explica para qué estaba destinada esa parte del campamento y en lo que terminó. “… había un hueco cuyo destino era convertirse en una fosa, pero como nuestro SS de la compañía tenía una puerquita que se fugaba con frecuencia del campamento, condenó el animalito a guardar reclusión en el hueco destinado para la fosa convirtiéndose esta en chiquero. Pronto se convirtió aquello en un lodazal donde se mezclaban fango, excretas y restos de sancocho. En una oportunidad un confinado que había cometido una indisciplina fue sancionado a trabajar escoltado de día y a dormir por la noche en el chiquero. Era a principios del invierno, con una llovizna que caía de manera intermitente. Vi llorar a ese hombre como una magdalena, fue un espectáculo muy triste”.

Nuestra compañía sería la número 3 adscrita al batallón de Navarro, adscrito a su vez a la Agrupación Esmeralda. La compañía 1 tenía su campamento en el mismo batallón. La compañía 2, exclusiva para homosexuales y la compañía 4 se encontraban a escasos kilómetros de la nuestra.

Un largo y tortuoso camino se vislumbraba a la vez que poco a poco nos íbamos acostumbrándonos unos a otros. Los grupos se hacían voluntariamente por lugares de origen. Había confinados que se conocían entre ellos. Por mi parte, sin conocer a nadie, rápidamente entablé amistad con Peix, el 33; con Balseiro, el 34 y con Montejo que sería el 26. Montejo había sido cliente habitual de la cafetería. A ellos se añadirían luego Castillo, el 20 y el negrito Valero, el 18. Todos, menos Valero, teníamos una cosa en común: no aceptábamos nuestra condición de confinados y en mayor o menor grado maldecíamos la revolución y sus dirigentes. Valero vivía convencido de que había una equivocación porque él y toda su familia eran revolucionarios según explicaba. Bocón y provocador, pasaría el gran susto de su vida pocos días después.

El domingo 26 de junio por la tarde, luego de formarnos, el jefe de la compañía, el teniente de milicia Puro Ester Medina Cruz, un mulato de unos 50 años y pelo canoso se dirigió a nosotros de forma paternalista, pero con la mano derecha siempre descansando sobre su pistola P-38. A mí me gusta mucho la emulación, empezó a decir. Mientras más trabajen mejor, la revolución lo tendrá en cuenta. Aquí estamos para trabajar, para que la revolución sea más grande… Otra vez el sentimiento de pensar en la progenitora de sus días resurgió como un rayo en nuestras mentes. Bastaba con mirar de reojo a los demás confinados. El “rompan filas” fue bienvenido con agrado, pocos fueron los que no salieron echando pestes.

Por el momento, la dieta seguía siendo la misma. Según los comentarios salidos de los futuros cocineros, en el pequeño almacén contiguo al comedor había arroz, chícharos y carne rusa enlatada. Si bien ese día nos volvimos a acostar con la panza medio vacía, salivábamos ya la posibilidad de poder comer otra cosa. Con tal de variar, cualquier cosa sería buena. Aprendíamos a ilusionarnos con poca cosa.

Si la primera y la segunda noche caímos en las hamacas rendidos por el sueño, a la tercera empezamos a darnos cuenta de que conviviríamos además con ratas, tarántulas y otras alimañas que hacían de la barraca su terreno de juego. Revisar las botas cada mañana, se me hacía tan obligatorio como encomendarme cada noche a Dios y a todos los santos.


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Saturday, December 1, 2018

Méjico, el campamento (por Víctor Mozo)


Al toque de diana – que nunca fue con corneta - se unieron los gritos de los sargentos, Vicente Nodarse Pérez y Rafael Martel que apenas salido el sol entraban por dos de las cuatro entradas con que contaba la barraca para obsequiarnos con un brutal despertar bajando cuanto Dios y santos había en el cielo, sin olvidar a la Virgen. Le roncan los cojones, gritó un nuevitero desdentado que dormía frente a mí en señal de protesta. Morgado, otro de Nuevitas, no se quedó atrás: me cago en la puta madre que lo parió, diciéndolo a la vez que bajaba la cabeza para que los sargentos no lo notaran. ¡Arriba, arriba, tienen diez minutos para recoger las hamacas y lavarse!, gritó el sargento Martel.

Dábamos grima. La barraca con paredes y piso de palma y techo de guano no nos ayudaba, reinaba la suciedad. De manera obligada nos sentíamos hermanados por los malos olores que de seguro despedíamos y que nosotros mismos ni sentíamos después de más de 24 horas sin lavarnos. Sin olfatearnos como los animales, nos escudriñamos tratando de saber quién era quién.

Salimos casi en tropel para lavarnos un poco la cara en unos lavaderos de cuyas llaves salía un hilo de agua. Los más listos habían traído jabón, pero muchos como yo se atenían solo al cepillo y la pasta de dientes. Al menos mi boca no apestaría y el agua refrescaría mi cara aun somnolienta.

Me sentía perdido. Como bien lo describiría mi amigo y compañero de infortunio Pedro Bencomo Sarmiento, me habían sacado de un mundo: “Fue un trancazo físico y emocional sin transición alguna, un día estábamos ensayando para el vals de los 15 de fulanita y al otro día estábamos en casa del carajo con gente vociferándote en los oídos”. Los gritos, las malas palabras, serían mi pan cotidiano como lo sería también esa tierra roja que pisaba y que nunca había visto. Pensaba a veces que debajo de mis pies se encontraban las entrañas del mismísimo infierno.

Ciento veinte hombres conviviríamos hacinados en dos barracas con los cabos de la UMAP y el hedor de las cercanas letrinas. Completarían el campamento la barraca con piso de cemento que cobijaba a los sargentos, al jefe de compañía y al segundo al mando, más una pequeña oficina. El trabajo esclavo no podía dejar de contabilizarse.

El nuevo grito de a formar con las erres bien arrastradas del sargento Rodríguez me sacó de mi estupor. En lo adelante siempre formaríamos en el mismo lugar, no lejos de la barraca de los oficiales. Los once de Jaronú caímos en el pelotón 1. En lo adelante yo sería el número 28. Además de utilizar un número para llamarnos, también utilizarían la palabra elemento. A eso nos reducían, a ser “elementos”.

A la voz de marchen, nos encaminamos de nuevo al comedor donde nos dieron dos dedos de café claro y un pedazo de pan que engullimos con la rapidez del hambriento. Al salir, un paseo breve por las obligadas letrinas me puso frente a una realidad que no me esperaba, o me enfermaba o salía inmune de todo aquello.

Y de nuevo a formar, a marchar bajo el sol por no sé cuántas horas. Cinco minutos de descanso y me precipité al lavadero a tomar agua cometiendo el gran error de beber rápido. En medio de la formación, esperando la próxima voz de mando, vomité lo poco que había tragado. Pedí permiso para salir de la formación. ¡Negativo! Me respondió el sargento Rodríguez. Creí que me iba a desmayar. El 27, un guajiro de Santa Lucía y el 29, Ercilio Serrano, otro guajiro, me sostuvieron por los brazos. ¡Compañía atención! ¡Derecha, dré! ¡De frente, marchen! Nunca supe de dónde saqué fuerzas, pero aguanté hasta el almuerzo que consistió de nuevo en sardinas y boniato salcochado con su cáscara para variar el menú. Las porciones fueron de nuevo escasas y devoradas en pocos minutos.

Por la tarde nos dieron lo que sería nuestro uniforme: dos pantalones, uno azul y otro verde oliva; una camisa gris, una gorra, el distintivo, un sombrero de guano y un par de botas. Nos dieron además dos calzoncillos, dos pares de medias, un minúsculo pedazo de tela antiséptica que serviría de toalla y un jabón. Como calzado un par de botas carmelitas de trabajo, ¡y a arreglárselas para encontrar el buen número! El intercambio de botas entre unos y otros sirvió para entablar un poco la conversación. Los testigos de Jehová, que ya eran tres, rechazaron todo lo que fuera de color verde oliva. Había gente de Minas, Senado, Nuevitas, Sola, Holguín, Morón. Los de la ciudad de Camagüey seríamos unos 15. Para casi todos, más que la ropa, tener un jabón en las manos fue de amplio regocijo.

Las tablas que servían de piso en las duchas parecían más rojas que la propia tierra. Una veintena de llaves conectadas a tubos servían para ducharse. Duro momento la primera vez en que por grupos, sucios y desnudos, tratábamos de guardar una distancia prudencial. La principal preocupación era mantener el espacio vital, quitarse el churre de encima y ponerse el dichoso uniforme que al menos estaba limpio.

Nos volvieron a cansar de tanto marchar y marchar, ¡ni que fuéramos cadetes para desfile militar! La comida fue la repetición del almuerzo y la noche cerró con una marcha más y el grito obligado de patria o muerte que el sargento Rodríguez nos hacía repetir hasta que se cansara.

Raro campamento dizque militar. No había asta ni mucho menos bandera. Nunca se cantaría el himno nacional ni siquiera en las fiestas patrias. Imposible cantarlo, vivíamos en cadenas y en afrenta y oprobio sumidos. La Patria había dejado de ser ara para ser pedestal.


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