Thursday, June 25, 2020

El baile (por Teresa Fernández Soneira)


Nunca olvidaré aquellos días de carnaval en el Prado de La Habana cuando la música y el baile de las comparsas callejeras lo llenaban todo. Aunque aún eran una niña, mis padres me llevaban a ver a los bailadores de comparsas con sus farolas. La cadenciosa y contagiosa percusión, el sonido parejo con el que marcaban el paso los danzantes al rozar sus zapatos al unísono, contra el asfalto de las calles, y sus movimientos rítmicos (la zandunga), eran para mí de poderosa atracción. En aquella época el pueblo de La Habana se desbordaba por las calles y talmente parecía como si la ciudad entera bailara. Esta imagen que retengo de mi feliz niñez no es una exageración o una fantasía, pues ya desde los tiempos de la colonia muchos extranjeros que visitaron Cuba dejaron sus impresiones sobre este aspecto de nuestra cultura.

En el 1840 la cubana, Mercedes Santa Cruz, Condesa de Merlín, llega a La Habana procedente de París después de muchos años de ausencia, y relata:
llevaron varias personas que estaban invitadas a pasarse el día con nosotros y el tiempo se nos fue rápidamente repartido entre el paseo, la música y la danza ya que el habanero encuentra siempre un pretexto para bailar a todas horas aun durante los más fuertes calores.
“Día de Reyes”,
 del pintor francés Federico Miahle, 1853.
De su libro Álbum Pintoresco de la Isla de Cuba
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Después, en el 1847, visitó Cuba el vizconde D’Hespel D’Arponville, quien también nos dejó su comentario al respecto:
El baile de que gustan con pasión, es la ocupación favorita de la juventud. El año entero es un solo baile y la isla un solo salón. Cuando no se baila en las casas particulares o en los pueblos de temporadas, se baila en la propia casa de la familia, muchas veces sin piano ni violines y con solo al compás de la voz de los bailadores.
Y hasta la poetisa gallega, Rosalía de Castro, en su novela El Caballero de las Botas Azules (1867), presenta esta simpática imagen de un baile de sociedad:
Tará-Tatá – Tará-Tatá, Niña cubana, taratatá, ¡por ti me muero! No era esto precisamente pero poco más o menos, esto era lo que querían decir algunas de las hermosas danzas americanas que en aquella noche se tocaron con un son tan dulce y arrullador que pudiera uno sentirse transportado a un bosque virgen…
- ¡Ah, mi Cuba! exclama al oír tan dulces sones la criolla. Si Ud. viera nuestros bailes, General…que danzas, ¡Dios mío! Aquello no es bailar; el cuerpo apenas hace más que dejarse arrastrar por quien lo lleva”.
- Pero observo que se fatiga Ud. y no es extraño, porque esto no es una danza, ¡es un galop infernal…si tal aconteciese en mi país!
- No hay que hablar de ello, repuso el General – con aquel calor se hubiera uno muerto como San Lorenzo.
- Pero si no hay allí calor.
- ¡Como!
- Digo, que, aunque lo haya, las lluvias y la brisa del mar emplean la atmosfera…oh, el cielo americano, ¡que cielo!.
Finalmente tenemos el punto de vista de un norteamericano quien, al poco de terminar la Guerra de Independencia, va a Cuba en plena época de carnavales. James F.J. Archibald, periodista de la revista Harper’s Weekly nos cuenta sus impresiones de un 10 de marzo de 1899 en La Habana:
Aparte de las mascaradas y de tirar bolas de harina a los transeúntes por las calles los domingos, el carnaval consiste principalmente en fiestas y bailes. Cada noche en los clubes privados y en los lugares públicos hay bailes de disfraces, algunos muy bonitos. En los teatros se elevan los pisos al nivel del escenario, se retiran los asientos y queda un espléndido salón para bailadores.
El baile cubano es peculiar cuando es visto a través de ojos norteamericanos. Hacen los bailadores un pasillo que es una mezcla de chino, turco e indio…la pareja raras veces emplea más de tres o cuatro pies cuadrados para bailar haciéndolo sin cesar y solo descansando por unos quince segundos para conversar y luego seguir bailando. Dos orquestas tocan toda la noche. Mientras una hace un receso, la otra toca, y así van alternando durante la noche. La Habana es una ciudad con gran animación tanto de día como de noche, y yo creo que, si no fuera por la disposición de que a la una de la madrugada todos los cafés están obligados a cerrar sus puertas, la gente no se retiraría a sus casas jamás.
Alguien ha dicho, y con mucho acierto, que en Cuba todo era música, producto quizás de una combinación de factores: la belleza del paisaje, la luminosidad del aire, la benignidad del clima y el arrullo perpetuo del mar que rodea nuestra isla por todas partes y que, batiendo continuamente sobre las rocas, hace su propia música con su eterno ritmo. Cuales quiera que sean las causas, lo cierto es que en Cuba a todo se le ponía música, y se daban bailes por cualquier motivo (o sin él) pues el baile es consustancial con nuestra naturaleza. “…quíteme la comida” – decía una dama del siglo XIX – “y ni lo siento, con tal de que me den música y un buen compañero”.


Baile porque es el santo de papá, o el cumpleaños de mamá; o el bautizo del hermanito. Baile porque se gradúa el primo de medicina, porque nos mudamos para una nueva casa o porque la cosecha ha sido buena. Baile porque llueve y hace calor, y porque no llueve o hace frío, pero baile, siempre baile, porque nunca faltan pretextos para hacer fiesta. En Cuba se celebraban bailes en los clubes privados, en los lugares públicos como en La Tropical o en La Polar, y en los centros regionales españoles donde se daban cita los grandes bailadores y las buenas orquestas.

Luis Victoriano Betancourt, periodista y costumbrista camagüeyano del siglo XIX, causaba carcajadas entre los lectores por el modo con que criticaba a la sociedad de su tiempo. Él decía en tono irónico:

“nada de escuela para los artesanos, nada de bibliotecas abiertas, de gimnasios públicos, de educación sólida para la mujer, pero en cambio juegos de billar, de toros, de gallos, de barajas, y luego bailes de día, bailes de noche, bailes de invierno, de verano, campestres, urbanos. Bailes de ayer, hoy, mañana, tarde, temprano, ahora y luego: bailes de aquí y de allá, de cachumba, de cangrejito, de guaracha, de repiqueteo, de rumba; bailes en fin modificados por todos los adverbios y calificativos, y por todos los adjetivos de todos los diccionarios”.
Y el temperamento fiestero quedó a los ojos de algunos extranjeros con la imagen del cubano vago, poco trabajador e indolente, y el de las mujeres fáciles, frívolas y alocadas. Pero, sin embargo, esta era una imagen falsa ya que la alegría del cubano no era, ni es, esa alegría del pecado sino la alegría de vivir. La alegría de un pueblo que trabajaba con ahínco para mejorarse y mejorar la Patria, pero que a la vez sabía disfrutar de la vida y buscaba en la música y en el baile una distracción.

“Serían las 10 de la noche y entonces estaba en su punto el baile. Bailábase con furor; decimos con furor porque no encontramos término que pinte más vivo aquel movimiento incesante de pies arrastrados muellemente junto con el cuerpo al compás de la música; aquel revolverse y estrujarse en medio de la apiñada multitud de bailadores…”. (Cirilo Villaverde, Cecilia Valdés).
Hoy en el destierro, donde todavía se conserva algo de este “ingrediente” de nuestra cultura, se llevan a cabo fiestas de 15, de graduación, en las bodas, por el día del médico, del dentista, del abogado, del contador, en Nochebuena, y en todas estas celebraciones no puede faltar su música “para echar un pie”.

Sexteto de Occidente en New York, 1926. Aparecen entre otros: Su fundadora María Teresa Vera, e Ignacio Piñeiro.
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Ayer y hoy en todas partes del globo terráqueo se ha bailado porque como decía Luis Victoriano Betancourt, “el baile es la risa de los pies” y cuando el alma está alegre tiene que expresar esta alegría, y el baile es la mejor manera de hacerlo. Los andaluces dicen que es saludable “menear el esqueleto” de vez en cuando, que es bueno para el cuerpo y para el espíritu esa maravillosa demostración de felicidad. Esa combinación de España con África en nuestra música; ese repique del tambor con acompañamiento de piano, trompeta, guayo, maracas, clave y cencerro, producen un desbordamiento inescapable y un goce de los sentidos que no se puede reprimir. Por eso la música cubana ha llegado tan lejos, porque es contagiosa. Y no puedo cerrar sin reproducir aquí la “elegia” que hizo del baile el simpático Betancourt, allá por el siglo XIX:
Los romanos pedían pan y circo; los hijos de Iberia piden pan y toros; pero nosotros pedimos pan y danzón; ¡Oh, jóvenes que bailáis! ¡O, padres que veis bailar! ¡Oh, sociedad que dejas que te bailen! Que hacéis todos, por Dios, ¿Por qué no salir de una vez a la cumbre de la gloria? Subid, subid, bailando. ¿No veis? Allá arriba en la gloria se baila también: a un lado Washington y Lincoln bailan; ¡al otro bailan Sócrates y Bruto…que dulce es morir bailando! No ardían tanto de amor patrio los soldados griegos al robusto son de la lira de Tirteo como la juventud cubana se entusiasma al escuchar el repique del tambor en la danza.


NOTA: este artículo fue publicado en el libro Apuntes desde el Destierro, Ediciones Universal, Miami 1989.


Carnavales de La Habana, 1956





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Teresa Fernández Soneira (La Habana 1947), es una historiadora y escritora cubana radicada en Miami desde 1961. Ha hecho importantes aportes a la historia de Cuba con escritos y libros de temática cubana, entre ellos, CUBA: Historia de la educación católica 1582-1961, Ediciones Universal, Miami, 1997, Con la Estrella y la Cruz: Historia de las Juventudes de Acción Católica Cubana, Ediciones Universal, Miami, 2002. En los últimos años ha estado enfrascada en su obra Mujeres de la Patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba, (Ediciones Universal, Miami 2014 y 2018). El volumen I dedicado a la mujer en las conspiraciones y la Guerra de los Diez Años, y el volumen 2, de reciente publicación, trata sobre la mujer en la Guerra de Independencia. En estos dos volúmenes la autora ha rescatado la historia de más de 1,300 mujeres cubanas y su quehacer durante nuestras luchas independentistas.

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