Saturday, April 20, 2019

Narciso (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Lo habíamos apodado Narciso porque aquel joven confinado que no debía pasar de los 19 o 20 años vivía imbuido de que era lindo. Decía que su mejor arma no era un fusil y mucho menos una guataca o un machete. Narciso siempre llevaba su arma, como le decía él, en uno de los bolsillos de su camisa. Tenía dientes y no mordía. Su “arma” era un peine del que no se desprendía nunca y que siempre iría colocado en el bolsillo izquierdo de su camisa. En el campamento de Jaronú Narciso era el No. 15, sustituyendo a aquel guajiro que se deleitaba frotándose con hojas de guao para no ir a trabajar.

Si Narciso hubiese podido, se habría duchado tres veces al día y cada mañana habría ido al corte como aquel que va una fiesta de quince o a una boda. Cabello engominado, camisa abrochada hasta el cuello, la gorra bien colocada. En ese aspecto ningún militar podía decirle ni pío, era la perfección en cuanto a uniforme se trataba.

A su peine bien guardadito en el bolsillo lo acompañaba un espejito que podía sacar en cualquier momento en medio del corte de caña para mirarse y ver que siempre estaba bien peinado. Ahí era donde jodía a los sargentos, no había uno que no perdiera la paciencia. No creo que lo hiciera para joderlos, Narciso, cuyo verdadero nombre he olvidado, tenía un serio problema con su personalidad.

Nadie quería ser su compañero de corte porque siempre los atrasaba. Narciso paraba de cortar caña cuando mejor le convenía, se quitaba la gorra, sacaba su espejito y comenzaba su ritual de peinarse hasta que sus cabellos estuvieran colocados a su gusto. Ahora sí me veo bien, solía decir cuando terminaba, buscando la aprobación de los que de reojo o de frente lo miraban o le decían sigue comiendo mierda que te vas a podrir aquí. Narciso respondía con una sonrisa, se miraba una última vez en el espejito, se agachaba para coger su machete y continuaba el corte. Cuando empezaron a dar pases de algunas horas según lo que producías en el corte, Narciso prefería perder aquellas horas preciosas para muchos de nosotros, su apariencia personal era lo primero.

Narciso había sido el primero en protestar porque de la decena de duchas con que contábamos solo funcionaban tres. O sea, tres duchas para una centena de hombres que regresaban cansados, sudorosos y apestosos del campo de caña.

Todo tenía su explicación, y meticuloso con su presencia como era Narciso, sería él quien descubriría lo extraño de la situación. Vivía intrigado con el problema de aquellas duchas de las cuales solo salían apenas unas gotas de agua. El asunto aquel de correr para ser el primero en bañarse no le cuadraba como tampoco le cuadraba a muchos. El Tte. Cause se regocijaba al vernos correr y ver cómo nos apurábamos para enjuagarnos y enjabonarnos en fracciones de segundos. El gozaba y a nosotros nos hervía la sangre.

Todo duró hasta que un día, el confinado Narciso, hurgando y hurgando con uno de sus meñiques en uno de aquellos tubos por donde debía salir el precioso líquido, sacó poco a poco un trapo que alguien con sumo cuidado y paciencia había introducido para impedir que el agua pasara.

Narciso, vestido bajo la ducha como Dios lo había traído al mundo, saltaba de alegría y no paraba de gritar, ¡Agua caballeros, hay agua p’a tó el mundo! ¡A mí sí no me joden, busquen en los tubos que los taponearon con trapos!

Ante tanto jolgorio como si fuéramos niños jugando echándonos agua con una manguera en una calurosa tarde de verano, no dejó de venir el Tte. Cause y pararse delante de los que allí se duchaban y gritar un ¡silencio! que no sirvió de mucho porque al dar media vuelta y retirarse las risas y carcajadas volvían mientras que el agua bendecía y lavaba nuestros pellejos.

Ese día, antes de irnos a dormir, Gilberto Castillo, el 20, daba fin a la tertulia nocturna con su consabido, señores, un día más que le rompimos a la UMAP, añadiendo, y hoy los jodimos bien. 365 días y más le habíamos partido desde aquel 24 de junio de 1966.

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