Tengo a mano la noticia del deceso del reconocido pintor camagüeyano Héctor Molné en Costa Rica, su tierra de adopción luego salir de su patria chica camagüeyana.
Mis referencias a su impronta pictórica se remontan al temprano visionaje de algunas de sus obras que recuerdo al visitar en mi época adolescente la parroquia de Nuevitas, donde en su salón parroquial colgaban algunos de aquellos sus cuadros colmados de referentes a la ciudad camagüeyana antológica por sus iglesias y las plazas.
Creo recordar otros cuadros suyos ubicados en algún otro sitio eclesial, y en especial uno muy valioso que en algún minuto mi memoria cree haber visto colgado en la humilde oficina rectoral del antiguo convento de la Merced que habitara el inolvidable Padre José (Pepe) Sarduy.
Esta obra recuerda a la
que es mencionada en el texto
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Se trataba de una bellísima efigie de Cristo, un dibujo que esbozaba un minuto acaso de su Pasión destacando el rostro retocado con mano maestra con tonos de colores sobrios, y donde uno sentía al mirarlo una especial vibración magnética, o al menos a mi me lo parecía.
Esa maravilla pictórica la tuve también a la vista por un tiempo cuando laboré en el primer espacio que tuvo la Biblioteca Diocesana, ya en la Casa Diocesana de La Merced, y atendida entonces por el amigo fraterno Joaquín Estrada-Montalván.
Estaba colgada justo detrás de la mesa del bibliotecario, y era un punto focal que cualquier visitante tendría a su vista al acceder al local, o desde cualquiera fuera el sitio que se ocupara en aquella primitiva sala de lectura.
Allí perduró hasta que la biblioteca se mudó de espacio, a su nuevo destino actual con entrada por la calle Lope Recio.
La mudada de la biblioteca no incluyó aquel cuadro que fue retirado y llevada a no se que otro destino.
Por dos décadas a posteriori de aquel suceso no tuve otras noticias de aquel inolvidable “retrato “de nuestro Señor.
Al saber de la noticia de la definitiva partida pintor Molné, el recuerdo de aquel cuadro suyo fue la primera referencia que tuve a aquella especial cabeza de Cristo, pintada con la gracia de la fe que el propio artista profesaba, y que tanto admiré con reverencia en aquel primer scriptorium de tantos recuerdos y afectos.
Y créanme que haría muy feliz si alguna vez lo volviera a contemplar.






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