Wednesday, June 17, 2020

La epidemia de cólera de 1835 en Puerto Príncipe. El coronel Sedano y el Padre Valencia se enfrentan al mal (por Carlos A. Peón-Casas)


Del hecho distan casi ya dos siglos. Pero en el Puerto Príncipe de entonces tuvo una incidencia nefasta.

Contribuyó a que el efecto fuera más trágico, como se nos cuenta en una apretada síntesis en Apuntes de Camagüey del celebrado historiador local Jorge Juárez Cano, la actitud negligente de los galenos de entonces en la otrora ciudad, quienes sin darle crédito a los notorios síntomas que provocaba el mal, negaban a todo trance la existencia de aquella plaga, hasta que rendidos ante la evidencia aplastante de las cientos de víctimas en la hasta entonces “alegre y confiada”(1)  población, reconocieron muy tarde su torpeza.

Y aunque muy poco o casi nada podía hacerse en aquel minuto, para salvar a los contagiados, ciertamente y desde los primeros días, si hubo una intención de intentar poner remedio al mal cuando apenas era un brote minúsculo, ese merito se lo llevarìa para la historia el que entonces fuera teniente gobernador de la ciudad: Francisco Sedano(2).

De inmediato tomo las previsiones pertinentes, de tipo “sanitarias y gobernativas’’(3), entendibles en aquella primitiva ciudad, donde las aguas negras corrían a su antojo por zanjas malolientes. La costumbre popular hacia que las fachadas se pintaran de blanco, usando lechada de cal, que según la creencia general era un poderoso detente para el mal.

Pero en general, las personas más pudientes acaban por cerrar sus propiedades en la ciudad y se marchaban a la carrera a sus estancias campestres, en busca de un mejor clima. A muchos empero los sorprendía la muerte en el trayecto, pues ya iban contagiados al salir.

Ante el avance incontenible del mal, Sedano tuvo el apoyo incondicional de un hombre a quien los camagüeyanos tienen por santo: el Padre Valencia. La voz popular los recuerda como amigos y colaboradores muy cercanos. Con afanosa diligencia se hacían presentes dondequiera era necesario el apoyo material, o el necesario consuelo espiritual, sin reparar en la posibilidad del contagio.

Juárez Cano hace oportuna referencia cuando cuenta que:
Recrudecido el mal el propio Sedano, acompañado del apostólico padre Valencia, recorría sin descanso, día y noche, la ciudad, auxiliando con recursos a los atacados del mal, hasta que al fin dicho gobernante, contagiado del terrible mal, expiró el 14 de septiembre(…)(4)
Ante tan sensible pérdida, Valencia no se amilanó y siguió adelante sus empeños. De tal época data una famosa oración que hubiera de escribir, pidiendo a Dios por el fin de tan temible flagelo.

El texto conservado por la piedad popular, es rezado con devoción por los camagüeyanos en los minutos en que se han visto amenazados por alguna repentina epidemia. Juárez Cano apunta que específicamente, en 1918, con el azote de la temible pandemia bautizada como la Influenza española, se reiteraba el rezo de aquella en todos los hogares.

Ahora mismo, y ante los rigores del azote del temible coronavirus por todo el mundo, tan sentida oración se hace presente otra vez, desde el imaginario de los camagüeyanos, en la inmediatez de las populares redes sociales de este aquí y ahora

Para el final reproducimos para el lector las estrofas de dicha plegaria tal y como la encontramos en el citado libro de Juárez Cano.
Jesucristo vencedor,
Que todo en la cruz venciste,
Venced Señor, esta peste
Por la muerte que tuviste
Por tu justicia divina
Aplaca el justo rigor,
Y por tu preciosa sangre
Misericordia Señor!
La peste de cuerpo y alma
Te pido, Señor, se acabe
Poniendo de intercesora
A tu Santísima Madre,
Y todos los pecadores digan:
¡Salve, ¡Salve!, ¡ Salve!



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  1. Apuntes de Camagüey. Jorge Juarez Cano. p. 80
  2. “Ilustre habanero (…) Gobernó durante veinte y nueve años la provincia de Puerto Príncipe, fundó en ella la Diputación Patriótica, 1832, y murió gobernador militar y político de dicha ciudad, pobre y generalmente sentido” En Diccionario Biográfico. Francisco Calcagno. Nueva York, 1878. p.590
  3. Ibíd.
  4. Ibíd.

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