Ya andaba contento por el tercer surco que hacía en aquella mañana. Hasta el momento nada de mala yerba ni de bejuco atravesado. ¡Me había tocado trabajar en un campo casi limpio! Al sargento Nodarse no lo había visto ni oído desde el pase de lista mañanero por lo que me dije que, dentro de lo malo, aquello era un alivio. Duró poco, como alegría en casa de pobre. Al quinto surco de una norma de diez se me presentó una maleza delante como muro infranqueable. Miré aquello diciéndome que de allí no saldría hasta el anochecer y poco a poco empecé a tirar mis guatacazos luego de escupir un buche de agua que supuestamente debía refrescarme. Por mucho que protegía mi cantimplora, el agua se mantenía tibia.
¡28! ¡28! Oí que me llamaban, pero no era la voz del sargento Nodarse. Cuando me viré tenía detrás a Segundo, uno de los llamados políticos. Esperando ya la andanada de insultos e improperios, Segundo se limitó a decirme, préstame la guataca, 28. Miró el palo de la guataca como aquel que conocía verdaderamente el apero de marras, miró la cuña que servía para encavarla, pasó los dedos por donde se suponía que algo afilado debía haber, me miró a la vez que sonreía y me dijo: Coño 28, con esto te vas a podrir aquí. Esto no sirve pa ná, diciendo esto último a la vez que trataba de desherbar algo. Coja un diez que voy a tratar de arreglar esto, añadió mientras lo veía alejarse buscando la guardarraya.
El “diez” que cogí me pareció largo agachado en un plantón tratando de protegerme del sol. Al rato apareció Segundo con otra guataca. Cuando tendí la mano pare cogerla, me dijo. Fíjese bien como yo hago, 28. Y exhibiendo aquella guataca como una maravilla, añadió. Mire, 28, la encavé como se debe, la amolé y ya verá que ahora sí corta. Con razón no avanzaba, aparte de que era torpe en ese tipo de faena, no sabía ni qué era amolar ni que era encavar una guataca. No había terminado de explicarme la buena técnica para desherbar que ya Segundo había limpiado una buena parte de lo que a mí me habría tomado horas. Con su cantaito oriental y con aire de triunfo me entregó la guataca. De ahí palante no etá tan malo. Haga lo que pueda que no etoy muy lejo. Segundo era un hombre de campo; Segundo no decía malas palabras ni tampoco blasfemaba. Así era de sencillo, así era de caballero.
Contrariamente al otro comisario político, que prácticamente no hacía nada, a Segundo se le había encomendado la tarea de adoctrinarnos mediante ciertos cursos de historia mezclada con dosis de comunismo primitivo. Los cursos se daban de noche en la barraca que servía de comedor bajo la tenue luz que proporcionaban las chismosas diseminadas encima de las mesas.
Dio la casualidad que la primera noche de adoctrinamiento me hallara sentado en el extremo de una de las mesas y que Segundo escogiera ese sitio para colocar su manual de historia y una libreta, justo a mi lado. Luego de hacer una penosa introducción, Segundo abrió el libro y se puso a leer. Leía con tanta dificultad que pensé que era tartamudo. No lo era, Segundo sabía apenas leer y escribir. No había terminado de leer el primer párrafo que espontáneamente le dije: Me gusta leer en voz alta, ¿quiere que lea? Un poco asombrado me contestó: Bueno, si usted quiere. Así, durante varias noches, con Segundo a mi lado, leía aquellas páginas que nada tenían que ver con la verdadera historia de Cuba y que a fin de cuenta a nadie interesaba.
De esa manera, porque siempre vi en Segundo un hombre bueno, le servía de bastón en aquellos menesteres que ni él mismo comprendía. Segundo formaba parte de muchos de aquellos campesinos que habían sido alfabetizados pero que a duras penas podían leer o escribir un par de líneas. Segundo había combatido en la Sierra Maestra y era el guajiro más sencillo que había visto en mi vida. En mí había visto una persona que lo trataba con respeto y desde aquella noche, siempre que podía me ayudaba a desherbar o a mantener mi guataca bien afilada. Cuando había bejucos pasaba delante y me facilitaba grandemente la tarea. El sargento Vicente Nodarse veía con malos ojos que me ayudara, pero ante Segundo, un negro imponente en sí por su fortaleza física que además había combatido en la Sierra Maestra, tenía prácticamente que postrarse. Con la llegada de Segundo, Vicente Nodarse dejaría de molestarme.
Luego vinieron ciertos cambios y con estos los traslados de un campamento a otro. Dejé de ver a Segundo hasta un día ya estando en Camagüey en el batallón 30. Dicho batallón de la UMAP era también lugar de paso para militares que pasaban a retiro. Así, un buen día, al regreso del trabajo de Kilo 7, alguien me llamó por mi antiguo número. De lejos veía a varios militares, hasta que al fin estuve enfrente de aquel que me solicitaba. Ayudado por un palo que le servía de bastón, Segundo, el bueno de Segundo, me había reconocido y venía a mi encuentro. Aún lo recuerdo sonriente, como recuerdo su abrazo y aquel “Coño 28, creí que no te iba a ver más”. Al parecer tenía cierto problema en la columna y se le dificultaba caminar. No obstante, su sonrisa escondía cualquier dolor físico. Esto nunca debió ser así, 28, me dijo algo triste. Me dio pena verlo disminuido físicamente. Me habló de su familia, de sus hijos y de una pequeña estancia que tenía para cultivar. Estaba cansado de rodar de un lado para otro.
Al día siguiente me acerqué al lugar donde lo había visto para conversar de nuevo con él pero ya no quedaba nadie. Desde ese día nunca he olvidado su cara y cada vez que recuerdo su nombre, pienso en José Martí, aquel que decía en sus versos, “con los hombres de la tierra quiero yo mi suerte echar…” Segundo era uno de ellos.
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Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog
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