Monday, August 3, 2015

Fragmento de "Sin Pedir Permiso" (por Fausto Canel)

Nota del blog: Agradezco a Fausto Canel (http://faustocanel.com) que comparta con los lectores un fragmento de su libro de memorias Sin Pedir Permiso. El  libro  y su documental  El final (1964) se presentan en Miami el próximo martes  4 de agosto a las 8 00 p.m., en Books and Books, 265 Aragon Ave. Coral Gables.  Entrada gratis.

Se puede adquirir en Amazon haciendo clic aquí.

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12 En la época en que nació Alejandra, mi mujer trabajaba fuera de casa, pero yo no. Después del desayuno le dábamos de comer a la niña y a partir de ese momento tomaba yo el control del barco. Cambio de pañales, tomas de leche, baño tibio en la bañadera. Entre biberón y biberón escribía Ni tiempo para pedir auxilio, un relato durante los primeros años del castrismo.

Luego, a media tarde, llevaba a Alejandra al Fort Tryon Park, al norte de Manhattan, dónde está anclado The Cloisters, un museo de arte medieval, una pica de Nueva York en el Flandes de los siglos XII al XV.

El primer arte que Alejandra vio en su vida fueron los unicornios flamencos en los tapices de este museo reconstruido en el Nuevo Mundo con fragmentos de abadías europeas. Aquella fue una de las épocas más hermosas de mi vida.

Sin embargo, esa situación cambió. A Macarena le hicieron una muy buena oferta de trabajo en Los Ángeles y decidimos mudarnos a California. Teníamos muy presente la sugerencia de un primo hermano mío, José Menéndez, con quien habíamos cenado en aquella ciudad en un reciente viaje de trabajo.

Mi primo había sido vicepresidente de la RCA Records y acababa de ser nombrado presidente de una importante productora de DVDs. “Ven a Los Ángeles,” me dijo. “Seguro que podemos hacer algo.” De nuevo se abría la posibilidad de hacer cine.

En vez del avión, escogimos hacer el viaje por carretera. Para ver, para escuchar el país on the road, como lo soñó Jack Kerouac.

La primera parada fue New Jersey, dónde la música hip-hop era la misma que en Nueva York, pero al tomar carretera hacia Baltimore, ya el ritmo comenzó a cambiar. En la radio del automóvil, que habíamos sintonizado en el A.M. de las emisoras locales, el omnipresente rap de las estaciones neoyorquinas y de New Jersey se fue disipando, para regresar de nuevo en Washington DC. Luego desapareció por completo en cuanto entramos en West Virginia.

Aparecieron de súbito las montañas y un ambiente rural. “Almost heaven, West Virginia” cantaba John Denver en la radio. “Country road, take me home.” Y de hecho las carreteras secundarias que se veían desde la autopista eran una tentación al paraíso. El Este había quedado atrás. Alejandra era demasiado pequeña para entender lo que pasaban, pero otro Estados Unidos comenzaba y la niña lo percibía de alguna manera con sus grandes ojos inquisitivos. Esa noche la pasamos en un motel en las montañas, regentado por una familia de hindús.

Cuando entramos en Kentucky siguió la música country, intermitente con anuncios de bourbon y de pollo frito en la radio. Consejos que por supuesto seguimos en Lexington en un restaurant popular. Nada que ver con la comida rápida que patrocina el Coronel.

Y entonces llegó el poderoso Mississippi y el enorme puente sobre el rio y muy pronto aparcábamos ante Graceland, la casa museo de Elvis Presley en Memphis, la catedral del kitsch.

Alejandra miraba los trajes del Rey como si fuesen juguetes. Que bien visto, sí que lo eran. Para mí fue como regresar a la Radio Kramer de mi adolescencia. Blues y Rhythm & Blues mezclados en ese crisol de géneros que es el Rock & Roll.

Y ya que estábamos en Tennessee no nos quedaba otra que pasar por Nashville y su skyline, que hubiese dicho Bob Dylan… El mítico Grand Ole Opry... “Hey, if you happen to see the most beautiful girl that walked out on me…” Johnny, Patsy, Willy, Hank, Merle, Loretta, Tammy, los grandes antes de que el country se prostituyera en pop music.

Más tarde llegamos a un estado que nos pareció pobre y descuidado. Estábamos en Arkansas, y Little Rock, su capital, nos trajo a la memoria los peores conflictos de la integración racial. Esa tarde nos fuimos al supermercado a reponer provisiones y nos encontramos con alimentos, marcas, latas de conserva y productos únicos que nunca habíamos visto.

Después pasamos por Texarkana, un pueblo cortado en dos por la línea de demarcación estatal, y luego nos lanzamos a la primera recta del viaje: kilómetros y kilómetros y más kilómetros inacabables de pasto para ganado, con Alejandra harta en su sillita de viaje.

Pero la música no cambió. Siguió siendo country de la buena, de la de entonces.

Pasamos por Dallas — y ya sin tiempo para pedir auxilio a J.R., nos dirigimos a San Antonio, con México al otro lado de la frontera, el Álamo del mito, el agradable paseo por el río, comida auténtica mexicana y el corrido, la banda y la ranchera tomando el control de la radio.

Música tex-mex que continuó por las montañas agrestes de Nuevo México, por el oeste que llegó en Tucson con los cactus que tanto sorprendieron a Alejandra, y el desierto ya a pocos pasos.

Luego tomamos la autopista de Phoenix a Los Ángeles: esa sí la recta final. Y allí nos alojamos en un hotel del centro de la ciudad, muy cerca del lugar donde mi mujer iba a trabajar. “Welcome to the hotel California…”

A la mañana siguiente, al abrir la puerta de nuestra habitación para recoger el periódico, nos enfrentamos con un enorme titular. Los Ángeles Times reportaba el asesinato, la tarde anterior, de mi primo José Menéndez, aquel nuevo ejecutivo de Hollywood. Semanas más tarde la policía arrestó a sus dos hijos y los acusó de asesinato doble, ya que también habían matado a su madre.

Aquella sí que fue una bienvenida inolvidable al Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles.

Welcome to L.A.


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