Basta con revisar un libro tan documentado como Amos, siervos y revolucionarios: la literatura de las guerras de Cuba (1868-1898) de Jorge Camacho para comprobar que la producción novelesca derivada de esas contiendas en la Isla no estuvo a la altura – ni en cantidad ni en calidad- de las creaciones poéticas ni de la imaginería constituida por daguerrotipos, grabados, pinturas, dibujos y hasta algún rústico fragmento cinematográfico asociado a la intervención norteamericana que cierra el período.
La aparición de un título fundamental para las letras cubanas: Cecilia Valdés, en su versión definitiva en 1882 resulta sintomática. Si bien la trama se sitúa en la primera mitad de la centuria, su análisis de los problemas sociales de la colonia parece indicar de manera elocuente no solo las causas de la contienda iniciada en 1868, sino las razones fundamentales que impedirían el triunfo de los criollos alzados diez años después. Un Villaverde históricamente anexionista parece corregir sus rumbos aunque a su fallecimiento en 1894 estos no quedaran muy claros.
Las novelas en el período de entreguerras insisten en la clave antiesclavista como es el caso de Francisco de Anselmo Suárez y Romero que, aunque supuestamente concluida en 1839 solo encuentra circunstancias más propicias para darla a la luz tras el Pacto del Zanjón, en 1880. Otras se ocupan de exhibir y hasta caricaturizar la corrupción de funcionarios y comerciantes peninsulares como Mi tío el empleado de Ramón Meza que se inscribe dentro del ideario del Partido Liberal Autonomista al estudiar y exhibir las causas de los males coloniales para buscarles un remedio evolutivo que excluía una nueva confrontación armada.
Si se desea leer en clave literaria las guerras por la independencia habría sumergirse en los Episodios de la Revolución cubana de Manuel de la Cruz o en Episodios de la guerra. Mi vida en la manigua (Relato del Coronel Ricardo Buenamar) (1898) de Raimundo Cabrera, pero el material que más abunda está en los diarios de campaña – Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gómez, Antonio Maceo, José Martí, Fermín Valdés Domínguez-, así como en cartas, discursos, artículos y libros de memorias.
El advenimiento de la República aportó un sabor contradictorio al tratamiento del tema, mientras comienzan a divulgarse documentos y testimonios de tales contiendas y se realizan los primeros análisis de esa historia reciente, las novelas que aluden a ella están cargadas de un sabor escéptico al desmitificar tanto a los contendientes criollos como a su adversarios hispanos y se intenta adivinar en ellos la raíz de los problemas de la recién estrenada República como se muestra en las dos novelas de Carlos Loveira: Generales y doctores y Juan Criollo, así como en La manigua sentimental Jesús Castellanos se cuestiona en tono muy pesimista la estatura moral de una parte de los insurrectos.
En años recientes han surgido en la literatura escrita en Cuba algunos ejemplos de novelas consagradas a reinterpretar determinadas personalidades conductoras de las guerras de independencia: La Concordia (2012) de Evelio Traba se centra en la contradictoria figura de Carlos Manuel de Céspedes; Infidente (2015) de Nelton Pérez se ocupa del José Martí adolescente, desterrado en la hacienda El Abra de Isla de Pinos; por su parte Yandrey Lay publicó en el muy reciente 2024 Cuba y la noche, una especie de ucronía ubicada en 1906 en la que José Martí es presidente de la República y Antonio Maceo encabeza la oposición, la obra procura responder desde un punto de vista muy personal esa pregunta que fue y sigue resultando frecuente entre los que debaten sobre la historia insular: ¿Cómo serían esos próceres caídos si hubieran sobrevivido y conducido la vida republicana del país? Y sobre todo ¿Habrían logrado modificar el ayer y el hoy de Cuba?
En el mismo año que veía la luz la novela de Lay, la editorial Verbum dio a conocer otra, escrita por una autora cubana pero que ha vivido desde su juventud en los Estados Unidos: De amores y guerras. Cuba y España de Uva de Aragón (La Habana, 1944). Lo más llamativo en ella es la radical diferencia de su enfoque con los libros antes citados.
En primer término no es una narración centrada en la figura de un héroe. Por sus páginas desfilan como sombras proyectadas al fondo, en un diorama, Céspedes, Agramonte, Maceo, Martí. Unas veces sencillamente entran por un momento en la existencia de uno de los personajes, como ocurre con Salvador Cisneros al que se retrata con elegancia y dulzura románticas a través de los ojos de Sara Escobar; en otros casos se alude a ellos como parte del marco histórico donde se desenvuelve la obra; y también sufren la crítica o la sencilla aversión de aquellos que desde una defensa integrista de la patria española no aceptan posición separatista alguna, es el caso del gallego Waldo Álvarez Insua para quien Máximo Gómez y Calixto García eran dictadores mientras que Ignacio Agramonte “mandaba como un reyezuelo en Camagüey”. Unos años después, elogiará sin reservas “la abnegación, el patriotismo y el noble desinterés de los Voluntarios de la isla de Cuba” así como “la política previsora y acertadísimas disposiciones del ilustre Valeriano Weyler”.
Por otra parte, no se busquen en esas páginas grandes batallas sino apenas sus consecuencias sobre aquellos que toman parte del relato: la marcha de Sara y su familia al campo insurrecto; el fusilamiento en Baracoa de José Dolores Catá y las vicisitudes para sobrevivir de sus hijos Emelina y Álvaro; los retornos de Waldo con su familia a Galicia, cada vez más contrariado en la medida en que declina el poder español en la isla y la síntesis de muchas de esas historias en la figura del futuro escritor y diplomático Alfonso Hernández Catá, hijo de español y cubana, cuya filiación intelectual se nutre de ambas tierras y está más allá de resentimientos y frustraciones.
Me atrevería a señalar que la autora no se interesa por centrar la atención en personajes individuales, aunque después de concluir la lectura se nos queden prendidos a la memoria especialmente ciertos caracteres femeninos como María Dolores, Mercedes Lila o Emelina. El foco de la novela, aunque titula cada una de sus ocho partes con el nombre de un personaje, es la familia. De ahí que la acción siga a un núcleo formado por una criolla con un militar español: Emelina e Ildefonso y paralelamente a un extraño triángulo trazado entre María Sara Escobar, esposa legal del norteamericano Mateo Galt pero amante del gallego Waldo Álvarez Insua.
Si bien la base documental de esto es el mismísimo árbol genealógico de la autora, se apoya también en una circunstancia histórica conocida por la sociedad cubana del siglo XIX pero generalmente dejada de lado en la narrativa: las cubanas casadas con peninsulares asociados al poder colonial. Basta con devolver a la memoria los casos de dos escritoras: Aurelia Castillo, desposada con un oficial del ejército español y Martina Pierra que formó una fecunda pareja con José de Poo, oficial condecorado del cuerpo de Voluntarios. Tales enlaces no eran considerados tan raros en su tiempo, pero cuando los sucesos de esa centuria pasaron a ser historia en la siguiente comenzó a mirarse tal cosa como una especie de absurdo gracias a una visión maniquea del devenir nacional.
Uva tiende a devolver las cosas a una lógica histórica: Cuba, aun en los momentos de mayor polarización de sus corrientes políticas no vivió una guerra civil entre españoles y cubanos, sino que ambos quedaron entrelazados en el crecimiento de la población junto con descendientes de indios, africanos, chinos y hasta comenzó a hacerse visible la presencia de norteamericanos, que aumentaría significativamente a partir de 1898.
La escritora se desmarca de ciertos esquemas ideológicos para ofrecernos una imagen más viva de una sociedad que no se comportó como dos ejércitos enfrentados: Emelina siente reparos de ofrecer su mano a un militar español cuando ella es hija de una víctima del poder colonial, pero el talante ético del soldado vence los obstáculos y se conforma un matrimonio donde no faltan los desacuerdos pero se construye un hogar feliz. Sara es un personaje todavía más rico: la necesidad familiar la impele a casarse con el norteamericano Galt, aunque le repugne tanto dejar el campo insurrecto como dedicarse a coser uniformes para los españoles y además unir su vida con alguien cuya cultura le resulta extraña. Luego, cuando el cónyuge se convierte en alguien enfermo y paralizado, establece relaciones con un peninsular, lleno de amor y filantropía por Galicia, su patria chica, pero que es incapaz de reconocer una Cuba que no sea absolutamente española. Ella no se rinde sencillamente ante las ideas de su esposo, difiere de ellas con frases o con silencios, pero acepta una vida que comparte muchas aspiraciones de su esposo y comprende los diversos talantes con que sus hijos orientan sus vidas particulares.
No soy de los que otorga demasiada importancia a la clasificación genérica de una obra. Aragón desde que comenzó la redacción de este libro lo designó como novela, pero me consta – gracias a la correspondencia que sostuvimos y a algunos intercambios sobre asuntos históricos- que a la vez insistía en que trasuntaba hechos de sus antepasados, historias reales que ella completaba y realzaba con una elaboración artística. Por esas rutas, más que novela, he sentido tener entre las manos una gran crónica o unas memorias prenatales. No hay que olvidar que Uva publicó en 2021 El reino de la infancia. Memorias de mi vida en Cuba y De amores y guerras junto a ella podría constituir una especie de “precuela”.
En la cultura cubana ha habido una tradición apreciable de mujeres que escribieron memorias, baste con citar a Dolores María Ximeno y Cruz (Lola María) que aporta recuerdos invaluables sobre la sociedad matancera de mediados del siglo XIX; Renée Méndez Capote, excepcional narradora de recuerdos familiares y personales de las primeras décadas de la República; Dulce María Loynaz, cuya tradición familiar fuertemente ligada a la historia insular motivó a su talento a dejar el relato de hechos y personajes entrelazados con su vida; y Fina García Marruz quien al contar su existencia, desde la infancia hasta el matrimonio, dejó una imagen singular de la vida doméstica, el ambiente cultural y la gestación de un importante movimiento literario y artístico. Al menos en este libro, más que la herencia de un creador de ficciones como su abuelo Alfonso Hernández Catá, percibo en Uva a una de esas memoriosas cubanas.
En favor de tal afirmación encuentro su insistencia en la veracidad del relato, apoyado en la construcción de un árbol genealógico y en la validación de los hechos narrados a partir de su coincidencia con fuentes documentales. Así mismo, toma de las memorias cierto detallismo en la narración que muchas veces prefiere la reiteración antes que la elegante elipsis en su discurso, como ocurre con los viajes a Galicia de Sara y familia, las sucesivas enfermedades y muertes de hijos, así como las abundantes páginas de Waldo reproducidas in extenso para caracterizar su pensamiento. Algunos de esos asuntos podrían haberse sintetizado, trabajarlos como es usual en los novelistas atendiendo no tanto a lo que ocurrió en realidad sino a la verosimilitud de su argumento que muchas veces implica eliminar reiteraciones y concentrarse en pasajes significativos. Pero la autora insiste a cada paso en que lo relatado ocurrió así y hasta nos ofrece elementos para su verificación. No son defectos, sino decisiones de la autora que prefiere dar mayor jerarquía al discurso histórico que al de ficción.
En último caso puedo decir que disfruté muchísimo con la lectura de esta obra, donde hay una huella de la larga experiencia periodística de la escritora y sobre todo de su talento especial para redactar crónicas vívidas. Al avanzar en la lectura sentí que Aragón sin proponérselo me trasladaba a la casona de mi abuelo materno en Camagüey, allí donde pasé una parte importante de infancia y me vi abriendo aquel librero donde, junto a las obras casi completas de Víctor Hugo y Alejandro Dumas, era posible encontrar los libros de Alberto Insua (que en realidad era Alvares Insua y Escobar): El negro que tenía el alma blanca y sus prolijas, dilatadas e interesantes Memorias. Muy cerca estaban algunos de los primeros relatos de Alfonso Hernández Catá que leí en mi adolescencia, especialmente recuerdo la viva impresión que me causó “Los muertos”, pieza sobre la que he vuelto una y otra vez en diversas épocas de mi vida.
En aquel hogar había también una síntesis de sangres diversas, desde la sombra de un comerciante asturiano y oficial de Voluntarios que llegó a convertirse en uno de los mayores propietarios de la región, hasta la familia criolla de su yerno donde hubo desde mujeres que sirvieron de mensajeras a Antonio Maceo, hasta amigos fraternos de Fermín Valdés Domínguez y Rubén Martínez Villena.
Gracias Uva de Aragón por devolverme a aquella mansión donde yo leía en una mecedora en el portal junto a la galería de arecas y hortensias, mientras en la cocina preparaban para el almuerzo lo mismo unos moros y cristianos que una munyeta catalana. A partir de ahora, en mi nuevo hogar en Extremadura, cuando alguien me pregunte por enésima vez si los cubanos somos un tipo particular de españoles u “otra cosa”, demoraré un poco más en elaborar mi respuesta porque quizá somos esto, aquello y algo más.


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