Thursday, January 27, 2022

Un libro, una muchacha, una calle sin mar (por Manuel Vázquez Portal)

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Con los ojos del tiempo / se mira de otro modo, ha escrito en un poema y volcado sobre mí toda la crudeza que supone comprender que, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Me ha estremecido la certeza de que hayan transcurrido treinta y cinco años y ella y yo deambulemos extraviados por unas calles que no nos pertenecen, que no les pertenecemos.

Cuando la conocí era flaca y asmática / entera me cabía en medio abrazo. La llevaba a un parque con pérgolas y flores hasta donde nos llegaba el aroma del mar y le leía poemas desastrosos que ella creía geniales. Le contaba mis dudas sobre tantas promesas de horizontes y ella me curaba con pócimas de aliento. Jugábamos a la felicidad sin descalabros.

Pero el tiempo pasó. Dejaron cicatrices los veranos. Ella rompió el hechizo de héroes y proezas que le alelaba el alma. Se lanzó del trapecio sin otra protección que sus alas de sueños y comprendió el valor de la brújula propia. Al mirarse al espejo se descubrió ella misma pero ya sin las riendas que pretendían domarla. Fue entonces que el mirar se hizo más penetrante, la palabra más sabia. Escribió sin sentir que cumplía un edicto. Nació su libro de poemas En una calle sin mar y el amigo Amir Valle me lo ha enviado para darme el privilegio de ser de los primeros transeúntes que la crucen.

Como es sabido, todo libro de poesía es un libro de historia. Narra el lado que se le rasga al tiempo. Cuenta el transcurrir por la existencia. Revuelca escondrijos de la memoria. Revive pies de antaño con que se tramontaron los azares. Vitorea y llora. Enaltece y fustiga. Deja otra muesca que, en cierto modo, alivie del olvido porque

El tiempo desdibuja los rasgos
la belleza posible del pasado
y el cada vez más corto
fulgor de los futuros.

No puede el poeta, aunque lo pretenda, ya por estrictas normas de pureza estética, ya por desentendimiento voluntario del entorno, desasirse de sus circunstancias, olvidarse de su lenguaje epocal, desdibujarse del paisaje que lo incluye, apartarse de la multitud que lo acompaña y, entonces, sus versos se transfiguran en historia, a veces, más veraz que esos tratados pletóricos de nombres, de sucesos y fechas.

Tal es el caso de En una calle sin mar, la historia de una muchacha que prefirió el hatillo al hombro y los caminos, sin otra compañía que un corazón cerril y un manojillo de contradicciones finalmente resueltas. Una muchacha colmada de virginidades que fue perdiendo su candor a medida que desgarraba disfraces de monstruos travestidos de salvadores y escapaba de la falaz felicidad de la inocencia. La historia de un museo interior donde se atesoran porvenires que no llegaron, verdades que no eran, entregas inútiles. Historia personal que se hace múltiple porque discurre con entereza y autenticidad.

Era feliz
con mi único jeans agonizante
capaz de ir solo
a la universidad o al cine.
Sudando hasta el desmayo
le arrancaba calabazas a las piedras…

En una calle sin mar es el friso minucioso, esculpido por una mano que lo padeció, de escaramuzas transformadas en epopeyas legendarias, de temerarios guerrilleros devenidos ínclitos próceres de románticas gestas, de una isla que en su ambición de faro convirtió en sombras errantes a millones de sus hijos. Una isla donde los supuestos

creadores del amanecer
eran ya sepultureros a la noche,
ebrios de tener la razón a toda costa,
y no cualquier razón,
sino la razón única.

Una isla que, a pesar de sus calles con baches, sus barrios macilentos, ancianos con medallas de guerras e inútiles pensiones, ollas famélicas, ruinosa arquitectura, costas con barrotes, se idealiza en la distancia y se transforma en duende acompañante o en la forma que la luz se entiende con el polvo, y que al abandonarla habita en cada descarriado por nieves y desiertos, hasta, muy a pesar suyo.

La muchacha de esta historia, de este libro, de esta poesía se llama Lidia Señarís Ceja, por más señas, poeta, graduada de periodismo, desterrada por cuenta propia, experta en utopías rotas y convaleciente de una distopia poco curable con peroratas de moda, socialismos de caviar u otras ofertas quiméricas. La historia de una muchacha que, exponiendo sus huesos “al garrote vil” de los discursos promisores y manuales de estricto cumplimiento, aprendió que ningún sistema político salva de su naufragio interior al ser humano, y que fatigada, pero sin odios, clama:

No me tienten
una vez más
con las eternas causas perdidas
y mucho menos
con la letanía rancia
de las pálidas causas en boga
No me fabriquen
la estatura exacta
y la quimera correcta
No me digan
por dónde puedo hacerme añicos
ni en qué pulcras condiciones
está permitida la agonía.

En una calle sin mar (calvario para cualquiera nacido en La Habana) es, además, la historia de una ciudad que se ahoga, se muere a pedacitos, se difumina en el recuerdo, y la muchacha que una vez la habitó trata de redimir, aunque sea con versos de amor nacidos de la ausencia. Y es que Lidia Señarís puede andar por Madrid o Cracovia, por Asturias o Londres, pero siempre será la muchacha que, en una calle de Marianao, sobre una chivichana de confección casera dejó la piel de las rodillas y dijo a su padre que solo quería ser esa niña que se durmiera entre tus brazos.

Desde el punto de vista formal, En una calle sin mar es el retrato fiel de quien lo escribe: Lidia Señarís, con pelos y señales. No hay maquillajes suntuosos ni cirugías cosméticas que finjan otra estampa ni en ella ni en sus versos. Sus versos van “de su corazón a sus asuntos” sin colgaduras espurias ni ropajes prestados.

Su andamiaje metafórico parte de la comunicación sencilla de los objetos poéticos sin decires plañideros ni poses heroicas. No quiere deslumbrar, quiere dejar dicho. Y lo hace sin aspavientos ni oropeles semánticos, con una voz adulta, mesurada y propia, que no salió a buscar ismos de moda ni influencias paternalistas, una voz que resuena en cada texto con esa serenidad que brinda haber leído con voracidad, haber vivido con hambres insaciables, haber sufrido sin escoltas. Una voz distanciada de retruécanos vacíos o sinestesias traídas por las greñas.

Sus versos son de una hermenéutica simple cuyos símbolos, ya a nivel sensorial, ya racional, se hacen visibles al solo tropezarlos. Versos que no requieren de una descodificación intelectualizada sino de una complicidad sentimental que los torna propios de cada transeúnte que los traspone. Versos que llegan con esa “difícil sencillez” a que, antaño, convocaba Azorín.

Dividido en tres cuadernillos temáticos, En una calle sin mar alcanza su unidad estilística por medio del sostenido tono de su sujeto lírico, no importa si el asunto es el amor carnal, la decepción ideológica, el derrumbe de un mito o una noche de apagón y parranda. Nada altera el ritmo acompasado y limpio de sus sonoridades sin rebuscamientos lexicales u otros artificios de dudosa eficacia. El libro avanza desenfadadamente con un lenguaje asequible y pulcro y, a ratos, hasta se atreve a retozar con el habla popular para dejar saber que el yo poético, entiéndase Lidia Senarís, no pretende más que comunicarse de la forma más humana que conoce: juntar cuatros palabras que le martillaban el estómago, y decirlas sin ambiciones y sin miedos.


He aquí los poemas de Lidia.




El sueño de la razón


El sueño de la razón
produce monstruos;
no lo supimos por internet sino por Goya,
por sus lienzos colgados de los siglos,
irónicamente lúcidos,
desgarrados,
exactamente como nosotros
en esa estación sin equipajes
un poco más allá de la utopía.
En esa estación ausente de certezas
volvíamos a ser la isla a la deriva,
el naufragio
de dónde está mi tabla
y sálvese el que pueda.
Los creadores del amanecer
eran ya sepultureros a la noche,
ebrios de tener la razón a toda costa,
y no cualquier razón,
sino la razón única.
Y así, de repente,
sin que lo registrase ningún censo,
teníamos demografía de monstruos para repartir.
Según nos prometieron,
el porvenir sería luminoso.
Entonces desfilamos
con el orgullo del deber cumplido
(así se decía entonces).
También desfilaron los años con sus décadas.
La vida se nos fue llenando de pasados.
Y el día llegó en que murmuramos,
avergonzados de nuestra debilidad
de hueso y carne,
con los herejes dientes apretados,
la pregunta inevitable.
No puede ser traidora una pregunta simple,
o dos, incluso.
Indagar, por ejemplo,
como si se tratara de una casa o de un cine:
- ¿Dónde está el porvenir?
- ¿Alguien sabe por fin dónde quedaba?




Era...

«Un pueblo se hace y se deshace
dejando los testimonios».
Virgilio Piñera.


Yo era una pionera
con pañoleta de algodón al cuello
que entonces parecía de seda.
Era una buena niña
que hacía sin falta sus deberes,
echaba flores a Camilo,
le decía al Ché
que sin ninguna duda
los pioneros por el comunismo
seríamos como él.

Yo era tierna,
como esos espárragos
que se perdieron para siempre del mercado,
como las manzanas
que sólo conocí en libros de cuentos.
Hecha de sueños era,
como aquellos manjares exquisitos
de las descargas nostálgicas de abuelo
cuando le daba por recordar
que «antes» había esto y lo otro...

Ingenua era,
¡cómo ocultarlo!
No conocí los bajos fondos
que acechaban los pies del hombre nuevo,
y hasta mi asma
me inspiraba
un cierto orgullo guevariano.
Pensaba
que era una gota más en el torrente
de la dialéctica tropical que nos creíamos
y que el famoso mundo nuevo y justo
nosotros de verdad lo estábamos forjando.
(Nótese que los verbos
eran entonces un poco metalúrgicos).
Disciplinada yo leía al gran Vladimir
y a Marx,
quien tanto amargó a Engels,
y me repetía encantada
que el proletariado sería siempre bondadoso
y desinteresadamente justo,
vaya, digamos que divino.

Era feliz
con mi único jeans agonizante
capaz de ir solo
a la universidad o al cine.
Sudando hasta el desmayo
le arrancaba calabazas a las piedras,
fustigaba malas hierbas que morían
casi al mismo tiempo que mis manos.
Soltaba chorros de energía,
como una locomotora de película,
en cada trabajo voluntario de domingo.
(El poder calórico del chícharo,
ese pellejudo hijastro del guisante,
merece muy bien un monumento).

En fin,
para decirlo breve:
Era feliz, podría jurarlo.
No me sentía tornillo…
todavía.



A mi hermano menor

«Sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
Más abajo, más abajo y el mar picando en sus espaldas».

Virgilio Piñera.



Perseguías tu Ítaca con nombre de Miami.
Ellos dicen ahora
que sólo eras
otro trasnochado buscador de oro,
engañado por coplas de argonautas cercanos
Pero no me lo creo.
Yo sé que perseguías
el horizonte abolido de tu isla
abandonar
el círculo de los desventurados colectivos
condenados
a decretos, discursos, picadillo de soja
y dementes uniformes mentales.
O quizás tan sólo reclamabas tu derecho
a esa humana incertidumbre
que nos hace tercos sutilmente únicos.
No podría decir cuál era tu Dorado
— si lo había—
Sólo sé cuál no era.
De todos modos,
qué puede importar a estas alturas,
si no verás ya las luces de la ciudad prometida.

Y heme aquí,
sin máquina del tiempo para cambiar la historia,
imaginando tus ojos sonrientes,
—habitados de asombro y de salitre—
cerrarse entre las olas en el último instante.
Tu cuerpo pleno, joven,
borrado a dentelladas de oscuros tiburones,
alimentando el mar que tanto amamos.
Alguno que otro día
no encuentro absolución ni sueño:
me duelen tus pulmones anegados
la noche en que no te salvé.
Que nadie me consuele ni me entienda,
que todos acallen sus diatribas
y sus golpes masculinos de pecho:
sin pan me como la culpa que me toca.



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LIDIA SEÑARÍS CEJAS (La Habana, 1966). Periodista, editora, diseñadora gráfica editorial y consultora en comunicación, oficios que ha ejercido en Cuba, México, Estados Unidos, Chile y, por último, en España, tierra de sus abuelos, donde reside desde 2001, año en que ganó el Premio Internacional de Poesía Julio Tovar, por su cuaderno Sin isla, publicado en Santa Cruz de Tenerife en 2002. Fundadora y directora de la agencia LScomunicación, con sede en Madrid y colaboradores en los sitios más recónditos, ha publicado en España en las dos últimas décadas numerosos libros sobre el universo de la Comunicación, los Derechos Humanos y la deslegitimación social del terrorismo, tres de sus particulares obsesiones, junto con la divulgación científica. Es también editora jefa de las revistas españolas Andalupaz (desde 2007) y Construyendo Sociedad (desde 2016). Colabora, además, con diversas colecciones de no ficción de la prestigiosa editorial Anaya, como correctora de estilo y traductora. Pero cuando el periodismo y la prosa no le bastan, la poesía es su último refugio, la mejor calle —con mar o sin mar— desde la que atisbar el mundo.

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