Monday, October 26, 2020

El nombre de Cuba: sus vicisitudes y su primitivo significado (por José Juan Arrom)

Discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua, leído el 23 de abril de 1964, Día del Idioma. Publicado por la Academia Cubana de la Lengua, La Habana, 1964, y como un capítulo de Estudios de lexicología antillana, Casa de las Américas, La Habana, 1980, y en la 2ª edición, corregida y aumentada de ese mismo libro, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, San Juan, 2000, pp. 5-18.  

La version que comparto está tomada de la revista Perfiles de la Cultura (enero-abril, 2008), que lo  reproduce, según aparece en José Juan Arrom, Silvia Marina Arrom y Judith A. Weiss: De donde crecen las palmas, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2005. Asimismo, todas las referencias numeradas corresponden a esa edición.



Señor director,
señores académicos,
señoras y señores:

Los que nos dedicamos al estudio de la literatura, tarde o temprano hemos de ocuparnos también de la materia con que se forja la literatura, es decir, de las palabras en que esta cobra forma. Y por eso, al recibir la honrosa distinción, que profundamente agradezco, de haber sido elegido miembro correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua, he creído que mi deber por académico y por cubano es comenzar mi tarea en el seno de esta docta corporación poniendo en orden las notas que por largo tiempo he ido reuniendo sobre las vicisitudes y el primitivo significado de una palabra que a todos nos une: el nombre de nuestra patria.

La palabra Cuba ha tenido, en verdad, una curiosísima historia en los casi cinco siglos de vida que lleva en nuestra lengua. Desde el principio fueron numerosos los intentos por eliminarla como nombre de la mayor de las Antillas, y no menos numerosos han sido luego los esfuerzos por descubrir su significado original. Pero todo ha resultado en vano. Cuba ha seguido llamándose Cuba, y su etimología sigue siendo el inviolado secreto de un pueblo desaparecido.

Trayectoria del nombre

El primero en registrar el nombre, y también en tratar de sustituirlo, fue Colón. El 21 de octubre de 1492 lo asienta por primera vez en su Diario de viaje. Parece que no lo había escuchado bien, y por eso escribe: "Otra isla grande mucho, que creo que debe ser Cipango, según las señas que me dan estos indios que yo traigo, a la cual ellos llaman Colba"(1). Dos días después, habiendo afinado mejor el oído a los sonidos de la lengua taína, apunta: Quisiera hoy partir para la isla de Cuba, que creo que debe ser Cipango, según las señas que dan esta gente de la grandeza de ella y riqueza. Al día siguiente: Esta noche, a media noche, levanté las anclas [...] para ir a la isla de Cuba, adonde oí de esta gente que era muy grande y de gran trato, y había en ella oro, y especerías, y naos grandes, y mercaderes. Y el 26 de octubre: Dijeron los indios que llevaba que había de ellas a Cuba andadura de día y medio con sus almadías [...] Partió de allí para Cuba, porque por las señas que los indios le daban de la grandeza y del oro y las perlas de ella, pensaba que era ella, conviene a saber: Cipango.

El domingo 28 de octubre arriba a la soñada Cipango. La suavidad del clima, la belleza y verdor de los árboles, la abundancia de flores y las muchas aves y pájaros que cantaban dulcemente le llenan de admiración y de júbilo. Vierte la euforia del descubrimiento en renglones descriptivos que cobran tensión de prosa poética. Y en ese primer elogio de Cuba en lengua española nos deja una frase inolvidable: «Es aquella isla la más hermosa que ojos hayan visto.»

Pasan días, semanas. Sigue explorando las costas de la isla, sigue deleitándose en redactar líricas descripciones de su sorprendente belleza y sigue llamándola como de costumbre: Cuba. Pero el 5 de diciembre, listo a partir en busca de otras tierras, de pronto anota: De esta gente diz que los de Cuba o Juana, y de todas esotras islas, tienen gran miedo. Y pocos renglones más abajo: Así que [...] determinó de dejar a Cuba o Juana.

Juana la llamó por el príncipe don Juan, hijo y heredero de los Reyes Católicos. Y una vez yuxtapuesto el término castellano al nombre indígena, comienza el forcejeo entre los dos topónimos. Al siguiente día, 6 de diciembre, Colón se olvida de la anotación anterior y simplemente escribe: Los puertos de Cuba. Pero pronto vuelve a las andadas. El 11 de diciembre anota: La Juana, a que llaman Cuba. El día 12: La isla Juana de Cuba; el 21, prescindiendo ya del nombre aborigen: En las otras tierras de la Juana. El 24: La tierra de la Juana, a que ellos llaman Cuba. Y el 6 de enero: La isla Juana. Diez días después, el Almirante pone proa rumbo a Europa. En alta mar, cerca de las Azores, redacta la carta más importante de cuantas se han escrito sobre América, pues con esa carta entra el Nuevo Mundo en la historia de Occidente. Pero en ella para nada menciona ya la palabra Cuba. Al hacer relación de las islas que acaba de descubrir dice:
A la primera que yo hallé puse nombre San Salvador, a conmemoración de su Alta Majestad, el cual maravillosamente todo esto ha dado: los indios la llaman Guanahaní. A la segunda puse nombre la isla de Santa María de Concepción; a la tercera Fernandina; a la cuarta Isabela; a la quinta isla Juana y así a cada una nombre nuevo [...](2)
Y en el resto de la carta es siempre Juana: «Cuando yo llegué a la Juana [...] así como de la Juana [...] por la isla Juana [...].» El proceso de sustitución había llegado a su fin. Ahora bien, el propósito del Almirante resultó fallido. Los españoles que vinieron tras él, cediendo ante el misterioso atractivo de la voz indígena, pronto olvidaron lo de Juana.

De esa misma carta de Colón surgió otro nombre para Cuba. El nuevo bautizo no obedeció a un propósito deliberado sino a una simple confusión. Algún lerdo cartógrafo, confundiendo a la cuarta isla con la quinta, estampó sobre el no menos confuso contorno de Cuba la palabra Isabela. Y de allí el error pasó a otras cartas geográficas. Sin proponerme agotar la búsqueda, sé de varios mapas, hechos entre 1502 y 1522, en los cuales se nombra Isabela a nuestra isla. Tales son el conocido por Mapa de Cantino, el llamado Mapa del Almirante, los que aparecen en la Geografía de Tolomeo, ediciones de 1513 y 1522, y el de Costa(3). Pero, por otra parte, en los mapas españoles hechos por esos mismos años (Juan de la Cosa, 1500; Pedro Mártir de Anglería, 1511), se le siguió llamando como de costumbre: Cuba.

Frustrado el propósito de Colón, y salvada la equivocación de los referidos cartógrafos, surge otro intento de eliminación, aún más peligroso. Por real cédula del 28 de febrero de 1515 se mandó que de aquí en adelante esa isla, que hasta aquí se llamaba de Cuba, se llame Fernandina(4). Este nombre, según se ha visto, se lo había puesto Colón a una de las Bahamas. Pero ahora, al dárselo a Cuba, el cambio contaba a su favor con dos fuerzas poderosas. Por una parte, esta vez se designaba así a la isla en honor y por orden del rey mismo: el uso del término tenía, por consiguiente, carácter de real mandato. Por otra parte, Fernandina es indudablemente una voz eufónica, atractiva, sugeridora. La terminación femenina le añade un tono melodioso y poético. El ritmo binario la hace flexible, cimbreante. Repetida constituye un verso octosílabo digno del mejor romance caballeresco. Nombre, por tanto, apropiadísimo para una bella dama. O para una bella isla. La palabra Cuba entraba ahora en lucha con una fuerte competidora.

Los documentos de los años siguientes que he revisado revelan cuán reñida fue la pugna. Una ojeada a los tres tomos de la Colección de documentos inéditos de Ultramar concernientes a Cuba(5)  demuestra que Fernandina, al principio, llevó las de ganar. De 1515 a 1518 la fórmula usual era: La isla Fernandina, que antes se llamaba Cuba, o La isla Fernandina, que antes se solía llamar de Cuba, y al referirse de nuevo a ella en un mismo documento, simplemente se repetía dicha isla Fernandina. De 1519 a 1526, consumado el total desplazamiento, únicamente se escribía isla Fernandina. En 1527, si bien en la mayor parte de las veces se dice isla Fernandina, se desliza un caso de isla Fernandina, que antes se llamaba Cuba y otro de isla de Cuba. En 1528 solo se usa isla Fernandina, y en una ocasión se le llama, para mayor pompa, esta isla Fernandina de las Indias del Mar Oceano. El triunfo parecía definitivo. Pero de 1529 a 1555 vuelve a emplearse indistintamente uno u otro nombre. El término Cuba unas veces avanza, otras retrocede, y en aquellas escaramuzas poco a poco va recobrando su antiguo dominio. En los documentos suscritos en los años 1555 y 1556 el nombre que asiduamente se emplea es ya el de Cuba.

En el tomo primero de las Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana (1550-1565) se repite la contienda con el mismo resultado(6). De 1550 a 1554 aparece siempre Fernandina, y las fórmulas van desde la sencilla isla Fernandina hasta la engolada isla Fernandina de las Indias del Mar Oceano. En 1555 año en que Jacques de Sores saquea la ciudad las actas omiten toda referencia al nombre de la isla. Pero a partir del cabildo del 3 de enero de 1556, con solo dos excepciones en diez años, se dice siempre Cuba. Y los dos tomos de documentos del Archivo de protocolos de La Habana, que datan de 1578 a 1587, confirman el hecho: por esas fechas no hay ya ni siquiera una sola mención a Fernandina(7).

Ahora bien, si Fernandina pierde hacia 1555 su ascendiente oficial entre funcionarios y escribanos, medio siglo después todavía sobrevive, con función suntuosa y musical, para deleite de un poeta criollo. En 1608 Lorenzo Laso de la Vega, el sonetista de mayor vuelo de los que elogian al autor del Espejo de paciencia, escribe:

Dorada isla de Cuba o Fernandina,
de cuyas altas cumbres eminentes
bajan a los arroyos, ríos y fuentes
el acendrado oro y plata fina(8).
Y con la misma función vuelve a usarse, hacia fines del siglo XVIII, en el título de una de las dos historias que se escriben en Cuba en aquella época. Ignacio José Urrutia y Montoya llama a su obra, concluida en 1791, Teatro histórico, jurídico y político militar de la isla Fernandina de Cuba y principalmente de su capital La Habana. En el texto, empero, se dice siempre Cuba, o la isla de Cuba(9). Fernandina, constituida en término pintoresco y decorativo, ya no logra penetrar más allá del título. Queda reducida, pues, a puro adorno. Y termina ahí la lucha con la victoria definitiva de la palabra autóctona sobre la advenediza.

Etimologías propuestas



Si notable ha sido la vitalidad de la voz indígena ante los intentos por eliminarla, no lo ha sido menos la resistencia que ha presentado ante los numerosos esfuerzos por despejar su primitivo significado.

De esos esfuerzos, el primero que he podido encontrar lo realizó, en 1681, un oidor de la audiencia de Lima, el doctor Diego Andrés Rocha, en su Tratado único y singular del origen de los indios. Y no cabe duda de que fue única y singular la tesis que allí propuso. Según el doctor Rocha, los indígenas americanos descienden de Juba, hijo de Jafet. Y uno de los argumentos que aduce en defensa de su tesis es que La Habana parece tomó el nombre de Jamán, hermano de Tabal, y Cuba se deriva de cuba, voz castellana, o de Acaba, uno de los descendientes de Anión, hijo de Esdras(10). De este género de derivaciones, basado en la simple homofonía, ya se burlaba Las Casas, más de un siglo antes, en la Apologética historia de las Indias. Comentaba Las Casas:
En esta isla Española hubo una reina gran señora que se llamó Agachona, de que se hizo mención hablando de los reyes della, y porque Ana en lengua hebrea quiere decir graciosa o misericordiosa o que canta o que responde, y otras significaciones que pone San Hidrónimo, pareció al dicho doctor que de judíos venían estas naciones. Otro vocablo tenían en su lengua, y es ita por no sé, luego pues ita es vocablo latino, digamos que descendieron de latinos o italianos o de gente que hablaba latín [...] Item, en la lengua general de la Española decían batea por dornajo, y en Cataluña hay una villa que se llama Batea; luego de catalanes podemos decir que vinieron [...](11)
Pues bien, no obstante lo insatisfactorio -e irrisorio- de tal método, en 1885 vuelve a emplearlo José Miguel Macías en su Diccionario cubano, etimológico, crítico, razonado y comprensivo. Aunque la erudición lingüística es ahora más espesa, los resultados vuelven a bordear en lo humorístico. Dice Macías:
Pudiera creerse que Cuba era una adulteración de Cosa, voz derivada del perdido vocablo cova (cuya existencia hemos justificado con su derivación covacha); pero bien estudiada la dicción, nos hemos decidido por afirmar que Cuba se derivó de cuba (en el sentido de barrigón), procedente del ablat. sing. de cupa, oe, cuba o tonel, vocablo origin. del gr. kúpê, ês, cavidad. Nuestra creencia la viene a confirmar el nombre burlesco probablemente de cibuneyes o cebados(12).
Lo que Macías no nos dice, desde luego, es cómo se las arreglaría el indígena que primero nombró a Cuba para aprender de antemano idiomas europeos, o en qué se funda Macías para creer que a los frugales ciboneyes se les hubiese llamado alguna vez cebados. Ahora bien, no todo es divertido desatino en ese párrafo. Es patente que ni Cuba, voz taína, tiene que ver etimológicamente con las españolas cueva y cuba, ni cibuney con barrigón o cebado. Pero Macías apunta aquí una relación entre Cuba y ciboney que ha de reaparecer más tarde.

En 1920 Leo Wiener, profesor de lenguas y literaturas eslavas de la Universidad de Harvard, propuso otra etimología en su obra Africa and the Discovery of America. El profesor Wiener comienza por asumir que el Diario de viaje y la carta en que Colón da cuenta del descubrimiento son falsificaciones parciales o totales, y después de una laboriosa comprobación de las distintas formas registradas de la palabra Cipango, concluye lo que fielmente traducido lee de este modo:
Vimos que Cipango dio origen a una forma algo así como Cupago, que llevó a Cubanacán. Alguien enseguida sugirió que esta había de ser Cublaycán, el Gran Khan, pero pronto hallaron que la etimología realmente significaba dentro de Cuba, sugiriendo Herrera la división Cuba + nacán. En realidad la división es Cubana + can, en donde can está en lugar del mandinga Konno dentro. Aquí obviamente el embajador de Guinea [el marinero Rodrigo de Jerez] sugirió la etimología. Colón al principio aceptó el primer veredicto, y así escribió Colba, por Cobla, como el nombre de la isla, el cual inmediatamente cambió a Cuba(13).
La tesis de Wiener no parece más acertada que las anteriores. En ella trastrueca la cronología, asume hechos sin base histórica, confunde los idiomas y divide arbitrariamente las palabras. Con el agravante, además, de que para darle cierto aire de validez a sus conjeturas, se ve obligado a convertir al Descubridor y su tripulación en un atajo de impostores. Y la verdad es que no valía la pena incurrir en tan serias acusaciones para llegar a resultados tan contraproducentes. Cuba, palabra taína, tampoco tiene relación etimológica ni con la asiática Cipango, ni con la africana konno.

Otro grupo de investigadores, estos mejor orientados, han enfilado sus indagaciones hacia las lenguas indígenas. Así, en 1891, el lingüista Leon Douay, en sus Études étymologiques sur l'antiquité américaine, se enfrenta con nuestro topónimo y consigna: Cuba. Nous ignorons sa signification dans la langue indigène. Y por no quedarse sin sugerir algo, a continuación agrega: En Maya: cuba, 'coude'?(14)

En 1907 Cayetano Coll y Toste, aprovechando los escasos conocimientos que entonces logró reunir de la primitiva lengua de las Antillas, da la siguiente explicación:
Cuba. Nombre de la mayor de las islas del archipiélago antillano. Bachiller y Morales (Cuba primitiva, 2ª ed., La Habana, 1883, pág. 255) manifiesta que la significación de la palabra no está determinada.
Opinamos que significa sitio grande. El vocablo tiene dos raíces indoantillanas: coa, lugar o sitio y bana, grande. Aglutinadas estas dos raíces resulta coabana. La fermentación del vocablo trae cuabana, como tenemos en Puerto Rico coamo y cuamo, designando un río y un lugar de la isla. El polisintetismo trae la contracción de la palabra y tenemos entonces cuaba y cuba finalmente(15)
Si bien esta explicación va mejor encaminada que las anteriores, tampoco es del todo satisfactoria. Por de pronto, coa no significa sitio o lugar. Usada como sustantivo, Las Casas registra la voz con el siguiente sentido: Coas [...] son unos palos tostados que usan por azadas, sentido que ha sobrevivido en el habla campesina de América al continuarse empleando la coa como apero de labranza(16). Pero es más probable que cuando coa aparece en la composición de numerosos topónimos antillanos (Baracoa, Cacibacoa, Jibacoa y otros), tenga valor de sufijo locativo con el significado de ahí está(17). En cuanto a que bana haya equivalido a grande, esa suposición no concuerda con los datos que nos son conocidos: bana o banna está ampliamente registrada en varias lenguas arahuacas con el sentido de hoja(18).

Y precisamente la palabra que según los cronistas significó sitio grande es Quisqueya. A ese respecto Pedro Mártir de Anglería consigna:
Los nombres que los primeros habitantes pusieron a la Española fueron, primero, Quizquella, después, Haití [...] Llaman quizquella a alguna cosa grande que no la haya mayor(19)
La hipótesis de Coll y Toste es, pues, totalmente insostenible.

Basándose también en el origen antillano de la voz, en 1937 Fernando Ortiz adelanta considerablemente la hipótesis relacionada con la palabra ciboney. Dice el admirado propulsor de estos estudios en Cuba:
El ciboney moraba en las cavernas, siendo probable que su denominación de ciboney así lo indicara y sea de la misma raíz del nombre Cuba, que los taínos, desde Haití, daban a la montañosa parte oriental de nuestra isla. Uno y otro vocablo parecen provenir de la voz ciba, que significa piedra, montaña, cueva(20).
La voz ciba está, en efecto, ampliamente documentada en los primeros cronistas de Indias con el significado de piedra, pero no con el de montaña o el de cueva. Las Casas, por ejemplo, declara en su Apologética...: Los indios, por su lenguaje, llamaban a esta provincia Çibao, por la multitud de las piedras, porque çiba quiere decir piedra. Y más adelante agrega: [...] sartas de cuentas que llaman çibas [...] porque çibas llamaban a todas las piedras, y çibas a estas cuentas por excelencia(21). Y Fray Ramón Pané: Guabonito le dio [...] muchas çibas para que las llevase sujetas a los brazos, pues en aquel país çibas son piedras(22).

Se habrá notado, de paso, que Las Casas transcribe la voz taína con ç. La pronunciación de la ç en la primera parte del siglo XVI ha sido largo tiempo debatida(23). Es de sobra sabido que en aquellos años no se pronunciaba como la c en latín clásico (Cicero /Kíkero/). Igualmente se sabe que tampoco era interdental como la actual c castellana ante e o i (cinco/èinco/)(24). Lo más probable es que se haya pronunciado como s africada dental. Esta cuestión la resume D. Lincoln Canfield en los siguientes términos:
Aunque la ç y la z eran indudablemente africadas, [ts] y [dz], en la remota Edad Media, y aunque pueden haber existido vestigios del elemento oclusivo en el habla conservadora de Toledo y en la concepción de ciertos gramáticos, no parece sino que para 1492 quedaban fricativas dentales, ora tal vez de carácter plano y por lo tanto ciceante [sin ser interdentales], ora de carácter sibilante [redondeado], pero en todo caso muy distintas acústicamente de la s ápicoalveolar. Los misioneros españoles usaban la ç para describir la [ts] de tantas lenguas distintas de América, y para representar la [ts] de los idiomas indígenas empleaban tz, sonido que para ellos merecía atención especial(25).
Aunque lo anterior no es prueba categórica (pues queda en pie la cuestión del valor de las grafías), la palabra taína que Las Casas transcribe por çiba no pudo pronunciarse ni /kiba/ ni /iba/ sino /tsiba/ o quizás /siba/. La aclaración es importante. Çiba ha dado /tsiba-gney/ y de ahí siboney o ciboney, hombre-piedra y también /tsib(a)-oruko/ siboruco, seboruco o ceboruco, pedrusco. Lo que no ha podido dar con un violento cambio fonético que transformaría la /s/ en /k/ es Cuba.

Seis años después don Fernando incide sobre el mismo asunto. Basándose en la implícita conjetura de que çiba significa montaña, escribe en 1943:
Consta que ciertos indios antillanos creían que los muertos en su viaje de ultratumba iban hacia el oeste, o sea hacia donde muere el sol, hacia la región de las tinieblas nocturnas. Esta creencia, muy extendida en muchos pueblos, era la que hacía decir a los taínos de Haití que sus muertos iban a Coaibai, vocablo que, indicando un país montañoso del occidente, parece ser el mismo vocablo Cuba(26).
No he hallado que el vocablo Coaybay indicase país montañoso del occidente. Todo cuanto hasta hoy he podido encontrar en los cronistas es lo que consignó Pané:
Creen que hay un lugar al que van los muertos, que se llama Coaybay, y se encuentra a un lado de la isla que se llama Soraya. El primero que estuvo en Coaybay dicen que fue uno que se llamaba Maquetaurie Guayaba, que era señor del dicho Coaybay, casa y habitación de los muertos(27).
Coaybay, según se desprende de esta cita, equivaldría a casa y habitación de los muertos y no a país montañoso del occidente. Además, país áspero o montañoso es justamente el significado que ha quedado documentado de la palabra Haití: Haití, consigna Anglería, significa aspereza en su lengua antigua, y así llamaron a toda la isla [...] por el aspecto áspero de sus montañas(28). A lo cual puede agregarse el siguiente comentario de Pedro Henríquez Ureña: Nombre del pico más alto en la antigua región montañosa del Cibao, según Las Casas (Apologética..., cáps. 6 y 197), del cual se denominó y llamó toda la isla; todavía los campesinos llaman haitises a las montañas(29).

Nuevo planteamiento

El recuento de estos diversos esfuerzos evidencia que nos hallamos ante un caso de veras dificultoso. Mayor razón, pues, para que tratemos de hallar una nueva solución.

Descartadas las explicaciones de Rocha, Macías y Wiener, las demás concuerdan en examinar la cuestión a la luz de algún conocimiento de la antigua lengua de las Antillas. En ninguna de esas explicaciones se ha aprovechado, empero, un hecho ahora mejor conocido por antropólogos y lingüistas: los taínos formaban parte de la gran familia de pueblos arahuacos, y como tales hablaban una lengua que tiene gran afinidad con otras que siguieron hablándose en las Antillas Menores, en las Guayanas y en regiones del Brasil y Venezuela.

Estos datos son de primordial importancia. En Cuba ha existido una notable tradición lexicográfica, desde Esteban Pichardo y Antonio Bachiller hasta Alfredo Zayas y otros más recientes, que han dejado una serie de glosarios, cada vez más precisos y completos, de las voces indígenas que han sobrevivido en la isla(30). Esa tradición, extendida a las otras Antillas españolas, ha culminado luego en los valiosos estudios de Pedro Henríquez Ureña y Emiliano Tejera(31). Pero esos aportes no nos ayudan en la indagación que aquí nos proponemos. Si se ha de superar el carácter enumerativo de esas labores, es necesario abrir nuevas rutas que nos lleven a internarnos en los trabajos que han demostrado la relación del taíno con las demás lenguas arahuacas y a la plena utilización del caudal de gramáticas, vocabularios y monografías descriptivas de esas lenguas(32).

Pues bien, al manejar ese material lingüístico, encuentro que C. H. de Goeje registra en Surinam la voz dakuban "my field" (mi campo, mi terreno), y de investigadores anteriores recoge las grafías a-koba, a-kuba y u-kuba, todas con el sentido de "field, ground" (suelo, campo, terreno)(33). En estas transcripciones, explica el mismo Goeje, la vocal inicial a-, u-, no es parte de la raíz, sino un prefijo que denota o anuncia el carácter general de la palabra: por eso separa con un guión el prefijo de la raíz(34). Koba o Kuba debió de ser, por consiguiente, la voz que Colón oiría. Y eso vendría a explicar la vacilación del Almirante al registrarla, abriendo o cerrando la vocal de la primera sílaba, primero como Colba y luego como Cuba.

A la luz de lo antes consignado cabe ahora releer el siguiente párrafo de Las Casas:
Estimó el Almirante que toda aquella tierra no era isla, sino firme, y en la verdad fue la isla de Cuba; y lo que dijo Martín Alonso que los indios decían que del susodicho río a Cuba había cuatro jornadas y que debía ser alguna ciudad, manifiesto parece cuánto al revés entendían de lo que los indios por señas les hablaban, porque aquella Cuba no era la isla toda, que así se llamaba, ni era ciudad, como Martín Alonso creía, sino una provincia que se llama Cubanacán, cuasi el medio de Cuba, porque nacán quiere decir en la lengua de estas islas medio o en medio y así componían este nombre Cubanacán, de Cuba y nacán, tierra o provincia que está en medio o cuasi en medio de toda la isla de Cuba(35).
En efecto, el nacán a que se refiere Las Casas es el término arahuaco que Goeje transcribe anaka, annakka(36)  y Brinton annakan(37), ambos con el sentido de "el medio" ("the midst") o "en el centro" ("in the center"). Lo cual vendría a comprobar que kuba-annakán o Cubanacán significó, como bien dice Las Casas, tierra o provincia que está en medio o cuasi en medio. Y quedaría así mutuamente confirmado el significado de Cuba como tierra, terreno o territorio en arahuaco, y tierra, provincia en taíno(40).

Conclusión

Tal vez llegue el día en que, con mayores conocimientos de la lengua taína de los que hasta ahora poseemos, sea posible confirmar, rectificar o desechar la etimología que aquí he propuesto. En tanto, quizá haya sido Colón quien mejor captara la realidad nombrada con la palabra Cuba en esta frase: Isla la más hermosa que ojos hayan visto. Y acaso por eso el nombre quedó, olvidado su lejano origen, como oscuro signo de todo cuanto quiso decir el taíno y cuanto quiso expresar el Almirante. Y acaso por eso no se le ha vuelto a llamar Juana, Isabela o Fernandina, sino Cuba. Y entre cubanos, concentrando profundos y complejos sentimientos en un cariñoso diminutivo, Cubita: nuestra Cubita Bella.





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1. Estos estudios se inician, en cierto modo, por los primitivos cronistas de Indias, y muy especialmente por Las Casas, a quien se deben aclaraciones de inapreciable valor. No siendo este el lugar para ahondar en los orígenes de esta disciplina, baste indicar que con aquellos préstamos se formaron luego numerosos registros, cada vez más abundantes, que van desde los de Esteban Pichardo y Antonio Bachiller y Morales, en el siglo XIX, hasta los de Alfredo Zayas, Julián Vivanco, Emiliano Tejera Y Pedro Henríquez Ureña, en el siglo XX. A varios de ellos nos referimos en notas posteriores.

2. En la edición de Julio F. Guillén, El primer viaje de Cristóbal Colón, Instituto Histórico de Marina, Madrid, 1943, pp. 67 y ss.

3. Varios de estos mapas están reproducidos en Justin Winsor, Christopher Columbus and How He Received and Imparted the Spirit of Discovery, Houghton Mifflin, Boston / New York, 1891, pp. 419, 534, 552, 571. En cuanto a otros mapas hechos en estos años, puede consultarse, en el mismo Winsor, las pp. 424-426 y, sobre todo, R. A. Skelton, “The Cartography of Columbus’s First Voyage”, en The Journal of Christopher Columbus, traducido por Cecil Jane y con apéndice de R. A. Skelton, Hakluyt Society, Londres, 1960, pp. 217-227 (ilustraciones fuera de texto).

4. Real cédula, 28 de febrero de 1515. En Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar [sic] 2ª serie, t. 1, Isla de Cuba, Madrid, 1885, pp. 58-59. [Colección citada en otros trabajos como Colección de documentos inéditos de Ultramar. N. de la E.]

5.  Ibid., t.1, Isla de Cuba (Madrid, 1885); t. 4, II de la Isla de Cuba (Madrid, 1888); t. 6, III de la Isla de Cuba (Madrid, 1891).

6.  “Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana”, t. I, 1550-1565, La Habana, 1937

7.  María Teresa de Rojas: Índice y extractos del Archivo de Protocolos de La Habana, t. I, 1578-1585 [s. e.], La Habana, 1947; t. II, 1586-1587 [s. e.], La Habana, 1950

8. Es uno de los sonetos que encabezan el poema de Silvestre de Balboa, Espejo de paciencia, edición facsimilar y crítica a cargo de Cintio Vitier, Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1960, p. 51. 

9. Ignacio José Urrutia, Teatro histórico, jurídico y político militar de la isla Fernandina de Cuba y principalmente de su capital La Habana [s. e.], La Habana, 1876. 

10.  Diego Andrés Rocha, Tratado único y singular del origen de los indios, [s. e.] Madrid, 1891, cap. II, especialmente p.93 (1ª ed., Lima, 1681). 

11.  Bartolomé de Las Casas, “Apologética historia de las Indias”, en M. Serrano y Sanz, comp., Historiadores de Indias, Bailly Bailière, Madrid, 1909, cap. 241, p. 633. Cito por la edición de Madrid, 1909, p. 633. De paso, donde dice no sé, acaso debió ser yo sé.

12.  José Miguel Macías, Diccionario cubano, etimológico, crítico, razonado y comprensivo, 2ª ed. Tip. de A. M. Rebolledo, Coatepec, 1888, p. 395.

13.  Leo Wiener, Africa and the Discovery of America, vol. I, Innes & Sons, Filadelfia, 1920, pp. 12-13. El texto original dice así: “We saw that Cipango produced some such form as Cupango, which led to Cubanacan. Somebody at once suggested that this must be Cublaycan, ‘The Great Khan’, but they soon found out that the etymology really meant ‘inside of Cuba’, Herrera suggesting the division Cuba + nacán. In reality the division is Cubana + can, where can stands for Mandings konno ‘inside’. Here obviously the Guinea Ambassador [el marinero Rodrigo de Jerez], suggested the etymology: Columbus at first accepted the first verdict and so wrote Colba, for Cobla, as the name of the island, which he at once changed to Cuba”.

14. Leon Douay, Études étymologiques sur l’antiquité américaine, J. Maisonneuve, París, 1891, p. 26. 

15. Cayetano Coll y Toste, Prehistoria de Puerto Rico, Tip. Boletín Mercantil, San Juan, 1907, p. 235.

16.  Bartolomé de Las Casas, Historia de las Indias, estudio preliminar de Lewis Hanke y edición de Agustín Millares Carlo, vol. I, lib. I, cap. CXXI, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., p. 464. En cuanto a su empleo actual, véase, por ejemplo, Esteban Rodríguez Herrera, Léxico mayor de Cuba, t. I, Lex, La Habana, 1958, p. 342.

17. Daniel G. Brinton, “The Arawack Language of Guiana in its Linguistic and Ethnological Relations”, en Transactions of the American Philosophical Society, Nueva Serie, vol. XIV, Filadelfia, 1871, p. 440. 

18.  C. H. de Goeje, The Arawack Language of Guiana, Koninklijke Akademie van Werenschappen, Amsterdam, 1928, p. 16. 21 Pedro Mártir de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo. Colección de fuentes para la historia de América, déc. III, lib. VII, Bajel, Buenos Aires, p. 261. Brinton anota al registrar la voz Quisqueia: “The orthography is evidently very false” (op. cit., p. 439). Me imagino que queia en realidad fuera keiran kairi “isla”, o sea “la mayor de las islas”, lo cual era muy cierto hasta que los taínos descubrieron a Cuba.

19.  Pedro Mártir de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo. Colección de fuentes para la historia de América, déc. III, lib. VII, Bajel, Buenos Aires, p. 261. Brinton anota al registrar la voz Quisqueia: “The orthography is evidently very false” (op. cit., p. 439). Me imagino que queia en realidad fuera keiran kairi “isla”, o sea “la mayor de las islas”, lo cual era muy cierto hasta que los taínos descubrieron a Cuba

20.  Fernando Ortiz, “Cuba primitiva. Las razas indias”, Cuadernos de Historia Habanera, no. 10, La Habana, 1937, p. 36.

 21.  Las Casas, “Apologética historia de las Indias”, pp. 16 y 521.

22.  Fray Ramón Pané, Relación acerca de las antigüedades de los indios. El primer tratado escrito en América, nueva versión, con notas, mapa y apéndices por José Juan Arrom, Siglo XXI Editores, México, D. F., 1974, p. 189.

23.  Amado Alonso, De la pronunciación medieval a la moderna en español, ultimado y dispuesto para la imprenta por Rafael Lapesa, Gredos, Madrid, 1955, pp. 93-450. 

24.  Ibid., pp. 98-102, 104-105 y 369-372. Véanse además Emilio Alarcos Llorach, Fonología española, Madrid, 1961, p. 265 y los trabajos de Rafael Lapesa y Diego Catalán citados por el propio Alarcos, p. 261, n. 89.

25.  D. Lincoln Canfield, La pronunciación del español en América. Ensayo histórico-descriptivo, Instituto Caro y Cuervo Bogotá, 1962, p. 66

26.  Fernando Ortiz, Las cuatro culturas indias de Cuba, Arellano y Cía., La Habana, 1943, p. 37. 

27. Pané, op. cit., p. 32. 

28.  Anglería, op. cit., déc. III, lib. VII, p. 261. 

29.  Pedro Henríquez Ureña, El español en Santo Domingo, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1940, p. 209.

30.  Antonio Bachiller y Morales, Cuba primitiva. Origen, lengua, tradiciones e historia de los indios de las Antillas Mayores y las Lucayas, 1ª ed., M. de Villa, La Habana, 1877; Esteban Pichardo, Diccionario provincial casi-razonado de voces cubanas, 3ª ed., notablemente aum. y corr., La Habana, Imp. La Antilla, 1862; Alfredo Zayas y Alfonso, Lexicografía antillana. Diccionario de voces usadas por los aborígenes de las Antillas Mayores y algunas de las Menores, Imp. El Siglo XX, La Habana, 1914. 

31. Pedro Henríquez Ureña, Para la historia de los indigenismos, Imp. De la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1938; Emiliano Tejera, Palabras indígenas [sic] de la isla de Santo Domingo, La Nación, Santo Domingo, 1951.

32.  De esta bibliografía, que por lo copiosa rebasaría los límites de una nota, escojo, entre los estudios que relacionan al taíno con el arahuaco, los siguientes: la ya citada monografía de Daniel G. Brinton. “The Arawack Language of Guiana in its Linguistic and Ethnological Relations”, en Transactions of the American Philosophical Society, pp. 427-444; C. H. de Goeje, “Nouvel examen des langues des Antilles avec notes sur les langues arawak-maipure et caribes et vocabulaires shebayo et guayana (guyane)”, en International Journal of American Linguistics, vol. XX, Nueva York, 1954, pp. 152-154. 

33. Y entre los estudios más extensos y útiles del arahuaco, el ya mencionado de Daniel G. Brinton, The Arawack Language of Guiana, y [Th. Schumann], “Arawakisch-Deutsches Wörterbuch-Grammatik der Arawakischen Sprache”, en J. Cevaux, P. Sagot y L. Adam, Grammaires et vocabulaires roucouyenne, arrouague, piapoco et d’autres langues de la région des Guayanas, J. Maisonneuve, París, 1882, pp. 69-240.

34.  De Goeje, op. cit., pp. 25, 27 y 169, párrafo 128 (e).

35.  Sobre esta característica, ibid., pp. 64-65. 38 Las Casas, Historia de las Indias, vol. I, lib. I, c. XLIV, p. 224. 39 De Goeje, op. cit., p. 35. 40 Brinton, op. cit., p. 440.




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