Saturday, May 11, 2019

Una dulce venganza (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


La vida en aquel campamento continuaba siendo más llevadera, no obstante, vivíamos entre cuatro cercas que nos separaban del exterior recordándonos que seguíamos siendo los rehenes de un sistema que no dejaría de someternos. La vigilancia era prácticamente nula. Rodeados por cañaverales por los cuatro costados más una mezcla de rutina a la que nos habíamos acostumbrado, ¿adónde podríamos ir si saliendo de ese campamento solo pasábamos a otro compartimiento de esa gran jaula que se había vuelto Cuba? A nadie se le ocurría fugarse.

Así transcurrían los días empezando con aquel desayuno en el cual las latas de sardinas reinaban sobre aquellas mesas donde comíamos. Nos daban tantas que luego de las visitas nuestros familiares se llevaban una buena parte. Por lo escrito en las latas con su correspondiente llavecita aquellos pececillos en aceite venían de Marruecos. ¿Sabrían los marroquíes que nos ayudaban a matar el hambre que siempre teníamos?

A trabajar al campo íbamos sin ganas. Volvían los tiempos de la limpia, y oh venganza suprema, la hacíamos al ritmo que nos convenía. El sargento daba su vuelta, si trabajábamos bien y si no, también. Bueno, sí es que podíamos llamar a eso trabajar. La guataca nos servía más de asiento devenido pausa sin fin para fumar un cigarro que para trabajar. A casi nadie le importaba que estuviera amolada o no. Todo lo hacíamos sumidos en una pereza sin fin, era una dulce venganza que tampoco estaba llamada a durar mucho.

Hasta protestones nos habíamos vuelto. Un buen día cuando fuimos a almorzar nos encontramos con un potaje de frijoles negros en el que flotaban tronchos de pescado. Nuestro cocinero no era tal e improvisaba con tal de estar en la cocina. Le dijimos hasta botija verde. Poner pescado, y de lata para colmo, era un insulto supremo para los frijoles negros y para nuestros paladares. En fin, el cocinero no sabía adonde meterse tratando de dar explicaciones y nosotros terminábamos comiéndonos aquella mezcla que a fin de cuenta a nada sabía. Nos estábamos volviendo “delicados” y el sargento que ya no aguantaba más se agenciaba con sus superiores para que acabara con aquel suplicio que le habían impuesto.

Así que en menos de dos meses nos veíamos de nuevo montados en un Zil y llevados a otro campamento de Esmeralda para gran alivio de aquel sargento.

Una frescura bienvenida envolvía aquel nuevo campamento que, si bien recuerdo, ni cercas tenía. Algo seguía cambiando y el cambio no era para mal. Estábamos rodeados de platanales y decir que trabajamos en ellos sería exagerar porque estaban más que limpios. Había que entretenernos en algo. Nuevamente éramos 120 confinados con un nuevo jefe de compañía, otro mulato más otros militares entre sargentos y políticos que se ocupaban más de ellos que de nosotros salvo para hacer los consabidos recuentos y acompañarnos al trabajo.

La comida era aceptable y algo nuevo aparecía como aquello de que teníamos que hacer guardia con fusil. Parecía que querían mostrar que éramos reclutas del SMO. Pero como la desconfianza reinaba, en algún lugar siempre quedaba de que éramos entes peligrosos.

Así una buena noche, el confinado que estaba de guardia oyó un ruido extraño y envalentonado con aquel M-52 se dispuso a perseguir a aquello o a aquel que osaba interrumpir el buen orden del campamento. Tanto ruido hizo que acabó despertándonos y lo oímos dar el “alto, párate ahí”, “alto o disparo” en varias ocasiones. Cansado de no hacerse respetar, lo oímos rastrillar su fusil y en vez de una detonación solo escuchamos un leve click que se repitió en varias ocasiones sin más. Aquello dio lugar a una mescolanza de risas e insultos de todo tipo. Bota esa mierda que eso no dispara, lanzaba uno. Comemierda, te cogieron de comemierda, eso no dispara ni un corcho, añadía otro.

Al día siguiente nos enteramos por algunos entendidos en la materia que el fusil tenía problemas con el percutor lo que lo hacía completamente inutilizable. Para mí era una manera de probarnos, de ver hasta qué punto sabíamos utilizar un fusil y emplearlo quizá para otros fines.

Vivíamos en un campamento de transición y nuestro próximo destino, según comentarios de buena tinta, sería Camagüey. Aunque no sabíamos qué nos esperaba, al menos estaríamos más cerca de la casa. Se acercaba otro traslado y este sería el penúltimo.

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