Saturday, May 4, 2019

De campamento en campamento (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Los alrededores del municipio de Esmeralda serían nuestra próxima destinación. Un buen día, como ya era costumbre, nos avisaron que nos preparáramos porque cambiábamos de campamento, salvo que esta vez los escogidos éramos de Camagüey y sus alrededores. Pasábamos a otra etapa dejando atrás a habaneros, pinareños, santiagueros y holguineros que nos habían acompañado por varios meses en aquel penoso bregar bajo el mando de los tenientes Silva Segura y Cause. Recuerdo que dejamos el campamento después de un almuerzo memorable porque el cocinero, un oriental quien según se decía había sido cocinero en la base naval americana de Caimanera nos había cocinado papas rellenas, todo un festín. Hubo despedidas y abrazos efusivos, para la mayor parte de nosotros, nunca más veríamos a aquellos que habían sido nuestros compañeros y con los que habíamos compartido penas y alegrías.

No creo que el traslado durara mucho tiempo, el tramo entre el central Jaronú y Esmeralda no era largo. Una vez pasado el pueblo, aquel mismo que nos vería llegar un año atrás, los camiones se adentraron en el monte hasta llegar a un campamento rodeado una vez más de plantaciones de caña de azúcar.

Las barracas y demás edificaciones se parecían mucho a las que dejábamos atrás, salvo que al llegar solo vimos un sargento ya entrado en años que nos recibía dando el grito de “a formar” con cierto desgano y un político. No sabíamos si aquello era buena o mala señal, pero al ver la cara de algunos confinados que ya ocupaban el lugar nos dijimos que aquel campamento no podía ser peor que los anteriores. Ninguno otro oficial salió a recibirnos y aquel negrito viejo con sus grados de sargento se las veía solito con nosotros que éramos unos veinte más otra veintena que ocupaba el lugar a nuestra llegada.

Fuimos recibidos en las barracas por otros confinados todos de Camagüey entre los que se encontraba un mulato simpático y educado llamado Lázaro Montano quien nos dio a entender que aquel campamento era un paraíso pero que ahí no duraríamos mucho. Y paraíso fue por algunas semanas.

La primera vez que sonó la diana a la mañana siguiente, acostumbrados como estábamos nosotros en el otro campamento a levantarnos rápido, notamos con gran sorpresa que los otros confinados tomaban todo su tiempo llegando algunos hasta darse media vuelta en la hamaca para tirar un último repelón. Seguidamente entró el sargento dando un “de pie” tan débil que invitaba más que todo a una pereza suprema. Cójanlo suave, recuerdo que nos dijo Montano dirigiéndose a Castillo, el 20, y a mí. Esto aquí es sin lucha, añadió.

Así que con gran calma empezamos a ponernos el uniforme imitando así a los otros. Esto está raro, me decía. En esa parsimonia estábamos cuando hizo nuevamente su aparición el sargento, suplicándonos literalmente que nos apuráramos. Coño hagan un esfuercito que me van a joder. Después de todo, aquel sargento, otro que quizá también había peleado en la Sierra por los grados que llevaba en aquel uniforme tan desteñido que de verde oliva le quedaba poco, daba pena.

Recién empezaba a estirar mis huesos cuando una voz familiar me dijo acere, esto es sin lucha. Era Cordobí el negrito limpiabotas del parque Agramonte. Mozito, esto es Camagüey na má, añadió. Me alegró verlo. El apretón de manos que nos dimos fue tan fuerte como un abrazo. Para mí Cordobí no era ya aquel limpiabotas sin educación sino un buen amigo, otro bueno con quien podía contar. Poco a poco empecé a reconocer algunas caras que ya había visto en el comité militar en la época de las citaciones.

El hecho de encontrarse entre camagüeyanos, nos conociéramos o no, nos daba pie a pensar que algún cambio había en ciernes y cada cual iba con su propia idea del asunto, pero casi todos coincidíamos en pensar que nuestro destino final sería Camagüey.

A formar fuimos tan lentos como babosas rastreando jardines, el pobre sargento nos esperaba y una vez todos, que no pasábamos de 40, dio la voz de atención y luego de “en su lugar descanse” empezó su pase de lista. Acostumbrado a los gritos, al “de pie” violento, aquello nos parecía cosa de otro mundo. No obstante, reinaba cierta desconfianza y más tarde que temprano aquel redil que formábamos entraría de nuevo por el aro.



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