Saturday, March 23, 2019

Visita Médica (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Gracias al sanitario del campamento de Méjico, un nuevitero de apellido Landry y gracias también –por qué no decirlo– al sargento jefe de personal Lázaro Laborí pude lograr que se me permitiera ir a ver el médico en el hospital militar de Jaronú. Cierto era que padecía de migrañas, las mismas que años después en mayor o menor grado, me siguen acompañando. Para escoltarme me habían asignado al cabo Roberto, un mulato ojiverde que era un pan de bueno. Roberto no tenía mucha conversación, pero lo prefería como acompañante que a cualquiera de los otros.

Para ir a Jaronú habíamos cogido el tren que pasaba por el ramal de Méjico. El corto viaje entre caseríos y cañaverales era más agradable que cortar caña y mi plan era tratar de conseguir sobre todo otro pase para ir a Camagüey y consultar un especialista. El cabo Roberto me había dicho que no me hiciera ilusiones porque eran médicos militares y con ellos no había arreglo. En fin, tendría que hilar fino.

Llegamos al hospital que se encontraba en una de esas casas típicas del central, si recuerdo bien toda de madera. Al llegar había bastante movimiento, los médicos algunos con sus batas blancas encima de los uniformes y otros sin ellas. Luego de habernos presentado alguien nos indicó un sitio para sentarnos y esperar. No lejos de donde estábamos había uno de esos viejos teléfonos de manivela encima de una mesita y al parecer el artefacto de marras era el único que servía para comunicar con el exterior. El dichoso teléfono no paraba de sonar y hasta alguna disputa que otra había para ver quien lo cogía primero para pedir su llamada.

Roberto y yo nos entreteníamos viendo aquel va y viene de enfermeras, laboratoristas y médicos. Al parecer el centro de atención no eran los pacientes, sino el teléfono. Debo decir para defender tantas idas y venidas que el personal médico, sobre todo, venía de otras provincias y era lógico, dada la precariedad de las comunicaciones, que ese teléfono fuera objeto de codicia.

Había un médico que parecía más preocupado que los demás cuando sonaba el teléfono. Era nada más y nada menos que el director del centro hospitalario. Intentaba hablar con alguien y cuando casi tenía la comunicación esta se caía u otra persona lo ocupaba.

En una de esas en que había perdido la comunicación, se volvió hacia mí y me dijo en tono que no sé si era de orden o de súplica: Si suena, agárrelo porque es mi esposa que está embarazada y necesito hablar con ella. Usted dele conversación hasta que yo llegue para mantener la comunicación. Y ¿qué le digo? Le respondí cándidamente. Pues cualquier cosa, háblele de lo que quiera, pero háblele y que el cabo me avise para venir. Mi consulta está allí, dijo para terminar indicándonos una puerta.

No habían pasado diez minutos que ya el teléfono sonaba y cumpliendo instrucciones, respondí. Mi interlocutora preguntaba por el director diciéndome su nombre y título. Sin mucho preámbulo le dije que alguien lo iría a buscar pero que debía seguir conversando conmigo para no perder la comunicación. Recuerdo que empezó a reírse a la vez que me preguntaba que quien era yo.

¿No es empleado del hospital?
- No.
- Tampoco puede ser un paciente.
- Vine  ver un médico, soy recluta de la UMAP
- ¿Cómo?
- Su esposo me dijo que le diera conversación.
- ¡No me diga!
Aquello no dejó de ser gracioso y benéfico para ambos. Su esposo llegó momentos después y pudieron conversar. Pude ver en su mirada el reconocimiento por aquella conversación que se lograba gracias a mi inesperada intervención.

Cuando colgó el teléfono el médico me dijo, ¿en qué lo puedo ayudar? Me sorprendió tanto la pregunta viniendo de parte de un militar por muy médico que fuera, que ante mi asombro, añadió. Usted vino a verse con un médico, ¿no?
- Sí.
- Venga, yo lo voy a atender.
Ya a puertas cerradas en su consulta, me dio las gracias por haber hablado con su esposa. Me contó que estaba embarazada, que él era de La Habana y que se le dificultaba mucho hablar con ella. Gracias a usted estoy más tranquilo porque hacía días que no sabía de ella y estaba preocupado.

Luego le hablé de mis migrañas, me examinó tomando todo su tiempo y al final me dijo que efectivamente debería ver un oftalmólogo porque según él, quizás era hora de cambiar la graduación de mis espejuelos. Por el momento le voy a dar una semana de reposo para que pueda ir a Camagüey. Llévele este papel al sargento Laborí, me dijo. Cuando regrese de Camagüey me viene a ver de nuevo, yo me ocupo de todo con Laborí.

Al salir de la consulta me reconcilié de inmediato con la profesión médica. Era cierto que le había hecho un pequeño favor, una nadería, a fin de cuenta. Lejos de actuar como militar, actuó como médico y con compasión otorgándome un descanso que era codiciado por muchos y muy mal visto por otros, sobre todo por aquellos que nos avasallaban.

Cuán lejos estaba de aquellas visitas médicas en el comité militar en las que un veterinario habría podido tratarnos mejor.

Cuando se lo dije al cabo Roberto este lanzó un “coñó” más que estridente. Usted sí que tiene suerte compay. Animados por la conversación nos fuimos a tomar el tren de regreso para el campamento. Dos días después, iría a Camagüey y sin acompañante esta vez, gracias a ese médico cuyo nombre olvidé y al que siempre le estaré agradecido.

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