Saturday, January 26, 2019

La rutina (por Víctor Mozo)


Al cabo de un par de meses el conformismo empezaba a echar sus raíces. Se había instalado una suerte de rutina y aunque dura, la vida del campamento se aceptaba, aunque fuera a regañadientes. No quedaba otro remedio. Nuestro confinamiento disfrazado de servicio militar era como el mal tiempo al que había ponerle buena cara y hacerse así la idea de que el tiempo correría lo más rápido posible. Mientras tanto nos íbamos conociendo entre nosotros y conociendo mejor a nuestros verdugos de ocasión. Reírnos de ellos, al menos para mí, era una forma de vencerlos. Para ellos éramos un número, un elemento indeseable que había que reformar. Para nosotros eran ellos los manipulados del momento.

Parte de esa rutina era el número 15 cuyo nombre no recuerdo, un guajiro flaco de unos veinte y tantos años. Tenía una voz fina y decía a menudo que le gustaba trabajar siempre y cuando le pagaran. No puedo trabajar mucho por siete pesos al mes, decía. Esa era la suma que nos pagaban por trabajar de sol a sol incluyendo aquellos domingos que se apellidaban rojos y en los que nos hacían sudar un poco más de lo debido.

El 15 era experto en detectar el guao, no para huirle sino para restregarse las hojas en sus brazos y por mucho que se les enrojecieran y picaran, no lo rebajaban de servicio. Para su mayor desgracia o ventura, sus brazos sanaban de un día para otro.

El 14, otro guajiro de mi edad llamado Alberto Cabrero, se pasaba el tiempo hablando de gallos, pollos y gallinas. Era trabajador, pero de pocas luces. Tiempo después, en otro campamento, se convertiría en jefe del gallinero que tenía el jefe de compañía.

El 3 era un cuarentón bajito de Nuevitas, barbero de profesión más conocido por “mafia” aunque de mafioso no tuviera nada. Solo hablaba de mujeres y de la noviecita que tenía que era una niña de dieciséis años.

José Pereda Ratón, el 4, era también barbero. Venía de Minas. Él, “mafia” y el batiblanco del Bando evangélico de Gedeón, conformaban el trío de barberos del campamento. Recuerdo que entre pelado y pelado se tomaban su tiempo en aquellas sesiones de barbería improvisada a la sombra de unos de los dos árboles con que contaba el campamento.

Mi amigo Miguel Ángel Montejo Lamas, el 26, siempre que entraba en un surco entonaba la misma ranchera que otrora cantaba en la televisión cubana el famoso charro Miguel Aceves Mejías. “Ya me voy/ya me voy con mi derrota/a darle mi amor a otra/que me sepa comprender”. El gago Montejo, como así lo llamábamos, era aficionado a la música mejicana, pero siempre cantaba lo mismo.

Había de todo, hasta uno que se improvisó dentista y le sacó una muela con un tenedor a un confinado que ya no aguantaba más el dolor. Al parecer, Dios nos cubría con su manto porque estábamos sujetos a todo tipo de infecciones y nada pasaba. Por extraño que parezca, enfermarse podía ser visto como un placer.

Cerca del campamento se encontraban varios bohíos habitados por haitianos y todos ellos colaboraban de cerca o de lejos con los militares, al punto, según me confirmaron, de conseguirle haitianitas a los oficiales para que pasaran el rato los fines de semana. La revolución de los humildes para los humildes, se daba aires de lupanar en la campiña camagüeyana. Gracias a los reclutas del SMO que nos cuidaban, todo terminaba por saberse. A fin de cuenta, ellos tampoco querían estar allí.

Momento patético era aquel cuando llegaba correspondencia y se distribuían las cartas. El encargado de la distribución era siempre el sargento Rodríguez. Regularmente, se hacía después del trabajo y la ducha. Nos formaba, nos hacía marchar unos quince minutos hasta que nos dejaba en formación. Un cabo traía las cartas y empezaba a llamarnos por nuestros nombres. Según el sargento Rodríguez esta distribución y recepción debía hacerse militarmente dando lugar a una escena verdaderamente grotesca.

- ¡Víctor Mozo Adán!
- ¡Aquí!
- ¡Acá! Gritaba el cabo.
- Compañero sargento, el recluta número 28 se presenta ante usted para recibir carta familiar. Decía yo a voz en cuello, parado en atención y saludando militarmente.

Seguidamente, el cabo me entregaba la carta que yo debía recibir extendiendo mi mano derecha llevándola seguidamente a mi mano izquierda que se abriría para recibirla ejecutando siempre movimientos parecidos a los de un soldadito de cuerda. Siempre en atención daría media vuelta y marcharía para reintegrar las filas. Para más fastidio en vez de entregarte las cartas de una vez, te llamaban según las cartas que recibías lo que ocasionaba cierto malestar más que justificado. Cuando te escribía el papá, la mamá, el abuelo, el padrino, la novia, la esposa, los hijos y habías hecho el mismo gesto diez o más veces, lo menos que tenías al final eran ganas de leer cartas, pero una vez leídas y releídas, las penas se olvidaban y daban paso a un bienestar espiritual inmenso, aunque a veces hubiera notas de tristeza. La carta más escueta valía su peso en oro.

Las cartas, sobre todo las que salían, podían ser leídas, lo que nos obligaba a tener mucho cuidado. La desconfianza era parte íntegra de nuestras vidas.


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Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog.

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