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Monday, September 20, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

PARTE 3. CAPÍTULO 2: Por tu buen corazón


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Antes tampoco éramos Los Tigres, antes de ser tigre, uno casi siempre es otra cosa: perro, gato, conejo. Los tigres están hechos de corderos bien digeridos. Y éramos eso: corderos que un buen día nos digerimos a nosotros mismos para empezar a ser verdaderamente tigres.

Entonces íbamos al cine, a las tandas de las nueve de la mañana. A nosotros nos gustaban las películas de acción, de capa y espada, donde el protagonista siempre rescatara a la muchacha; o las de Toshiro Mifune, que era un tipo duro y valiente, algo así como un tigre, que no se rendía aunque lo rodeara una multitud de samuráis, y que al final de la película siempre se iba solo y triste, con el sable a la espalda a través de un caminito. Éramos Juanco y Omar, y Santiago y Manet, y Juan Ramón y Ale el Gordo, que después de ver la película hacía el papel de gordo. En casi todas las películas casi siempre salía algún gordo. Y Ale hacía bien el papel de gordo comilón, mientras alguno de nosotros, que era el Tulipán Negro o el Marsellés, o el Aventurero de la Rosa Roja, le robaba las llaves y liberaba a la muchacha, que era una muchacha imaginaria pues no había ninguna en la pandilla y nadie estaba dispuesto a interpretar ese papel. Otras veces hacíamos del Comisario, que se metía toda la película en babia, y por culpa suya, Fandor no podía capturar a Fantomas, que ya se le había escapado a todo el mundo, al mismísimo Scotland Yard, y se iba en una máquina que salía volando y ponía el fin de la película allá en las nubes. Y entonces nos íbamos a empinar papalotes al plan del Pedro Pena, a darle cucas, y tratar de escribir un FIN con el papalote allá en las nubes igual que hacía Fantomas con su máquina, o ponerle una cuchilla de afeitar en la cola para cortar los hilos y que los otros papalotes se fueran a bolina, allá lejos, cayeran sobre el techo de una casa, o en la calle, en un parque, pero que no se enredaran en los cables eléctricos y provocaran un corto circuito, viniera la Compañía, les dieran las quejas a los padres, nos pusieran de castigo, una semana, un mes sin cine, sin bolas y sin trompos, sin Plan Calle, sin zancos, sin patines, sin salir ni a la bodega de la esquina: Secundino, regálame un caramelo, un dulce, un boniatillo, un medio de postalitas, Secundino; y abríamos el sobre temblando de emoción: nos sacamos la 49, y la 8, y la 23, te la cambio por la 14 que la tengo repetida, o por la 100 que es un número difícil, o vaya, te la cambio por dos; eh, miren: me saqué el FIN, que era Pepito Grillo encima de su casita, que parecía un palomar, con el Sol más amarillo del mundo, saliendo allá a lo lejos. Entonces comprábamos el álbum, que traía los cuadritos para pegar cada una en su lugar, y al pie leíamos la historia que representaba cada cuadro, y nos íbamos metiendo en la vida de Pinocho como si estuviéramos mirando una película: Qué estábamos haciendo…; nada maestra Luisa, maestra Magda, maestra Ofelia.

—Déme acá esas postales, y atienda a la clase.

—Sí, maestra, pero nos la devuelve cuando suene el timbre, mire que sin ellas la vida se nos muere.

¿Qué había sucedido, maestra?

—Entre papá, quería hablar con usted, vea, su hijo no está nada bien, no atiende, no se concentra en la clase. Se mete el santo día con las postales esas, leyendo el álbum de Pinocho, ya lo he tenido que regañar varias veces, pero es una cosa que lo desquicia, que lo arrebata, y a lo mejor usted como padre me podía ayudar.

Disculpara maestra, había nacido con problemas, nació antes de tiempo, era muy nervioso, y muy inquieto, pero hablaría con él sobre las Zafras del Pueblo, y sobre la Campaña de Alfabetización, alfabetización, venceremos, y estaba seguro que el niño superaría ese aspecto, cómo no, contara con su apoyo.

—Pero eso no es todo, papá, tiene otro problema, le cuesta trabajo encontrar el camino como si estuviera perdido, vea esta cuenta, qué sencilla, todo el mundo la hizo así, por el camino más corto, y mire él, ha llenado una página completa. Verdad que el resultado le dio igual, pero no es lo mismo como usted puede ver, Dios mío, no sé por qué siempre agarra el camino más largo y más difícil.

Descuidara maestra, en cuanto él supiera lo del ciclón Flora, y de las Milicias Nacionales Revolucionarias, y que vamos hacia un Ideal, y que la ORI es la candela, no le digan ORI, díganle candela, él iba a encontrar el camino, le dejara eso a él.

—Pero el otro día, papá, estaba hablando de Céspedes, el Padre la Patria, ¿usted sabe?, y le dije a los muchachos que escribieran una oración con la palabra Padre, y mire lo que ha puesto su hijo: Padre nuestro que estás en el cielo; eso sí es peligroso, por eso lo mandé a buscar, papá, su hijo se le está escapando para alguna iglesia.

No, maestra, eso sí que no, no le faltara el respeto, ellos no creían, en su casa nadie creía, su hijo no iba a ninguna iglesia, ¿este muchacho estaba loco, Virgen Santa?:

—Venga acá, señorito, ¿por casualidad usted está yendo a una iglesia o algún lugar donde se hable de Dios?

—No, papi, ni que Dios lo quiera.

¿Veía, maestra…? Él era un niño de la casa a la escuela y de la escuela a la casa:

—Tun tun.

—¿Quién es…?

—Soy yo, abre rápido.

—¿Cómo te fue, hijo…?

—Muy bien, mami, hazme un poco de pega-pega, apúrate.

—¿Otra vez…? No hay almidón, y que tu padre no te vea más con esas postales.

—No importa, mami, yo las escondo. Hazme un poco de pega-pega, con harina de pan, con clara de huevo, con cualquier cosa; mira, conseguí la 80 y la 99…

También nos poníamos a jugar con alguien que hiciera de Banco, velando a los más grandes, no fueran a hacernos tiña, nos robaran las pilas, nos dejaran sin nada; y perdíamos y ganábamos, y llegábamos tristes a la casa, con las manos vacías, como si nos faltara el aliento, o muy emocionados, con un paquete bien grande en los bolsillos, y dormíamos con ellas debajo de la almohada, y el olor especial que tenía la tinta nos entraba por la nariz hasta la misma memoria, y nos despertábamos a media noche cuando nos faltaba aquel olor, y se habían caído al suelo las postales, y las recogíamos una a una, y buscábamos el álbum, y no teníamos sueño viendo a Pinocho, a Gepeto, cuando lo fabricaba de madera, y al Honrado Juan y a Gedeón que un día convencieron a Pinocho para que no fuera a la escuela: para que te conviertas en actor, Pinocho, tu futuro es el Teatro, serás aplaudido, aclamado por las multitudes, serás rico y famoso, y recorrerás el mundo; y engañaron al pobre Pinocho que era un tipo cabeza hueca, que cualquiera convence de hacer lo que no quiere. Y se lo llevaron y lo vendieron como un títere a Stromboly, un viejo barbudo y abusador, que se cogía todo el dinero, y encerraba a Pinocho en una jaula. Y cuando por fin apareció el Hada Madrina, Pinocho le dijo una mentira y le creció la nariz, y dijo otra más, y la nariz siguió creciendo por entre los barrotes, y un pajarito fabricó un nido en su nariz, creyendo que era la rama de un árbol. Pero Pepito Grillo, que era la conciencia de Pinocho, y siempre le estaba dando buenos consejos como si fuera una madre: hijo, pórtate bien, hazle caso a la maestra, respeta a los mayores, lo salvó de aquella prisión metiéndose por la cerradura, y removiendo el corazón del candado, y nosotros ya estábamos felices, pensando que todo se iba arreglar cuando a Pinocho le da por irse a la Isla del Juego, junto con Polilla, que era un tipo mala cabeza o cabeza hueca que le gustaba fumar tabacos; y la isla no era puro juego como le habían dicho, sino que allí los niños se convertían en burros; y Pinocho y Polilla estaban jugando al billar y fumando tabacos muy tranquilos cuando les salieron las orejas de burro, y luego el rabo, y en lugar de hablar ya estaban rebuznando cuando echaron a correr llenos de miedo antes de ser burros completos, sobre cuatro patas, y lograron huir de aquella isla maldita. Y cuando Pinocho llegó a su casa de lo más contento, loco por ver a su padre: papi, aquí estoy, mírame, regresé…, se encontró una nota donde Gepeto decía que había salido en un barquito a buscarlo porque se estaba muriendo de tristeza, y que se lo había tragado una ballena terrible que se llamaba El Monstruo. Y Pinocho no lo pensó dos veces para ir a rescatar a su padre, de la misma manera que el Tulipán Negro o el Marsellés tampoco lo pensaban mucho para rescatar a la muchacha de la película. Y la ballena tenía unos dientes enormes. Y allá adentro estaba Gepeto con barco y todo en las entrañas del Monstruo, con una vela encendida porque todo era muy oscuro como una noche sin estrellas, y Gepeto, muy triste, se moría de hambre, tratando de pescar algo de lo que pescaba El Monstruo, cuando pesca nada menos que al mismísimo Pinocho, que también había sido tragado, con orejas de burro y todo: papá, papá, aquí estoy, papá, papito querido. Y a pesar de todo se veían felices porque estaban juntos. Entonces hacen un fuego en la barriga del Monstruo para ver si estornudaba. Y con el estornudo salieron disparados Pinocho y Gepeto y Pepito Grillo, que también estaba allí, pero la ballena los persigue y los persigue en la 183 y en la 184 y en la 185, furiosa, con la boca abierta, y casi está a punto de engullirlos de nuevo cuando llegan a una costa escarpada y logran guarecerse en un hendidura, y El Monstruo choca contra las rocas y se parte los dientes en la 190, y se hunde en el mar lanzando chorros de agua por el lomo, y los amigos están a salvo, y Gepeto se incorpora de la arena, sin energías casi debido al esfuerzo y la agonía de la escapada, pero feliz de haberse salvado, cuando descubre que Pinocho está muerto, su hijo de madera, su hijito del alma ahogado, y lo toma entre sus brazos, con el rabo y las orejas de burro que le colgaban hasta el agua, y llora Gepeto de tristeza: Pinocho querido; y lloramos nosotros también viendo el llanto de Gepeto que no tiene consuelo ni paz sobre la Tierra, y las lágrimas no se nos secan todavía cuando aparece el Hada Madrina en la postal 194, blanca y azul, con su varita mágica y la corona de oro en la frente, y toca a Pinocho con su varita y le devuelve la vida: serás un niño de verdad, Pinocho, por tu valentía, por tu buen corazón, porque arriesgaste la vida por salvar a tu padre, y nosotros, que somos de verdad, nos secamos las lágrimas, y nos sentimos perdonados, Hada Madrina, como si antes de ser así, también un día, hubiésemos sido de madera.

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Tuesday, September 14, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

PARTE 3; CAPITULO 1: Un espejo verdadero


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Volvimos al pueblo, a la Construcción, al lugar donde una vez hubo una Virgen. Bebíamos vino seco El Mundo, y hablábamos de la vida. El vino seco casi siempre nos daba por hablar de la vida, de lo que íbamos a ser en el futuro, se nos iba la juventud, y no teníamos ni oficio ni beneficio, qué tal si aprendíamos algo, si estudiábamos algo…, en este país el que no estudia está frito, no tiene otro remedio que la Agricultura, o la Construcción, míranos a nosotros, llenos de tierra o de cemento, sin dinero, sin esperanza, sin nada, podíamos ir a la Facultad Obrera, graduarnos, llegar a la Universidad por cursos dirigidos, o por cursos regulares, to-davía podíamos ser algo, profesores, veterinarios, Técnicos Medios, cualquier mierda que sirva. Y claro que sí, qué buena idea, cómo no se nos había ocurrido antes, mañana mismo nos matriculábamos. No era fácil construcción por el día y estudio por la noche, toda la semana, y los meses; pero calculamos el límite de la función efe en equis de equis al cuadrado menos cinco equis más cuatro, cuando equis tendía a cero, o cuando equis tendía a uno, o al infinito, y aprendimos que los caracteres adquiridos en la vida no se heredaban, y que los órganos que se usaban se desarrollaban y los que no se atrofiaban, y nosotros por eso mismo teníamos que usar el cerebro porque ya estábamos casi atrofiados del mismo. Éramos adultos. Tigres adultos. Otra cosa.

Sacamos las primeras pruebas, bebíamos menos, y la vida parecía menos complicada.

Pero seguimos yendo a La Virgen con las libretas en el bolsillo, como en aquellos tiempos de la Secundaria.

Una noche, Pirolo no ensartó el sombrero más que unas pocas veces, habló poco, y se fue antes que nadie, sin acabarse el vino seco y sin haber matado el tiempo, con aquel dolor de que aún fueran no más las cinco de la mañana.

—¿A éste qué le pasa? —comentó Rony.

Manet nos encogimos de hombros. Casi siempre Manet se encogía de hom-bros. Le daba lo mismo. Todo le daba lo mismo:

—A ver, Raúl Manet, póngase de pie, dígame el papel que juega el núcleo en la célula.

Y Manet se encogía de hombros. No es que no supiera, sino que le daba lo mismo. Todo le daba lo mismo.

 No le importaba nada el papel que jugaba el núcleo en la célula. Yo creo que a ninguno nos importó mucho ese papel, ni siquiera a Rony, ni a la profesora, ni al director, ni al propio núcleo.

Decíamos que Pirolo estaba muy extraño.

Y la noche siguiente no vino por La Virgencita.

Pensamos que tenía problemas en su casa, pero todos nosotros siempre hemos tenido problemas en la casa, por lo menos desde que nos acordamos, o desde que nacimos, que fue el primer problema. Nosotros nacimos con problemas en la casa. Pirolo no le hablamos a nadie en su casa porque una vez su papá le estaba pegando a su mamá y él le metimos una mordida al padre en un brazo. Pero después ellos se reconciliaron, se acariciaron, se besaron, se templaron, y desde entonces Pirolo no les habla a ninguno. Rony, Manet, Omar y los demás andamos casi por el mismo estilo, excepto Santiago que cada vez que se emborracha decimos un poema a la madre y que madre hay una sola y toda esa mierda de borrachos.

Así que lo de Pirolo no eran problemas en su casa porque siempre los tuvi-mos. Lo de Pirolo era bien raro, pues el lunes llegamos con un bloc en el bolsillo de atrás como si fuera una libreta de notas, como si fuéramos a entrar a la Secundaria, como si todavía no nos hubieran botado de la escuela, y nos leyó una cosa ahí.

Qué nos parecía, preguntó.

Realmente no nos parecía nada. A nadie nos pareció nada. Manet nos encogimos de hombros, Rony lo miramos extrañado:

Qué era aquello.

—Un poema. ¿No ven que es un poema?

Rony no veíamos nada. Tampoco Santiago. Ni nosotros.

—Lo escribimos anoche —volvió a decir—. ¿No se la llevaron?

Nadie nos habíamos llevado nada, es decir que no habíamos entendido nada. No había nada que entender, ni que llevarse.

Pero Pirolo estábamos emocionado. Hacía mucho tiempo que no nos emocionábamos. La última vez fue cuando fuimos a hacernos marineros, a desandar los siete mares, y conocer Liverpool y todos los puertos del mundo, y traer ropa buena de afuera y zapatos y discos de Los Beatles y de Camilo Sesto y Roberto Carlos y José Feliciano, y todas las muchachas que fueran a celebrar sus quince años vinieran a invitarnos a su fiesta para que pusiéramos la música: felicidades, cómo no, con mucho gusto, no cobramos nada, ni un centavo, sólo pasar un buen rato, divertirnos. Así nos fuimos hasta la escuela, más de doscientos kilómetros, contentos, ilusionados. Teníamos todos los requisitos: disposición, aptitud física, octavo grado aprobado, (todavía no nos había botado de la escuela). Íbamos a ser Pilotos de Altura, Jefes de Máquinas, capitanes. Pero en lugar de marineros nos vistieron de verde olivo, pelados al rape, marchando de un lado a otro de una plazoleta, sudando, izquierda izquier, derecha derec. No había ningún barco por todo aquello; y sólo a partir de los tres años o de los cuatro o de los cien, luego que estuvieran bien seguros que uno era revolucionario así como nuestros padres y abuelos y antepasados, y que por tanto no teníamos en la herencia caracteres hereditarios que indicaran que podíamos quedarnos fuera del país, en algún viaje al exterior, desertando hacia una sociedad de esas explotadoras e inhumanas, era que entonces se empezaba a navegar, a dar algún viajecito a las Bahamas o a Gran Caimán. Regresamos silenciosos como el que vuelve de un entierro. Ya después nada nos importó. Nos dimos cuenta que en la medida en que crecíamos, íbamos perdiendo libertad. Si nos hacíamos mecánicos, ya no podíamos ser dentistas. Si nos hacíamos dentistas, no podíamos ser peloteros. Ya no teníamos edad para ser campeones de natación o de clavados. Sólo nos iban quedando otras opciones para las cuales también íbamos perdiendo aptitudes en la medida en que pasaban los días. Por eso nada nos alegraba ni nos producía el más mínimo entusiasmo, a no ser ahora que Pirolo estábamos como loco leyendo los garabatos que había hecho en aquel bloc.

El sábado no quiso tirar el sombrero. Traía un bloc nuevo donde había pasado aquel escrito con lapicero, bastante curioso.

Trataba de un tipo que se había ido a vivir a una montaña.

Quería dedicarse a escribir y su familia no lo comprendía.

Ese tipo era él mismo. Nos imaginamos la cara de su familia cuando lo vie-ron con aquel lío de la escribidera. Pirolo necesitaba apoyo, necesitaba que alguien lo ayudara, y para eso estábamos nosotros:

—Deja esa mierda, Pirolo. Eso no sirve. ¿Has visto algún escritor con dinero?

No lo habíamos visto. Ni sin dinero tampoco. En nuestro pueblo no había escritores. Ni falta que hacía. No tendrían de qué escribir. Aquí nunca pasa nada. Se cumplen todos los planes. Todo el mundo trabaja o estudia, hasta nosotros. Y de nosotros no podemos escribir. Ni siquiera eso de que no podemos escribir.

—No me importa el dinero. ¿Les gustó más ahora o antes? —preguntamos Pirolo.

—¿Qué cosa?

—El poema.

Ninguno nos había gustado. Nos parecía que era lo mismo el de ahora que el de antes.

Por la noche lo trajo otra vez medio cambiado, pero escrito a máquina, a dos espacios, en unas hojas muy blancas.

Nos dimos cuenta que Pirolo estaba quendy.

El padre de Pirolo es medio loco, y un tío también, y tiene una hermana que lo mismo le da ocho que ochenta. Así que ahora nos tocaba a él seguramente. Y luego a nosotros y dentro de poco estaríamos chiflados.

—¡Imbéciles, no entienden nada, no ponen atención, no escuchan, no tienen interés, casos perdidos, todo!
—dijo Pirolo, enojado, como mismo nos decían a todos en los tiempos de la escuela—. La vida es esto, socotrocos: escribir, sacarle fruto a la memoria…

Sin pasar escuela, ni curso, sin graduarnos de nada, un mal día nos sorprendimos con un lápiz y un papel, sin saber por qué ni para qué servía ser escritor, si no era para buscarnos problemas, para que nadie nos entienda, ni la propia familia, que nos mira de rabo de ojo: deja eso, hijo, te vas a poner mal de la cabeza, como si el hecho de escribir no fuera resultado de eso mismo, de estar mal de la cabeza, de tener una cabeza hueca, de no poder evitarlo, porque nosotros no escribimos sino que nos escriben, como si alguien nos dictara, como si fuera un mensaje del más allá; y subíamos los versos y los bajábamos, y los tachábamos, los eliminábamos; y no hacíamos las historias de alante para atrás ni de atrás para alante, sino más bien todo lo contrario y viceversa; y nos preocupaba la cacofonía que hacían los muchos había que había; y deja quietos los había y la bobería, eso no incumbía; lo importante era mirar, observar, atrapar la realidad y envolverla, ex-primirla, sacarle el jugo, la semilla, la esencia, y luego sentarse y ponerle el corazón a la escritura; no se podía escribir con el corazón en el pecho, había que sacarse el corazón para ponerlo en cada frase.

—¿Qué haces sin corazón? —preguntó el espejo.

—Vamos a ser escritor.

—¿Escritor…? Nunca hubo escritores en la familia. Ni siquiera lectores. La mayoría de tu familia no sabía ni leer.

No nos importaba.

—Perico, tu tío abuelo, componía décimas que cantaba en los cumpleaños de la familia, pero terminó loco, bañándose en los cañaverales, con un tanque de agua de 55 galones.

No nos importaba.

—Es un camino demasiado largo, con demasiados problemas.

No nos importaba.

—Tus personajes te asediarán, robándote tu tiempo. No vivirás tu vida para ti, sino para ellos, para cada uno de tus personajes.

No nos importaba.

—Tampoco ganarás mucho dinero.

Nunca nos importó el dinero.

—Ni tendrás reconocimientos. Y los demás te mirarán como si fueras una especie diferente, un bicho raro, podían burlarse de ti.

Siempre habíamos sido diferentes.

—Y tendrás que relacionarte con alguna gente rara. El mundo del arte está lleno de gente así.

—¿De gente cómo?

—Individuos extraños.

—¿Feos?

—No, tipos de eso… con inclinaciones…

—¿Jorobados?

—No, quiero decir…

—¿Maricones?

—Eso es, pero son como cualquiera, olvídalo. Eso no es esencial. Lo esen-cial será no rendirse nunca. Te asaltará el desaliento, la frustración, el cansancio.

—No nos rendiremos.

—También necesitas dos cualidades: ser sincero y tener coraje. Será nece-sario rescribir, tachar, borrar, pulir, estrujar, sudar, romper, botar, recoger, releer, volver a empezar, si quieres ser realmente verdadero. La Lengua es difícil de domar.

—La domaremos, señor Espejo. Aunque haya que multiplicarla, herirla, ma-chucarla, componerla, curarla, mimarla, quererla como una novia, adorarla, descu-brirle sus parajes más ocultos como a una mujer inapagable.

—Estás hablando bonito, eso le va a gustar a la Lengua, ¿y luego qué harás con ella…?

—Luego la llevaremos a un cabaret a emborracharla, y a una posada a desnudarla, besarla, violarla, desflorarla, hacerle el amor por todos los orificios, por cada una de sus frases, que se venga, que se derrame, que se riegue, que llore, que se muerda los…

—¡Cállate!… Eres un poco loquito, pero veo que estás decidido… —hizo un pausa—. Es curioso… ¿Quién dijo que la literatura era una especie de espejo que se paseaba por la ciudad?

—Tal vez Víctor Hugo, o Cervantes.

—Esa comparación no es muy exacta. Nosotros también mentimos.

—No.

—Sí. Por ejemplo, muchas veces te notaba deprimido y te disimulaba el defecto de los dientes. Otras veces tenía que bajarte los humos. Debí haber sido imparcial, pero ya ves, nada es perfecto.

—No sabíamos que…

—Sólo quiero pedirte una cosa. Si algún día escribes algo de mí, di que fui un espejo verdadero. Me hubiera gustado tanto ser verdadero.

—Tú has sido verdadero.

—No, no lo fui. Pero me gustaría que lo dijeras. Tú no puedes mentir, pero un buen escritor hallará la forma de decirlo.

—Lo haremos, si eso te hace feliz.

—Eres un buen muchacho. Ahora vete, ponte a escribir.

Fue lo último que dijo antes de hacerse añicos contra el cemento, cada una de sus partes reflejando algo incompleto, que nunca más volvería a ser un todo sobre su clara superficie. La vida jamás será igual cuando el viejo espejo de la familia ha dejado de existir.

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Tuesday, September 7, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

PARTE 2; CAPITULO 5: No sé por qué piensas tú


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


La Unidad estaba allí, en pleno monte. Las barracas de los soldados alineadas a un costado, el dormitorio de los Oficiales al otro, luego los dos comedores, el de nosotros, pobre, sucio, con la grasa del día anterior pegada a las bandejas de aluminio; y el de los Oficiales, con manteles, platos y personal de servicio, soldados del propio Servicio, que no se vestían de verde olivo, sino de ropa blanca para atender a los Oficiales: buenas noches, aquí está el menú, qué desea comer, tenemos tal plato y tal fuente, y tal sugerencia; para que disfrutaran felices, la comida diferente, con carne, con postre, mejor cocinada que les daban a ellos, bien condimentada con ajo y cebolla y ají y puré de tomates, y les hiciera una buena digestión. Todos estábamos allí para defender la patria, pero los Oficiales la defendían de otra manera. Había muchas maneras de defender la patria, de quererla. (Se quiere a la patria de muchas maneras). Más allá quedaba el Polígono y los campos deportivos, y el Campo de Tiro, y luego la cerca alrededor de todo, con diez alambres de púas, y garitas, y guardias cada cincuenta metros.

Dormimos sobre las colchonetas, todavía sin sábanas. Al día siguiente no habían llegado aún los uniformes, pero empezaron a distribuirnos:

Quiénes éramos choferes, barberos, mecanógrafos, quiénes éramos de la Juventud Comunista, levantáramos la mano, un paso al frente. ¿Qué creíamos del cuerpo de Boinas Rojas? Los Boinas Rojas andamos en la calle, con un jeep cuatro puertas, y con gasolina a nuestra disposición; podemos dar vueltas por la ciudad, ir al Coppelia, ver una muchacha, invitarla, pasearla en el jeep; o si no darnos una escapadita hasta la casa: mira vieja, qué bien estamos, manejando un jeep, haciéndonos hombre, ¿no te lo dijimos…, que no te preocuparas?, prepáranos algo de comer, algo rico, pero rápido porque tenemos que irnos, cumplir órdenes. Todo eso mientras los demás nos podrimos aquí encerrados, sin podernos ni fugar porque nos vigilamos unos a otros, para que no nos echen la culpa por dejar escapar a un soldado por la posta y nos declaren cómplice y culpable y nos manden para el Batallón Disciplinario.

Hacían falta Boinas Rojas, gente grande y fuerte, valientes, decididos, que tuvieran disposición y aptitud para capturar a los soldados que se fuguen, para buscarlos a sus casas:

—¿Aquí vive Fulano de Tal?

Sí, pero estaba enfermo.

—Lo siento, tiene que acompañarnos.

No podía, estaba con fiebre, con temblores, con calenturas, con dolor de cabeza, con varicela, con rubéola.

—Lo siento, señora, esto es una orden, las órdenes se cumplen y no se discuten, con permiso…

Ay no, por Dios, no se lo llevaran, no se llevaran a su hijo, no le pusieran las esposas, miraran que estaba enfermo.

—No se preocupe, allá hay enfermería y médicos y medicina gratis, señora, comprenda, nadie lo manda a fugarse, el Reglamento es así, hasta luego, buenas noches.

O si no capturarlos antes que lleguen a sus casas, pararlos en la calle, pedirles el Pase; ¡ah, no tiene Pase…!, monte el jeep, dígame dónde queda su Unidad, está detenido, preso, y si protesta usar la autoridad, neutralizarlo, inmovilizarlo, aplicarle una llave turca, retorcerle el brazo, el pescuezo, partirle la vida.

Lo sentíamos, teniente, no queríamos ser Boinas Rojas, no nos gusta ese color, mejor así gorras verde olivo, cabezas verde olivo, Aguacates Siete Pesos.

Luego nos pusieron una vacuna en el brazo y dos en la espalda, debajo de las paletas, y nos fueron dando el uniforme según la talla de cada uno; la treinta y dos, teniente; aquí tiene la cuarenta; la treinta y seis; aquí tiene la veintiocho, resolviéramos nosotros, aquello no era una exhibición de modas, y cállese, elemento, usted no usa la treinta, usted usa la talla que la Revolución necesite; sí, mi teniente, cualquiera nos sirve, total, todos los aguacates son iguales.

—¿Cómo dijo…?

—Los aguacates, teniente, son iguales, somos Aguacates Siete Pesos.

—¿Oyó, sargento?, lléveme a ese aguacate para el calabozo, hasta que esté maduro, o hasta que yo me acuerde.

Y el calabozo era oscuro, y frío como la nevera de un hospital, con una pe-queña ventana allá en lo alto, por donde a veces se colaba un rayito de luz, y había algo como una venda que nos apretaba el pecho, y el aguacate estábamos casi podrido cuando el teniente un día recuperó la memoria:

—¿Cómo está el aguacate?

—Maduro, mi teniente.

Y abrió la reja y nos soltó.

Y esa noche nos pusieron de guardia en la Posta Cinco, en medio de una arboleda muy oscura, para si algún enemigo se atrevía a penetrar por esa zona. Le diéramos el Alto una vez y cuando se detuviera, con las manos en la nuca, lo revisáramos bien no fuera a traer un arma oculta, y acto seguido lo condujéramos a la Unidad para interrogarlo y descubrir bien todo el complot, y desmantelar la banda; pero si no se detenía, le diéramos el Alto por segunda vez, y si continuaba, le diéramos otra vez el Alto, y si no obedecía entonces, disparáramos al objetivo, pero había que dar en el blanco: No se podían malgastar las municiones, ¿estaba claro? Por cada bala que faltara, tenía que aparecer un objetivo, si no queríamos ir otra vez al calabozo.

Y a eso de las dos de la madrugada sentimos un ruido de pasos a nuestra izquierda. Enseguida rastrillamos el arma, pero no se veía nada. Seguramente habían escuchado el sonido de la AK. Al poco rato volvimos a escuchar el ruido, esa vez más cercano, y vimos un bulto que se ocultaba entre los matojos. Alto, dijimos. Nadie respondió, al contrario, el bulto siguió como si nada. Alto, volvimos a gritar, arriba las manos o eres hombre muerto. Entonces vimos claramente cómo se pegaba a la tierra y hacía un movimiento para sacar un arma. Le apuntamos bien, al borde y centro inferior, como nos habían enseñado, pero el objetivo siguió acercándose, como una sombra de muerte a través de los bejucos. Alto, gritamos por última vez. Y no tuvimos más remedio que vaciarle el peine con todas las balas. El objetivo cayó al suelo estrepitosamente, sin proferir ni un quejido, y casi al momento vimos un foco que venía de las barracas: Alto, gritamos al foco.

—Soy el teniente —dijo el foco, que llegó con el teniente y con varios soldados que habían oído el tiroteo.

—Allí está el objetivo, teniente, le partimos la vida.

Nos acercamos con mucha cautela, alumbrando con el foco. El objetivo era una vaca blanca, con manchas negras y rojas de la sangre que todavía goteaba de su cuerpo, pero no era un animal cualquiera, de un campesino, o de alguna cooperativa. Era una vaca moldava que le habían regalado al coronel Peñarroche en una visita que hizo a la URRS, y la había traído a la Unidad, donde un guajirito recluta que había allí, se levantaba bien temprano a ordeñarla, para que el coronel tuviera su leche fresca todas las mañanas.

Allí mismo el teniente nos quitó el arma y nos llevó otra vez al calabozo, mientras esperábamos el Juicio Militar. Nada importó que hubiera aparecido el objetivo. Entrar a un calabozo, de madrugada, es una cosa muy triste. Todo lucía más oscuro y más frío, y la venda en el pecho nos apretaba con más fuerza.

Esa vez perdimos la cuenta de los días.

Una mañana sentimos el ruido de la reja. Era el teniente: ¿Cómo se sentía el elemento?

Aquí lo mismo somos aguacates que elementos. (Los elementos forman los conjuntos: a ver, póngase de pie, cuántos elementos componen el conjunto A intersección B, o el conjunto A unión B).

—Muy bien, teniente.

Y como estábamos bien, perfectamente, el teniente volvió a irse, y a perder la memoria, hasta que regresó cabo de unos días o de una semana o de cincuenta años:

—¿Cómo se siente ahora?

—Muy mal.

Y nos soltó.

Entonces nos pusieron de guardia en el Parqueo donde estaba el carro de Peñarroche, una limusina negra y brillante, que se usaba para ir al aeropuerto y pasear los generales, cuando venía algún general de los Ejércitos Amigos, con alguna vaca de regalo; y nos pusimos la gorra y la camisa con las estrellas doradas que colgaba de un perchero en el asiento de atrás, y le chirriamos las gomas al carro, y ningún policía de tránsito se atrevía a detenernos, sino más bien nos daban vía y nos saludaban al coronel tan joven que iba adentro, y nos echaban combustible en las gasolineras sin pagar ni un centavo, y: mira, vieja, aquí estoy de coronel, ¿no te dije que no te preocuparas…?, mira qué carro, qué hermosura, pronto ya no tendrás que seguir cosiendo ropa ajena. Y ella tenía las manos temblorosas, todo se le caía de las manos, y le brillaba la punta de una lágrima en los ojos, y nos preparó algo rápido, un pan con bistec: ay, hijo, por Dios, me estoy muriendo. Y nos marchamos antes que se muriera, por toda la autopista, sonando el claxon, hasta que los Boinas Rojas nos detuvieron en Matanzas, y no nos pidieron ningún Pase, ni nos respeta-ron los grados de coronel, sino que nos inmovilizaron, nos neutralizaron, nos aplica-ron la llave turca, nos retorcieron el brazo, el pescuezo, nos partieron la vida, y fui-mos a esperar el juicio al mismo calabozo, con el cuadrito de luz allá en lo alto. Y no sé por qué nos dieron unos deseos muy grandes de escribir una carta, y tuvimos que pedirle papel y lápiz y un sobre a Pacheco, un guardia comilón que había allí, que siempre tenía hambre; y con la mano izquierda, pues la derecha no se quería mover, llenamos la hoja por las dos caras, y se la dimos para que la echara en el correo, pero al poco rato volvió con ella en la mano: había un error, estaba mal puesta la dirección.

—No, Pacheco, está bien así, ésa es la dirección.

Que no, que estaba mal, estaba dirigida a nosotros, aquí a la Unidad.

—Claro, Pacheco, a quién va a ser. Tenemos ganas de recibir una carta.

¿Estábamos locos, qué cosas eran esas? No iba a ningún lado, cogiera la carta, me hiciera la idea que ya la había recibido.

Pero no era lo mismo recibirla así de sopetón, acabada de hacer, a que viniera por correo, con todos los sellos y los cuños, como una carta de verdad.

—Haznos ese favor, Pacheco, por tu madre. Una carta es de quien la hace mientras la está escribiendo, pero después que la mete en el sobre y la pega es del que la recibe.

No fuera comemierda…

—Anda, viejo, mira que nos hace falta recibirla, tener esa alegría, saber que hay una carta para nosotros. Hace tanto tiempo que no recibimos una carta…

Ya me había dicho que no. ¿No entendía el idioma…?

—Te doy cinco pesos.

No.

—Diez…

Ni aunque le diera veinte, ni cincuenta.

—Vaya, te doy la comida.

¿La comida…?

—Sí, toda la comida.

Y Pacheco nos echó la carta al correo, que llegó a los nueve días, con un sello con la foto de Teófilo Stevenson peleando con Duane Bobic, en la Olimpiada de Munich, casi en el mismo instante en que Stevenson iba a conectar la derecha recta y el upper cut, y el gancho de izquierda, y ser el campeón olímpico de todos los pesos. Nosotros queríamos ver la expresión de Stevenson en aquel momento de la fotografía, pero el cuño del correo le cubría un pedazo de la cara; sin embargo abrimos la carta nerviosos, y la leímos temblando de emoción. Era un poco sentimental, y tenía demasiadas oraciones sobre la grandeza y la fuerza del espíritu, con refranes y frases huecas como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, y los hombres mueren de pie, y no hay mal que por bien no venga, y veinte años no es nada, y nunca la noche es más negra que cuando va a amanecer, y no conoce la quietud del puerto quien no ha padecido la tempestad, y mírame, madre, y por tu amor no llores, y mil estupideces más que no resolvían ningún problema; sin embargo ya nos disponíamos a escribirle la respuesta cuando el teniente se apareció, con una sonrisita burlona:

¿Cómo se sentía el elemento?

—Muy bien, teniente, todavía no nos hemos quejado.

Nosotros a veces nos poníamos así, incómodos.

—Perfecto, abra esa reja, soldado, ahora tendrá oportunidad de quejarse, párese en atención, firme, de frente, march, un dos un dos, columna izquierda, march, un dos un dos, columna derecha, march, un dos un dos, elemento, alt.

Iba a aprender a hacernos hombre, más bravos que nosotros, él los había metido en cintura:

—¿Ve ese campo de tiro, elemento, como ha crecido la hierba…? Aquí está el machete, lo quiero listo antes de que amanezca, ¿entendido…?

No, teniente, lo sentíamos, estábamos débiles, estropeados, mareados, no podemos ni apretar el machete, tenemos el brazo derecho inútil, los Boina Rojas, teniente, y cambiamos la comida por el consuelo de una carta; es decir que sí, que somos expertos en esto de cortar la hierba, teniente, mire qué bien lo hacemos, qué estilo, cómo realizamos el giro de muñeca, cómo nos inclinamos, cómo nos hundimos el filo del machete en la pierna, hasta el alma, mire la sangre, teniente, el hueso blanco, el calcio, la tibia y el peroné, mire las partes de la osamenta humana, su composición, su textura.

—Párese en firme.

—Sí, mi teniente.

—Salude.

—Sí, mi teniente.

—Sargento, lleve al herido a la enfermería, y mañana al hospital, que si está haciéndose el loco, va a saber lo que es bueno.

Nosotros éramos Propiedad Social, eso que habíamos hecho era Atentar Contra la Propiedad Social, contra la propiedad de todos, contra las Fuerzas Armadas, ¿qué nos parecía?

Nada, mi teniente, trataremos de tener algo, alguna esquizofrenia, o algún desequilibrio, somos Cabezas Huecas, y seguramente nos verán ese problema, ese espacio mal rellenado, revise bien, doctor, encuentre algo, mire que si no somos traidores, venales, chinos espurios y espías de los tártaros; y nos harán un juicio militar delante de toda la Unidad, doctor, por atentar contra la Propiedad Social y contra las Fuerzas Armadas, y por haber sido coronel 48 horas, y no la vida entera como debían nacer los coroneles, y recibiremos una sanción ejemplarizante, doctor, nos mandarán al Batallón Disciplinario…; sí, doctor, casi toda la familia, somos gente de origen medio loco, con padres quimbaos del cerebro, con una pila de tablones bajo el agua, que querían ser Yuri Gagarin y Valentina Tres Escobas, y los hermanos ni hablar, y tenemos tíos que se bañan en los cañaverales una vez al mes con un tanque de agua de cincuenta y cinco galones, y éramos puro ojos cuando naci-mos, y la vieja pensó que había parido un fenómeno, fíjese bien, doctor, nos levan-tamos de noche, y no dormimos, y no soñamos, y no comemos, y no se nos para, doctor, vea qué problema, tenemos un güevo más largo que otro, y nos orinamos dormidos, doctor, se nos aparece un duende de noche: ¿ya orinó…?; no, no hemos orinado; pues orine, nos dice; y ahí mismo soltamos el chorro y meamos al de la otra litera. Y una noche ya habíamos orinado y cuando vino: ¿ya orinó…?; sí, le dijimos, ya orinamos; pues cague entonces; y teníamos diarreas, doctor, imagínese, siempre andamos con diarreas, nos caen mal las comidas, tenemos un salto en la barriga, y otro en el pecho, y otro salto en el salto, doctor, que ni siquiera lo deja saltar tranquilo, y sentimos hormigas en la piel, y un cosquilleo, y nos chupamos el dedo, y mire, tenemos una uña enterrada, y el ombligo botado, y una manchita en la barriga, y una oreja más grande que la otra, y un golpe en la cabeza que nos dejó brutos para siempre, puede hacernos una placa del cerebro para que vea que oí-mos voces: Fulano de tal, aquí, acá, párese en firme, salude, saque la lengua, cierre los ojos, limpie las botas, alce el arma, de frente, march, columna derecha, march, columna izquierda, march, paso doble, march. No podemos estar bien, encuentre algo, por su madre, mire que si no, nos mandan al Batallón Disciplinario, a la cárcel, con gente mala, delincuentes, ladrones, bugarrones que se lo quieren templar a uno aunque no seas maricón, es decir, aunque uno no sea maricón, tipos que se las arreglan para tener pinchos y cuchillos allá adentro: venga acá Carne Fresca, acér-quese, bájese los pantalones, y te amenazan con los pérforos cortantes, te acorralan entre tres o cuatro, doctor, y tienen sus pingas afuera, bien paradas, hijos de puta, doctor, y hay que fajarse, dejarse acuchillar, porque si eres flojo te tiemplan, doctor, y te ponen un blumer para que parezcas una mujer, para que seas una mujer, para que seas la mujer de uno de ellos, y sea el que te tiemple todas las noches. No podemos estar bien de la cabeza, ni de los pies tampoco, doctor. Nos ponemos las botas rusas al revés, y parecemos muñecones de carnaval caminando con las pier-nas abiertas; pero a veces, doctor, nos las ponemos al revés, pero no la izquierda en la derecha ni la derecha en la izquierda como debían ser unas botas al revés, doctor, sino que las acordonamos y todo con el tacón para alante, y el teniente nos tiene mala voluntad porque cuando dice de frente, march, empezamos a marchar para atrás, y la compañía completa a reírse y se resquebraja la disciplina, usted sabe cómo es el asunto de la disciplina, pero eso tampoco es todo, doctor, a veces nos ponemos una bota para alante y la otra para atrás, y no hacemos más que dar vueltas en el mismo sitio, doctor, como si fuéramos un compás, haciendo círculos sobre la hierba, conjuntos de varios elementos, dando vueltas y vueltas como el se-cundario de un reloj, que da una vuelta por minuto y sesenta en una hora y mil cua-trocientas cuarenta en un día, y cuarenta y tres mil doscientas en un mes y, déjanos sacar la cuenta, doctor, un recojonal seiscientas mil en un año, que multiplicado por tres ya cumplimos el Servicio, doctor, de vuelta en vuelta, un poco mareados, es cierto, pero con la baja en el bolsillo, hacia la calle, hacia la libertad, hacia el mundo. No queremos ser soldados, doctor, esa es la verdad, Nicolás Guillén, no sé por qué piensas tú, soldado que te odio yo, si somos la misma cosa, vea que sí, Nicolás, somos la misma cosa, somos civiles, es lo mismo, la misma cosa, tú, yo…

Y mira, vieja, Pedri, Vladimir Ilich, lo que traigo en la mano:

—Conseguimos la baja.

—La baja del verde, ja, ja.

—Nos creyeron locos, gruuh.

—Somos los bárbaros, aafftt.

—Los caballos, wihchisjinshj.

—Los bestias, arruaghegadiggoijjhggkÇ0)Ç/&yii%&&0C.
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Tuesday, August 31, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte dos: Capítulo IV:
 Dile a Vladimir Ilich que no deje la Secundaria

por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Nos citaron para el Reconocimiento Médico y nos llevaron a un policlínico allá en Sancti Spiritus. Había algunos que eran anormales, o sordomudos o ciegos, que se veía a las claras, que venían con sus padres, que los viraban para atrás sin reconocerlos: No Aptos. Suerte que tenían algunos de ser no aptos, sordomudos o tuertos, o asmáticos, o cojos como Renecito. Pero la mayoría estábamos allí, revisándonos el cuerpo, con esa cara que ponen los condenados. Algunos hacían chistes, pero nadie se reía. Nadie tenía ganas de reír. La risa está en el ambiente y no en las palabras. Y el ambiente no estaba para risas. Más de doscientos soldados, gente como nosotros, que había dejado la Secundaria, o los habían botado, desnudos en pelota, pasando por los diferentes departamentos, de un especialista a otro: ojos bien, pulmones bien, garganta bien, sangre bien, genitales bien, no hay problemas, a todos se nos para, abra la boca, cierre los ojos, saque la lengua, respire profundo. Todo bien, afirmaban, firmaban, ponían los cuños. Luego, la entrevista: qué significaba para nosotros el Servicio Militar. Significaba tres años perdidos, los mejores años de la juventud, pelados al rape, sin dinero, sin libertad, sin derechos, sin amigos, sin novias, sin familias; es decir que sí, que significaba un honor, el más grande honor que pudiera tener un ciudadano, lástima que sólo fueran tres años, capitán, y no diez o doce o cincuenta para estar en la primera trinchera cuando llegue el enemigo, que lleva tantos tiempo amenazándonos, haciendo que vayamos al Servicio Militar, que hagamos guardias, maniobras, preparaciones combativas, haciendo que vengamos a este Reconocimiento, a esta entrevista, a escribir que nos gusta el Servicio Militar, que queremos hacer guardias, maniobras para si alguien un día se atreve a pisar nuestro suelo… Tres años es poco para un honor tan grande, capitán. Claro, claro que podemos jurar por cinco años, o por veinticinco, eso es lo que queremos; perdón capitán, es que no nos gusta jurar, nosotros no tenemos por quien jurar, y no nos gusta jurar en vano. Estamos tan emocionados que no sabemos lo que hablamos, las palabras no pueden expresar lo que yo quisiera y no vale la pena… Las palabras son una mierda, capitán, un sonido ahí que no abarca todo esto que sentimos, es algo raro, complicado, como si lleváramos la patria en la cabeza, o mejor en el pecho, en la garganta: bien, ojos: bien, oídos: bien, genitales: bien. Una doctora jovencita, de ojos verdes y pelo largo y brilloso, le toca a uno los genitales, se los pesa, se los manosea, buscando alguna vena rebelde, algún errorcito con sus dedos suaves, de terciopelo, de algas. Hay que dominarse, aguantar, vea, somos equilibrados, no se nos para, y si se te para, pobre de ti, porque te dan un toque con un palito en el glande, y el dolor te llega a la vida, y el sexo se encoge y retrocede y se arruga como un gusano de seda, eres un podrío, un pajizo, un celebrista; respete a la doctora, fresco, atrevido; disculpe capitán; Falta de Respeto; perdí el control, no pude evitarlo; déme su nombre y dirección ahora mismo, y espere afuera. Y te pueden sancionar, te pueden juzgar, te pueden meter preso, o si no mandar a un lugar difícil, a una Unidad de Combate por lo menos, sin Pases ni visitas para que aprendas a comportarte, a dominarte, a respetar las doctoras… ¿De la religión…? Bueno, lo que nos enseñaron en la escuela, que Dios no existe, que es un invento de los explotadores para tener a la gente sometida, para que acepten su condición tranquilamente y no se rebelen, vea, nos cagamos en Dios, no hay problemas, lo que queremos es que nos lleven de una vez, salir de esto lo antes posible, es decir, llegar lo antes posible a la Unidad, y ser soldado de la patria, y que la patria nos contemple orgullosa, vea qué bien aplicamos el Himno, el Himno Nacional…

Estuvimos otro tiempo más en la calle, con una especie de libertad prestada, hasta que nos llegó la citación, la definitiva, aquella que si uno no iba y se presentaba, sería procesado por la Ley, enjuiciado, sancionado, y que decía, presentarse el día nueve del presente en el Comité Militar, sito en calle Libertad sin número, LISTO PARA PARTIR hacia la Unidad Militar que se le destine, porque era un asunto del destino caer en La Habana, o en Matanzas o en Oriente, o caer de cocinero, o de mecanógrafo o de chofer de un capitán, o en una Unidad Militar de Combate, preparación combativa todo el año: de pie, correr dos kilómetros, ejercicios matutinos, tiro, infantería, maniobras, inspección, Guardia Vieja. No te preocupes, mi vieja, no me va a pasar nada, enseguida que llegue te paso un telegrama, estoy en tal lugar, en tal dirección, ahora no porque no sabíamos, nadie sabía para dónde íbamos, para dónde quería el destino que nos fuéramos. Ni siquiera teníamos el libro de los Rosacruces para saber a qué atenernos. En la próxima encarnación tal vez vengamos de jefe, o de buena cabeza, o de animal; tal vez sea bueno venir de perro vagabundo para no tener que ver con nada y orinarnos en los postes de la luz.

A las nueve de la mañana abandonamos el pueblo, todavía vestidos de civil, con la muda de ropa más triste y más vieja, porque esa ropa nos la quitaban y hasta los tres años, cuando cumpliéramos nuestro más grande honor, era que nos la devolvían, como si la ropa también tuviera que pasar tres años encerrada por triste y por vieja. Nos llevaron a Sancti Spiritus donde esperaban varios cientos de soldados. Pero ese día no hubo movimiento. Caminábamos, íbamos de aquí para allá y de allá para acá y llegó la noche y dormimos debajo de los árboles, sobre la hierba húmeda, para entrar más en contacto con la patria y prepararnos para el futuro.

Al día siguiente nos iban llamando por nombres para ir subiendo a los camiones. Fulano de Tal, aquí; Mengano de Tal, aquí; Siclanejo, ¿dónde estaba Siclanejo?, aquí; acá. Nadie sabía para dónde iban los camiones, ni siquiera los propios choferes, y escribimos una carta de despedida a la vieja, por si pasábamos por Cabaiguán: favor quien encuentre esta carta entregarla a Panchita, la costurera, de su hijo que pasó por aquí rumbo al Servicio Militar: vieja, estamos bien, excelente, vamos para La Habana o para la Conchinchina, no llores, vieja, no te aflijas, sabremos cuidarnos, portarnos bien, obedecer, de frente, march, a retaguardia, march, para atrás ni pa’ coger impulso, el Servicio es una escuela, la mejor escuela, de aquí salimos hombres hechos y derechos, y estarás feliz y orgullosa de nos, dile a Pedri y a Vladimir Ilich que no dejen la Secundaria, que estudien mucho para que no los boten, o que se partan un pie o un brazo, o que se vuelvan locos o sordomudos para que no los agarre el Servicio Militar, ni el Reconocimiento Médico, ni la entrevista, ni le peguen con un palito en el glande.


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Monday, August 23, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 2. Capítulo 3: Te quedamos la memoria

Foto/Blog Gaspar, El Lugareño (by Anna Tikhomirova)
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por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Estábamos en la Villa Maribel, hablando del Servicio Militar, de la vida, de que pronto íbamos a ser unos viejitos, y un día también nos íbamos a morir, en fin, de toda esa mierda de borrachos, cuando de pronto llegó la mamá de Ale el gordo, el cácher de Los Tigres, que ahora estaba en el Servicio Militar en La Habana: Santiago, Maribel corran, miren lo que acaba de llegar. Y abrió un sobre blanco y grande y extrajo una carta bien hecha con muchos cuños y firmas. Las manos le temblaban y apenas podía sostenerla. Santiago se la arrebatamos y empezó a leer…, era increíble, así de pronto Ale estaba en Moscú y no en La Habana, había sido seleccionado para estudiar en la Unión Soviética, para pasar una escuela importante gracias a su buena conducta, a la actitud ejemplar que había mantenido durante su estancia en las FAR, en la primera trinchera de la defensa, y felicitaban a Sobeida, su mamá, por haber parido un hijo tan destacado. Y Sobeida tenía los ojos húmedos de la emoción y nosotros nos habíamos quedado estupefactos, porque así de buenas a primeras Ale estaba en la Unión Soviética, en la Plaza Roja, mirando a Lenin, que era el sueño de todos nosotros, Ale era una gente valerosa, siempre lo fue desde que era el cácher del equipo y cerraba el home para que los Ratones no anotaran ni una carrera. Y ahora estaba nada menos que en Moscú, con un gorro y un sobretodo rusos, hablando ruso, comiendo ruso, como si fuera un ruso. Siempre nos extrañaron algunas cosas, como por ejemplo que no hubiera venido a despedirse de su madre ni de nosotros ni de la gente de su pueblo, seguramente había sido un viaje repentino, el curso ya iba a empezar, se apurara, hiciera las maletas, no había chance de nada; y la otra cosa era que Ale no tenía tan buen grado escolar como para estudiar alguna especialidad complicada, a lo mejor se trataba de un curso sencillo, de dos o tres años, algún asunto de cohetes o de defensa antiaérea o de aviones, o de infantería, Ale estaba en una Unidad de infantería, de frente, march, columna izquierda, march. Seguramente venía de teniente, o de capitán Ale, capitán Alejandro Fernández, aquí, acá, y no podíamos acostumbrarnos a la idea de Ale capitán, con los grados dorados en la charretera, déjanos ver los grados, Ale, préstanos la camisa, la gorra, para llegar a la casa de capitán, ¿cómo es un capitán, Ale? O a lo mejor venía empachado y ya no podíamos decirle Ale, sino capitán Alejandro, permiso para retirarnos, para no verte, para no hablarte, eres un empachado, se te subieron los grados a la cabeza, ya no eres el cácher de Los Tigres; pero no, sabíamos que Ale no iba a cambiar, que vendría igualito, un poco blanco del frío moscovita y rosado de comer jamón y pollo y manzanas, y sopas rusas, y té. Y brindamos por él, por la suerte que había tenido, por no ser un cabeza hueca como nosotros, y abrazamos a Sobeida, cuando tengas la dirección nos avisas para escribirle una carta, querido Ale: te extrañamos mucho, sobre todo cuando echamos algún juego de pelota o cuando tomamos vino seco con los amigos, estamos locos porque llegues para hacer una fiesta en grande, cuéntanos cosas de allá, cómo la estás pasando, cómo te trata el invierno, si es verdad que hace mucho frío, cómo es la nieve, escríbenos, acuérdate de nosotros, mándanos un regalo, una matriuska, un peluche, una lata de carne rusa.

Pero después de aquel día hubo un silencio muy largo. Sobeida compró un puerquito de cuarenta días de nacido para celebrar la vuelta de Alejandro. Diariamente la veíamos ir a los corrales, a la salida del pueblo, con una lata llena de restos de comida para que el animal se alimentara y creciera lo más rápido posible como si eso apresurara el regreso de su hijo. Jugamos pelota, fuimos a las fiestas, crecimos algunos centímetros, y el silencio seguía, y no se recibían señales de Ale: Sobeida, ¿ha llegado algo?; no, todavía nada, hijo, no sé qué le pasará, por qué no escribe, voy a tener que matar el puerquito; no se preocupe, Sobeida, las cartas demoran, se tardan, se extravían, son muchos kilómetros. Y el periódico Granma hablaba de la guerra, de una invasión de Zaire y de Sudáfrica, del imperialismo que estaba detrás de aquella guerra, de que por el pueblo angolano estábamos dispuestos a sacrificarnos, a luchar, a dar la vida, nuestra propia sangre; y de pronto Ale no había estado jamás en la URRS, estudiando ningún curso, ni comiendo manzanas, ni haciéndose capitán Alejandro, aquí, acá, sino en Luanda, bajo las bombas y las balas, Virgencita. A Sobeida le subió la presión, y el colesterol y el azúcar en la sangre, y la ingresaron y le dieron el alta y la ingresaron, y bajó de peso y se puso seca, consumida como un estropajo, Ale era hijo único, unigénito, y no era lo mismo Moscú que Angola, ni la guerra que el frío: ay mi hijo, por qué te fuiste a pelear. Sobeida había perdido a su esposo en la Revolución, con Ale todavía de brazos, y cada 30 de julio venían a buscarla en una guagua para darle un paseo y un ramo de flores y el reconocimiento como viuda de un mártir, gloria eterna a los mártires, pero su esposo no volvió, se fue poniendo amarillento en aquel retrato con flores de la sala. Y Sobeida tenía miedo, un miedo renovado, un miedo nuevo encima de otros miedos, y pasaron los meses, y llegaron las primeras noticias de muertos en combate, de nuevos mártires, de nuevos llamamientos para ayudar a Angola, no te mueras, Ale, diles que no te maten, no te mueras aunque la patria te contemple orgullosa, la patria vive en nuestros corazones, Ale, pero si nos matan, y nos entierran, se nos desintegra el corazón y la patria no va a tener donde vivir; y los de Zaire retrocedieron, y los sudafricanos retrocedieron, pero la gente no volvía, porque ahora la guerra era contra los mismos angolanos, contra los que no estaban de acuerdo con el gobierno, con el Socialismo, y Ale no volvía, y Sobeida en el Siquiátrico: diazepam, benadrilina, clorpromacina, fenobarbital, amobarbital, frenolón, metilfenidato, decedrina compuesta, la medicina gratis. Calma, Sobeida, él va a volver, los Tigres siempre vuelven, estamos seguros, no te enfermes más, no te pongas grave, no te mueras, Sobeida, mira que ni así puede venir al entierro. Acuérdate de Eusebio, que se le murió la mamá y le avisaron a los dos meses, cálmate, ten fe y confía en Dios, es decir, en Fidel, en la Revolución.

Y aquel Tigre volvió un día, después de mucho tiempo, con ojeras negras debajo de los ojos, interpretando el papel de Ale el Flaco, pero vivito y coleando, con ese brillo en la mirada que traen los héroes que regresan, y Los Tigres contentos porque estaba de nuevo entre nosotros, y estaba el puerquito y el ron, y la cer-veza fría, pero no pudimos hacer ninguna fiesta porque Sobeida era la que ya no estaba: lo sentimos Ale, no somos nada, es la vida, no llores, no te aflijas, todavía te quedan muchas cosas, te quedamos nosotros, la memoria.

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Tuesday, August 17, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)


Parte dos. Capítulo II. ¿Qué oficio le pondremos?


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)

La máquina de coser estaba falta de grasa, y cantaba su melodía monótona, y se detenía, y volvía a cantar, y cuando se callaba de una vez empezaban las tijeras riqui riqui riqui: buenas, qué tal ¿estaba Panchita?, sí, cómo no, entrara, Periquita, cómo seguía de salud, ya le iba a entallar el vestido, se sentara en la sala, esperara un momento que otra vez el niño se le había perdido, niiiño, niiiño, niiiño, debajo de la cama, niiiño, dentro de los escaparates, niiiño, en el armario, niiiño, gateando el niño por toda la casa, por el patio, sobre dos pies, caminando, corriendo, junto a la mata de mangos, en la mata de mangos, encima de la mata de mangos, niiiño, se bajara de ahí, se iba a matar, la iba a matar del corazón, la iba a volver loca, Virgen Santa, saliera de la ventana que estaba lloviendo, no se mojara, por Dios, iba a coger un catarro, lo iban a llevar al médico, a inyectar, a ponerle un suero; pero al niño le gustaba la música de la lluvia, le gustaba el agua corriendo calle abajo, y el olor a tierra húmeda, y poner la mano abierta al cielo para que las gotas de las tejas le cayeran en la palma de la mano, quería atrapar al agua, apresarla, cogerla, pero siempre se le iba entre los dedos, igual que el rayo de luz que entraba algunas veces por la ventana del cuarto, y brillaba y alumbraba el polvillo como una raya en el aire, pero que tampoco se podía atrapar, sólo mirarlo como si fuera el adorno de una mesita: mire, pero no toque, así le decían siempre, mire, pero no toque; pero el niño tocaba con los ojos, miraba todo, miraba el día y lo tocaba y era tibio, y la noche fría, y el cielo lejano, y las estrellas, la luna, y caminaba hacia un lado y para allá iba la luna, y se detenía, y allí estaba ella mirándolo, y caminaba hacia cualquier lugar, y la luna lo seguía, lo acompañaba, iba siempre con la luna, niiiño, no mirara más el cielo, ya era tarde, hora de dormir, entrara de una vez, mañana había que trabajar, que darle a la máquina, que no tenía grasa, que chirriaba: niño, dónde estás, responde, Rayo Malo, por Dios, ponte a jugar con tus primas: Nila, Minda, Isa, Magaly, jugaran con el niño a ver si ella descansaba, la barriga la tenía al volar y Vladimir Ilich no acababa de nacer:

Dónde va la cojita, que mirunflí que mirunflá.

El niño no jugaba con las hembras.

A la rueda rueda de pan y canela, dame un besito y vete pa’ la escuela.

El niño no jugaba con las hembras.

Una tarde de verano, una tarde de verano, me encontré con un convento, me encontré con un convento, el convento era de monjas, el convento…

El niño no jugaba con las hembras.

Ambo sea todo, matandilen dilen dilen; ambo sea todo, matandilen dilen don. Qué oficio le pondremos, matandilen dilen dilen; qué oficio le pondremos, matandilen dilen dilen don.

—Le pondremos costurero, matandilen dilen dilen. Le pondremos costurero, matandilen dilen don.

Y el niño negó con la cabeza, no le gustaban nada las tijeras riqui riqui, ni la máquina de coser que chirriaba el día entero.

—Ese oficio no le agrada, matandilen dilen dilen. Ese oficio no le agrada, matandilen dilen don.

—Le pondremos carpintero, matandilen dilen dilen. Le pondremos carpintero, matandilen dilen don.

Tampoco le gustaba. Una vez había venido un carpintero a su casa, y le partió el cabo a su martillo de juguete, y se fue y nunca más lo arregló. Y él no iba a andar de carpintero por ahí, rompiéndoles martillos a los niños.

—Ese oficio no le agrada, matandilen dilen dilen. Ese oficio no le agrada, matandilen dilen don.

—Le pondremos dentista, matandilen dilen dilen. Le pondremos dentista, matandilen dilen dilen don.

Menos que menos. El dentista lo sentó en un asiento donde el niño se per-día de lo grande que era: abriera la boquita, y el niño pensó que iban a darle un caramelo o una raspadura, o algo dulce bien rico, pero era una jeringuilla grandísima y lo pincharon duro, y lo inyectaron y gritó y pateó y la cara se le puso como un globo, y aquel señor era tan feo que tenía un alicate que se abría y cerraba como la boca de un animal, y se lo metió entre los dientes y escupió la sangre el niño, y de ninguna manera.

—Ese oficio no le agrada, matandilen dilen dilen. Ese oficio no le agrada, matandilen dilen don.

—Le pondremos bodeguero.

—Ese oficio no le agrada.

—Panadero.

—No le agrada.

—Constructor.

—No.

—Barbero.

—Vendedor.

—Enfermero.

—No.

—No.

—No.

Es que no le gustaba nada, ningún oficio. Acabara de una vez, qué se creía, payaso.

Y eso quería el niño, eso sí, mantandilen.

—Le pondremos payasito, matandilen dilen dilen. Le pondremos payasito, matandilen dilen don.

Y por fin la madre, que ya estaba desesperada, le encontró un buen oficio y pudo recuperar a su hijo, y entallarle el vestido a Periquita.

—Aquí tiene usted su hijo, matandilen dilen dilen. Aquí tiene usted su hijo, matandilen dilen don.

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Tuesday, August 10, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Parte 2. Capítulo 1: Parecíamos eternos


por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)
 

Un domingo Santiago hablamos de una muchacha, y vio que era bueno. Al día siguiente dijo que la iba a enamorar. El martes dijimos que eran novios. El miércoles que se la iba a llevar, y separó la ropa buena de la mala, y la echó en un maletín, y también vio que era bueno. El jueves nos la llevamos de Luna de Miel. El viernes regresaron de marido y mujer; y el séptimo día vio que todo era bueno y descansó y vino a la Virgen: ya era un tipo responsable, con familia, ya Santiago no era Santiago, era una familia, comprendiéramos, tenía que esforzarse, trabajar, buscar el sustento. Y nos sentimos como esos huérfanos que de pronto pierden a un hermano. Su casa tenía un cuarto pequeño en el patio, y allí se fue a vivir la familia. Santiago le había puesto un letrero con pintura roja: Villa Maribel, en honor a su muchacha, que tenía el pelo rizado, y rubio, y lo había arrancado del grupo, lo había raptado, lo tenía en el bolsillo, pero no podíamos hacer nada, porque aquel cuartico miserable era como el paraíso, y porque ella tenía luz en sus ojos, y se veía que lo quería, así cabeza hueca y todo; y empezó a ser una más entre nosotros. A veces dejábamos la Virgen para ir a su cuarto, con una botella de vino seco o con un pomo de alcohol de noventa o cualquier bebida que sirviera de pretexto para estar juntos unas horas. Terminábamos cantando canciones de Nino Bravo o de Camilo Sesto o José Feliciano, o diciendo poemas de una mujer que un día iba a pasar por nuestras vidas sin saber que pasaba.

Santiago se fue a trabajar para una brigada de construcción. Y después Manet, Marcelito, todos. A las seis de la mañana subíamos al camión que nos llevaba a la obra, a echarle cemento y arena y hormigón a la concretera, o subir el concreto en carretillas para ir fundiendo los techos.

La primera quincena sacamos la cuenta de las cosas que podíamos comprar. Alguien medio comemierda dijimos que el primer sueldo era bonito dárselo a la madre, así completico, sin comprar ni un refresco, ni una botella de ron, ni una jarrita de cerveza.

Cuando vimos que no existía más nada, repetición tras repetición, día tras día, nos fuimos aburriendo de la construcción.

Ya no soportábamos los jefes.

Ni el cemento.

Ni el camión.

Lo que nos pagaban era una miseria.

No nos duraba dos días.

No alcanzaba para nada.

Todo.

Empezamos a faltar: una vez al mes, dos veces al mes, una vez por semana, primera reunión con nosotros, no podíamos faltar más, a las tres ausencias nos daban Baja Automática, qué nos creíamos, dos veces por semana, segunda reunión, si faltábamos de nuevo nos mandarían al Ministerio de Trabajo, a la policía, Virgencita, tres veces por semana, nos aplicarían la Ley de la Vagancia, la Ley de Fuga, la Ley de Newton, la Ley de los Cambios Cuantitativos a Cualitativos, y de ahí seis meses para el sur del Jíbaro, Virgencita, a podrirnos en las arroceras, y pedimos la baja, y nos fuimos antes que hicieran la tercera reunión.

Únicamente nos quedamos Santiago, que tenía mujer, y que pronto iba a ser padre.

Y otra vez nos embullamos a ir a las fiestas, a bailar, a enamorar a las muchachas; aunque seguíamos con los mismos planes de vivir sin hacer planes y con el mismo futuro de no pensar en el futuro.

De modo que volvimos a ir al Club y a las fiestas de la Colonia Española, donde el grupo Alma Joven tocaba canciones del ayer reciente, de grupos bíblicos como Los Diablos, Los Ángeles o Barrabás.

Los sábados a las siete de la noche estábamos bien peinados, los zapatos brillosos, unos con tres pesos, o con cuatro, o con cinco o seis pesos en el bolsillo. A veces comprábamos una o dos botellas de vino seco, y le echábamos azúcar y limón, y un poco de alcohol de noventa, rojo de rojo aseptil o amarillo de timerosal, y nos íbamos para la casa de Marcelito, que vivía con su abuela Pita Repita, frente a la Secundaria, a pocas cuadras de la Colonia Española.

Pita era de la orden rosacruz, y tenía unos libros interesantes del destino y de las reencarnaciones y según el día y el mes en que habíamos nacido nos adivinaba lo que éramos cada uno de nosotros, los órganos que nos dolían, o que estaban a punto de fallarnos, y lo que íbamos a ser en el futuro y en la próxima vida, las actas que nos iban a levantar, y todos los sinsabores y alegrías que nos deparaba el destino.

Nos tomábamos el vino seco según explicaba el libro, escuchando canciones de muchachas, y llegábamos a la fiesta, medios en nota, con las orejas calientes y los rostros brillosos. El grupo Alma Joven era una cosa divina. Juan hacía vibrar la guitarra prima con un pomito en su mano izquierda que corría por las cuerdas: Oh, my Woman, oh, my girl. Y bailábamos una pieza y dos y una tanda completa y conseguíamos alguna amiga que apenas nos duraba unos días porque no nos interesaba (después que uno ha tenido al Sol, de qué nos sirve el resto de los astros), y las dejábamos embarcadas para ir a la cervecera o ver a Maribel que tenía una pelota en la barriga y pronto íbamos a tener el primer hijo.

De modo que había que hacer algo para darle sentido a nuestras vidas, para romper aquel inmovilismo, y se nos ocurrió voltear el tronco gigantesco de un algarrobo, que como un mausoleo a la pasividad, estaba tirado allí, frente al aserrío desde que La Habana era de tabla, y donde los viejos se sentaban a tomar el sol en las frías mañanas de diciembre. Fuimos dos o tres, pero apenas pudimos ni moverlo. Tuvimos que volver a la Colonia y juntar a diez o doce valientes para darle la vuelta a aquel portento, que estaba podrido por debajo, debido a la humedad; y miles de insectos se aprovecharon y, libres al fin, salieron en todas direcciones, luego de permanecer allí desde la eternidad, soportando aquel peso brutal, sin que nadie hiciera algo por ellos.

Pero en nada cambió la situación. El Sol secó la podredumbre y los viejos volvieron a sentarse. El madero se puso liso y brillante por arriba, y empezó a podrirse por debajo, y volvieron los insectos.

Por aquella época empezaron las vacaciones de verano y la playa y los carnavales.

Durante el día conseguíamos algún trabajo como cavar los cimientos de una casa, o cualquier tipo de ajuste con los campesinos, y luego nos íbamos para Fomento o para Placetas o Sancti Spiritus. Reuníamos el dinero, separábamos lo necesario para el pasaje de regreso: el pasaje sí que no, el pasaje es intocable, y cuando no nos quedaba ni un centavo, ni un kilo prieto, nos bebíamos el pasaje; cada buche de cerveza equivalía a unos cuantos kilómetros de regreso. Así que al final ya nos habíamos tomado casi toda la Carretera Central o la Vía Férrea. Llegábamos al pueblo al día siguiente, en botellas, con ojeras negras debajo de los ojos, pero con buen ánimo para volver a la fiesta por la noche.

Con cinco pesos le dábamos la vuelta al paraíso, y bebíamos y bailábamos y parecíamos eternos. Pero ese año nos llegó la citación para el Servicio Militar,

tres años para el verde,

pelados al rape,

siete pesos al mes,

sin Pase,

sin novias,

sin carnavales,

todo.

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Tuesday, August 3, 2010

El Trago de los Tigres (Novela inédita de Sindo Pacheco)

Capítulo 8: Ser verdadero
Foto Flickr (by Ken Berger)



por Sindo Pacheco
(para el blog Gaspar, El Lugareño)


Todos teníamos que ir a la Escuela al Campo, a sembrar tabaco o frijoles por una temporada, porque si no estabas frito, y no pasabas de grado, y te manchaban el Expediente. Había que trabajar durante el día, pero de noche andábamos como Cides Campeadores antes de entrar a Burgos, dándonos buenos chapuzones, sin importarnos si el agua estaba fría o el río crecido o si tenía remolinos y madres de agua y todas esas cosas que tienen los buenos ríos.

Desde el campamento se veían los campos roturados, listos para recibir las posturas de tabaco. Hacía fresco y brisa suave, y un vacío silencio de soledad de ser humano. Le llamaban el campamento como si estuviéramos en alguna guerra. Aquí todo está relacionado con la guerra. Un día vamos a ir a la guerra, a triunfar o morir, y así nos vamos preparando: Los macheteros, que cortan la caña para los ingenios, se agrupan en brigadas: Brigada Revolución de Octubre; los que operan las máquinas cortadoras, en pelotones: Pelotón de Combinadas XX Aniversario; Batallón Tal y Batallón Mascual; y los albergues son campamentos. Existen además Batallas por la Eficiencia, por la Productividad, Batallas por el Sexto Grado. Campañas Cafetaleras. Contiendas Azucareras.

Éramos la Brigada Siete, de turbineros, que cambiábamos los tubos cada una hora y luego descansábamos hasta que la tierra quedaba húmeda, bien empapada, con las posturas de tabaco buscando la luz del sol agradecidas, y volvíamos a cambiar los tubos, y entre un cambio y otro nos daba tiempo a caminar, a buscar guayabas, a darnos un chapuzón, o a ir al campamento de las muchachitas que era donde latía el corazón de aquellos campos porque allí estaba Ella, que siempre nos brindaba refrescos, y dulces y galletitas, y besos rosados repletos de calorías.

Fuimos a los potreros de la granja, a conseguir un buen caballo. Nos armamos de cintos y de cuerdas, y a la semana exacta ya teníamos en qué montar. Los atamos cerca del campamento, a la orilla de un arroyo para que pudieran beber agua, y le llevábamos hierba para verlos comer de nuestras manos. Algunas noches pasábamos bien cerca del campamento de las muchachitas de manera que ellas sintieran el tropel, y supieran que íbamos por ahí, como almas que se lleva el diablo. Porque nada hacíamos con Ella si no teníamos caballo, si no podíamos salir a la noche oscura, y desaparecer, y luego volver de madrugada, con el sereno del trayecto en los pulmones, y que las muchachitas supieran de una vez y se fijaran y se dieran cuenta por sí mismas, de lo que éramos capaces, aparte de amarlas toda la vida. Y cuando nos dolía la cabeza, nos tocábamos la frente para que Ella se alarmara, para verla así preocupada, con ese rostro a punto de llorar, y nos trajera aspirina, y jugo de naranja, y preguntara si hemos mejorado, cada minuto preguntando, Ella necesita saber, necesita que estemos mejor, que estemos aptos, y nos acaricia, nos pasa la mano por el pelo, y sentimos que nos quiere, que no puede vivir sin nosotros, y ya no resistimos verla así, tan preocupada, nos preocupa eso, que siga preocupada, y estamos mejor, mucho mejor, gracias, gracias a Ella, y nos despedimos, y nos ocultamos y volvemos a nuestro caballo, al campamento, buscando los recovecos, los senderos más ocultos, que nadie nos vea, que los profesores no nos vean así de héroe y sientan envidia, y quieran expulsarnos, seamos un bandolero, un bandido robador de caballos, un delincuente.

Dormíamos sobre literas de hierro o de madera, con sacos de yute como fondo, cuyo olor especial iba a ser para nosotros el mismo aunque pasaran los años: olor a yute: olor de Escuela al Campo:

Qué le dijo el chivo a la rana.

Y qué le dijo una nalga a la otra.

Y qué le dijo la barriga al espinazo.

Y Fidel a Raúl…

Y cuál es el animal que esto y el animal que aquello.

Y el colmo de tal y tal.

Y se sube el telón y se baja el telón.

—Cállense de una vez que no dejan dormir.

—A callar a tus gallinas.

—Fulano: Bemba de cloche.

—Y tú…, Tibor de cedro.

—Son las dos de la mañana.

—Mañana es domingo.

—Te meto el pingo.

—Méteselo a tu madre.

—Rony, ponme una piedra con tu hermana.

—Con tu madre.

—La tuya que es mi comadre.

—Voy a llamar al director.

—Cállate, imbañable.

—Perico imbañable, peste a pata.

—Silencio, caballeros.

—Hay que dormir.

—Váyanse para afuera a joder.

—Hay mucho frío.

—Pues cállense.

—A callar a tus gallinas.

—Me cago en la mierda.

Salimos afuera, contentos, felices, a cantar bajo las estrellas alguna canción que dijera algo como sin ti no puedo vivir, bésame mucho, necesito tu amor, en fin, que hablara de Ella, de muchachas bonitas, de tristezas, de amores verdaderos. Éramos eso: verdaderos. Fue una época muy corta en que fuimos verdaderos. Ser verdadero es un sentimiento, una noción, algo que está en el aire o dentro de uno, pero que al mismo tiempo no se puede captar. Solo al cabo del tiempo, cuando empezamos a ser falsos ocurrió el descubrimiento.

Una noche fuimos a comer naranjas. Cerca del campamento había un naranjal, cuyos frutos, radiantes como lunas doradas, nos enviaban sus brillos, sus señales, mensajes cifrados que decían tómame, desvísteme, chúpame, disfruta mi acidez, embarra tu cuerpo de mi jugo para irme en ti, y luego arroja mis restos al camino. Pero nos levantaron un acta, escrita con tinta china en un papel de primera: a las tantas horas del día tal fuimos sorprendidos robando frutos menores (grupo de los cítricos), aprovechando las sombras de la noche para cometer tal fechoría contra la propiedad del pueblo, perjudicando a niños y ancianos para los cuales estaba destinado ese producto…

Así que estábamos fritos, y nos dieron deseos de ver a Ella. Cuando pasamos mucho tiempo sin mirarla, la sangre se nos comienza a helar, a poner densa, a dejarnos como sin fuerzas, a punto de un infarto. Sólo el calor de sus ojos, de sus manos, de su cuerpo nos devuelve el flujo sanguíneo y nos revive. Hacía como diez horas que no la veíamos, que no nos miraba, que no nos brindaba un refresco. Y nos fuimos sin permiso, medio moribundos, arrastrando los pies hasta el campamento de las muchachitas. Eso es tan fatal como ir a la Iglesia, o traicionar la patria. Faltó poco para que mandaran a buscar a nuestros padres. Lo peor de todo fue el horario: llegamos a las tres de la madrugada, y silbamos bajito, y ellas salieron en silencio, y nos fuimos las parejas para una Casa de Tabaco a quitarnos aquel frío helado que hacían las noches interminables. Nos citaron a una reunión secreta porque aquello de acostarnos con las muchachitas en la Casa de Tabaco sí era grave, gravísimo, y si ellos querían podíamos ser llevados a la policía, a un juicio, a una granja, la cárcel y hasta el pelotón de fusilamiento, pero íbamos a dejar las cosas así, en secreto, en el más absoluto secreto, nos fijáramos bien, debido al gran aprecio que ya le tenían a nuestros padres, que vivían avergonzados de nuestro irracional comportamiento, y nos fuimos tranquilos, y prometimos y firmamos, estábamos de acuerdo, todo quedaba en secreto, puras tumbas, no iba a volver a suceder.

Pero después nos sorprendieron con los caballos en pleno terraplén y nos expulsaron del campamento. Esa vez no se acordaron del aprecio a nuestros padres.

Atrás quedó el tabaco y la turbina y los tubos y el campamento de las muchachitas, que era como irse y dejar el corazón.

Fuimos a ver a Tormenta, ya por última vez. Jamás comería en nuestras manos la hierba que dobla y que mastica sin dejar de mover la cabeza, diciendo que sí con la cabeza, que le gusta la hierba, que está rica, sí, exquisita, sí, y mira, Tormenta, es duro, pero tenemos que separarnos, sí, fuiste un gran socio, sí, pero ya no tendrás que esperarnos, no, que llevarnos, no, que transportarnos, no, fuimos amigos, buenos amigos, sí, y puede ser que no volvamos a vernos, no, a pesar de que te hicimos, sí, casi que te inventamos, sí, un día te escogimos, sí, tenías la crin larga y brillante, sí, sabíamos que te acostumbrarías a nosotros, sí, a reconocernos, sí, a dejarte acariciar, sí, a esperarnos, sí, pero ahora te quedarás en tu potrero, en tu soledad, sí, en tu vida sin dueño, sí, y ya no volverás a llamarte Tormenta, no, nunca más…

Después la gente volvió al pueblo y volvimos al aula, y allí estaba Ella, y volvimos a sentir el Sol que seguía calentándonos; pero no duramos una semana sin que nos expulsaran definitivamente. Frank Caballero tuvo suerte que a su papá le habían tomado mucho aprecio, y lo volvieron a matricular, pero a nosotros, de padres obreros pobres diablos cabezas huecas que somos, no nos pudieron resolver.

Pero íbamos a ser más libres sin Melibeas, ni Electroaguajes, ni directores, ni actas, sin tener que levantarnos temprano, ni forrar las libretas ni sacarle punta al lápiz. Y el mundo entero era nuestro como una ilusión de libertad.

Eso fue al principio. Al cabo de los días no sabíamos qué hacer con tanto frío. Íbamos a la Secundaria a ver si veíamos a Ella, si podía calentarnos aunque fuera por un rincón del receso. No sabíamos que nos hiciera tanta falta.

Pero Ella también se fue apagando. Su luz necesitaba de nosotros para poder calentar, y ya no estábamos allí para alumbrarla. Sus ojos muertos y opacos ya no podían mirarnos con aquel calor que ponía a hervir la sangre.

Nos salimos de sus ojos como el que se cura de una larga enfermedad o se enferma para siempre de otra enfermedad incurable.

Tampoco entraríamos jamás a un aula, ni a una escuela.

Algo nos estaba transformando en otra cosa diferente.

Ya no éramos verdaderos.

Y nos fuimos allí, donde una vez hubo una Virgen.

Era un lugar privilegiado, en la unión de la Avenida Libertad y la Carretera Central, junto a un parque infantil donde alguna vez giramos en el tío vivo, nos deslizamos por los toboganes y montamos cachumbambé. A un lado estaba la vieja gasolinera, con sus bombas de gasolina y de diesel, su tienda de piezas de repuestos y su local para lavar los carros, y al frente, la pizzería Milanesa donde podíamos disfrutar pizzas de queso y espaguetis a la napolitana, y alguna vez también conseguir unas cervezas, y un poco más acá el Taller de Refrigeración. Del otro lado la Carretera Central se abría en el Paseo, con sus dos hileras de álamos firmes como centinelas de guardia. También por allí estaba el Hotel Sevilla y el Perla, y más allá la calle Valle, con su iglesia y su Colonia Española, y su cine y su parque José Martí, también con álamos frondosos y con siete palmas reales, correspondiente a las siete Islas Canarias. Esta zona quedaba más o menos así:


Luego, al sur, el Ferrocarril Central, que fue lo primero que llegó al pueblo, antes que los isleños de Canarias, y por donde se construyeron las primeras viviendas con tabloncillo de pino tea y con horcones torneados de jiquí, que venían por mar del Canadá. Alrededor de todo eso estaban el Barrio Obrero, y el Jobo, y el Rastro y el Pelayo Cuervo, y el Reparto Canarias, cuyas calles tenían el nombre de las siete Islas y más allá los campos, el país, defectuoso y excesivo, bastante largo por un lado pero demasiado estrecho por el otro, rodeado de agua como un enorme castillo medieval sin puentes levadizos, y finalmente los mares adyacentes y las tierras más próximas a Cuba.

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